sábado, 7 de octubre de 2017

El ardor de la sospecha (sexta entrega)

Es la misma casa, está en el mismo lugar, en lo alto de un montículo, pero ahora la sala no tiene techo y las paredes son de bloques de cemento sin frisar; sólo lo que parece ser la cocina tiene techo: oscuras, tal vez ahumadas, láminas de cinc sobre vigas delgadas; hay una mesa muy cerca de la única entrada de la casa, donde termina  la escalera de cemento rústico de cuarenta y siete escalones que comienza al borde de la carretera de tierra; sobre la mesa hay dos bolsas de papel con panes viejos, una mano de cambures ya negros y un vaso de aguardiente. Él, suponiendo que es él, no conoce a ninguno de los tres tipos que están allí, caminando de un lado a otro como actores en una desesperante escena de teatro; ahora llegan cinco mujeres en un carro, con impresionante ligereza suben por la escalera, buscan algo, ríen a carcajadas, entre ellas se dicen frases incomprensibles y se van; él piensa que también debe irse, algo puede ocurrirle, no sabe qué, pero es algo que le infunde miedo; baja a la calle de tierra y unos perros pequeñísimos, ¿tres o cinco?,  brincan en torno a él y no sabe si espantarlos o dejarlos continuar su acelerada danza; recuerda por dónde se ha enrumbado en anteriores ocasiones para llegar a la ciudad iluminada, para llegar a “su casa”, ¿cuál casa?, si ahora no la tiene ni nunca la tendrá; cuando llega a la carretera asfaltada por donde ha caminado otras veces, por esa carretera empinada, por donde creía seguro que llegaría a la ciudad iluminada, esta vez termina en un mar oscurísimo y agitado y ante él se detiene, aspirando el aire tormentoso, proveniente de muy lejos, y se acuclilla y se echa a llorar.


A doña Luisa Jiménez de Jordán (vale decir que el tratamiento de doña a ninguna preponderancia económica y social se debía, sino al respeto y de algún modo de admiración que esa mujer generosa y de trato amable y serio inspiraba a cuantos la conocían) no dejaba de sorprenderle, aunque no lo comentase, el reavivamiento del ánimo y la curiosidad alborotada de su esposo, que, después de sus horas de paseo por el vecindario o de conversación en la plaza, lo mantenían por horas sentado frente a la computadora, incluso en horas de la madrugada. En ningún momento le pareció a ella que Manuel había retomado su afán por apostar en las carreras de caballos porque sabía que la mermada cuenta bancaria y la no siempre puntual ayuda de sus hijos apenas permitían una dieta modesta y el pago de los servicios públicos; pero no pasaron muchos días para que ella  adelantara cualquier sospecha o conjetura, porque una noche, después de la cena, él, recostado en el sofá de la sala, sin ella preguntarle nada,  le dijo:
-Como caído del cielo o como si lo estuviera soñando, ha estado viniendo a la plaza un joven de apellido Manzo y se las ha arreglado para confiarme su desdicha, su historia o parte de ella, y me he puesto a atar cabos, a indagar un poco por aquí y otro por allá, pero tú sabes que mis habilidades en la computadora son limitadas y mi paciencia no es mucha para pasar horas buscando en internet detalles de esa historia, como te dije, en fragmentos, en confesiones entrecortadas.
Le pareció a doña Luisa que en la medida que su marido alargaba el relato con interpolaciones y referencias a circunstancias actuales y no pocas de muchos años atrás, aliñando y retocando detalles, desperdigando conjeturas, se perdía la esencia de lo que verdaderamente lo movía. Sin interrumpir su historia se sirvió un ron en vaso corto con dos cubos de hielo y una tirita de cáscara de limón. Tanta soledad y tanto ocio, pensaba sin dejar de prestarle atención, le alebrestan la imaginación a Manuel; pero tampoco llegaba al extremo de creer que comenzaba a esbozar mentiras. Ella agradecía a quien fuera, a ese desconocido, las confidencias, la amistad casual o tal vez predestinada,  con el poder de sacar a Manuel de ese marasmo signado por una rutina hasta entonces inalterada y apenas matizada con los sobresaltos políticos del país, cuya trama de escándalos y bochornos también los hacían rutinarios. Y por eso mismo, invitándolo a mantener su habitual prudencia y su inquebrantable desconfianza, le aconsejó que conversara sobre ese asunto con Jonás Mata, el joven abogado que se confesaba pupilo de Manuel Jordán, quien además solía apelar a la experiencia  y ponderación del viejo abogado incluso en casos ajenos a su  especialidad, pero en los que su cultivado sentido común podía encontrarle vericuetos a la supuesta aridez interpretativa de la letra de la ley y a la maraña de ignorancia y corrupción de los tribunales.
