viernes, 20 de abril de 2018

Una isla para siempre (séptima y última entrega)



Se me ha ocurrido, por los mundos del mundo, según la expresión de la Pepa, que esos mundos del mundo son como las capas de una cebolla, quizás hasta el infinito (¿cuál infinito?, ¿cómo puedo imaginar el infinito?). Me azora pensar en eso, el abdomen se me prensa y me mareo cuando me adentro en esa idea obsesiva y absurda. Pero de ser así, el mundo de mundos concéntricos, ¿en cuál de ellos estoy? Ha de ser en uno muy adentro y por eso la falta de estrellas, de luna, de cualquier cuerpo luminoso en lo que tal vez no es cielo, sino un techo inmenso y lejano.
En todo caso, no es el mismo mundo de mis padres y Sonia, pero ¿cómo pude hablar con mi mamá y con Sonia, y también ver a mi papá? ¿Eran un sueño mío o yo estaba en un sueño de alguno de ellos? ¿O acaso pueden los diferentes mundos comunicarse en una realidad semejante a los sueños? Sé que parece descabellado, especulaciones de loco, de enfermo de tanto no saber dónde estoy ni qué hago aquí, en este mundo de la isla, de La Herradura, de toda esta gente tan extraña, de gente como salida de un entresueño.
Detrás  de las conjeturas y las preguntas surgen recuerdos nítidos, como un cuerpo muy blanco saliendo de un lodazal en una mañana soleada, rompiendo la dura costra del olvido… mi papá tomándome de la mano, yo apenas sobrepasaba sus rodillas, frente al mar, mirando el mar en silencio, sintiendo esa inmensidad y toda palabra sobraba… mi mamá entregándome un guante de beisbol como regalo de cumpleaños y una pequeña mariposa danzaba alrededor de nosotros…el alzado condiscípulo en primer año de bachillerato que me robó mi desayuno y luego lo perseguí y lo alcancé y lo golpeé hasta el cansancio… el primer beso con Sonia, en una discoteca, y mis manos ansiosas acariciando sus piernas… la noche que me decidí a enfrentar a los acechantes seres de la noche y los reté y no aparecieron y por fin pude vencer el miedo y no temerles más… un cristofué agonizando entre mis manos… mi amigo Guillermo y yo jugando a ser héroes inmortales en el patio de su casa… el gato que amaba al que otro gato mató en una pelea por una gata…
Hubiese seguido ese fluir apresurado y nítido de la memoria, envolviéndome en la nostalgia y en el estupor por la vida transcurrida que ya es nada, ese fluir turbador como un funesto presentimiento; hubiese seguido ese fluir hasta quedar exprimido en los linderos de la conciencia anulada, de no haber huido hacia la banalidad y las inconstancias del casino y tomé de ese aguardiente cristalino y raro hasta no saber de mí.









Tal vez hablé con Sonia, excusándome por mi comportamiento con la Pepa. Sólo sé que abrí los ojos abrazado con la gorda Nubia y, si mal no recuerdo o sólo lo supongo, ella aplacó lo que la Pepa había alborotado. Si así fue, a ella no le importó.
Cuando abrí los ojos, estaba mirándome con el mismo cariño y la misma lujuria y ternura de antes. Nada en ella dejaba entrever ni sospechar reproche o resentimiento.
-Defresne se fue y anda sin ton ni son por la isla, deambulando, en harapos y diciendo más disparates que nunca. Y muchos aquí creen que tú tienes que ver con eso, porque así anda después de que tú y él estuvieron conversando en la barra del casino. ¿Qué le dijiste?, ¿de qué le hablaste?
-¿Yo? Nada. Fue él quien habló como siempre. ¿Y qué puedo decirle yo a un hombre tan entendido como él? ¿Qué `pude haberle dicho si ni siquiera sé nada de mi permanencia aquí? Sigo siendo como un recién llegado.
-Eso le he dicho a todos, pero no me creen porque soy tu mujer.
-Prefiero no perder el tiempo en eso, aunque lamento mucho lo de Defresne. Total, aquí las explicaciones están de más o no las hay.
Nos levantamos y bajamos al patio central: otra vez la claridad crepuscular estaba tendida sobre la isla. La gorda Nubia me llevó de la mano hasta la enorme reja que separa La Herradura del temible vacío del acantilado, del voladero de los ruines. Tuve la impresión de que algunas isletas habían cambiado de forma y ubicación; las aguas del lago eran de un azul claro en algunos puntos y podía verse parte de la vegetación subacuática.
-No tienes nada que buscar más allá de esta reja. No pienses más en atreverte a esa locura. Tu sitio es aquí, aunque no sea a mi lado- me dijo con voz sentimental y los ojos aguados-. De donde soy… mejor dicho, de donde era, dejé tres hijos pequeños; tres hijos de tres padres diferentes. Si cuando estaba allá me juzgaban por eso y por trabajar de mesonera en un bar de borrachos mujeriegos, impertinentes y babosos, qué no dirán de mí ahora porque no puedo, ni quiero, volver. Cierto que me aprovechaba de esos hombres, sacándoles dinero y regalos a cambio de mis favores… tú sabes. No me lo has preguntado, pero me sale decírtelo- hizo un gesto como si se sacara algo del pecho-. Estoy mejor aquí, aunque no me lo creas, y si es a tu lado, mucho mejor.
Aunque presentí la cercanía de algo definitivo, no quise decirle nada; menos preguntarle cómo sabía de mis momentáneas intenciones de marcharme a alguna de esas isletas. Se sacudió para recuperar su talante jovial y dijo en tono de formalidad inusual en ella:
-No debería hacerlo, pero lo voy a hacer. Te llevaré por un sendero del lado este de La Herradura y te llevaré a un sitio en el cual sólo te separará del voladero las ganas de tirarte al vacío.
Salimos por el portal de La Herradura, perseguidos por las miradas burlonas de las Morales. Una de ellas, la mayor, imitó el contoneo de la gorda Nubia y Tarenco, que sostenía con una cadena de gruesos eslabones a un perro malhumorado y de pelambre parduzca e hirsuta, muy cerca de las hermanas socarronas, rió a carcajadas chocantes como su presencia. A pocos metros hacia el este nos adentramos en un matorral muy alto, áspero y urticante; la gorda Nubia, que llevaba puesto un vistoso vestido de flores fucsias y amarillas, muy corto, con la espalda y los brazos descubiertos y un escote bastante abierto, no parecía sufrir con el monte que debíamos ir apartando; en cambio yo tuve que bajarme las mangas de la camisa hasta cubrir mis manos, y en ese momento caí en cuenta de que llevaba puesta una camisa de seda, verde botella, que me regaló Sonia cuando cumplimos el primer año de estar juntos; yo daba por perdida esa camisa que ahora lucía de poco uso y olía a recién lavada. Apenas podíamos ver donde pisábamos, pero la gorda Nubia avanzaba como si conociera el camino de memoria y a su resuelta seguridad me confié. Cuando comenzaba a resignarme a una caminata prolongada, llegamos a una media luna de tierra apisonada donde cinco hombres y cuatro mujeres malolientes y de aspecto miserable estaban echados en el suelo en diferentes posturas a su antojo.
-No los tomes en cuenta. Ni siquiera los mires y menos les hables. No son de los ruines, aunque lo parezcan, pero son de temer si tú les temes. Si sientes miedo, te lo huelen y se aprovechan de eso.
Ella me condujo hasta el cuerno izquierdo de la media luna y nos detuvimos a unos tres metros del borde del voladero: desde allí podía verse hacia la máxima lejanía del este la más absoluta oscuridad, pero si mirábamos al frente veíamos la frontera entre la claridad crepuscular y esa oscuridad antecedida de unos cerros de un rojo primitivo apagándose, como si la tierra los estuviera pariendo; lo único que cortaba el silencio, a ratos, eran unos gritos lejanos como de quien busca a alguien perdido. La gorda Nubia me tomó por la cintura y me pidió que la rodeara con mi brazo por el cuello y dijo:
-Este será nuestro mundo para siempre. De nada vale que reniegues de todo esto. Aquí estaremos y ya no importan ni la felicidad ni la tristeza ni el dolor ni la rabia. Aquí estamos y aquí estaremos, aunque no quieras, porque ya no depende de nosotros.
Calló y me besó en la mejilla y lloró en mi hombro con sollozos sentidos y discretos. Yo sentí un miedo que me nació en los pies y se adueñó de mi cuerpo y de mis pensamientos; un miedo a no sé qué, como si supiera de la inminencia de un cataclismo o a no respirar más nunca; un miedo que me erizó la piel y se paseaba de los ojos a la garganta y me latigueaba como un aguacero venteado y me recorría las piernas y el abdomen con piedras de filosas aristas. Y ambos lloramos de miedo y de resignación, y también de amor por habernos encontrado y ser tan desiguales, pero coincidentes en este lugar del mundo, de este mundo de los mundos.

