En esa semana de encierro de
Manuel Jordán en su apartamento, Luis Eugenio pasó un par de veces en el carro
por la plaza, a media mañana, sin detenerse. Pese a que ansiaba ver a su
esquivo confidente, no se desesperó ni se dejó llevar por suposiciones
pesimistas. La reciente conciencia de su tiempo particular le daba, sin
proponérselo, una paciencia para la espera de cualquier vicisitud, esperanza o
anhelo; en algún momento -se decía- aparecerá el doctor Jordán y terminaré de
contarle mi historia, le confiaré la relación de mis sueños y de mis angustias
o, simplemente, hablaremos de cualquier cosa que haga más llevaderos mis días.
El viernes de esa semana, a eso de las cuatro de la
tarde, se dirigió a La Pradera: la calle estaba congestionada y a las afueras
del negocio decenas de bebedores formaban varios grupos; consiguió puesto para
estacionar media cuadra más adelante, frente a una plazoleta descuidada donde
alguna vez ocupó su centro el busto de alguien, sólo quedaba el pedestal y dos
cuadrados escalonados de concreto sobre los que aquél se apoyaba; de los
cuatros bancos, uno a cada lado de los
cuadrados, sólo quedaban dos, usualmente ocupados por indigentes y pedigüeños;
y un mamón muy alto y frondoso le daba buena sombra en toda su extensión. Al
bajarse del carro vio que en ella
estaban cinco hombres, uno era un policía uniformado, y otro el hombre de la
barra, el que le había brindado los
“tres pasitos”: por la presencia del policía, Luis Eugenio creyó que algo
pasaba, aunque ni el tono de voz ni la expresión de aquellos hombres diera a
pensar en algún problema, pero, para cerciorarse, levantó el capó del carro y
fingió estar revisando el motor, buscándole alguna falla, mirando de reojo y con el oído atento a la plazoleta.
Una bandada gárrula de loros lo distrajo de su pantomima:
la miró hasta que sólo era una mancha de muchos puntos oscuros en el manto azul
celeste, sin siquiera una tira de nube, y desapareció entre tres columnas de
humo blanco; y luego, más alborotada y numerosa, como si huyera aterrorizada, una bandada de golondrinas pasó
en la misma dirección, hacia las tres columnas de humo blanco que a Luis
Eugenio se le figuraron de un material sólido, la tierra exhalando por tres
narices algo en cuyo interior no podía retener; recordó haber leído en un
periódico local que en esa calle donde estaba, cuatro kilómetros más adelante,
hacia el suroeste, pasando una zona de galpones abandonados, crecía como una
malformación en el cuerpo zaherido de la
ciudad el barrio Los Sincruces, así bautizado por el decir popular porque,
antes de establecerse allí cientos de damnificados de la capital en casas
construidas con láminas de cinc y tablas desechadas, solían encontrarse
cadáveres de hombres y mujeres, algunos apenas enterrados y la mayoría
arrojados sobre la tierra pelada, con tiros de gracia en la nuca o el rostro
desfigurado a balazos. Estuvo tentado a seguir en el carro por esa calle hasta
el final, hasta ese barrio temible, quién sabe por cuál ánimo de contemplar
tanta miseria humana, allí, donde los niños desde los diez años, por lo menos,
andan armados y la mejor escuela es el delito.
-¿Cómo está licenciado?, ¿le pasó algo al carro?
Volteó Luis Eugenio y a su lado, en actitud cordial,
estaba el hombre de la barra de La Pradera, el del tres pasitos. Antes de
saludarlo, reparó en el título de licenciado y él estaba seguro de que a nadie
por esos lados se lo había expuesto.
-Bien, ¿y usted?
-Bien, pero parece que su carro no.
-No, no le pasa nada. Me pareció oírle un ruido extraño
en alguna parte del motor… pero no, no es nada.
-Entonces, licenciado, es mejor que se refresque- dijo el
hombre y dándole una palmada en el hombro lo convidó a tomarse una cerveza en
la plazoleta.
