En un
tiempo, cuando la fe comenzó a agonizar, reinó el “ver para creer”; ya sólo
impera el “ver para tener” (o para desear o envidiar, cuando el tener es
imposible). La sociedad visiva que muchos predijeron es la realidad de hoy.
Falta tiempo para que los ojos se harten de datos, imágenes, realidades
virtuales, símbolos, aventuras violentas, comics escatológicos, paisajes extraterrestres, bondadosos
seguimientos de la vida animal, celebraciones anticipadas de las maravillas de
la robótica, minuciosas reseñas de las deidades de Hollywood… Hay para todos
los gustos, edades, ansiedades, pretensiones y ambiciones. Hay un principio de
principios: la información es poder.
Nunca
antes los ojos tuvieron tanto en qué fijarse, tanto en qué pasar las horas y
tanto para llenar cualquier vacío. No hay treguas para el silencio ni el dulce hacer nada. Quien pierde el
tiempo, no sólo deja de ganar dinero: es sospechosamente inactivo, improductivo
y poco importante. Hay mucho por ver, mucho por conocer, mucho por obtener,
como para detenerse en aquello (lo que sea) que no tenga finalidad o guarde un
propósito. Nuestra obligación, según el decir popular, es “estar en algo”:
atributo imprescindible para “ser alguien”. Confesar la debilidad de no mostrar
interés por participar en la incesante competencia de sobresalir, así sea con
las armas, significa apartarse de los mandamientos de la tribu, del credo
global. O somos clientes o “somos nadie”. Tal vez podemos prescindir de
virtudes e ideas propias (de esas necias antiguallas), pero no puede faltarnos
el estar informados y el afán de lucir informados. Nadie puede cometer la
indelicadeza de desaprovechar cuanto hay en el mercado para nuestros sentidos.
Acaso queda la alternativa del error (o el fracaso) o, simplemente, algo
(digamos que no sabemos qué) que reclama su lugar, su ser parte de nosotros.
Mejor
no abundar en lo que sobra; mejor seguir la razón que me animó desde el
principio. Me hago partidario de no seguir la trayectoria de negaciones entrelazadas.
Viene
al caso lo que me refirió un hombre de unos cuarenta años, con quien conversé
durante horas en la barra de una tasca, hasta que ambos, borrachos, encontramos
más agrado en el silencio.
Dijo
(y trataré de ser fiel a su confesión) que una vez, cansado de su familia y su
trabajo (mejor decir, su vida), manejó su carro hasta la playa de un pueblo
cercano a la ciudad donde vivía, aunque de buenas a primeras no tenía intención
de dirigirse allí; pero, después de dos cervezas que tomó dando vueltas por los
suburbios, le pareció el mejor lugar para aplacar su obstinación. Rodó casi dos
horas, mientras procuraba encontrar la mejor manera de cambiar su cotidianidad,
cada vez más intolerable, sobre todo cuando comenzó a agravarse su situación
económica. Nunca, aseguró por si acaso, había tanteado la posibilidad de acudir
a un psiquiatra o encontrar alivio en cualquiera de las religiones o en grupos
de meditación o llamados talleres de superación personal. Insistió en que no se
sentía dado a compartir su miseria con varios desconocidos, bajo la supervisión
de alguien que cobrara para encaminarlo hacia la felicidad durante veinte o
treinta horas: desconfiaba de esos ejercicios de bondad tan deliberados, por
parecerle hipócritas.
Aceptemos
que mi fugaz amigo (sólo departimos en aquella ocasión) no es agua tan mansa
par las corrientes de la época y sigamos con él aquel sábado de preguntas,
cervezas y ansiada soledad.
Siguiendo
su relato, imaginémoslo solitario en el malecón alborotado, de vez en cuando
metiendo ojo a alguna muchacha en bikini, con su lata de cerveza en una mano y
un cigarrillo en otra, su mirada tratando de fijarse en el mar y sus
pensamientos inquietos. El alcohol ya ha entrado en su sangre y comienza a
sentirse “prendido”, pero no eufórico; más bien tranquilo, dispuesto a
compartir una mesa con alguien y entablar una conversa pausada, y no como las
que ya le hastían con sus colegas y vecinos, cargadas de ánimo competitivo y
muy elaborados prejuicios.
