martes, 30 de enero de 2018

Notas desde el barranco (VI)

13
A veces, cuando se me hace indispensable el más concentrado perfume de la realidad de la calle, la misma que pateo todos los días, me voy a cierta taguara donde confluyen toda clase de amigos y conocidos (mecánicos, albañiles, rebuscadores, profesores, entrenadores de diferentes disciplinas deportivas, mesoneros, jubilados de toda calaña, incluso médicos y policías y malandros y caleteros y verduleros y carniceros y vendedores de cuanta cosa hay en este mundo y más): estar ahí me devuelve a un origen y a un sentido de lo que en este país ha robado la demagogia redentora desde hace varias décadas, pero agravada por  quienes se permiten hablar en nombre de todos y a la larga, o más bien a la corta, son aprovechadores de un capricho del destino.
Allí estuve el viernes pasado: unos tomaban ron, otros cervezas, otros güisqui, otros ginebra y entre lo que tomábamos y hablábamos se dio lo que sin mezquindad podría llamarse una asamblea popular, y allí, al comienzo de la noche y al principio de la borrachera, fluyeron en contra del gobierno las críticas razonadas, lo argumentos especificados, los ejemplos comprobables, la relación de padecimientos verificados y verificables y, sobre todo, se habló de la necesidad, urgente e inaplazable, de encontrarnos y avanzar como país, sin saber, la verdad, cómo hacerlo pero con el ansia de hacerlo.
Y creo que esa es la Venezuela que debería ser, la que nace en las verdaderas intenciones y esperanzas de la gente, y no en aquella que quiere imponerse con recetas ajenas o de aplicadores de cartillas de libros mal digeridos y de ideologías, además de prestadas, pero, sobre todo,  por el desaforado interés de delirantes sátrapas en nuestra riqueza petrolera.
Brindo ahora por eso, porque, antes y después de todo, como dijo Rimbaud: la vida está en otra parte.
Pero aquí mismo, diría yo.



14
En medio de o inmersos en este desastre de país, de esta república agonizante, hay quienes todavía sólo ven el mundo desde su ego o con su ego, presumiendo de discordantes o intelectuales. Y basta que se les haga alguna crítica o se dé una opinión que no es la suya para que se enconchen o se abriguen con otros eguísimos como ellos y, por supuesto, descalifiquen o renieguen del que no es de su combo.
 Hay demasiadas estrellas en tan poco cielo.

15
En el mundo, la confrontación izquierda-derecha es un anacronismo y una farsa. La realidad es que vivimos en un mundo de aprovechados y aprovechadores, y que sean capitalistas o socialistas da lo mismo. En el poder, socialistas y capitalistas sobreviven por lo peor de la condición humana.
El drama de nuestros días y sus complejidades ya no es político y mucho menos ideológico: simplemente es ético.

16
Cada día es más difícil soportar la destrucción perversa y planificada de este país por una minoría engolosinada con el poder y con los dólares que ha acumulado con descarada inmoralidad.
Imposible no sentirse uno agobiado y como paralizado (estas palabras, por cierto, en estas circunstancias, se las he leído a la poeta Yadira Pérez y a la escritora Ana Teresa Torres).
Hoy, de regreso a mi casa, en uno de los pocos autobuses que aún cumple su ruta (cobrando más de lo establecido, a lo bravo venezolano), en una de sus tantas paradas donde la gente se empuja y casi se golpea por montarse o bajarse, resultó atropellado un escolar sordomudo por uno de los ya consagrados abusadores en la vía pública, un motorizado que buscaba pasar a toda velocidad entre el pequeño espacio que había entre el autobús y la acera. Afortunadamente, ese niño que andaba solo (le calculé unos nueve años de edad) no sufrió mayores daños, al menos en el momento y espero que sin consecuencias.

