A una convicción que me hizo suya en mi adolescencia y a
la lectura de los discursos de algunos escritores al momento de recibir el
Premio Nobel de Literatura, se deben estas líneas que corren a partir de un
título paradójico. Se trata, si acaso es necesario denominarlo, de un ejercicio
en el que tomo prestadas las palabras de indudables poetas de nuestro tiempo o,
visto de otro modo, con legítimo derecho de lector las hago mías y procuro conjugarlas
con palabras menos afortunadas: las que, para bien o para mal, me han asistido.
Primero, éstas de Derek Walcott: “La Historia es una
olvidada noche de insomnio. La Historia y el temor primigenio son siempre
nuestro origen, porque el destino de la poesía es enamorarse del mundo, a pesar
de la Historia”[1].
¿Cómo no sentir ante ellas (las palabras de Walcott) el
drama y la contradicción que todo aquel que emprende la aventura poética adopta
como conclusión inevitable, impregnada de toda la fuerza de su veracidad?
Bastaría con apenas asomarse a la vida de Francois Villon, tan sólo leer
algunos pasajes de Una temporada en el
infierno o simplemente recordar el Cántico
espiritual de San Juan de la Cruz. ¿Y olvidaríamos a Georg Trakl y a
Apollinaire, ambos marcados por el desenfreno bélico de sus días? ¿No fue ese
el dolor individual e histórico de César Vallejo? ¿Acaso no supo Whitman de
esos desencuentros de historia y poesía, aunque quiso aunarlas? ¿No fue ese el
abismo por el que se precipitó la cordura de Hölderlin? Pero de poco servirán
las enumeraciones, aunque digan mucho. Tal vez sea suficiente opinar sobre
nuestra época, en la que, por cierto, el azote de la economía y el culto al
progreso infinito tornan más comprometida la situación de la poesía y de sus
aislados amanuenses.
La sucesión de conquistas de la inteligencia y de ruinas
espirituales, debidas a la alianza entre la técnica y la política, pretenden no
dejar espacio para todo aquello que no sea la fascinación por los artilugios
relucientes y de pronta obsolescencia. No pocas veces la vida misma parece
ínfima, mercancía de poco valor, ante el pujo humano por alcanzar fronteras y
rebasarlas, sin descanso, sin límites y con insaciable afán. ¿Cómo pretender
que la poesía sea un bien o una aspiración común si ya el asombro (o la
capacidad de asombrarnos) se reduce al incesante interés por las maravillas de
la técnica y los privilegios que otorga el poder en sus diversas pero
unidimensionales formas? Por eso, no era para extrañarnos cuando apareció un
escribiente de los poderes económicos y militares dominantes declarando el fin
de la Historia; sí, esa misma Historia que Walcott sintió inevitable y pese a la
cual la poesía se enamora del mundo. Hoy, el optimismo de aquel escribiente ni
siquiera resulta risible; cuando mucho, sólo debería provocar un rictus
condescendiente. En su momento, se sumaron en apresurada alharaca, como
siempre, los infaltables epígonos de todo el mundo, permanentes ansiosos para
adherirse a una tendencia de moda.
En 1990, dijo Octavio Paz ante la Academia Sueca: “La
historia es imprevisible porque su agente, el hombre, es la indeterminación en
persona”. Pero ya sabemos que el mundo no escucha a los poetas. De todos modos,
¿de dónde salieron tanto barullo triunfalista y tantas fanfarrias por el fin de
la Historia? Obviamente de quienes quieren llevar el mundo a su antojo; ya no
sólo la economía, sino las ideas, los pensamientos, los sentimientos y las
conciencias. Y aún me consuela presumir que no lo lograrán. No será fácil
mientras en cualquier parte de este planeta enloquecido arda la llama de la
poesía, así como en la ficción de Bradbury (Fahrenheit
451) los libros, todos proscritos, sobreviven en la memoria de algunos
seres humanos. Ese es un legado y más que eso: es una condición indestructible.
Así lo dijo Faulkner y lo repitió García Márquez, ambos, también, ante la
Academia Sueca.
