Es
la misma casa, está en el mismo lugar, en lo alto de un montículo, pero ahora
la sala no tiene techo y las paredes son de bloques de cemento sin frisar; sólo
lo que parece ser la cocina tiene techo: oscuras, tal vez ahumadas, láminas de
cinc sobre vigas delgadas; hay una mesa muy cerca de la única entrada de la
casa, donde termina la escalera de
cemento rústico de cuarenta y siete escalones que comienza al borde de la
carretera de tierra; sobre la mesa hay dos bolsas de papel con panes viejos,
una mano de cambures ya negros y un vaso de aguardiente. Él, suponiendo que es
él, no conoce a ninguno de los tres tipos que están allí, caminando de un lado
a otro como actores en una desesperante escena de teatro; ahora llegan cinco
mujeres en un carro, con impresionante ligereza suben por la escalera, buscan
algo, ríen a carcajadas, entre ellas se dicen frases incomprensibles y se van;
él piensa que también debe irse, algo puede ocurrirle, no sabe qué, pero es
algo que le infunde miedo; baja a la calle de tierra y unos perros
pequeñísimos, ¿tres o cinco?, brincan en
torno a él y no sabe si espantarlos o dejarlos continuar su acelerada danza;
recuerda por dónde se ha enrumbado en anteriores ocasiones para llegar a la
ciudad iluminada, para llegar a “su casa”, ¿cuál casa?, si ahora no la tiene ni
nunca la tendrá; cuando llega a la carretera asfaltada por donde ha caminado
otras veces, por esa carretera empinada, por donde creía seguro que llegaría a
la ciudad iluminada, esta vez termina en un mar oscurísimo y agitado y ante él
se detiene, aspirando el aire tormentoso, proveniente de muy lejos, y se
acuclilla y se echa a llorar.
A doña
Luisa Jiménez de Jordán (vale decir que el tratamiento de doña a ninguna
preponderancia económica y social se debía, sino al respeto y de algún modo de
admiración que esa mujer generosa y de trato amable y serio inspiraba a cuantos
la conocían) no dejaba de sorprenderle, aunque no lo comentase, el
reavivamiento del ánimo y la curiosidad alborotada de su esposo, que, después
de sus horas de paseo por el vecindario o de conversación en la plaza, lo
mantenían por horas sentado frente a la computadora, incluso en horas de la
madrugada. En ningún momento le pareció a ella que Manuel había retomado su
afán por apostar en las carreras de caballos porque sabía que la mermada cuenta
bancaria y la no siempre puntual ayuda de sus hijos apenas permitían una dieta
modesta y el pago de los servicios públicos; pero no pasaron muchos días para
que ella adelantara cualquier sospecha o
conjetura, porque una noche, después de la cena, él, recostado en el sofá de la
sala, sin ella preguntarle nada, le
dijo:
-Como caído del cielo o como si lo estuviera soñando, ha
estado viniendo a la plaza un joven de apellido Manzo y se las ha arreglado
para confiarme su desdicha, su historia o parte de ella, y me he puesto a atar
cabos, a indagar un poco por aquí y otro por allá, pero tú sabes que mis
habilidades en la computadora son limitadas y mi paciencia no es mucha para
pasar horas buscando en internet detalles de esa historia, como te dije, en
fragmentos, en confesiones entrecortadas.
Le pareció a doña Luisa que en la medida que su marido
alargaba el relato con interpolaciones y referencias a circunstancias actuales
y no pocas de muchos años atrás, aliñando y retocando detalles, desperdigando
conjeturas, se perdía la esencia de lo que verdaderamente lo movía. Sin
interrumpir su historia se sirvió un ron en vaso corto con dos cubos de hielo y
una tirita de cáscara de limón. Tanta soledad y tanto ocio, pensaba sin dejar
de prestarle atención, le alebrestan la imaginación a Manuel; pero tampoco
llegaba al extremo de creer que comenzaba a esbozar mentiras. Ella agradecía a
quien fuera, a ese desconocido, las confidencias, la amistad casual o tal vez
predestinada, con el poder de sacar a
Manuel de ese marasmo signado por una rutina hasta entonces inalterada y apenas
matizada con los sobresaltos políticos del país, cuya trama de escándalos y
bochornos también los hacían rutinarios. Y por eso mismo, invitándolo a
mantener su habitual prudencia y su inquebrantable desconfianza, le aconsejó
que conversara sobre ese asunto con Jonás Mata, el joven abogado que se
confesaba pupilo de Manuel Jordán, quien además solía apelar a la
experiencia y ponderación del viejo
abogado incluso en casos ajenos a su
especialidad, pero en los que su cultivado sentido común podía
encontrarle vericuetos a la supuesta aridez interpretativa de la letra de la
ley y a la maraña de ignorancia y corrupción de los tribunales.