Cuando me bajé del autobús en el terminal de pasajeros, a empellones, por supuesto, lloré de tristeza y de arrechera: me dolió ese niño, como me duele este país, un país "des-gobernado" con las más nefandas intenciones para que la mayoría de su pueblo sea una masa agresiva, desalmada, pícara, rapaz e ignorante.

jueves, 25 de enero de 2018

Notas desde el barranco (V)

11
Hace mucho tiempo, en una conversación de bar, tuve la ocurrencia de decir que el chavismo es una religión: los laicos rieron y los devotos se pusieron muy serios. No pretendo que esa afirmación sea tomada como una súbita genialidad y mucho menos como una observación original. En Venezuela, la conversión de la política en religión o de la religión en política (según como quiera llamársele) no es hecho nuevo: a vuelo de pájaro sería suficiente recordar al respecto algunas páginas de Briceño Iragorry en Mensaje sin destino; El culto a Bolívar, de Germán Carrera Damas; Pensar a Venezuela, de José Balza; insistentes declaraciones de la escritora Ana Teresa Torres; y aunque en todos esos casos se trate de Bolívar el ser providencial o el Dios Bolívar, me interesa que se tenga en cuenta esa mixtura política religiosa en el pueblo venezolano, cuya eclosión más evidente es el culto religioso del “redentor” Chávez (al principio inconsciente, espontáneo, y luego deliberado y manipulado).
Y en el principio fue el Libertador, el Padre de la Patria:
Al destruir el país que existía, la guerra se lleva también el eje más coherente de la sociedad. Dios ha sido asesinado.
Gradualmente, quien lo ha exterminado comenzará a ocupar su lugar; de forma especial, en los extremos de la nueva sociedad: los fundadores, conductores, y la eterna población ignorante.[1]
Y no por analogía sino por perfecta concordancia con el mito cristiano, Hugo Chávez, que siempre evocó y no se cansó de repetir la palabra fundadora y reveladora del Dios-Libertador (aunque fueron muchas la contradicciones del proceder de Chávez con esa palabra y muchas y convenientes las omisiones de ideas del Libertador en sus discursos), se hizo, por empeño de él mismo y porque un pueblo lo ansiaba sin saberlo, el hijo encarnado del Dios, el redentor, y de quien se ha dicho y se sigue diciendo, como alguna vez se dijo de otro Dios, Stalin: “Eres el único que te preocupas por los pobres y proteges a los oprimidos”.
Entonces, el templo en la montaña, el cadáver embalsamado, el padrenuestro a él dedicado, no son en sí un monumento y actos políticos, son un templo y actos de fe y devoción religiosa. Y recordemos a Jacques Ellul:
El culto de la personalidad conduce en realidad a la divinización del dictador. El dictador es el ser supremo, correspondiente al Dios Persona del cristianismo. Es mucho más que un jefe carismático. Por supuesto, el dictador también lo es. (…) una vez en el poder, la adoración colectiva lo deifica porque posee no sólo los dones sino la totalidad del poder.[2]



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12
el legado religioso del cristianismo ha sido asumido por las grandes corrientes políticas y por la Política.[3]
Nada más cierto hoy en Venezuela. En la política venezolana, desde la llegada del Mesías, no hay ciudadanos: sólo hay justos y pecadores, fieles y herejes, buenos y malos. Pero la iglesia del socialismo bolivariano del siglo XXI no nació de pronto: sólo demuestra una religiosidad adormecida o dispersa en infinidad de cultos e iglesias que no han dejado de proliferar y crecer.
El nazismo no sólo fue algo del pasado alemán. Forma parte de nosotros y de este siglo. Está ahí, aquí, en todas partes. El nazismo en tanto expresión histórica, es decir, Hitler y el movimiento nazi, fue tan sólo un primer ejercicio de dominación total. Pero no ha sido el único: fue el primero y fracasó. Mas el ser humano es tesonero y cree en el progreso. Ahí está el Gulag, del que podrán decirse muchas cosas, pero no que es un fracaso. La dominación ideológica total ha prendido en el cuerpo social. La civilización puede sentirse orgullosa. A partir de Occidente, pero ahora sin límites mundiales, esta civilización, a fuerza de abstracciones, ha creado la obra maestra: la ideología totalitaria.[4]
Y juntemos estas palabras de Nuño a esta sola frase de Jacques Ellul:
En Occidente, la fe política ha ocupado y ha asumido los rasgos de la fe cristiana.[5]
Muy bien sabía lo que hacía el presidente Chávez cuando comenzaba sus multitudinarios actos políticos, en campaña electoral o con cualquier otro motivo, entonando el Himno Nacional a manera de oración o mantra: se desplegaban las energías, las fuerzas necesarias para embelesar a la multitud, para llevarla al paroxismo de la fe política.