El capitalismo reinante y el socialismo anunciado por
algunos, con mucha insistencia hoy desde América Latina, son sistemas
totalitarios porque, en esencia, no aceptan la libertad o autonomía del
individuo, por más que éste demuestre su voluntad y capacidad para colaborar y
asimilarse a la experiencia de proyectos colectivos. Los dos sistemas procuran,
aunque lo disfracen sus proclamas y sus constituciones, que ningún hijo de
vecino sea quien quiere ser ni haga carne y espíritu lo que Tales de Mileto,
primero, y después Jesús de Nazareth, predicaron: “No hagas a otro lo que no
quieres que a ti te hagan”. Sin esa tensión necesaria y predestinada entre el
individuo y las masas uniformes el mundo de seguro sería un Paraíso; claro,
sería el reino de los bostezos que, por abundantes, no competirían entre sí. En
cambio, la poesía, cuyo tiempo nunca y siempre es, florece y se desparrama en
la diversidad, en las contradicciones y en las oposiciones, y se asoma en todo
horizonte que amenace con desaparecerla de la faz de la Tierra.
Para Saint John Perse “el poeta existía en el hombre de
las cavernas y también existirá en el hombre de las edades atómicas; pues es
parte irreductible de lo humano”. Mientras tanto no faltarán paredes ni
páginas, incluidas las de internet, en las que el espíritu pueda expresarse:
eso sí, el espíritu, no quienes pretenden sustituirlo con la hipócrita
intención de disensos benevolentes, hoy proliferantes en todas las sociedades.
No podemos negarnos a reconocer la abundancia de los que queriendo dar
certidumbres sólo consiguen agrandar los desconciertos. ¿Cómo pueden los
atesoradores de poder (y adoradores del poder) tropezar, sin molestias ni
dudas, cuando no las esquivan, con frases lacerantes como éstas: “El poeta
puede decir que el hombre comienza hoy; el político puede decir, y de hecho
dice, que el hombre ha estado y siempre estará cautivo en la trampa de su
cimiento moral; una estructura que no es congénita sino implantada por una
infección secular lenta. Esta verdad, escondida tras las actitudes poco
asequibles de la sabiduría política, sugiere como primera conclusión, que el
poeta sólo puede hablar en tiempo de anarquía. La resistencia es una certeza moral,
no una poética. El verdadero poeta nunca usa palabras para castigar a alguien.
Su juicio pertenece a un orden creativo; no está formulado como una escritura
profética”. (Quasimodo)
De ninguna manera se trata de propiciar o ejercer la
rebeldía, más bien en el mundo hay demasiados rebeldes: algunos armados; otros
disfrazados con el atuendo de cantantes estrafalarios; otros despotricando de
sus rivales políticos… La lista es larga y no vale la pena ni viene el caso
seguir nombrándolos. El asunto es sencillo, aunque por ello no deja de ser
inquietante y profundo: los poetas, escriban o no, tienen que seguir siendo
poetas, sean cuales fueren las convulsiones históricas que les toque vivir. Un
buen ejemplo de esa “resistencia” de la poesía, de los poetas, es la Danza de la muerte castellana y también
las Coplas de Mingo Revulgo y las Coplas del Provincial, y podrían darse
más ejemplos. En todo caso, el poeta no puede (y me atrevo a decir que tampoco
debería pretenderlo) vivir al margen de la Historia; de hecho, muchas veces su
alimento, su único alimento, es la Historia y de nada valen los esfuerzos
desmedidos de algunos por sólo labrar poesía de puro presente. Sería necesario
despojarla de su intenso humanismo, de su mirada agradecida, de sus palabras y
gestos celebrantes para no afirmar junto
con Neruda: “Sólo por ese camino inalienable de ser hombres comunes llegaremos
a restituirle a la poesía el anchuroso espacio que le van recortando en cada
época, que le vamos recortando en cada época nosotros mismos”.
En nuestros días, la advertencia de Neruda se ha hecho
imposición, entre otras y muchísimas razones, porque la novela como género más
dúctil y conveniente para el mercado deja a la poesía aún más rezagada,
arrumada entre los trastos que el progreso y la globalización arrojan al
basurero. Si la poesía en la palabra escrita logra abrirse paso en la ficción
de las novelas, no hay duda de que lo consigue a duras penas y con escasas
posibilidades de conquistar a la mayoría de los compradores de libros, aun
cuando algunos cálculos y cifras permitan alentar cualquier esperanza al
respecto. Sólo cuando la novela rebasa el límite de su función recreativa y
supera la tentación de tratar sólo temas de moda o que por su naturaleza llaman
fácilmente la atención del gran público, su código apuntará a otras realidades
oportunamente obviadas (por los medios de comunicación, los políticos y los
intelectuales) o simplemente reprimidas por el común de los mortales. Pero la
trampa está armada y no es fácil caer en cuenta de ello, sobre todo si arrecia
entre quienes escriben el regusto por la notoriedad y los aplausos. El éxito
literario también tiene sus fórmulas, con o sin clichés.