-No se me había ocurrido hablar esto con Jonás, pero, la
verdad, es lo mejor que puedo hacer. Él navega en muchas aguas, más allá de
cuanto puede saberse por cualquier medio, y seguramente si hay algo por aclarar
o confirmar o desmentir, él lo hará, estoy seguro. Bueno, suponiendo que llegue
a interesarse en esta historia y sus ocupaciones se lo permitan- sin duda
estaba complacido de contar con el apoyo de su esposa.
Pero de todo cuanto hablaron aquella noche, le quedó a
doña Luisa (ya le relampagueaba en la cabeza mientras conversaban), cuando
trataba de dormirse sin sobresaltos y ya su marido roncaba a su lado, esa frase
inicial de su relato: como caído del cielo o como si lo estuviera soñando…
Sabía que en boca de él no era una ligereza, una frase hecha: significaba que
su trato con Luis Eugenio Manzo respondía a razones nada superfluas y que en
todo punto las apariencias sólo servían para encubrir un verdadero sentido.
Sólo ante ella se atrevía a soltar una frase como esa; de él nadie podía
esperarse la creencia en causas distintas a las inmediatas y comprensibles para
cualquiera; pero a ella, a su compañera de más de treinta años, sí le confiaba,
y no del todo, aquello reservado para sí mismo y que solía dilucidar y
confirmar con ciertas lecturas ajenas al derecho y la política, aunque en ésta
él pudiese ver la constatación del desarrollo de manifestaciones antiquísimas y
universales. Entonces su interés en la historia de Luis Eugenio Manzo, suponía
ella, era un episodio “revelador” de algo superior, de una totalidad que se
vislumbraba sin que, probablemente, su protagonista ni siquiera lo sospechara.
Conjeturó doña Luisa que su esposo veía en aquel joven a una especie de
marioneta del destino, movido por una causalidad que ignoraba por completo.
Ahora doña Luisa estaba segura de que en los próximos
días cada palabra y cada movimiento de su esposo tendrían un sentido y una
motivación específicos: nada de cuanto hiciera y dijera quedaba al capricho de
las circunstancias y mucho menos estaría desprovisto de intención alguna.
¿Cómo
no se había dado cuenta de que en las casi tres semanas de residencia en casa
de Mercedes Concepción no había visto ni oído a los otros tres inquilinos? ¿Le
había mentido Mercedes Concepción y sólo él ocupaba una habitación? Era ahora,
cuando caminaba una y otra vez por los pasillos de un centro comercial del
norte de la ciudad, que las palabras de despedida de Mercedes Concepción de
aquel sábado muy temprano le retumbaban en la cabeza: voy a estar en San
Felipe hasta el lunes, así que, licenciado, cuídeme la casa porque va a estar
solo. Entonces, también le había mentido el sobrino de ella. ¿Por qué le
habían mentido?, ¿por vergüenza de no tener más inquilinos o por alguna razón
inconfesable? ¿Se atrevería a preguntarle a Mercedes Concepción o a su sobrino
si de verdad había otros inquilinos?, ¿se atrevería a desahogar esa curiosidad
que podría traerle inconvenientes? ¿Le sumaría a su situación otras
interrogantes, cargarla con nuevas preocupaciones? Prefirió evadir sospechas y conjeturas
mirando de un lado a otro por donde iba, tratando de no enfocarse en nada, pero