Estábamos en el cuerno izquierdo de esa media luna, ante esa inmensidad incomprensible, ante la rareza del mundo o de este mundo de los mundos como nunca antes pude o quise ver. No había más nada que hacer. Y lo que, en mi caso, había sido un detalle nimio se hizo la más terminante revelación: supe entonces por qué al salir de mi casa aquella madrugada, para no volver, los espejos estaban cubiertos con telas oscuras.

martes, 17 de abril de 2018

Una isla para siempre (sexta entrega)

Subí a la azotea de La Herradura; caminé hasta el extremo del brazo oeste y de inmediato volví sobre mis pasos, poco a poco: una claridad crepuscular me permitió, por primera vez, ver mejor este mundo, con tranquilidad amenazada, algunos de sus detalles y los distantes límites de su entorno.
En el centro del pretil de la curva interior de La Herradura destacaba la cabeza de león, de tamaño natural, tallada en piedra y en el extremo de cada brazo una cabeza de leona: parecía que en cualquier momento serían piel, carne y huesos de leones verdaderos con toda la furia de sus instintos.
El límite sur de La Herradura y de toda la isla (el voladero de los ruines) es una inmensa pared de piedra lisa, sin una grieta ni un saliente, de unos doscientos metros de altura y en cuyo pie pude discernir una delgada franja de tierra negruzca como una serpiente en reposo, a ratos bañada por las aguas oscuras y de silenciosa inquietud del lago.
En el horizonte, más allá del lago y de una planicie desértica, unos cerros rojizos, recostados del cielo crepuscular, como recién paridos por las entrañas de la tierra, daban una sensación de angustiosa lejanía.
En las muchas isletas desperdigadas en el lago, como manchas de moho sobre un encerado oscuro de ligeras ondulaciones, podían verse claros iluminados por pequeñas fogatas en torno a las cuales se agitaban figuras humanas. Me han dicho que son los ruines con incesantes rituales; de ellos también me han dicho que el lago no les da buena pesca o casi nada, que se alimentan de los pocos frutos no venenosos y algunas raíces, que sus mujeres se dan con frecuencia al sexo oral para alimentarse con el semen de esos varones implacables y desarraigados, y por eso algunas, solitarias y errabundas, los asaltan en los estrechos senderos apenas permitidos por la tupida vegetación para succionarlos con feroz fruición.
-Nadie puede bañarse en el lago. Todas esas algas y matas que apenas se asoman a la superficie alguna vez fueron brazos y manos de gente enloquecida o despiadada que jalan hacia las profundidades, hacia el lecho lodoso, y si alguien logra sobrevivir, ya las aguas del lago lo han dejado sin memoria y nunca recordará quien era en cada momento de su antes, ni siquiera un segundo. Eso no logro entenderlo, pero dicen que es así- eso me dijo el maestro Losada, un anciano de poco hablar y mirada hundida que ocasionalmente se sienta a un lado del portón de La Herradura.
Caminé hasta el extremo este y antes de llegar y poder tocar con tímida reverencia la cabeza de la otra leona, este mundo volvió a su oscuridad habitual. Según me dijeron, la claridad crepuscular anunciaba que la Señora partía hacia el mundo de su padre, como corresponde por el convenio entre éste y el Señor. Y el Señor se enfurece cada vez que eso sucede, pero no puede faltar a su palabra y la Señora parte con una comitiva de cuatro muchachas y con ellas vuelve cuando le toca.
Muchos aquí creen que en algún lugar de la carretera se me apareció el Señor cuando volvía del centro de la isla y por eso mi semblante de hombre aterrado, según se encargaron de difundir las Morales. Y creen eso porque el Señor descarga su furia por la partida de la Señora, incluso en vísperas de su inevitable y riguroso cumplimiento, mostrando su peor rostro a los caminantes solitarios. De nada me vale desmentir esa temida aparición: todos aquí están convencidos de que por orgullo no lo reconozco.