[1] José Balza, Pensar a Venezuela, Bid&Co Editor, Caracas, p. 25.
[2] Jacques Ellul, Los nuevos poseídos, Monte Ávila Editores, Caracas, 1978, p. 248.
[3] Jacques Ellul, Op. cit., p.241.
[4] Juan Nuño, De un nazismo a otro, en La escuela de la sospecha. Nuevos ensayos polémicos. Monte Ávila Editores, Caracas, 1990.
[5] Op. cit.

martes, 23 de enero de 2018

Notas desde el barranco (IV)



9
A mi modo de ver, una de las peores fallas de la oposición ha sido y sigue siendo el no enfocar las críticas al gobierno a partir del lenguaje de sus ahora muchos voceros. Y esto lo digo pensando en esta muy citada frase de Karl Kraus refiriéndose a los nazis: "Es en sus palabras y no en sus actos donde yo detecto el espectro de la época".
Recién, el gobierno la ha "puesto bombita" al crear una comisión de agitación, propaganda y comunicación. Bastaría con preguntarle a Ernesto Villegas o a Darío Vivas, por ejemplo, qué significa "agitación" o agitación para qué y por qué en la Venezuela actual; ¿no se supone que el gobierno promueve la paz y la convivencia tranquila? ¿Por qué el gobierno tiene que agitar y qué es lo que va a agitar?
He aquí dos acepciones del verbo agitar según el DRAE:
tr. Inquietar, turbar, mover violentamente el ánimo. U.t.c. prnl;
tr. Provocar la inquietud política o social.
Como puede verse, agitar no tiene, precisamente, connotaciones positivas.
De aquí en adelante puede armarse todo un discurso que cuestione y revele las verdaderas intenciones del gobierno y de los principales voceros del PSUV. Pero la oposición, lamentablemente, suele morder los anzuelos o pisar las conchas de mango, antes de Chávez, y ahora de Maduro y su camarilla, y se enredan en discusiones tontas, a veces legalistas, y muchas otras en innecesarios dimes y diretes.