Ya el policía se había marchado. El hombre de la barra,
cuyo nombre no recordaba en ese momento por más que lo intentaba, le presentó a
sus tres amigos y uno de ellos sacó una
cerveza de lo que en lugares como ese suele llamarse “cava socialista”, la
destapó y con un gesto de exagerada amabilidad se la dio a Luis Eugenio.
Brindaron y después de empinarse la mitad de un solo trago, Luis Eugenio no
pudo evitar fijarse, con expresión risueña, en la improvisada cava: una caja de
cartón, en este caso de las que contienen botellas de ron, forrada por dentro
con una bolsa negra de las que se usan para la basura, las botellas de cerveza
acomodadas dentro y, sobre ellas, abundante hielo de panela picado. Una vez más
le complació el ingenio popular al saber que la llamaban cava socialista, como
se lo hizo saber el hombre de la barra, el del tres pasitos… Humberto, Humberto
Moreno, le dijo, pausadamente, al ver que iba a dirigirle la palabra y
enmudeció por segundos, con cara de penoso desconcierto, al momento de
preguntarle por el calificativo del popular artefacto.
-Vainas que inventa la gente a costa de esa palabrita tan
puteada- fue la explícita respuesta de Humberto Moreno.
Luis Eugenio trataba de seguir el hilo a la conversación
de aquellos hombres que, entre carcajadas y obscenidades a todo gañote,
saltaban de un tema a otro, sin concluir ninguno: béisbol, fútbol, parley,
loterías, chistes, hipismo, anécdotas, bromas. Procuraba estar con su mejor
disposición de ánimo y regusto por la chispa pronta para hablar y divertirse,
pero terminó embotado como si estuviera en una de esas pesadillas en las que se
suceden sin transición escenas entrecortadas, inconexas y enervantes, a lo cual
contribuía el trasegar rápido de cervezas y unos guamazos de cocuy de una
botella, sin etiqueta ni identificación alguna, que pasaba de unas manos a
otras con no poca ligereza. Hacía rato que pudo sentarse a media nalga en el
extremo de uno de los bancos, pero ya se disponía a marcharse, aturdido por
tanta jocosidad confusa, cuando Humberto Moreno se sentó frente a él sobre una
caja de cervezas vacía, ya enfrascado en una disquisición:
- … no hablamos de ella y no la llamamos por su nombre
cuando es inevitable hablar de ella. Eso lo acordamos una vez, licenciado, un
viernes santo -le revolvió otra vez la curiosidad de cómo sabía Humberto Moreno
de su título universitario-. Estábamos aquí mismo, bebiendo y jugando dominó,
Leandro, más apostador que plomero -conforme los nombraba iba señalándolos-,
Felipe, mecánico mata de mango, porque su taller es el patio de su casa, Cheo que
es guachimán en un depósito de víveres en el centro, y uno que ya no anda por
estos lados, el gordo Pelo e Muñeca. Acordamos eso porque andaba ella por aquí
haciendo de las suyas, a diestra y siniestra, y de verdad nos asustamos tanto
que decidimos retarla, pero tratando de no tomarla en cuenta ni llamarla por su
nombre. ¿Me entiende, licenciado?
Entre el cocuy, las cervezas, la algarabía incesante de
aquellos hombres y el repentino y hermético discurso de Humberto Moreno,
respondió de primera, para no complicarse:
-Claro, claro, lo entiendo.
-Le dije retarla, licenciado, pero esa no es la palabra
correcta. Sería, mejor dicho, no darle tanta importancia porque trampa no
podemos hacerle. Ni de vaina que ella me avisa que viene hoy, yo le diga que se
venga el lunes porque quiero pasar el fin de semana con mi familia. No, tampoco
es eso. Déjeme ver cómo le explico -se restregó la barbilla, chasqueó la lengua
entre sus pocos dientes, le pidió a Leandro que le pasara una cerveza, se
empinó un buen trago y se fijó en la cara de incipiente borrachera de Luis
Eugenio.
-¿Se siente bien, licenciado?
-Sí, seguro- seguía aturdido; en la cabeza le tronaban
cohetes.
-Bueno, le decía que no se trata de engañarla… a ella.