-No se me había ocurrido hablar esto con Jonás, pero, la verdad, es lo mejor que puedo hacer. Él navega en muchas aguas, más allá de cuanto puede saberse por cualquier medio, y seguramente si hay algo por aclarar o confirmar o desmentir, él lo hará, estoy seguro. Bueno, suponiendo que llegue a interesarse en esta historia y sus ocupaciones se lo permitan- sin duda estaba complacido de contar con el apoyo de su esposa.
Pero de todo cuanto hablaron aquella noche, le quedó a doña Luisa (ya le relampagueaba en la cabeza mientras conversaban), cuando trataba de dormirse sin sobresaltos y ya su marido roncaba a su lado, esa frase inicial de su relato: como caído del cielo o como si lo estuviera soñando… Sabía que en boca de él no era una ligereza, una frase hecha: significaba que su trato con Luis Eugenio Manzo respondía a razones nada superfluas y que en todo punto las apariencias sólo servían para encubrir un verdadero sentido. Sólo ante ella se atrevía a soltar una frase como esa; de él nadie podía esperarse la creencia en causas distintas a las inmediatas y comprensibles para cualquiera; pero a ella, a su compañera de más de treinta años, sí le confiaba, y no del todo, aquello reservado para sí mismo y que solía dilucidar y confirmar con ciertas lecturas ajenas al derecho y la política, aunque en ésta él pudiese ver la constatación del desarrollo de manifestaciones antiquísimas y universales. Entonces su interés en la historia de Luis Eugenio Manzo, suponía ella, era un episodio “revelador” de algo superior, de una totalidad que se vislumbraba sin que, probablemente, su protagonista ni siquiera lo sospechara. Conjeturó doña Luisa que su esposo veía en aquel joven a una especie de marioneta del destino, movido por una causalidad que ignoraba por completo.
Ahora doña Luisa estaba segura de que en los próximos días cada palabra y cada movimiento de su esposo tendrían un sentido y una motivación específicos: nada de cuanto hiciera y dijera quedaba al capricho de las circunstancias y mucho menos estaría desprovisto de intención alguna.


¿Cómo no se había dado cuenta de que en las casi tres semanas de residencia en casa de Mercedes Concepción no había visto ni oído a los otros tres inquilinos? ¿Le había mentido Mercedes Concepción y sólo él ocupaba una habitación? Era ahora, cuando caminaba una y otra vez por los pasillos de un centro comercial del norte de la ciudad, que las palabras de despedida de Mercedes Concepción de aquel sábado muy temprano le retumbaban en la cabeza: voy a estar en San Felipe hasta el lunes, así que, licenciado, cuídeme la casa porque va a estar solo. Entonces, también le había mentido el sobrino de ella. ¿Por qué le habían mentido?, ¿por vergüenza de no tener más inquilinos o por alguna razón inconfesable? ¿Se atrevería a preguntarle a Mercedes Concepción o a su sobrino si de verdad había otros inquilinos?, ¿se atrevería a desahogar esa curiosidad que podría traerle inconvenientes? ¿Le sumaría a su situación otras interrogantes, cargarla con nuevas preocupaciones?  