10
A finales de 2009 el economista venezolano Armando Córdova, previa consulta por teléfono, me hizo llegar en borrador un texto suyo titulado Socialismo para el siglo XXI. Sus padecimientos físicos impidieron que pudiésemos comunicarnos con frecuencia y menos reunirnos en su casa, como habíamos previsto, para que una vez ampliado y revisado ese texto, yo le prestara mi ayuda en la corrección de estilo. Murió en octubre de 2011, sin que llegásemos a pasar de la etapa inicial de ese trabajo, del cual hoy me permito citar algunos fragmentos, porque, pese a estar inconcluso, nos ayuda a entender sin mayores complicaciones el “sistema político que hoy impera en Venezuela”.
Comienza Armando Córdova con lo que él considera una pregunta clave:
¿Tiene sentido pasar, sin mayores explicaciones, por encima de la historia que vivieron la teoría y la praxis del socialismo “realmente inventado” durante el siglo XX, y recomenzar desde cero una nueva experiencia del género en el siglo actual, sin un previo esfuerzo por dilucidar las razones de fondo de sus esfuerzos por construirlo en el siglo pasado?
En procura de evitar los mismos errores y de “comprender los factores que expliquen esa frustrante historia”, afirma:
Para ganar el derecho a que la consigna “socialismo para el siglo XXI” pudiera ser aceptada como un planteamiento serio y responsable, sus defensores están obligados a dar una respuesta cabal de las razones de dicho descalabro. En caso contrario, se estaría, como en efecto estamos, frente a un uso superficial, irresponsable y aventurero del objetivo socialista como destino de la sociedad, sin haber penetrado todavía en la real comprensión de su significado concreto y de sus posibilidades reales de construcción y operación.
Más adelante aclara que el alcance de su escrito no va más allá de expresar su opinión sobre lo que considera los principales errores cometidos en el proceso de construcción de una nueva sociedad y “que no deberían cometerse en ninguna experiencia futura, postcapitalista”.  Para ello apela al planteamiento testimonial de Alexander Grilckov[1], convencido de la teoría marxista, y algunos señalamientos de Lelio Basso[2]. De aquél baste citar aquí que según su criterio “la primera falla teórica, generadora de muchas políticas erróneas de la dirigencia inicial de la URSS, fue la de considerar la conquista del poder político en 1917 como la revolución en sí misma”, sin tomar en cuenta la desorganización y heterogeneidad de esa sociedad, ni la crítica que Marx había hecho de ella. De Basso, también refiriéndose a la URSS, basten estas líneas entre las que cita Córdova:
se imponía un sistema político y económico que, independientemente de sus logros materiales, suprimía el desarrollo del espíritu socialista, frenando la emancipación de los trabajadores y la creación de una nueva sociedad.
En otras palabras, se negaba a la clase trabajadora su condición de sujeto dirigente de ese proceso revolucionario, con lo cual se impedía el desarrollo de una conciencia crítica colectiva que debía haber sido el principal instrumento para la búsqueda de soluciones concretas
Luego, siguiendo el hilo de Córdova, “en el plano teórico el primer planteamiento generador de confusión fue la afirmación del carácter científico de la teoría socialista”. Esta afirmación, según Córdova, tuvo originalmente un sentido distinto al que le asignaron (incluso en el actual debate venezolano) algunos militantes marxistas, “olvidando que con ese calificativo sólo se intentaba distinguir la teoría socialista marxista de las concepciones idealistas de los llamados socialistas utópicos”.
Si en este punto el lector se está preguntando hacia dónde va esta nota, que no parezca una reseña de lo que escribió Armando Córdova, tiene, en parte, razón; pero este corto camino de pinceladas teóricas nos lleva a donde quiero llegar.
Lo que Marx defendió como científico fue el producto de sus investigaciones acerca del modo de producción que le tocó vivir en la Europa de su tiempo y que lo llevaron a concluir que las contradicciones del capitalismo conducían, indefectiblemente, a su progresiva decadencia y a provocar un proceso revolucionario que culminaría con un orden económico, sociopolítico y cultural diferente, basado en la propiedad colectiva de los medios de producción, bajo la dirección política y económica de los trabajadores, aunque no consideró tampoco, como por los demás ha demostrado la historia, que dicha socialización sea una condición postcapitalista madura e irreversible.
Pero esa conclusión científica general no significa que exista una ciencia del socialismo, “porque no pueden conocerse ex ante las leyes de funcionamiento de algo que no ha sido observado empíricamente. (…) Fue esa la razón de que, como ha sido reiteradamente señalado, Marx se mofaba de quienes se ocupaban de aquellas especulaciones acerca del futuro”.
Y ahora llegamos a lo que sin duda nos va a parecer más evidente en Venezuela:
la confusión entre la propiedad colectiva y la propiedad estatal de los medios de producción que se instaló a la postre en la Unión Soviética significó, en la práctica, la concentración de esos medios de producción en poder de la pequeña élite dirigente que manejaba el aparato estatal; la cual terminaría por ser dominada por un alto dirigente autocrático
Ya no era, como en otros países socialistas al sol de hoy, la esperada dictadura del proletariado o la clase obrera en la dirección del Estado y de la economía, sino “una descomunal y costosa burocracia con sus clásicas características de ineficiencia operativa y auge de la corrupción administrativa”. De manera que con las diferencias del color local venezolano transitamos por ese mismo despeñadero, a la manera de un emirato que derrocha millones de dólares en propaganda y hasta para consagrar reputaciones dudosas e inventar héroes y mártires.