Nadie puede hacerlo. Aquí, algunos de estos borrachos jodedores dicen que a
veces ella les habla de noche, pero sólo para asustarlos. A mí no me ha pasado,
ni espero que me pase, pero yo creo que sueñan eso y creen que les pasa de
verdad. Tal vez la clave es no tenerle miedo y no llamarla por su nombre.
-Oiga, Humberto, ¿de quién me está hablando usted? -lo
interrumpió; comenzaba a pensar que estaba burlándose de él hablando de quién
sabe quién; por el entrecejo le avanzaba gélida, latiendo, la recia aguja de un
dolor de cabeza.
-Sin que yo le diga, usted sabe de quién le estoy
hablando, pero ahorita, por los tragos, se le hace difícil.
Humberto Moreno se puso de pie, le palmeó el hombro a
Luis Eugenio y caminó hacia el otro lado de la calle y desapareció detrás de
una hilera de cinco camiones estacionados. Sus amigos estaban ensartados en una
conversación sobre la mejor forma de preparar una guarapita y a Luis Eugenio le
arreciaba el dolor de cabeza por tanta gritería de todos hablando al mismo
tiempo, algunos con la lengua ya estropajosa, y sin despedirse y sin ser notado
se montó en el carro y se largó siguiendo al capricho el camino a casa.
Comenzaba a oscurecer cuando estacionó el carro frente a
la casa de Mercedes Concepción: no supo bien cómo llegó, manejando sin
inconvenientes; sólo sabía que estaba allí y ya no le dolía la cabeza, con
pasos inseguros y abriendo con lentitud la reja de la entrada, entró al patio
delantero: como si lo estuviera esperando, su casera le salió al paso.
-Caramba, caballero, como que estuvo buena la fiesta –le
sonrió con toda la amplitud de la boca y tomándolo del brazo lo condujo hasta
una de las butacas de la sala y ella se sentó en su apreciada mecedora, muy
cerca de él. La penumbra de la sala, el olor de incienso de mandarina y la
compañía de ella le depararon una calma gozosa; los ojos se le cerraban solos,
sintió entre sus manos un pocillo tibio.
-Tómate ese tecito. Te caerá bien. Es de malojillo,
oreganón y concha de mandarina.
Se lo tomó a sorbitos. Le nació decirle:
-Ya no tengo horas ni días. Cualquier hora y cualquier
día me dan lo mismo.
-Para todos es igual, pero casi nadie se da cuenta de eso
-la voz suave y armoniosa de ella le infundía lo que horas después definió como
amor espontáneo, inmaculado (le sorprendió calificarlo con esta palabra).
-Porque no todo el mundo se siente mal o está condenado.
-¿Y quién te dice a ti que no es así?
-Uno lo ve, se da cuenta apenas habla con cualquiera.
-Te entiendo. Sé que lo dices por tu situación.
-¿A qué se refiere con mi situación, señora Mercedes?
-A por qué y cómo estás aquí. Y no te preocupes por
aclararme nada -un gesto con la mano izquierda, como un pájaro descendiendo
lentamente para posarse en una rama, le hizo saber a Luis Eugenio que se
guardara sus preguntas sobre ese punto, y continuó: Debes arrancarte el miedo
como si fuese un pellejo seco, ese miedo que quieres ocultarte a ti mismo, pero
se te presenta en sueños.
-Sí, algunas veces es un tigre de bengala azul claro,
azul cielo. Camina cerca de mí, casi siempre a mi izquierda. Hace tiempo que no
aparece, creo que la última vez fue poco antes de salir de Ciudad Zamora.
-Ten por seguro que volverá. Ese tigre azul cielo sólo
existe para ti. Por ahora, si no me equivoco, es otra cosa o una persona la que
se te aparece.
-Sí, una mujer desconocida, a cada rato, en casi todos
los sueños.
-No me lo estás preguntando, pero si fuera tú preferiría
el tigre azul cielo que a esa mujer -esbozó una sonrisa desconcertante y se
puso de pie: Te voy a traer un traguito de un cocuy bien bueno que tengo
guardado por ahí. No es cualquier cocuy.
