Venezuela, entre la incomprensión y el desafuero
Muchas
veces, casi a diario, me asalta la impresión de que poca gente en Venezuela, y
mucho menos en el exterior, comprende a cabalidad lo que padece la mayoría en
este país saqueado y envilecido. Es como si ante un paciente postrado por una
enfermedad terminal, un grupo de médicos (sin entrar en detalles sobre su
capacidad y su competencia) tuviese, cada uno por su cuenta, un diagnóstico y
una percepción más acorde con su propio estado que con el del paciente que
agoniza mientras ellos se miran en un espejo. Esa actitud, inficionada de cultivado
egotismo, es quizás una de las más perturbadoras características de la sociedad
venezolana de hoy; pero, no lo dudo, la menos visible y la menos sentida por
los políticos y por quienes engordan las redes sociales con sus opiniones (de
común afincadas en el desatino) o alardes excusados con aires literarios.
Me atrevo a conjeturar que en todo ello priva
un determinismo económico: vale decir que de acuerdo con las reservas
pecuniarias que se posean (sean cuales fueren su origen y su antigüedad), las posturas
y pareceres políticos, económicos, sociales y espirituales estarían ajustados a
la capacidad de soportar la incesante inflación, la escasez, la especulación y
la hija de todas ellas: el hambre.
En
una realidad, en esa deplorable y nefasta realidad creada por la enajenación
humana, como la de la Venezuela de hoy, lo que para muchos es absoluta
desesperación, para unos pocos es apenas un aullido en una noche tranquila y
silenciosa, una sola gotera en un inmenso tejado, pero pueden dormir sin
sobresaltos porque al amanecer no les faltará algo en la nevera, en la despensa
y en la mesa. Si algo caracteriza a las situaciones como la de Venezuela
(militarista, “hamponizada” y saqueada) es que los contrastes se acentúan y por
eso no deberían sorprendernos las bacanales en los palacios de lo mal habido,
del oportunismo y aun en los de honrados y prósperos negociantes, aunque éstos
sí sean excepcionales.
No
escasean los hombres y mujeres de fe que alientan esperanzas (sobre todo las de
los que viven con el agua al cuello y el corazón estrujado), porque ellos,
dadores de esperanzas, aún pueden brindar por el futuro con un buen vino ante
un churrasco de solomo y porque desde que se inventó la fe sólo ante la muerte
la necesitan los pudientes y para toda necesidad e injusticia la esperanza es
el licor barato de la mayoría, casi toda en la inopia. La resignación popular
(esa infaltable aliada de la esperanza) se resume en una frase que no carece de
sabiduría: “mientras se respire y se tenga salud”. Pero cuando falta (la salud)
en plena crisis de los hospitales públicos y de lo impagable en las clínicas
privadas, la única resignación es… morir en paz y los dolientes en zozobra para
costear un funeral y una larga espera para la cremación. Francis Bacon, de
indudable moralismo, y a quien Pope definió como “el más sabio, el más
brillante, el más mezquino de los hombres”, pudo escribir desde su altura y con
certeza que “el lápiz del Espíritu Santo se ha tomado más trabajo para
describir las aflicciones de Job que las felicidades de Salomón. A la
prosperidad no le faltan temores y disgustos; y a la adversidad, consuelos y
esperanzas”; pero atenido a la fe cristiana remata con la misma receta y el
mismo talante que es de esperarse de la bondad entre comodidades y privilegios:
“la prosperidad exhibe mejor el vicio, pero la adversidad exhibe mejor la
virtud”.
Por
más que se haya dicho infinidad de veces, no está de más repetirlo: dejemos a
Dios tranquilo y que cada quien se ocupe de su fe. Una democracia, más
espiritual y verdadera que sólo política (como Whitman y Cadenas la han concebido
en tiempos distantes y distintos) no debe dejar a la fe lo que muy bien
podríamos hacer nosotros si no le diéramos más fuero al teclado o al bolígrafo
que a la actitud y al proceder en el día a día. Y en casos como el de
Venezuela, gran cárcel y gran manicomio, en contra de lo que algunos, bajo los
efectos de algún arrebato populista o lírico (por más veraz, legítimo y honrado
que sea) olvidan, o no quieren saber, porque sus arcas y su despensa no están
huérfanas, cuánto azota al estómago y al espíritu la necesidad y cuánto perturban
las carencias a los ánimos. Y en casos como éste siempre me acude a la memoria
el consejo del nada descocado Don Quijote a Sancho para gobernar la ínsula, demostrando
ser “persona muy cuerda y mejor intencionada y puso su discreción y su locura
en un levantado punto” y teniendo muy presente que “la salud de todo el cuerpo
se fragua en la oficina del estómago”: “procurar (Sancho) la abundancia de los
mantenimientos; que no hay cosa que más fatigue el corazón de los pobres que el
hambre y la carestía”.
Y
todo ello se puntualiza en la piadosa, aunque laica, jerga sociológica de
nuestros días con lo que se condesciende en llamar calidad de vida. A fin de
cuentas se puede excusar la indiferencia y el abrigarse con oraciones, rezos o
cualquier misticismo, porque la madre
antigua y atroz de la incestuosa guerra sigue aquí, esa de la que Borges también
escribió:
Tú
que de sus pinares haces que surja el lobo
y
que guiaste la mano de Jean Valjean al robo.
Tú
que entre el nacimiento del hombre y su agonía
pides
en la oración el pan de cada día.
Mario Amengual