un reloj esférico, sujeto al techo del pasillo por donde iba, llamó su
atención, marcaba las 4 y 20, y de inmediato, a su izquierda, otro reloj, con
la marca de un refresco, fijado en la pared del fondo de una estrecha arepera,
marcaba las siete y cuarto: le resultó evidente que ambos relojes estaban
parados; según el de su celular apenas pasaba el mediodía, lo que era notorio
en ese centro comercial por el movimiento apurado de mucha gente hacia los
negocios de comida rápida y otros lugares donde se acomodaba con sus viandas de
comida casera. Pero a él, pensó, ¿qué podía importarle la hora?: sus días ya no
tenían horas, sólo día y noche; igual daba que fuese mediodía o las cuatro o
las siete, del día o de la noche porque no tenía trabajo ni compromiso ni
responsabilidad alguna; cuando mucho, estar vivo en esa ciudad, dejando correr
las horas, a veces pendiente de detalles insignificantes como el ruido de unas
ollas en la madrugada o las volutas de humo de cigarrillo que exhalaba el doctor Jordán siempre con
fruición o las iguanas comiendo semillas de ficus en la Plaza de los Caídos o
el capítulo de una telenovela o un juego de béisbol en el televisor de La
Pradera. Ya no tenía horas ni días ni semanas y quizás algunos años: sobreviviendo
con poco dinero, con gastos calculados con rigor mezquino; para quienes pasaban
por su lado en los pasillos del centro comercial algún sentido tenían sus vidas
o, al menos, se lo inventaban o creían tenerlo, pero él no podía decir lo mismo
de sí: sólo en ese momento, como una intuición macerada, comprendía a cabalidad
a qué lo habían condenado y sin infligirle el menor daño físico y sin sentencia
alguna, y él mismo había precisado el lugar de su condena: ¿podría decir que
tuvo la libertad de escogerlo?; ¿acaso sólo el azar lo había encaminado a la
Plaza de los Caídos para conocer al doctor Jordán y, en consecuencia, a
Mercedes Concepción?; ¿o todo cuanto le había acontecido hasta ese momento
respondía a una exacta planificación “superior” (¿de quién o quiénes?) y tal
vez el único espacio y momento de libertad era el de sus sueños, aunque en
muchas ocasiones condicionados por la realidad común?
Esas preguntas, esas dudas y esa recién comprendida
noción de su tiempo particular, mientras seguía caminando por el centro
comercial, no había querido afrontarlas: estuvo dejándose llevar por el devenir
como si en algún momento despertaría y estaría otra vez en Ciudad Zamora
llevando su rutina de periodista, esposo y padre de dos hijas. Por segundos le
pareció preferible que lo hubiesen juzgado públicamente, que lo hubiesen
humillado, incluso calumniado, y arrojarlo para siempre en uno de esos
infiernos terrenales que son las cárceles del país; al menos viviría en riesgo
permanente, definido y visible, en disputas, en tratos infames pero
convenientes y, sobre todo, habría muchos con quienes compartir su pena. En vez
de eso, le dieron días vacíos, horas muertas, una soledad y una movilidad
restringidas a un espacio mayor al de una cárcel, al aire libre (si es posible esa
expresión), con automóvil, celular y algo de dinero, en el estricto perímetro
de una ciudad y sin saber cómo ni muy claro por qué lo vigilaban.