La oscuridad se hizo más cerrada y se oían gritos lejanos, como aullidos de perros tristes, ascendiendo por el voladero de los ruines. Pensé que yo podía ser uno de ellos, de esos ruines, a la intemperie, como ellos, porque la gorda Nubia no me buscaba, se negaba a verme y nadie me daba razón de ella. Así fue hasta que, saliendo del sueño, la sentí desnuda y cálida a mi lado. El regreso de la gorda Nubia impidió que la posibilidad de huir hacia alguna isleta me obsesionara, aunque no contara con la más rudimentaria embarcación ni supiera por cuál punto de la isla podía emprender esa peligrosa travesía.
Algo más me sucedió en la azotea después de la claridad crepuscular. Esa vez no sentí miedo; ni los gritos como aullidos de perros tristes, ni las fogatas dispersas en las isletas de los ruines, alentaron terribles suposiciones ni horrendas fantasías. Recosté el pecho del pretil, junto a la vívida cabeza del león. Me dediqué a lentas y pausadas respiraciones para evitar la permanencia de cualquier pensamiento o recuerdo y abstraído en esa oscuridad cósmica sin el destello, al menos lejano, de alguna estrella u otro cuerpo celeste, una mano tibia se posó en mi hombro. Volteé, confiado en que esa mano y esa presencia a mi izquierda, percibida con todo el cuerpo, eran de la Señora. Y no fue así: era la Pepa.
-Y tú jurabas que era la Señora- acompañó esas palabras burlonas con una amplia sonrisa de irresponsable provocación.
-Además de bella, eres jodedora.
-Sólo con quienes me caen bien- se recostó del pretil, muy cerca de mí, sin quitarme la mirada. Me puse nervioso y eso le complacía.
-Cuando estuviste en la barra del casino hablando con ese poeta loco, el tal Defresne, estuviste muy cerca de mí y no volteaste a mirarme ni una sola vez- era un reproche sarcástico y sensual.
-Ya sabes lo que pasó por una mirada.
-Eso, mi querido, fue más que una mirada- rió, conteniendo las carcajadas-, pero no te culpo. Es un don que yo tengo.
-Un don muy bien administrado.
-Sí, no lo niego.
Como yo no dejaba de mirar hacia la puerta que da al casino por temor al gorila de Billie Queen, quiso calmarme:
-Billie está en el quinto sueño de la borrachera, así que deja los nervios- acercó su rostro al mío y pude percibir su olor de mujer fogosa y un discreto perfume dulzón. Sospeché que me estaba poniendo a prueba-. Podemos estar aquí con tranquilidad, porque, aparte de ti, a nadie le gusta este lugar donde casi no se ve nada.
-Pero las paredes tienen ojos.
-Sí, así es, pero sólo te verán a ti y no pierdas el tiempo preguntándome por qué.
-Si tú lo dices- no otra cosa se me ocurrió ante esa mentira tonta.
Las llamas temblorosas de unas lámparas de querosén, una sobre la puerta que da al casino y otra sobre el techo del “salón inaccesible”, daban la mínima luz que permitía vernos. La Pepa me tomó por los hombros y me recostó de la cabeza del león y estrechó toda la voluptuosidad de su cuerpo contra el mío, y sólo un dedo separaba nuestras bocas.
-Si quieres, puedes besarme. Pero si lo haces no podrás detenerte y no impediré que me tomes toda. Así realizaríamos tu deseo y yo no te negaría ningún goce, pero más nunca tendrás ojos ni varonía para ninguna otra mujer en todos los mundos del mundo y yo seguiría siendo la Pepa de Billie Queen, porque nuestros destinos están unidos para siempre. Yo soy su diosa y él mi eterno y principal adorador, aunque yo me entregara a ti ocasionalmente. Aquí donde estamos todo es definitivo. Tú decides.
La abracé por la cintura, con fuerza delicada, sintiéndola toda, sus senos latiendo en mi pecho, su abultado don contra la dureza enhiesta de mi deseo; ya nada separaba nuestros labios, en un roce más letal que un beso profundo; aspiré su aliento cálido y ya me perdía en la oscuridad del entorno y en la despiadada carnalidad de su arrobadora presencia…  y la aparte de mí. Supe que no mentía, que si me adentraba en el gozoso martirio de sus placeres, más nunca podría renunciar a sus encantos y estaría condenado a sus inconstancias y a sus caprichos.

Me sopló un beso y se fue.

jueves, 12 de abril de 2018

Una isla para siempre (quinta entrega)




Volví aterrado a mi habitación.
Me tocó regresar por una carretera de tierra, larga, de muchas curvas, flanqueada por un lado, a mi derecha, por árboles de hojas de verde pálido y ramas y troncos retorcidos y brillantes, como si una luz sin origen los alumbrara sólo a ellos. Sentí mareo y ganas de vomitar, pero en ningún momento me detuve; después me sobrevino una inmensa y despiadada nostalgia de no sé qué… tal vez de algo olvidado o de un tiempo intuido o nunca realizado. Todo pasado se me hizo espejismo, hechos improbables o sólo imaginados; igual daba un sueño o un coito con Sonia o una conversación con mi mamá o una pelea en el patio de la escuela primaria: todo momento y toda vivencia se hicieron vapor intangible, aire de imaginación y sueño y soledad. Nada era real ni comprobable: todo podía ser tan falso como verdadero o sólo materia de los sueños. Nada se podía constatar. Recuerdos, sueños y fantasías conforman, desde entonces, una sola masa, una especie de nebulosa en mi cabeza y cualquiera puede ser tan real como ficticio.
Y la nostalgia seguía envolviéndome, como si todo lo cierto de mi vida, como el amor de Sonia, se disolvía en las aguas que circundan la isla, esta isla que no termino de entender. (¿Estaré todavía en mi cama, en la casa de mis padres? ¿Me dieron alguna droga, o es la emetina, que ha roto mi conciencia?, me preguntaba.)
Si nada parecía cierto (o no vivido, o dudosamente vivido, o soñado), si la realidad era un mosaico de episodios en un juego de espejos, al punto de convertirlos en irreales, ¿no estaba soñando o imaginando que había salido de mi casa y me hallaba atrapado en una isla de caminos cambiantes?
Esa pregunta me empujó al casino por desesperación de hablar con alguien, para arrancármela de la cabeza con las garras de la distracción. Y ahí estaba Defresne, sentado al final de la barra, muy cerca de la mesa de Billie Queen: vestía un traje azul oscuro y una camisa beis, sin corbata; ahora tenía el cabello muy negro, como plumaje de tordito, todo peinado hacia atrás, y la barba también muy negra y recortada; su rostro lucía la frescura, se me ocurrió, como la de los muertos después de que alcanzan la paz y los arreglan. Bebía el aguardiente ese, que aún no sé qué es, y fumaba un cigarrillo marrón, largo y delgado, como esos que en una época fumaba mi papá por moda y por dárselas de galán, imitando a un policía de una serie de televisión. Me ofreció un trago. No quise. Le conté lo que me pasó en la carretera, lo que sentí y sigo sintiendo, ahora menoscabado.
-Aún no determino si eres muy inocente o un soberano pendejo, pero no te molestes por eso- me puso la mano en el hombro para evitar que me levantara-. Y a decir verdad, no estoy aquí para explicaciones. Ya llegará el momento en que entiendas que al llegar aquí todo pasado es como una película, casi siempre mala, y digo casi siempre sin conocer la primera excepción, para no parecer dogmático. Estás, como yo, como todos aquí, confinado en esta isla, por más que intentes volver a tu casa. No pierdas el tiempo en eso.
Fíjate, ahí tienes a la gorda Nubia, que seguramente está brava contigo porque fuiste solo al centro de la isla con una segunda intención. Ahora ella sabe que amas y añoras a otra mujer…
-Defresne, eso no me parece. Lo de ella es pura lujuria.
-Sí, es cierto, pero a cambio de esa lujuria ella quiere amor. No sabe expresarse de otra manera, aparte de una ternura insinuante.
-Vamos por partes, Defresne. ¿Confinados en esta isla? ¿Eso dijo?
-Sí, así es, muchacho. Pero olvídate de eso… por ahora. Busca a la gorda Nubia y entrégate a su lujuria. No imaginas cuántos quieren estar en tu lugar.
El pavor, en mí, comenzaba a darle paso a la rabia y a la desesperación, porque cada vez me resultaba más complicado este mundo, la isla, La Herradura y no pude evitar decirle a Defresne:
-No sé si usted es un loco de remate o simplemente se burla de mí.
El buen ánimo de Defresne era inquebrantable, de seguro ayudado por el aguardiente sin nombre; ya llevaba media botella.
--Ser tan joven como tú y estar aquí no es para nada un privilegio. Yo no sé desde cuándo estoy aquí y no quiero saberlo. Total, ser profesor de literatura jubilado y escritor de dudosos méritos entre una minoría de sobradas arrogancias en un país saqueado por los políticos de izquierda y de derecha, y marchitándome en bares y tascas de Sabana Grande no era mejor que esto. Por eso no me amargo… ¿y tú?
-Quise estudiar una carrera corta en un tecnológico y, de hecho, la comencé: administración de personal, pero apenas llegué al segundo semestre y por flojera mía y necesidades de la casa, terminé de mesonero en un restaurante de comida italiana y después en una tasca y no me iba mal. Pero, dígame, ¿qué cosas escribía o escribe usted?
-¿Cosas?- sonrió con burla, supuse que por mi ignorancia y llamarles cosas a sus escritos-. Un poco de todo, pero cosas- recalcó esta palabra- que, salvo dos o tres conocidos y yo, más nadie leía. Es la verdad. Y no llegué a creerme el genio incomprendido, pero sí estaba seguro, y lo sigo estando, de que esas cosas poseen cierto valor literario. Ahora no me importa.
-No sé cómo haré, señor Defresne, pero intentaré volver a casa.
-No lo dudo, porque el amor te ata, porque sólo concibes el amor como una atadura. ¿No has pensado que al pasar el tiempo ella…
-Sonia- interrumpí.
- … ella, Sonia, no sienta lo mismo que tú, no se sienta atada a ti, como tú, atado a ella?
-Es posible, pero la última vez que creo haberla visto apenas quiso hablarme.
-¿Que crees haberla visto? Oye, no te me pongas misterioso, pero déjalo así. No me expliques nada, si acaso puedes explicarlo- se empinó un buen trago, encendió un cigarrillo y no dejaba de verme con un asombro risueño.