Volvió con un vaso corto en una mano y una botella, sin
etiqueta, de un líquido cristalino. Le sirvió en el vaso, hasta el borde.
-Primero sorbe un poquito y lo saboreas, y después te
tomas el resto, sin respirar- se rió como si jugara con él, como si esas
instrucciones fueran absurdas.
Luis Eugenio le devolvió el vaso después de cumplir con
lo prescrito. Ella puso la botella junto a la mecedora en la que volvió a
sentarse.
-¿Cómo fue la última vez que viste al tigre azul cielo?-
esas palabras estaban cargadas de fuerza y sentido; él no entendía por qué.
Ya era de noche. La oscuridad los rodeaba, salvo por un
bombillo de luz pálida, en el techo, sobre la mesa del comedor, y las
temblorosas llamas de dos velas blancas consagradas a la Virgen de la Mercedes.
Aparte del monótono canto de los grillos afuera, en los patios, no había sonido
que los interrumpiera. Luis Eugenio se sintió liviano sobre la butaca,
ligeramente elevado; los ojos de Mercedes Concepción eran luces destellando
sobre una tierra árida.
-La última vez que lo vi andaba cerca de mí. Resollaba
con tranquilidad, me olisqueaba los pies. Me recosté de una cerca de alambre
que le impedía la libertad plena. Yo vi por dónde escaparme de él, de sus ojos
rayados que me asustaban. Llegaron unos perros, tres o cuatro (nunca recuerdo
cuántos son los perros), muy zalameros y me pareció que con esa actitud
desafiaban al tigre…
-Esa es la vaina con los perros, que muchas veces se
portan como la gente y no son amigos de uno- le sirvió otro trago de cocuy-.Tómatelo
con calma, respirado y saboreado, porque con lo que ya traes encima no vas a
poder subir a tu cuarto- volvió a mostrarle esa sonrisa espléndida.-. ¿Y el
tigre azul cielo?
-El tigre estaba tranquilo, aunque iba de un lado a otro
en el espacio de una cancha de baloncesto. Yo encontré una salida para alejarme
de él. Lo miré a los ojos, a través de la cerca de alambre tramado, y caminé
hacia otro lado, tratando de evitar el agua corriente bajo mis pies. Mucha
agua, pero no crecía. Me preocupé por el tigre. Temía que se le mojaran las
patas. Y llegó ella, esa mujer que no sé quién es y cuyo rostro no puedo
memorizar o es que nunca se lo veo del todo.
-Ella anda como le da la gana. Se presenta y ya. Ella es
así.
Luis Eugenio se paró de un tirón, arrecho. La miró a los
ojos y sin mucha fuerza en la voz y el ánimo, le dijo:
-Otra vez ella, esa ella. ¿De qué se trata todo esto?
Mercedes Concepción con un gesto lento, exacto, otra vez
como un pájaro posádonse en una rama, le indicó con la mirada que volviera a sentarse.
-Nunca la mires de frente. No la tomes en cuenta.
-Pero siempre está ahí. Yo no la busco. Ella llega.
-Deseos no son obras. Te falta mucho por aprender.
-¿Y qué hago?
-Dormir y ser otro… ¿te parece?
-Ya soy otro. Si me miro en un espejo no me reconozco.
Soy otro.
Mercedes Concepción le acercó la cara lo más que pudo,
sin levantarse de la mecedora, y de su boca ya vieja pero aún recia y hermosa
le oyó esta contradictoria afirmación:
-No eres otro. Eres tú. Y tú mismo eres el tigre azul
cielo- se puso de pie y le sirvió otro trago de cocuy. - Este es el de dormir.
Mientras te lo tomas piensa en tu protección. Eres un buen hombre, pero un poco
pendejo.
-Me lo tomo y me voy tras un fantasma.
La noche se hizo espacio y tiempo indivisibles: era la
flor entregada a la luz del día o postrada ante
la luna. Después de un abrazo y un beso de Mercedes Concepción, como
lluvia después de un día caluroso, subió a su cuarto con el tigre azul cielo a
cuestas.
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