La poesía que aquí se procura destacar, sea cual fuere
el género literario en que aparezca, es aquella que, según Burckhardt, “aporta
más que la historia al conocimiento de lo que es la humanidad”. Y a ella,
insiste, la historia tiene que agradecerle “el conocimiento de lo que es la
humanidad en general” y “los ricos elementos que le da para comprender las
épocas y las naciones”[2].
No me refiero, y salgo al paso a la confusión, al abuso contemporáneo de la
“novela histórica”, subgénero que en muchos casos ha servido para tergiversar
la historia o para ofrecer una visión parcializada de alguna época y otras veces
para infamar o exaltar a algún personaje o alguna clase social o algún grupo
político. La poesía, en todo caso, ve lo imperecedero en medio de la Historia,
por decirlo de alguna manera. En algunos casos, tal vez más de lo que
comúnmente se piensa, adquiere su compromiso histórico para luchar solitaria y
desoída contra los desastres que suelen acaecer durante y después del apogeo de
la literatura propagandística que anuncia regímenes mesiánicos, los defiende (a
cambio de dinero, cargos y privilegios) cuando se instauran y con ellos muere y
queda en la historia como un sabor amargo en el paladar. Me aventuro a asegurar
que la poesía, cuando lo es de verdad, es inevitablemente disidente: no se
enamora del éxito o triunfo de cualquier índole; no se regodea en el fracaso,
aunque lo padezca; por más que se intente, no está hecha para ser recibida con
aplausos en los palacios de gobierno; menos todavía debe condenarse a su forma
épica, ya superada y sustituida por la novela. Por algo Saint John Perse afirmó
para siempre: “Y ya es bastante, para el poeta, ser la mala conciencia de su tiempo”.
A la interpretación interesada o errónea de palabras
como ésas se debe la confusión entre responsabilidad, o compromiso, y
militancia. Así sea muy elaborada y llamativa, no puede ser la poesía vocera de
partidos ni de gobierno alguno: semejante creencia sólo es posible en
sociedades adoctrinadas y fanáticas. Es de por sí la poesía voz discorde,
incluso respuesta artificiosa o rayana al panfleto cuando toda forma de
opresión y de fuerzas uniformadoras pretenden anular las contradicciones
ínsitas del ser humano. Es inmedible el espacio y permanente el tiempo de la
poesía; es incesante su combate contra las tendencias avasallantes que procuran
neutralizarla, abierta o subrepticiamente. Se baña en las aguas de la Historia,
toca el fondo de sus cauces y cuando sale a tomar aire sus bocas disconformes
dejan el legado, su único propósito y su razón de ser. Si alguien desinteresado
escucha sus palabras y se detiene y se estremece, luego las lleva consigo y las
repite y las acaricia en su memoria, y corren por sus venas como su propia
sangre; puede decirse, entonces, que la poesía ha “hecho su trabajo”, ha
cumplido en las honduras renegadas del ser humano. Ese alguien, ese individuo,
sabrá que “la Historia es una olvidada noche de insomnio” y difícilmente se
comprometerá con redentores urgentes, y de asistir al mercado de los credos y
las salvaciones, podrá sonreír con la benevolencia de un moribundo satisfecho.
Nunca serán suficientes la arrogancia del olvido, ni los
brazos armados de los dogmas, ni las incesantes seducciones de la técnica, ni
las profusas parrafadas de la demagogia para sacar a la poesía del corazón del
ser humano y condenarla a los arrabales de la Historia, porque aun en las
peores pesadillas de ésta, encontrará voces doctas o ignorantes para advertir
de su presencia en todos los tiempos y presentarse con el ropaje que encuentre
en la soledad y el silencio de quienes lleguen a dar con ella, al margen de las
fraseologías dominantes y el ciego progreso.
[1] Esta y las siguientes citas de escritores y poetas que han recibido
el Premio Nobel de Literatura las he tomado de: Discursos Premio Nobel, Colección Los conjurados, Volumen 1, Común
Presencia Editores, Bogotá, 2003.
[2] Jacob
Burckhardt, Reflexiones sobre la historia
universal, Fondo de Cultura Económica, Colección Popular, p. 116.
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