Una gripe pertinaz fue el
mejor aliado de su propósito de no ir a la plaza por varios días; y aunque
estimaba que no serían más de tres, alcanzó a una semana. Si al referirle a
doña Luisa el caso de Luis Eugenio Manzo, Manuel Jordán se mostró entusiasmado
y con bríos de elucidar el más mínimo detalle de esa particular historia, no
dejaban de asediarlo preguntas inquietantes. En cuanto al abominable crimen y
suicidio de Isnardo Salas no albergaba dudas: fue una personalidad política en
Zamora y lo que hizo, o más bien deshizo, aunque fue reseñado sólo una vez con
un titular amarillista en la página de sucesos de un periódico regional y en
notas brevísimas en algunos diarios nacionales, se supo en todo el país y muy
pronto echado al olvido; pero, aparte de lo que hasta entonces le había contado
Luis Eugenio Manzo, ¿qué tenía éste que ver con el trasfondo de ese hecho para
que su vida le fuera cambiada por completo?; ¿sería Luis Eugenio quien decía
ser?; ¿estaba en San José de Tucupío, de verdad, a causa de una pregunta
impertinente?; ¿no sería este Luis Eugenio Manzo el disfraz de un timador o de
un prófugo de la justicia? Esas preguntas lo llevaron a recordar una película
que recién había visto en la televisión, una de esas madrugadas de desvelo en
el sofá de la sala: un joven periodista deportivo gana una pronta celebridad
por el engaño de un indigente de la calle que le hace creer que es un otrora
campeón de boxeo, aunque en realidad había sido un boxeador mediocre a quien el
verdadero campeón lo noqueó en el segundo round la única vez que se
enfrentaron; el engaño se descubre y ante la amenaza de una demanda millonaria
al periódico por el hijo del verdadero campeón, muerto hacía años, el joven
periodista se ve obligado a redactar un largo escrito disculpándose y
reconociendo el acicate del afán de notoriedad antes que el imprescindible
rigor de la investigación periodística y la constatación de la veracidad de la
fuente. Por eso Manuel Jordán se preguntaba si no era él engañado también por
un periodista, si acaso lo era. Además, no le cuadraba mucho la estricta
vigilancia y por todos los medios a la cual decía Luis Eugenio se hallaba
sometido y mucho menos al punto de enviarle mensajes de texto amenazadores al
celular, tan sólo con pretender rebasar los límites de San José de Tucupío.
Todo eso, sin saber si ocupaba a cabalidad el ocio y los
pensamientos de su esposo, y por eso, a espaldas de él, doña Luisa apuró la
visita de Jonás Mata, invitándolo a almorzar un sábado con la excusa de su
regreso al país después de mes y medio de estadía en Bogotá.
Supo doña Luisa complacer y halagar a su invitado,
aquerenciando su experimentada sazón y el afecto en el asado negro, el puré de
papas y zanahorias, y las tajadas de aguacate salpicadas con un aderezo de
aceite de maíz con hojas de yerbabuena y culantro picadas muy menudas; para
ella y su esposo llegó a ser día de gran lujo: Jonás aportó el Glenfiddich para
el güisqui sour de aperitivo y el
vino tinto chileno que muy bien se congraciaba con el plato principal,
precedido de una crema de brócoli. Coronado el almuerzo con el pie de limón, también obra de doña
Luisa, y el café colombiano de igual aporte del invitado, se mudaron a la sala
los dos hombres, mientras doña Luisa procuraba un mínimo de orden en la cocina,
antes de irse a su habitación, como tenía pensado, pero su esposo le pidió que
los acompañara.
-Esto no es un asunto profesional entre Jonás y yo. Es
más que eso y quiero que tú estés presente.
Doña Luisa se sirvió más café y ellos volvieron al
güisqui, esta vez en vasos largos, con hielo y soda.
Habiéndole adelantado a Jonás Mata el encuentro y
conversaciones con Luis Eugenio Manzo, cuando lo recibió en el estacionamiento
para visitantes del edificio, Manuel Jordán, inclinado hacia adelante y
apoyando los codos en los muslos y la manos entrecruzadas (esa postura habitual
cuando se proponía hablar de algo serio), después de varios días de encierro en
el apartamento, atenuando los malestares de la gripe con pastillas de
acetaminofén e infusiones de malojillo y poleo, paseándose en las madrugadas entre la sala, el comedor y la
cocina con dudas y suposiciones, se decidió
a decir:
-Desde hace varios años, a pesar de la dificultades
económicas y la partida de mis hijos a otros países, cuya ausencia me pega cada
día de este mundo, he procurado alcanzar la tranquilidad, llevar una vida
apacible, discreta y sin sobresaltos, pero parece que el destino tiene sus
propios planes y no repara ni en los propósitos ni en la edad de uno. A mis
setenta y dos años no aspiraba a más que una rutina inalterable y aburrida, con
ocasionales momentos como éste. Disfrutar de una buena comida, un buen vino y
unos traguitos de güisqui para levantar el ánimo, junto a Luisa, la compañera
de toda mi vida, y la amistad y el cariño de alguien a quien aprecio como a ti,
Jonás. De verdad que no he querido ni he pedido más nada. Y de pronto aparece este
joven, Luis Eugenio Manzo, preguntándome por un lugar donde vivir y le digo lo
primero que me viene a la cabeza y consigue una habitación en casa de Mercedes
Concepción, a quien muy poco veo y trato, y así este joven entra en mi vida y
me convierte en su confidente. Al principio lo tuve, por decirlo de alguna
manera, como un hecho más de la calle, tomando en cuenta que a la plaza llega
todo tipo de gente, cada loco, cada personaje y, por eso, y como no me pareció
mala persona no le negué mi trato y permití que me echara su cuento o parte de
su cuento, pero de unos días para acá me asalta el fantasma de la duda, de la
desconfianza, sin que ninguna razón aparente me mueva a eso.