Prefirió evadir sospechas y conjeturas mirando de un lado a otro por donde iba, tratando de no enfocarse en nada, pero un reloj esférico, sujeto al techo del pasillo por donde iba, llamó su atención, marcaba las 4 y 20, y de inmediato, a su izquierda, otro reloj, con la marca de un refresco, fijado en la pared del fondo de una estrecha arepera, marcaba las siete y cuarto: le resultó evidente que ambos relojes estaban parados; según el de su celular apenas pasaba el mediodía, lo que era notorio en ese centro comercial por el movimiento apurado de mucha gente hacia los negocios de comida rápida y otros lugares donde se acomodaba con sus viandas de comida casera. Pero a él, pensó, ¿qué podía importarle la hora?: sus días ya no tenían horas, sólo día y noche; igual daba que fuese mediodía o las cuatro o las siete, del día o de la noche porque no tenía trabajo ni compromiso ni responsabilidad alguna; cuando mucho, estar vivo en esa ciudad, dejando correr las horas, a veces pendiente de detalles insignificantes como el ruido de unas ollas en la madrugada o las volutas de humo de cigarrillo  que exhalaba el doctor Jordán siempre con fruición o las iguanas comiendo semillas de ficus en la Plaza de los Caídos o el capítulo de una telenovela o un juego de béisbol en el televisor de La Pradera. Ya no tenía horas ni días ni semanas y quizás algunos años: sobreviviendo con poco dinero, con gastos calculados con rigor mezquino; para quienes pasaban por su lado en los pasillos del centro comercial algún sentido tenían sus vidas o, al menos, se lo inventaban o creían tenerlo, pero él no podía decir lo mismo de sí: sólo en ese momento, como una intuición macerada, comprendía a cabalidad a qué lo habían condenado y sin infligirle el menor daño físico y sin sentencia alguna, y él mismo había precisado el lugar de su condena: ¿podría decir que tuvo la libertad de escogerlo?; ¿acaso sólo el azar lo había encaminado a la Plaza de los Caídos para conocer al doctor Jordán y, en consecuencia, a Mercedes Concepción?; ¿o todo cuanto le había acontecido hasta ese momento respondía a una exacta planificación “superior” (¿de quién o quiénes?) y tal vez el único espacio y momento de libertad era el de sus sueños, aunque en muchas ocasiones condicionados por la realidad común?
Esas preguntas, esas dudas y esa recién comprendida noción de su tiempo particular, mientras seguía caminando por el centro comercial, no había querido afrontarlas: estuvo dejándose llevar por el devenir como si en algún momento despertaría y estaría otra vez en Ciudad Zamora llevando su rutina de periodista, esposo y padre de dos hijas. Por segundos le pareció preferible que lo hubiesen juzgado públicamente, que lo hubiesen humillado, incluso calumniado, y arrojarlo para siempre en uno de esos infiernos terrenales que son las cárceles del país; al menos viviría en riesgo permanente, definido y visible, en disputas, en tratos infames pero convenientes y, sobre todo, habría muchos con quienes compartir su pena. En vez de eso, le dieron días vacíos, horas muertas, una soledad y una movilidad restringidas a un espacio mayor al de una cárcel, al aire libre (si es posible esa expresión), con automóvil, celular y algo de dinero, en el estricto perímetro de una ciudad y sin saber cómo ni muy claro por qué lo vigilaban.