Le conté cómo conocí a Sonia y la promesa que me hice una tarde, cuando la vi pasar por  mi casa con una falda muy corta, para gracia y privilegio de mis ojos, el poder contemplar sus hermosas piernas: algún día y muchos más- me dije- estaré entre esas piernas. Y así fue y quizás sea con esas piernas, además del lunar junto al filtro, que me ata su amor. Defresne me escuchaba con verdadera atención, paciencia y compasión; hizo un gesto cortés para callarme y después de un breve silencio recitó un poema, o parte de un poema, como me dijo después, cuando le pedí que lo repitiera para yo memorizarlo:

Ni en el llegar, ni en el hallazgo
tiene el amor su cima:
es en la resistencia a separarse
en donde se le siente,
desnudo, altísimo, temblando.
Y la separación no es el momento
cuando brazos, o voces,
se despiden con señas materiales:
es de antes, de después.
Si se estrechan las manos, si se abraza,
nunca es para apartarse,
es porque el alma ciegamente siente
que la forma posible de estar juntos
es una despedida larga, clara.
Y que lo más seguro es el adiós.

-¿Es suyo?
-No. ¡Qué más quisiera yo! Es de un poeta español. Pedro Salinas.

Y se fue con los ojos vidriosos y a mí me dejó con el sentimiento de la  verdad y la belleza en las palabras.

lunes, 9 de abril de 2018

Una isla para siempre (cuarta entrega)

La noche de las luciérnagas (concedo en llamarla así, aunque comparto con Defresne la indiferencia entre día y noche en esta isla o, más bien, la falta de día), hubo dos momentos que no reseñé antes por destacar el discurso de Defresne y mi experiencia ante la aparición de las luciérnagas, si acaso eso eran.
Al rato de sentarnos a la mesa la gorda Nubia y yo, pasaron hacia el fondo del patio, a la última mesa de nuestra fila, míster Queen mal encarado y a paso rápido, seguido, con pasos de lentitud calculada, por La Pepa, sobrada en belleza y sensualidad: llevaba puesto un vestido púrpura muy escotado y corto que permitía la tortura de dejar ver casi por completo sus senos ostentosos y firmes, buena parte de sus muslos gruesos y sólidos, sus pantorrillas de curva y proporción desquiciadora y esas rodillas morenas como dos soles de su inquietante cosmogonía. Al pasar junto a nosotros la entreví, con la cabeza gacha, y me regaló una amplia sonrisa de gruesos labios rojos y lengua perturbadora, apenas asomada entre dientes parejos y blanquísimos; y también me brindó una mirada de ojazos café deslumbrantes. La gorda Nubia se dio cuenta y me pellizcó con rabia la barriga, no sé si por celos o por llamarme a la discreción y me dijo al oído:
-Por eso estás aquí.
Cuando la Señora se puso de pie para ordenar la aparición de las luciérnagas, su rostro era muy joven y de serena hermosura: ella, a mi parecer, cumplía con un absurdo protocolo para revelarnos su belleza, el de su rostro enmarcado en su cabello perfectamente recortado. Y esa honda impresión ha de haberse delatado en mi rostro, porque cuando estábamos en la cama y supe otra vez de mí, la gorda Nubia me refirió con pocas precisiones parte de la historia de la Señora, a quien ahora juzgo de belleza melancólica. Es una historia similar a la de mi mamá, pero en otro mundo. El Señor, pariente del padre de ella, la sedujo con algún encanto mágico, según una versión, y, según otra, la trajo a su reino a la fuerza y sin importarle las consecuencias, valiéndose de su poder y de su riqueza. Y por ese poder y esa riqueza, el padre de la hija encantada o raptada, terminó aceptando como yerno al esposo indeseado. Por eso creo que ella no es una mujer severa, como todos dicen, sino resignada y entonces su juventud y su belleza suelen opacarse con la amargura.
Y vuelvo a pensar en esa afirmación de la gorda Nubia: por eso estás aquí; como si fuese una condena, como si ella supiera la razón de mi permanencia aquí y yo aún sin saber cómo ni por qué, tomado por ella, dejándome llevar por las insinuaciones o meras maldades provocadoras de la Pepa y el cada vez más apocado, menos persistente, recuerdo de Sonia, desvaneciéndose como la neblina cuando el sol arrecia y el viento se la lleva.



                                        Eduardo Bárcenas, Vitrina.