[1] De Grlickov cita algunos párrafos del artículo “Las primeras sociedades socialistas”, 1985, fecha en que éste era miembro de la Liga de los Comunistas de Yugoeslavia.
[2] Sin referencia alguna.

viernes, 19 de enero de 2018

Notas desde el barranco (III)

6
Al poder, sea  de reyes, reyezuelos o revolucionarios no les faltan bufones o sapos. Sapos y bufones les sobran al poder de ahora.
Una hojilla, la tenemos; unos bobos o bobertos, los tenemos; y triste, muy triste, jóvenes que le ponen una k a su conducta arrogante y procaz: sirven para los mismos fines o para un solo fin.
Todo para el mismo propósito: las nalgas al descubierto y el corazón por un precio: minutos de televisión. Pero eso no le da nada al pueblo: el pueblo cuando es pueblo no habla como ellos; nunca con ese lenguaje contaminado por esa minoría dominante, fanatizada, supuestamente culta. ¿A quién se le ocurre que el pueblo habla como ellos, inficionados y contaminados por el lenguaje de los revolucionarios de universidades?
Eso lo lograron, convertirlo en masa y con un discurso de masa, una pronta respuesta, una realidad…mental. Lo enfermaron, le quitaron su espontaneidad, le dieron un discurso, una fraseología y, así, lo mataron como pueblo: lo convirtieron en masa, en algo que antes no era, ni quería serlo.
¿Cómo se recupera?
Quizás con hambre y necesidad, y, sobre todo, desilusión.

7
Cuando afloran los eufemismos, los discursos encubridores y las consignas repetidas como mantras, no tardan en llegar el olor a pólvora, la segregación y la censura. Son inseparables.
Y así comienzan las argucias de los legistas, las clasificaciones que, por ejemplo, establecen categorías del maltrato, la tortura y la represión: se agranda la distancia entre los “buenos” y los “malos”. Y no resulta difícil adivinar quiénes son los unos y quiénes los otros. Entonces el Estado se torna Iglesia, con sus inquisidores, sus Savonarola leales y de buena fe: el crimen abunda como justificación y Purgatorio.

8
El término contradicción (y, por supuesto, su plural) se aviene muy bien con los revolucionarios de izquierda: con la excusa de que la revolución es un proceso o es permanente, sirve para justificar sujeciones, represiones, desfalcos, censuras, latrocinios, asesinatos… lo que sea necesario justificar para seguir en el poder. Lo único condenable es el pasado y el presente de los adversarios políticos; pero el de ellos, los revolucionarios, forma parte de una secuencia de meros altibajos que cristalizará, sin duda de manera gloriosa, en un mañana que quién sabe cuándo se vivirá.

Un cabal revolucionario de izquierda dice con muchísima propiedad: “las contradicciones son inherentes al proceso revolucionario, entonces se profundizan y se superan, y devendrán otras contradicciones y se profundizarán o se agudizarán y se superarán”. Ahora, ¿la ineptitud en el ejercicio del gobierno y el empeño de amoldar la realidad a un esquema o a los patrones de una ideología serán algunas de esas contradicciones? 

jueves, 18 de enero de 2018

Notas desde el barranco (II)