 Una gripe pertinaz fue el mejor aliado de su propósito de no ir a la plaza por varios días; y aunque estimaba que no serían más de tres, alcanzó a una semana. Si al referirle a doña Luisa el caso de Luis Eugenio Manzo, Manuel Jordán se mostró entusiasmado y con bríos de elucidar el más mínimo detalle de esa particular historia, no dejaban de asediarlo preguntas inquietantes. En cuanto al abominable crimen y suicidio de Isnardo Salas no albergaba dudas: fue una personalidad política en Zamora y lo que hizo, o más bien deshizo, aunque fue reseñado sólo una vez con un titular amarillista en la página de sucesos de un periódico regional y en notas brevísimas en algunos diarios nacionales, se supo en todo el país y muy pronto echado al olvido; pero, aparte de lo que hasta entonces le había contado Luis Eugenio Manzo, ¿qué tenía éste que ver con el trasfondo de ese hecho para que su vida le fuera cambiada por completo?; ¿sería Luis Eugenio quien decía ser?; ¿estaba en San José de Tucupío, de verdad, a causa de una pregunta impertinente?; ¿no sería este Luis Eugenio Manzo el disfraz de un timador o de un prófugo de la justicia? Esas preguntas lo llevaron a recordar una película que recién había visto en la televisión, una de esas madrugadas de desvelo en el sofá de la sala: un joven periodista deportivo gana una pronta celebridad por el engaño de un indigente de la calle que le hace creer que es un otrora campeón de boxeo, aunque en realidad había sido un boxeador mediocre a quien el verdadero campeón lo noqueó en el segundo round la única vez que se enfrentaron; el engaño se descubre y ante la amenaza de una demanda millonaria al periódico por el hijo del verdadero campeón, muerto hacía años, el joven periodista se ve obligado a redactar un largo escrito disculpándose y reconociendo el acicate del afán de notoriedad antes que el imprescindible rigor de la investigación periodística y la constatación de la veracidad de la fuente. Por eso Manuel Jordán se preguntaba si no era él engañado también por un periodista, si acaso lo era. Además, no le cuadraba mucho la estricta vigilancia y por todos los medios a la cual decía Luis Eugenio se hallaba sometido y mucho menos al punto de enviarle mensajes de texto amenazadores al celular, tan sólo con pretender rebasar los límites de San José de Tucupío.
Todo eso, sin saber si ocupaba a cabalidad el ocio y los pensamientos de su esposo, y por eso, a espaldas de él, doña Luisa apuró la visita de Jonás Mata, invitándolo a almorzar un sábado con la excusa de su regreso al país después de mes y medio de estadía en Bogotá.
Supo doña Luisa complacer y halagar a su invitado, aquerenciando su experimentada sazón y el afecto en el asado negro, el puré de papas y zanahorias, y las tajadas de aguacate salpicadas con un aderezo de aceite de maíz con hojas de yerbabuena y culantro picadas muy menudas; para ella y su esposo llegó a ser día de gran lujo: Jonás aportó el Glenfiddich para el güisqui sour de aperitivo y el vino tinto chileno que muy bien se congraciaba con el plato principal, precedido de una crema de brócoli. Coronado el almuerzo con el pie de limón, también obra de doña Luisa, y el café colombiano de igual aporte del invitado, se mudaron a la sala los dos hombres, mientras doña Luisa procuraba un mínimo de orden en la cocina, antes de irse a su habitación, como tenía pensado, pero su esposo le pidió que los acompañara.
-Esto no es un asunto profesional entre Jonás y yo. Es más que eso y quiero que tú estés presente.
Doña Luisa se sirvió más café y ellos volvieron al güisqui, esta vez en vasos largos, con hielo y soda.
Habiéndole adelantado a Jonás Mata el encuentro y conversaciones con Luis Eugenio Manzo, cuando lo recibió en el estacionamiento para visitantes del edificio, Manuel Jordán, inclinado hacia adelante y apoyando los codos en los muslos y la manos entrecruzadas (esa postura habitual cuando se proponía hablar de algo serio), después de varios días de encierro en el apartamento, atenuando los malestares de la gripe con pastillas de acetaminofén e infusiones de malojillo y poleo, paseándose en las  madrugadas entre la sala, el comedor y la cocina  con dudas y suposiciones, se decidió a decir:
-Desde hace varios años, a pesar de la dificultades económicas y la partida de mis hijos a otros países, cuya ausencia me pega cada día de este mundo, he procurado alcanzar la tranquilidad, llevar una vida apacible, discreta y sin sobresaltos, pero parece que el destino tiene sus propios planes y no repara ni en los propósitos ni en la edad de uno. A mis setenta y dos años no aspiraba a más que una rutina inalterable y aburrida, con ocasionales momentos como éste. Disfrutar de una buena comida, un buen vino y unos traguitos de güisqui para levantar el ánimo, junto a Luisa, la compañera de toda mi vida, y la amistad y el cariño de alguien a quien aprecio como a ti, Jonás. De verdad que no he querido ni he pedido más nada. Y de pronto aparece este joven, Luis Eugenio Manzo, preguntándome por un lugar donde vivir y le digo lo primero que me viene a la cabeza y consigue una habitación en casa de Mercedes Concepción, a quien muy poco veo y trato, y así este joven entra en mi vida y me convierte en su confidente. Al principio lo tuve, por decirlo de alguna manera, como un hecho más de la calle, tomando en cuenta que a la plaza llega todo tipo de gente, cada loco, cada personaje y, por eso, y como no me pareció mala persona no le negué mi trato y permití que me echara su cuento o parte de su cuento, pero de unos días para acá me asalta el fantasma de la duda, de la desconfianza, sin que ninguna razón aparente me mueva a eso.