“En
lo que respecta al político Isnardo Salas, para mí, ahora, vinculado a este
joven, como ya les he dicho, su horroroso proceder es un hecho público y
notorio, aunque la gravedad de ese hecho haya sido despachada al basurero del
olvido como tantas otras atrocidades en este país, por la frecuencia con que
ocurren, y sobre todo cuando se trata de gente del gobierno o relacionada con
el gobierno. Y no sé si podría decir más de ese caso porque, total, el hombre
también acabó con su vida y su atrocidad fue justificada por problemas de salud
física, puesto que le habían diagnosticado, al parecer, una enfermedad terminal
y a consecuencia de ésta una depresión insuperable. Y así todo tiene, entre
comillas –hizo el gesto típico en estos casos con ambas manos- una explicación.
“Todo
lo relacionado con el político Isnardo Salas puede verificarse fácilmente en la
poca información que puede encontrarse en internet. Lo que me preocupa es la
otra parte… pero antes sirvámonos otro trago- le extendió el vaso vacío a Jonás
Mata, pero doña Luisa se adelantó y también agarró el de Jonás y se fue a la cocina
a servir los güisquis.
-Doctor- aprovechó Jonás la pausa-, aunque sólo ha
contado una parte, ya se me van agolpando en la cabeza unas cuantas conjeturas
y sospechas, y se me van dando las vinculaciones de algunos hechos, pero
prefiero darles bases ciertas, porque también se le suman algunos vagos
recuerdos de cosas leídas por ahí y de
comentarios de pasillo en los tribunales.
-Por eso, Jonás, es que he querido conversar esto
contigo, para contar con tu ayuda, con lo que indagues por ahí... tú sabes dónde-
le sonrió con malicia cómplice-, siempre que no comprometas tu persona ni te
quite tiempo, que bastante ocupado lo tienes. Uno nunca sabe.
Volvió doña Luisa con los tragos y una taza de café para
ella. Disfrutó Manuel Jordán un buen sorbo de su güisqui y continuó.
-Decía que era la otra parte la que me preocupa, la que
tiene que ver con Luis Eugenio Manzo o con quien dice ser Luis Eugenio Manzo.
Puede ser él u otro con ese nombre. En mis limitados y torpes manejos en
internet no he hallado nada que lo corrobore como, por ejemplo, una fotografía
o una información en una de esas páginas que reúnen el perfil profesional y
datos personales de quienes se registran en ellas. ¿Y a qué viene esa duda
respecto a si es o no quien dice ser? Simple: lo he notado vacilante y su
relación de los hechos que lo involucran me luce entrecortada como si tuviera
vacíos que llena en el momento con cualquier ocurrencia, a menos que sea tan
grande su pesar y mayor su desconfianza en otra persona que no se atreve a
contarlo todo, por más que la iniciativa de conversar conmigo fue suya.
“Eso,
por un lado. Lo otro es que dice ser vigilado e incluso controlado por quienes
no conoce, al punto de recibir mensajes en su celular con advertencias y
amenazas. Bien sé que, pese al aparente y verdadero e intencionado desorden de
esta sociedad, de algún modo todos somos vigilados, en mayor o menor grado, de
acuerdo con nuestros compromisos políticos o económicos, y más aún si somos
declarados adversarios del gobierno o, al menos, de un alto funcionario. Si
hemos de creerle, si está de verdad en la situación que dice padecer por una
pregunta impertinente, ¿no habrá hecho algo más que lo comprometa y lo ponga en
riesgo? En fin, no sé si soy engañado por un loco o un impostor o Luis Eugenio
Manzo es víctima de una condena absurda y muy particular. Y eso me ocupa los
días y no precisamente por un ataque de senilidad o por falta de oficio y de
mejores causas.