3
No, no era sólo verbo encendido, era también verbo encendedor. Al principio funcionó muy bien ante la dejadez, la indiferencia, el antiparabolismo (valga esta expresión muy venezolana) y el ánimo de apoltronamiento de una minoría consagrada en la urnas, en las electorales y en las otras. Fue encendido y encendedor porque era necesario: el país estaba aletargado, indiferente por demás, y sólo quería (como aún lo quiere) resolver lo inmediato con o sin instituciones; simplemente sobrevivir de la mejor manera posible. Pero de discurso necesario se volvió costumbre, táctica y provecho político y personalista: se volvió receta con resultados muy buenos, electorales y de toda índole. Y por allí empezó la caída, aunque parecía ascenso: por el lenguaje.
Dejó de ser encendido y se volvió sólo encendedor: dejó de ser verbo para convertirse en adjetivos descalificadores de los otros, de los discordantes, y exaltador de los partidarios. Ya no fue más verbo: se hizo palabra mágica para producir efectos y cambiar el curso de los hechos, incluso los del pasado: ya se podía bajar la luna del cielo, aunque nunca fuese posible. Lo que viene después es el mito político, a lo que contribuyó la muerte del “comandante y presidente eterno”. Pero los mitos, como el amor, no duran con hambre (al menos eso espero) y, sobre todo, si el demiurgo no tiene sucesor que lo iguale.
En este punto estamos: el mito arrinconado en una montaña, los sucesores desatados en su verdadera textura (in)moral y atados a un guión prestado, foráneo, que no les deja ver (ni quieren ver) lo que salta a la vista.
Todo empezó con las palabras y con ellas, con otras nada mágicas, debería cambiarse el rumbo.

4
Cuando una mayoría (en principio) usó el término escuálido para referirse despectiva y sarcásticamente a una minoría (en principio), se hizo coro y cómplice de un agravio; y cuando una minoría (en principio) se refería con rabia y repulsa a una mayoría (en principio) se hizo dueña y promotora de una discriminación: y justo ahí se cayó, o caímos, en la trampa. Ya no se trataba del adversario político o ideológico (si tal hubiese sido el caso); se trataba de negar, y de haber sido posible borrar, a quien no estaba de nuestro lado, según fuese el caso.
Eso han querido y quieren los beneficiarios, los verdaderos beneficiarios, de esta gran farsa de dos décadas. Porque, ¿a quién le conviene el odio, la discriminación, la segregación? Sólo veamos en nosotros y a nuestro alrededor con cierta calma y sin apasionamiento para saber quiénes gozan de esas disyuntivas y de esos enconos. No es difícil saberlo: los que están arriba, en ese arriba que se consigue con trampas, arribismo, demencia mesiánica y, sobre todo, con mucha ambición y afán de mandonería.

5
Por las palabras comenzó la debacle. Lo demás es consecuencia.
Cuando aceptamos todos los calificativos infamantes, hemos debido pedir una “taima”, un receso; pero estábamos embriagados o de triunfo o de resentimiento o de sorpresa o de desconsuelo: estábamos desprevenidos ante la locura por venir.
Lo que viene después es sólo consecuencia: politiqueros, narcotraficantes, militares, contrabandistas, policías, sicarios, herederos reales como en las monarquías, nepotismo, jueces, cómplices, fiscales, chantajistas; todo es un mismo juego que comenzó con campañas electorales, dádivas, drogas, militancia, espectáculo, elecciones; todo es un mismo juego, pero, insisto, empezó por las palabras: las palabras que ofenden y descalifican.
Las armas y las cadenas de radio y televisión comportan el mismo objetivo: adocenamiento, vulgaridad exaltada, señalamiento de culpables ajenos a la causa: endiosamiento de un vivo y de un muerto, después, para encubrir las trapacerías de un orden sin concierto, pero con mucho acierto para medrar y dominar.


Notas desde el barranco (I)




Estas notas no pretenden esclarecer lo que ya muchos sabemos aquí y en buena parte del mundo, son solo opiniones que he venido asentando en un cuaderno desde 2014 y han servido para conversaciones con mis alumnos de la Facultad de Agronomía de la Universidad Central de Venezuela. Las iré publicando en este espacio en el mismo orden en que las escribí.
1