Me acuciaba el empeño de conocer el centro de la isla. La gorda Nubia no quiso acompañarme.
-Eres terco. Allí no tienes nada que buscar. Allí será como estar en la ciudad de donde vienes. Ni más ni menos. Ve tú, ya que no puedo impedírtelo, y ve con cuidado y te deseo suerte.
(Por cierto, no dejo de llamarla la gorda Nubia o sólo gorda en la intimidad, porque a ella le agrada. Para ella, la gordura y sus dotes amatorias, de las cuales se enorgullece, son una misma virtud: sin una no poseería las otras. Así lo cree.)
Pensé en Defresne. Ir al centro de la isla con él podría resultar un paseo de inusitadas perspectivas, tratándose de un hombre de opiniones propias y de sinceridad incondicional. Llegar a la puerta de su habitación se me hizo complicado: volví a verme en una sucesión de escaleras ciegas, terminadas en paredes sin abertura alguna; pero al fin llegué, cuando casi me daba por vencido, sin que de nada sirvieran las indicaciones de la gorda Nubia. Toqué varias veces, con suavidad y sin apuro, sin recibir respuesta y cuando daba la vuelta para marcharme, asomó la cabeza por la puerta entreabierta: la barba más larga y desordenada, unas ojeras pronunciadas y la tez amarillenta le daban una apariencia cadavérica; de la habitación provenía la mezcla de un intenso olor a humo de cigarrillo y de algo rancio o comenzando a descomponerse. No me dejó hablarle (su aliento era peor del que lleva días de borrachera continua y sin enjuagarse la boca).
-Estoy indispuesto. Cuando me sienta mejor te busco- y trancó la puerta.
Después supe que Defresne rara vez sale de la habitación. Al parecer, se la pasa encerrado: leyendo, escribiendo, fumando y tomando ese aguardiente desconocido y dador de pronta embriaguez.
Salí solo. Al cruzar el portón de La Herradura pude oír las risas burlonas de las Morales y una de ellas, la mayor, dijo:
-Déjenlo retorcerse en su orgullo. Ya está aquí, aunque no quiera, y lo que más le gusta ya lo tiene.
Crucé la avenida asfaltada y con rayas blancas recién pintadas, descendí por una escalera flanqueada de arbustos acechantes y luego bordeé un pequeño lago de forma irregular, pero que a mí se me hizo de forma de una cabeza de toro, sobre el cual inclinaban sus profusas ramas esos árboles de troncos y ramas de intenso negror, hojas amarillentas y frutos dorados. Después descendí por otras escaleras oblicuas que tal vez pretendían desorientarme y zigzagueando o en recta dirección avancé temeroso de mis dudas y de cuanto pudiera encontrarme, a sabiendas del miedo que procuraban inspirarme la oscuridad azulada, la diversidad de senderos, el aire de ráfagas de frígida humedad y la vegetación abundante, rara y por momentos antropomórfica como la de los temores nocturnos infantiles.
Me vino a la cabeza la deseosa seguridad de que si no vacilaba en mi andar, si no dejaba distraer mi propósito, llegaría a la cálida y lisa piel de Sonia, y ya no sería necesaria ninguna excusa para fijarle a mi vida un destino junto a ella. Bajo el influjo de ese engaño, urdido en aires de esperanza y probabilidad, llegué al centro de la isla, un centro sin claridad y correspondiente a lo que me había advertido la gorda Nubia.
Una larga descripción de cuanto vi sería innecesaria, porque ya no se trataba de las repugnantes o deplorables apariencias, sino de cómo comencé a verlas de otra manera. Podría resumirlo así: ese mundo abyecto siempre me había rodeado, vivía en él, pero lo distinto era mi percepción y su incidencia en mi mundo interior.
Siete niños mugrientos, descalzos, los pies heridos y llagados, apenas vestidos con inmundos pantalones cortos, me rodearon con las manos extendidas; reían embobados y balbuceando monosílabos incomprensibles; sin brillo infantil en sus ojos, sin trazas de inocencia, quizás ya indiferentes ante el dolor y la violencia y la sangre derramada en peleas insensatas, adictos a la piedra maldita, la piedra de la locura, la piedra de la degradación. Me libré de ellos, aunque me siguieron un buen trecho: ni siquiera tenían fuerza para someterme; ya sus cuerpos eran unas débiles piltrafas. Y son los únicos niños que he visto en esta isla y esa única vez.
Seguía confiado (o engañado) en encontrar a Sonia y caminé muchas cuadras, siempre hacia el norte (así lo creía). Sospeché que alguien me seguía, como tantas otras veces cuando ando solo, pero ahora era una mirada penetrante, omnipresente, ineludible, y la sentí con  mayor agudeza en los momentos en que la idea de abandonar la isla me poseía. Tropecé una y otra vez con hombres y mujeres de rostros borrosos, de miradas hundidas y extraviadas. Quise entrar al único negocio que lucía menos desagradable, donde un grupo de hombres callados en torno a una mesa oblonga tomaban algo, quizás el extraño aguardiente cristalino. No me dejó entrar un portero descomunal, rechazándome como si yo fuese un pedigüeño. No dijo nada: con un gesto de la mano me imponía seguir mi camino y, luego, cuando insistí en entrar, me empujó y trastabillé de espaldas varios metros. Quedé desorientado y ya no sabía si avanzaba hacia el norte, hacia el muelle donde  desembarqué traído por Tarenco, o si sólo caminaba hacia cualquier parte como un extranjero borracho y perdido en una gran ciudad.
Vi mucha gente, apretujada, cruzando un angosto puente de piedra sobre un río apenas visible al fondo de un abismo, pero se escuchaba el ruido trepidante de sus aguas turbulentas. Eran tantos cruzando el puente hacia el Valle de las Culebras, que algunos eran empujados al abismo y helaba la sangre el oír sus alargados gritos de dolor y espanto. Y al estar más cerca de ese perturbador tumulto pude notar que a todos les faltaba una extremidad: eran más los mancos que los de una sola pierna y éstos con palos o tubos como bastones, resultaban la mayoría de los empujados al abismo. Me aparté de allí, decidido a volver a La Herradura, a la melosa compañía de la gorda Nubia y atizado por conversar con Defresne: me urgían algunas explicaciones y hasta ese momento suponía que en toda la isla más nadie estaba dispuesto a dármelas.
Faltando poco para llegar a La Herradura, pues ya la divisaba entre el ramaje de frondosos árboles oscuros de un parque, se me acercó, saliendo de una casa baja y sin ventanas, un muchacho de mi barrio a quien no veía desde hacía muchos años y, aparte de que lo llamaban Morocho, más nada sabía de él.
-¿Dónde puedo encontrar a Rider Zavale?- me preguntó.
No esperó mi respuesta, mi no desconcertado. Salió corriendo tras cinco caballos que pasaron galopando por la avenida hacia un promontorio de tierra pelada con una cruz azulenca de madera en lo más alto.

jueves, 5 de abril de 2018

Una isla para siempre (tercera entrega)