En lo que respecta al político Isnardo Salas, para mí, ahora, vinculado a este joven, como ya les he dicho, su horroroso proceder es un hecho público y notorio, aunque la gravedad de ese hecho haya sido despachada al basurero del olvido como tantas otras atrocidades en este país, por la frecuencia con que ocurren, y sobre todo cuando se trata de gente del gobierno o relacionada con el gobierno. Y no sé si podría decir más de ese caso porque, total, el hombre también acabó con su vida y su atrocidad fue justificada por problemas de salud física, puesto que le habían diagnosticado, al parecer, una enfermedad terminal y a consecuencia de ésta una depresión insuperable. Y así todo tiene, entre comillas –hizo el gesto típico en estos casos con ambas manos- una explicación.
Todo lo relacionado con el político Isnardo Salas puede verificarse fácilmente en la poca información que puede encontrarse en internet. Lo que me preocupa es la otra parte… pero antes sirvámonos otro trago- le extendió el vaso vacío a Jonás Mata, pero doña Luisa se adelantó y también agarró el de Jonás y se fue a la cocina a servir los güisquis.
-Doctor- aprovechó Jonás la pausa-, aunque sólo ha contado una parte, ya se me van agolpando en la cabeza unas cuantas conjeturas y sospechas, y se me van dando las vinculaciones de algunos hechos, pero prefiero darles bases ciertas, porque también se le suman algunos vagos recuerdos de cosas leídas por ahí  y de comentarios de pasillo en los tribunales.
-Por eso, Jonás, es que he querido conversar esto contigo, para contar con tu ayuda, con lo que indagues por ahí... tú sabes dónde- le sonrió con malicia cómplice-, siempre que no comprometas tu persona ni te quite tiempo, que bastante ocupado lo tienes. Uno nunca sabe.
Volvió doña Luisa con los tragos y una taza de café para ella. Disfrutó Manuel Jordán un buen sorbo de su güisqui y continuó.
-Decía que era la otra parte la que me preocupa, la que tiene que ver con Luis Eugenio Manzo o con quien dice ser Luis Eugenio Manzo. Puede ser él u otro con ese nombre. En mis limitados y torpes manejos en internet no he hallado nada que lo corrobore como, por ejemplo, una fotografía o una información en una de esas páginas que reúnen el perfil profesional y datos personales de quienes se registran en ellas. ¿Y a qué viene esa duda respecto a si es o no quien dice ser? Simple: lo he notado vacilante y su relación de los hechos que lo involucran me luce entrecortada como si tuviera vacíos que llena en el momento con cualquier ocurrencia, a menos que sea tan grande su pesar y mayor su desconfianza en otra persona que no se atreve a contarlo todo, por más que la iniciativa de conversar conmigo fue suya.
Eso, por un lado. Lo otro es que dice ser vigilado e incluso controlado por quienes no conoce, al punto de recibir mensajes en su celular con advertencias y amenazas. Bien sé que, pese al aparente y verdadero e intencionado desorden de esta sociedad, de algún modo todos somos vigilados, en mayor o menor grado, de acuerdo con nuestros compromisos políticos o económicos, y más aún si somos declarados adversarios del gobierno o, al menos, de un alto funcionario. Si hemos de creerle, si está de verdad en la situación que dice padecer por una pregunta impertinente, ¿no habrá hecho algo más que lo comprometa y lo ponga en riesgo? En fin, no sé si soy engañado por un loco o un impostor o Luis Eugenio Manzo es víctima de una condena absurda y muy particular. Y eso me ocupa los días y no precisamente por un ataque de senilidad o por falta de oficio y de mejores causas.