En
verdad, no halla qué hacer; después de todo, no le resulta fácil conseguir la
tranquilidad, ni siquiera ese estado de indiferencia que procura, incluso, la
ebriedad más ligera. Pero no está dispuesto a sofocarse y comienza a caminar
entre los bañistas, y se deja llevar por la curiosidad de oír sus alegres
conversaciones y sus juegos. Pone cuidado a los pregones de los vendedores de
cuanta cosa hay, que recorren una y otra vez la playa. Lamenta no haber llevado
traje de baño o, por lo menos, unos pantalones cortos. Toma una y otra cerveza,
y cuando se cansa de deambular por la playa, decide sentarse en el tinglado de
un quiosco donde venden cerveza y comida. No hay mucha tranquilidad allí: los
jugadores de caballos gritan de rabia o alegría, según el mandato de la suerte;
entre una carrera y otra, el dueño del negocio satisface su pésimo gusto
musical a todo volumen; los niños de una mesa vecina molestan con sus
malacrianzas y sus antojos. Mi amigo, a pesar de tan impropio ambiente para
quien busca sosiego, decide dejarse llevar por las circunstancias y se acomoda
en su silla. De vez en cuando mira el mar y deja que algunas fantasías
personales se explayen.
Comienza
a lloviznar, aunque el cielo está parcialmente nublado. Algunos bañistas
recogen sus cosas y se retiran; la mayoría prefiere seguir disfrutando del mar
que comienza a picarse. Mi amigo comienza a molestarse porque más gente se suma
a los jugadores de caballos; en particular, unos adolescentes borrachos que se
esmeran en hacer notoria su vulgaridad. Paga lo que debe, al tiempo que recuerda
un pequeño restaurante ubicado en una de las zonas menos concurrida del pueblo.
Da por seguro que allí reencontrará la tranquilidad.
En el
restaurante, para su sorpresa, queda una sola mesa desocupada; una de las tres
colocadas en la acera. Pide una cerveza y algo de comer. Se resigna a soportar
el gentío y el bullicio, y la ligera llovizna de la que no alcanza a protegerlo
la sombrilla de la mesa. Al menos le contenta el haberse librado, por unas
horas, de responsabilidades y obligaciones. Y cuando su fuga comenzaba a formar
parte del tedio que contaminaba cuanto tuviese que ver con su vida, sucedió lo
que impulsaba sus palabras la única vez que hemos conversado.
Cuatro niños se
sentaron muy cerca de mí, en el borde de la acera. Una niña, la mayor de todos,
como de ocho años; otra niña y un varón, ambos como de cinco o seis años; y
otro varón mucho más pequeño, pero que ya sabía hablar. Estaban chupando
naranjas y hablando de cualquier cosa. No sé… o lo que hablan los niños, de los
héroes de la televisión, de lo que tienen o de otros niños. Entonces, cuando yo
terminaba de comer, uno de ellos, creo que la niña mayor, gritó: ¡Miren, miren…
el arco iris! El más pequeño repitió esas palabras y se puso de pie y lo
señalaba. Los otros también se pararon y en silencio se quedaron mirando lo que
en ese momento comprendí que era un gran espectáculo. El arco iris.
También, como los
cuatro niños, me olvidé del gentío y de la bulla que hacían; me olvidé de la
salsa que sonaba a todo volumen en una emisora mal sintonizada; me olvidé de
las cervezas que había bebido y de lo que hacía o no hacía en ese pueblo. Seguí
la mirada de los niños y también miré el arco iris, creo que con respeto y en
una forma que no recuerdo haberlo mirado antes. Era el arco iris, mi amigo, una
maravilla pasajera, una maravilla que como otras, supongo, mi apuro y mis
ocupaciones no me permiten mirar…
Primer comentario
Durante
varios meses resistí la tentación de convertir esta anécdota en un cuento,
cargándola de matices literarios (aparte de los que ya tiene) hasta donde mis
capacidades intelectuales me lo permitieran; pero he preferido limitarme a
mostrarla con las impresiones y elucubraciones que derivan de ella. Al poco
tiempo de escribirla en mi cuaderno de notas vino a mi memoria, imprecisa
aunque cabalmente asociada, una observación de Krishnamurti:
Salimos a pasear el domingo,
observáis los árboles y decís: “¡Que hermoso es!”, pero de regreso a la vida
rutinaria, encajonados en caso o departamentos, perdéis todo nexo con la
naturaleza. Esto se evidencia con la inclinación que existe a visitar museos en
donde pasaréis toda una mañana para contemplar las pinturas, la abstracción de
lo que es. Inmensa importancia han adquirido los cuadros, las estatuas y los
conciertos, a costa de no mirar el árbol, no escuchar el pájaro, no detenerse
ante la luz maravillosa que juega con las nubes.