                                 Máscaras de trapo, Eduardo Bárcenas


Estaba tejiendo, sentada en una butaca junto a la ventana de mi cuarto. El tejido era apenas un disco dorado del tamaño de un plato de postre. Me acerqué a ella y le pedí la bendición; me la dio en un susurro. Me senté en una esquina de la cama y conversamos. Me refirió, sin culparme,  que mi ausencia había agravado en mi papá su adicción al alcohol y a los juegos de azar. Sin quejarse, sin soltar una lágrima, detalló los padecimientos de la pobreza empeorada por la exclusiva dependencia de la pensión del seguro social de mi papá. En eso, él entró al cuarto y salió como un ventarrón rezongando lo que, para variar, aludía su rechazo a Sonia.
Él nunca ha querido a Sonia y con o sin tragos encima me lo ha dicho en mi cara. No acepta y me recrimina como una extrema carencia de carácter que yo ame a una mujer con un hijo de una relación anterior y además lo trate como si fuese hijo mío. Si por él fuera, yo debería comportarme como los leones, que matan a la cría de otro macho para quedarse con la hembra y engendrar la suya. Además, no se cansa de repetir que Sonia tiene una cara de puta que no se la quita nadie, como si la cara de puta fuese un impedimento y no un aliciente para amar a una mujer. Si no me equivoco y mi ignorancia no es tan grande, muchas guerras, reinos y hazañas se han debido a hermosas mujeres con caras de puta.
Supongo que su amargura se alimenta con los comentarios, calumnias y chismes  de quienes, como él, pasan el día en la taguara de Gilberto bebiendo, jugando dominó, especulando sobre los números por salir en las loterías y pendientes de la vida ajena, porque, al contrario de lo que suele pensarse, son esos viejos jubilados, no las mujeres, los peores intrigantes, cizañeros y expertos en mancillar cualquier reputación.
Mi mamá no contradice sus aguijonazos porque Sonia le parece un poco alocada, pero buena y jovial. Mi mamá sí sabe de resignación: dio un paso en la vida o el destino la forzó a darlo, y ella no supo o no quiso cambiarlo. A los dieciséis años, mi papá de cuarenta y uno, la conoció, para decirlo como se estila en la Biblia. En un caserío como Vigirima a qué podía aspirar una muchacha seducida por un hombre mañoso que supo atraerla con regalos y un día, alebrestada con ron, en el claro de un recodo del río supo de un hombre sobre ella, la hija del herrero Tomás y la señora América, ama de casa rural. Como en viejos tiempos, mi papá, un hombre de ciudad, la hizo suya más por fuerza y astucia que con amor: un rapto, una violación convalidada por unos padres pobres que sufrían para mantener a nueve hijos y vieron en mi papá un alivio para ellos y una mejor vida para su hija, sobre todo porque para entonces mi papá, empleado en un ministerio, podía darse ciertos gustos como el tener una casa en Vigirima para pasar los fines de semana, en principio con sus compañeros de parranda y después, ya poseída la ninfa del río, sólo con ella y para complacerlo en todos sus antojos y necedades.
Aunque contestaba todas mis preguntas y me daba noticias sobre el día a día de la casa, la noté esquiva, tal vez resentida por haberme ido como lo hice, y entonces preferí salir a la calle. Saliendo de casa me encontré con Sonia; estaba desaliñada, sin nada del frugal maquillaje que suele destacar la finura de sus rasgos y llevaba puesto un vestido ancho y disparejo. Me vio con desencanto y tristeza, y siguió su camino por una calle que ya no era la de la casa de mis padres.






 De momento no sabía si la gorda Nubia, desnuda, con medio cuerpo suyo sobre mí, me estaba insuflando aliento o besándome. Me incitó a levantarme, aunque algo de mí ya lo estaba.
-Vamos al patio. Hoy es noche de luciérnagas.
-¿Y eso qué tiene de especial? Aquí siempre es de noche- le dije, mientras seguía sin saber cómo ni cuando llegamos a estar en mi cama.
-Vamos a vestirnos y ya verás- y poniéndose de pie con una agilidad contradictoria con su corpulencia, agregó con burla: Tú y tus preguntas todo el tiempo. Más pareces policía que mesonero.
Me dio risa su observación y no pude evitar responderle con la máxima de un colega:
-Los mesoneros de tanto oír conversaciones ajenas en las barras y en las mesas, terminamos siendo curiosos y entrépitos.
Entre carcajadas, se dio vuelta, se inclinó sobre mí y me regaló larga y lujuriosamente su lengua en mi boca.
No puedo pasar por alto que la gorda Nubia, con todo y sus kilos, es de un cuerpo proporcionado, de carnes firmes; sus senos, como globos inflados, de pezones muy pequeños, pueden prescindir de sostenes; y algo, curioso en demasía: en cada nalga luce un hoyuelo, como los de algunas personas en las mejillas, que le dan a su abultado culo la apariencia de una grandiosa sonrisa vertical.
Como un celaje bajamos al patio, tomados de la mano: la gorda Nubia cubrió su desnudez sólo con un vestido muy suelto de muchos colores, con preponderancia del carmesí; yo me vi con una franela y un pantalón grises, ambos de algodón, y descalzo. Nos sentamos en una mesa de cuatro puestos (uno ya lo ocupaba un tipo de poblada barba entrecana, cabellera igual y despeinada, lentes muy gruesos, un traje azul marino y camisa blanca), junto a un árbol de tronco y ramas de negror intenso, hojas amarillentas y frutos dorados del tamaño de mamones o jobos, no comestibles según me advirtió la gorda Nubia. Llegué a contar catorce mesas colocadas entre dos hileras de lámparas de querosén sobre estacas de bambú de más de dos metros de alto; en el centro, en un sillón de madera muy labrada con escenas de guerra, estaba la Señora. Los pocos que hablaban, se atrevían en voz muy baja; supuse que esperábamos a alguien, quizás al Señor.
-Él es Roberto Defresne, escritor y poeta- dijo la gorda Nubia, refiriéndose al tipo de nuestra mesa.
Defresne, como le gusta que lo llamen, sólo por el apellido, sonrió con una mueca entre displicente y melancólica. De una botella de vidrio ambarina, cilíndrica y de pico corto, la gorda Nubia sirvió en tres copas pequeñas una bebida cristalina, ardiente y para mí desconocida. Recordando el reciente reproche de la gorda Nubia y acostumbrado a no hacer preguntas, me limité a saborear ese aguardiente y a disfrutar sus efectos inmediatos. Lo mismo ha de haberle pasado a Defresne: se acomodó en la silla en una postura relajada y se soltó a hablar. Aunque yo sólo quería ver las luciérnagas, le presté atención a todo cuanto dijo: sus impresiones, sospechas, dudas y opiniones respecto a la isla y a La Herradura eran idénticas a las mías, pero mejor expresadas y con reiteradas acotaciones de petulancia cultivada.
Desde entonces lo escucho con respeto y paciencia. No se abstiene de decir lo que piensa y posee una manera muy suya de expresarlo; supongo que por eso es un escritor exitoso, según me han dicho, y de lo cual parece ufanarse. De esa primera vez, mientras esperábamos a las luciérnagas y la gorda Nubia sonreía toda nerviosa, alternando su mirada de súbdita asustada y arrumacos conmigo, me asedian estas palabras suyas:
-¿Noche de luciérnagas? ¿Acaso no estamos aquí, casi, en una noche perenne? La mayor claridad en esta isla es, cuando mucho, como la primera hora del amanecer o del anochecer. ¿Y no serán  esas luciérnagas, si aparecen, el espectáculo de un ingenioso artilugio lumínico para distraernos, para mantenernos alelados? Aquí todo me parece falso o, por lo menos, concebido para un propósito inconfesable para nosotros, los residentes de La Herradura. Desde que llegué oigo historias sobre el asedio de los ruines y nos advierten casi a diario que no nos acerquemos al voladero de los ruines. Ciertamente hay un voladero, un acantilado, del cual nos separa una altísima reja de barrotes de hierro muy altos y que terminan en puntas muy afiladas, pero ese voladero es el extremo sur de la isla y por lo poco que he podido indagar, ahí resulta imposible que viva alguien, a menos que sean hombres pájaros como aves marinas o murciélagos. A mi entender, los ruines no son otra cosa que un montón de gente hambrienta y sin techo, como en cualquier parte del mundo, y viven en una isla muy pequeña no muy lejos de esta donde estamos. Y para completar la escenografía de la intimidación, en buena parte imaginaria, corre el cuento de los tres leones, dos hembras y un macho, temibles custodios y protectores que, hasta donde yo sé, nadie ha visto, pero dicen que pueden entrar a este patio cuando se les antoje…
Aunque no alzó la voz más allá de nuestra mesa y esa parecía ser su intención, todos los presentes lo escucharon: se notaba en las caras el temor provocado por sus imprudentes preguntas y afirmaciones. La gorda Nubia se mantenía deshecha en sonrisas y gestos nerviosos, con aires de estupidez congénita. La Señora se puso de pie (todos dimos por seguro una reprensión a Defresne) y alzando la mano izquierda a la altura del pecho dio inicio a la aparición de las luciérnagas. De oeste a este avanzaban sobre el voladero de los ruines como bandadas de pájaros fugitivos y luminosos. Yo sentí que no estaba sentado contemplándolas, sino que me había elevado decenas de metros sobre el patio y tenía ante mí una constelación rauda, cientos de pequeños soles muy juntos: me sentía a una distancia exacta para que su luz no me encandilara ni su calor me abrasara.