Manuel Jordán se quitó un peso de encima; liberado de ese
peso, recostó espalda y cabeza del espaldar de la butaca, y estirando piernas y
brazos a su mayor extensión, como quien se despereza, daba a entender que era
todo oídos para Jonás Mata. Doña Luisa estaba en actitud de expectativa tensa.
Jonás no se hizo esperar.
-Doctor- nunca lo tuteaba ni lo llamaba por su nombre,
aunque contaba con suficiente aprecio y confianza para hacerlo-, no creo para
nada que su preocupación e interés en este caso se deba a la senilidad o al
ocio. Todo lo contrario, pero me explicaré por partes, siguiendo el hilo de sus
palabras y el orden de cuanto ha dicho.
-No espero menos de ti, Jonás- comenzaba a sentirse
reconfortado.
-Ya usted lo dijo, lo de Isnardo Salas fue un hecho
público y notable, y si cayó en el olvido o, mejor dicho, si se le echó tierra
y no se habló de ello, da mucho que pensar. Apenas usted me adelantó algunos
detalles en el estacionamiento, recordé una conversación que, por casualidad,
escuché en un pasillo del Palacio de Justicia. Yo estaba a un lado de la puerta
del tribunal segundo mercantil revisando unos papeles personales, al tiempo que
trataba de comunicarme por el celular con un cliente, y a pocos pasos de mí
estaba mi amigo penalista Cristóbal
Muguerza conversando con dos funcionarios de la policía científica, y vale
decir que no había pasado mucho tiempo de lo de Isnardo Salas, y él dijo:
definitivamente una locura lo del diputado. Ni tan locura, dijo uno de los
policías, un gordo rojizo y bajito. Y el otro policía, un moreno flaco con cara
de no temblarle el pulso para repartir plomo, dijo, en tono burlón, mucho
prestigio, mucha plata, muchas propiedades y buenas relaciones con los chivos
del partido y empresarios, para nada, de la noche a la mañana mandó todo a la
mierda y con bastante sangre. Y dijo Cristóbal Muguerza: todo se queda aquí y
polvo somos y en polvo nos convertiremos. Y el policía rojizo y bajito y
también con cara de gatillo alegre dijo, con descarada sorna: y hay polvos de
polvos. Y el policía flaco: así es, hay polvos de polvos y unos más caros que
otros. Y los tres rieron a carcajadas. Es todo lo que escuché en ese momento y
hasta ahora pensaba que tres seres insensibles se referían a un hecho trágico
con una broma de sexo vulgar, pero me late, y ya veremos, que se estaban
refiriendo a otra cosa, a asuntos raros allá en Ciudad Zamora. Porque al
contarme lo del periodista se me prendieron otras luces.
“De
él, por cierto, me encargaré de verificar su identidad. Eso no es nada difícil,
porque cuento con gente muy buena para eso y para mucho más. Si él es quien
dice ser y su historia es verdadera, tengan por seguro que lo vigilan y lo
asedian. Eso pasa en este país con más frecuencia de lo que uno se imagina. Y
quiero, doña Luisa y usted, doctor, que no se preocupen más de la cuenta. Hable
cuanto pueda, doctor, con el tal Luis Eugenio Manzo, manteniendo la distancia y
aunque le parezca que está de más decírselo, no le dé los números de sus
teléfonos, casa y celular, y no hable con él en otro lugar que no sea en la plaza o
en algún sitio cercano.
-Sí, eso lo he pensado desde un principio, gracias a mi
natural zamarrería.
Jonás Mata se despidió abrazando a cada uno con cariño
sincero, prometiéndoles noticias prontas sobre lo encomendado. Manuel Jordán lo
acompañó al estacionamiento y, aparte de un nos vemos cuando Jonás puso el carro
en marcha, no cruzaron más palabras.
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