Sin
embargo, mi amigo fugaz, el del arco iris, no había olvidado tan pronto su
contemplación (término que me permito agregar a su confidencia) y, más bien,
parecía marcado por ella. No sé si de una manera positiva o, por el contrario,
se volvió contra él y sus principios y sus creencias (a lo que suele llamarse
educación) como sucedió con algunos personajes del existencialismo. Tal vez
quedó en él como un interesante tema de conversación para sus borracheras, y su
vida, en todo punto, quedó igual, inalterada; tal vez las paredes de su burbuja
personal siguen tan firmes como antes. De algo sí estoy seguro: mi amigo fugaz,
el del arco iris, lleva una herida en lo hondo de sí mismo y en las regiones
oscuras de sus sueños perturbados. Y esa herida puede ser principio de una
muerte callada, que trabaja a espaldas de sus aspiraciones superficiales y sus
necesidades más inmediatas. Cuanto diga de aquí en adelante pertenece al
totalmente lícito terreno de mis propias conjeturas. Sólo sé que a veces algo
nos toca, algo que es todo y es nada, y el mundo, como en las antiguas
epifanías registradas por las más diversas literaturas religiosas, vuelve a ser
sagrado, aunque nunca haya dejado de serlo.
Segundo comentario
Al
asimilar la experiencia contemplativa de mi amigo fugaz, el del arco iris, a
algunas referencias religiosas, no he querido exaltarla más de la cuenta, pero
sí he presentido una clara relación con éstas. También procuro indicar que
tales experiencias, aunque hayan caído en un lamentable desprestigio, por obra
y gracia de charlatanes y manipuladores, representan una legítima forma de
“conocimiento”. Y no hablo de ese conocimiento que adorna currículos ni da
valor en el mercado de trabajo; me refiero a ése que una civilización como la
nuestra, tan ufana de su progreso y sus logros tecnológicos, se ha vuelto
incapaz de alcanzar.
Y
justamente cuando trataba de redactar estas breves consideraciones, di con unas
frases de Bertrand Russell, resaltadas por mí en un libro (Ciencia y religión) que recién
recuperaba:
El aliento, la calma y la
profundidad pueden tener su fuente en esta emoción, en la que, por el momento,
todo deseo centrado en sí mismo está muerto, y la mente llega a ser un espejo
de la vastedad del universo. Los que han tenido esta experiencia y creen que
está vinculada inevitablemente con aserciones sobre la naturaleza del universo
naturalmente se aferran a estas aserciones. Yo creo que las aserciones son inesenciales
y que no hay razón para creerlas verdaderas. No puedo admitir ningún método
para llegar a la verdad, excepto el de la ciencia, pero en el reino de las
emociones no niego el valor de experiencias que han dado nacimiento a la
religión. En virtud de su asociación con creencias falsas, han producido tanto
mal como bien; libres de esta asociación puede esperarse que solamente quede el
bien.
No es
casual que Russell, en textos posteriores, lamentara y predijera desalmadas
manipulaciones científicas y reconociera que “la ciencia no reemplaza a la
virtud; para una buena vida es tan necesario el corazón como la cabeza”,
¿Qué nos queda?
¿Dónde
conseguir amparo, en medio de esta feria de esoterismo vulgarizado y utilizado
para fines personales; en medio de este constante clímax tecnológico; en medio
de este utilitarismo y de estas cenizas del corazón que es nuestra
civilización?
Tal
vez sólo se trate de no conseguir amparo ni de pactar con las fuerzas
desbocadas que rigen la sociedad: hay demasiados sueños que insinúan distintas
realidades. Sólo hemos escogido la ilusión más placentera, pero la que, de por
sí, excluye cualquier aliento del espíritu.
Alguna
vez Borges dijo que la única realidad es el individuo. Y quizás sea así, en la
medida que quienes hemos buscado la sombra y el resplandor en la poesía, en
páginas olvidadas, en relatos orales de otros tiempos, en los menospreciados
dones de nuestras soledades, encontraremos la faz preterida de nuestro ser en
el mirar aún preservado de cuatro niños que contemplan el arco iris.
Mario Amengual, febrero de 2005