No sé si alguien más tuvo una percepción igual o similar. No lo he preguntado ni lo preguntaré. Sólo sé que volví a mi habitación con la gorda Nubia (al parecer me desmayé y ella me llevó a rastras): otra vez estábamos desnudos en la cama, abrazados, como si ya estuviese establecida, sin previo acuerdo, nuestra convivencia.

lunes, 2 de abril de 2018

Una isla para siempre (segunda entrega)


Volví a la terraza de la azotea, pero en esa oportunidad sin pasar por el casino. Fue por otra puerta, grande, de dos hojas, de madera tallada con la representación de leones y toros enfurecidos y hombres temerosos.  Caminé hasta el pretil colindante con la oscuridad cerrada. Una cabeza de león rugiendo, tallada en piedra, corona el centro de la terraza. Estuve detallándola por un rato: me inspiró miedo y me aparté de ella. Entonces apareció  la Señora, como la llaman todos aquí. No me pareció hermosa, pero sí muy atractiva: algo en ella seduce y encanta, pero infunde un respeto temible.
-El frente de La Herradura, la curva, da hacia el norte. Sus brazos apuntan hacia el sur. Y hacia el sur está el voladero donde deambulan los ruines, esos que algunas veces intentan entrar aquí y arrasarnos, pero nunca lo lograrán. Por esos los tres leones, dos hembras y un macho, fuertes y fieros, custodian nuestro límite con el voladero. Los tres leones, de vez en cuando, eso es impredecible, entran al patio central de La Herradura saltando la cerca que nos protege. No sé cómo, pero lo hacen. Rondan cuanto se les antoje por allí –señaló hacia el centro oscuro de La Herradura-, incluso se pasean por el pasillo externo de la planta baja y así como vienen, vuelven a su territorio, cuya extensión nadie conoce.
Me extendió la mano izquierda y la tomé con mi derecha. Caminamos muy juntos hasta el extremo del brazo este de La Herradura, después de atravesar un umbral insospechado en el rectángulo de la terraza.
-Se supone que del este siempre viene la luz- dijo, señalando con la derecha hacia esa dirección. Aún seguíamos tomados de las manos. Muchas preguntas me asediaban, pero no me atrevía a pronunciarlas: me sentía lleno de miedo y devoción por ella. Su rostro cobrizo, delineado en medio de su largo cabello negro y lacio, sólo pude mirarlo por segundos.
-Cándida Hesperia puede alumbrarte si sabes cómo ganarte su afecto. Ella nunca te buscará. De ti depende encontrarla- me soltó la mano y se fue.
Regresé al centro de la terraza. Pude ver algunas luces vertiginosas en  el voladero. Seguí hasta el casino y me planté junto a la Pepa, casi rozando su brazo. Míster Queen me miró de mala gana y me pidió un trago del aguardiente raro. Se lo serví con estudiada cortesía y me planté de nuevo junto a la Pepa. Ella volteó a mirarme y me sonrió y con los labios me hizo un gesto de sensualidad cómplice y más atrás, sin mediar palabras, el puño enorme de míster Queen se estrelló justo debajo de mi oreja derecha y caí de largo a largo en el piso inmundo.
Desperté en el regazo de la gorda Nubia. Me besaba la frente y me  acariciaba la cabeza. Cuando abrí los ojos me besó en los labios. Me consentía. Nubia es dulce, simpática e inagotable. Es la única persona en esta isla con alma de gente. No se altera ni se ofende por tonterías. Da lo que es a corazón abierto.
-No repitas esa estupidez. Míster Queen es un enfermo celoso. La Pepa es su diosa… ¿y cómo te atreves a estar junto a ella con tu virilidad alborotada?- eso me dijo la gorda Nubia después de besarme una y otra vez en la frente.
Estábamos en un pasillo de La Herradura, apenas alumbrados por las quietas llamas de unos velones negros, como los hay a mitad de pared sobre angostas repisas, en todo el interior de La Herradura. La miré con cariño y agradecimiento. Me levantó y nos fuimos al Paseo de las Escaleras. Ella seguía besándome en el cuello y me susurraba palabras amorosas al oído. Bajábamos y bajábamos por escalones de mármol, de blanco y negro intercalados, como si el mundo fuera nuevo y lo descubríamos con nuestros limitados sentidos. A uno y otro lado se oían gritos de gente, no sé si eufórica o torturada o desesperada, pero tomado de la mano con ella era como avanzar en un prado benévolo y generoso con la alegría de vivir. Seguimos con pasos firmes bajando esas amplias escaleras  y, al fondo, en un aire apenumbrado, como un recuerdo lejano, había huellas exactas de grandes seres sobre la tierra seca y, a los lados, lápidas irregulares en granito y mármol, se extendían como monumentos a ídolos inmemoriales: eran, quizás, tumbas sin nombres, sin dedicatorias de sus dolientes. Me sentí en un mundo donde nunca quise estar, mientras  la gorda Nubia me besaba el cuello con fruición y como único destino.
Más allá de mi pobre vista, bajo una oscuridad indecisa, se abrían campos en formas irregulares, pero delimitados en perfección geométrica, y ya no podía más ante tan calculadas maneras de ver el mundo y pensé: este es el único mundo en el cual  ya sólo sé estar y ver, sin afirmar nada ni rebotar preguntas. Sólo sé de la heteróclita hermosura de ese recorrido y de esas impresiones sugestivas a cada paso. Y así anduve con el cariño de la gorda Nubia y los ojos más abiertos que nunca ante la realidad de esos momentos raros.
-Aquí estamos, en el punto de partida- dijo ella.
Y los ciento cuarenta y siete escalones que descendí complacido con la gorda Nubia fueron un episodio repetido una y otra vez. Aún no comprendo por qué al caminar  unos doscientos metros de vuelta, estamos en el punto de partida sin subir ni un metro. Pero aquí, en esta isla, todo es así. Las preguntas sobran y las respuestas faltan. No hay respuestas para las preguntas.
Creo que la gorda Nubia está enamorada de mí, pero yo sólo tengo cuerpo y pensamientos para Sonia. La Pepa de Billie Queen me alborota la virilidad, pero eso no es amor. Es la pura lujuria, el deseo que su ser de ricura alebresta. Ni siquiera sé cómo llamar a Sonia: decirle que no me olvide, que estoy en este mundo amándola; pero no sé cómo volver a sus brazos, a su lunar subyugante, a su boca posesiva… a eso tan suyo, cálido y absorbente. Quiero tenerla a mi lado, ratificarle mi amor y mi deseo; al menos espero que nuestros anhelos coincidan en el espacio que nos separa, en el amor cuyas barreras casi nadie conoce.