Manuel Jordán se quitó un peso de encima; liberado de ese peso, recostó espalda y cabeza del espaldar de la butaca, y estirando piernas y brazos a su mayor extensión, como quien se despereza, daba a entender que era todo oídos para Jonás Mata. Doña Luisa estaba en actitud de expectativa tensa. Jonás no se hizo esperar.
-Doctor- nunca lo tuteaba ni lo llamaba por su nombre, aunque contaba con suficiente aprecio y confianza para hacerlo-, no creo para nada que su preocupación e interés en este caso se deba a la senilidad o al ocio. Todo lo contrario, pero me explicaré por partes, siguiendo el hilo de sus palabras y el orden de cuanto ha dicho.
-No espero menos de ti, Jonás- comenzaba a sentirse reconfortado.
-Ya usted lo dijo, lo de Isnardo Salas fue un hecho público y notable, y si cayó en el olvido o, mejor dicho, si se le echó tierra y no se habló de ello, da mucho que pensar. Apenas usted me adelantó algunos detalles en el estacionamiento, recordé una conversación que, por casualidad, escuché en un pasillo del Palacio de Justicia. Yo estaba a un lado de la puerta del tribunal segundo mercantil revisando unos papeles personales, al tiempo que trataba de comunicarme por el celular con un cliente, y a pocos pasos de mí estaba mi amigo penalista Cristóbal Muguerza conversando con dos funcionarios de la policía científica, y vale decir que no había pasado mucho tiempo de lo de Isnardo Salas, y él dijo: definitivamente una locura lo del diputado. Ni tan locura, dijo uno de los policías, un gordo rojizo y bajito. Y el otro policía, un moreno flaco con cara de no temblarle el pulso para repartir plomo, dijo, en tono burlón, mucho prestigio, mucha plata, muchas propiedades y buenas relaciones con los chivos del partido y empresarios, para nada, de la noche a la mañana mandó todo a la mierda y con bastante sangre. Y dijo Cristóbal Muguerza: todo se queda aquí y polvo somos y en polvo nos convertiremos. Y el policía rojizo y bajito y también con cara de gatillo alegre dijo, con descarada sorna: y hay polvos de polvos. Y el policía flaco: así es, hay polvos de polvos y unos más caros que otros. Y los tres rieron a carcajadas. Es todo lo que escuché en ese momento y hasta ahora pensaba que tres seres insensibles se referían a un hecho trágico con una broma de sexo vulgar, pero me late, y ya veremos, que se estaban refiriendo a otra cosa, a asuntos raros allá en Ciudad Zamora. Porque al contarme lo del periodista se me prendieron otras luces.
De él, por cierto, me encargaré de verificar su identidad. Eso no es nada difícil, porque cuento con gente muy buena para eso y para mucho más. Si él es quien dice ser y su historia es verdadera, tengan por seguro que lo vigilan y lo asedian. Eso pasa en este país con más frecuencia de lo que uno se imagina. Y quiero, doña Luisa y usted, doctor, que no se preocupen más de la cuenta. Hable cuanto pueda, doctor, con el tal Luis Eugenio Manzo, manteniendo la distancia y aunque le parezca que está de más decírselo, no le dé los números de sus teléfonos, casa y celular, y no hable con él en otro lugar que no sea en  la plaza o  en algún sitio cercano.
-Sí, eso lo he pensado desde un principio, gracias a mi natural zamarrería.

Jonás Mata se despidió abrazando a cada uno con cariño sincero, prometiéndoles noticias prontas sobre lo encomendado. Manuel Jordán lo acompañó al estacionamiento y, aparte de un nos vemos cuando Jonás puso el carro en marcha, no cruzaron más palabras.

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