 Alguna vez me elevé sobre el mar abierto y pude divisar, desde lo alto, archipiélagos, penínsulas y bahías escondidas. Recorrí con pasos ligerísimos campos que se extendían a lo largo y ancho, conforme yo avanzaba; pero eso fue en otro tiempo, cuando aún me complacía en jugar bajo la lluvia, revolcarme en los barriales y algunas tardes inspiraban la certeza de ser interminables.
También fue el tiempo en que mi tía Ada, la hermana menor de mi mamá, me llevó a un río. Llegamos después de un largo  y alegre recorrido en un viejo autobús lleno de gente de todas las edades. Ella  y yo nos separamos  de los demás pasajeros y caminamos río arriba, hasta un pozo llano. En una de las piedras que lo circundaban, la más plana, estaba sentada una señora que nos recibió con mucha cordialidad y cariño. Mi tía me mandó a bañarme en el pozo, mientras ella conversaba con Julia (jamás olvidaré su nombre), y en cierto momento advertí que mi tía Ada sollozaba abrazando a Julia. Meses después, no muchos, mi tía Ada murió, apenas cumplidos treinta años. Siempre supe, sin que nadie me lo dijera o en aquel momento escuchara alguna palabra, que aquella conversación entre ellas era una despedida para siempre.
Así hay un tiempo para cada uno de nosotros. Así somos, pero llegan los días de las exigencias, las obligaciones y de eso abarcado con un término genérico: la rutina. Y nada de eso sería de lamentar, si no fuese porque nos lleva a otro extremo, olvidando aquello, lo otro, lo de ese otro tiempo: nos quedamos en el extremo árido.
Algo de eso perdido, difuminado en la cotidianidad, he reconocido en esta isla, aunque no siempre en circunstancias agradables: han sido embates contra un sólido muro de miseria humana. Aquí también me he elevado, en las únicas horas claras en mi cabeza, aunque de cielo nublado: en el apogeo de la elevación comprendí que el disfrute de la altura, el goce de mirar cuanto podía, lo es todo y no importa si alguien más sabe de esa íntima y modesta satisfacción. Por eso, mi permanencia en esta isla no me ha resultado tan pesarosa, aunque el trato de las Morales, el golpe que me propinó míster Queen y el temor a un ataque de los ruines parecieran suficientes para sentirme espantado. Y no puedo negar que el cariño espontáneo e incondicional de la gorda Nubia y la arrobadora hermosura y sensualidad de la Pepa han despertado y elevado mi gratitud.
Ya en ese punto de compensación, me arriesgué a salir solo de La Herradura.  La calle de enfrente no era la misma de otras veces; al menos yo no la recordaba así. Esta no estaba asfaltada y no tenía acera a uno y otro lado. El cruce más cercano estaba a una cuadra a la izquierda y frente a La Herradura no había un parque con árboles y arbustos frondosos, sino un zanjón en cuyo fondo estaba empozada un agua verdosa. Bajo una luz indecisa de amanecer o atardecer caminé hasta el cruce de la izquierda, donde comenzaba una larga calle también sin asfaltar y sin aceras: a la izquierda una fila  de bloques de catorce pisos, de dos cuerpos unidos por una escalera central. De cada uno de los apartamentos de esos tantos  bloques salía una música distinta a todo volumen; en las plantas bajas y en los estacionamientos quién sabe cuánta gente hablaba o gritaba o cantaba o silbaba.  De pronto se oían objetos de vidrio, seguramente botellas de aguardiente o cerveza, estrellarse contra paredes o el piso; se oían disparos, pitas e insultos, pero no tuve miedo: algo me aseguraba que con sólo seguir mi camino y no acercarme a los edificios no correría peligro.
Sólo sé que iba hacia el norte de la isla, de acuerdo con lo que me había indicado la Señora sobre la posición de La Herradura y según le había escuchado en el casino a unos de sus disparatados huéspedes.  Al final de esa prolongada calle, donde también terminaba la hilera de bloques, al otro lado de una avenida en la que aquélla desembocaba, pude ver, entre altos árboles de follaje oscuro, un edificio de dos plantas abarcando toda una cuadra. En sus ventanales se alternaban resplandores. Al principio me pareció un museo; luego, un palacio de gobierno. No quise, no tuve valor para cruzar la avenida y allegarme hasta alguno de sus pórticos; además, al llegar a ese punto algo negado a mi vista me sujetaba con fuerza el tobillo derecho... una cuerda, una liana, un tentáculo.

Y volví a La Herradura en menos tiempo del que tardé fuera de ella.

Horror por el tiempo: Juan Gabriel y María Zambrano

  Mario Amengual De inmediato, lo sé, el título que encabeza esta página apresurará juicios negativos o un rápido e indiscutible rechazo: ...