El perenne monólogo de más de una década y luego la prédica de un coro destemplado contra el capitalismo salvaje han terminado por convertir a casi todos los venezolanos en capitalistas salvajes: manera muy venezolana o muy socialista bolivariana de cosechar lo que se reniega y se combate. Al menos en ello, justo es reconocerlo, se ha conseguido aplicar el rasero y alcanzar la total igualación.
Aquí, en plena concordancia cívico militar y desde ministros hasta rebuscadores y buhoneros, pasando por descontentos de la clase media, todo se contrabandea, se “bachaquea”  y se revende, y todo muy lejos del abstracto precio justo.
Aquí, en este barranco que hoy es Venezuela, todas las teorías de la oferta y la demanda y las “leyes” del libre mercado quedaron pulverizadas en lo que podría sospecharse como parte de un guión perverso para que unos pocos aseguren su hegemonía en este correlato caribeño.
Cualquiera de esas ficciones macabras producidas en serie y hasta el cansancio en Hollywood se queda corta en comparación con lo que aquí, hoy, han conseguido los en antes encapuchados y filósofos de cafetín, siguiendo  las minuciosas instrucciones de un viejo caballo.
¡Hasta la victoria siempre!... ¿la victoria de quién?

2
Casi dos siglos de fantasías igualitarias, muy bien razonadas y argumentadas, se han convertido en tierra venezolana en el empeño de repetir  las pesadillas de otras tierras y de otros tiempos y de otras existentes (o persistentes). Algo que nadie ha sabido sustentar más allá de eufóricas declaraciones que lograron exaltar a la masa venezolana, eso que entre ribetes de ninguna gloria alcanzada llaman socialismo del siglo XXI, entremezclado con un bolivarianismo caprichoso y manipulado, sólo ha logrado constatar viejas sospechas y predicciones: “sistema (centralismo comunista) dictatorial, autoritario y doctrinario que parte del principio de que el individuo está subordinado por naturaleza a la colectividad; únicamente de ella le viene su derecho y su vida; el ciudadano pertenece al Estado como el hijo a la familia, está en su poder y en su posesión, in manu, y le debe sumisión y obediencia en todas las cosas”.[1]  Lo que podría completarse, para no dejar dudas respecto a los dominadores de hoy en Venezuela, con una declaración de Engels que permite colegir que no se refiere sólo a orden y disciplina social: “¿Vieron ustedes jamás una revolución? Una revolución, señores, es sin duda la cosa más autoritaria que exista”.[2]
Por eso, no cuesta nada afirmar que no estamos en este barranco por el mero capricho de unos pocos descocados, sino por la `puesta en práctica de un proyecto enfermizo con todas las intenciones de aplastarnos como individuos: para ellos los festines gracias al petróleo y para nosotros las sobras, las colas, la impaciencia, el desencanto, la emigración y, en el mejor de los casos, la resistencia.

Mario Amengual




[1] Proudhon, citado por Martin Buber en Caminos de Utopía, Breviarios, Fondo de Cultura Económica, México, 1955.
[2] Ibídem.

domingo, 14 de enero de 2018

El pueblo



Juan Nuño


¿Qué sería de políticos, oradores y demás charlatanes sin la recurrente palabreja «pueblo»? Es curioso que, de quien dícese que tiene nada menos que la voz de Dios, todos se permitan hablar en su nombre, como si fuera mudo.
Pueblo es recurso teratológico antiquísimo, tan útil que, de los romanos a nuestros días, sigue proporcionando beneficios a todo el que lo usa. Pero si el endriago se remonta cuando menos a Cicerón (Salus populi suprema lex est) fue en la atosigante Revolución Francesa donde, gracias a la nefasta combinación de Rousseau y el abate Sieyès, adoptó la forma decididamente ectopágica que aún nos abruma. Llámese «pueblo» o «nación», es el recurso final con que se acogotan todas las cacareadas  libertades individuales. Por algo la harto publicitada Declaración Universal de los Derechos del Hombre y del Ciudadano encerraba un par de artículos insidiosos, el 3 y el 6, de efectos totalmente nugatorios. Pedía el 3 que el origen de todo el poder residiera en la nación, agregando que ningún grupo o individuo podía tener ni asomo de autoridad superior: forma inapelable de acabar para siempre con los supuestos derechos de los individuos. La que manda es la nación, es decir, el pueblo, es decir, el colectivo, es decir, algo monstruosamente informe y jamás especificado: una quimera repantigada en la sombra de toda Constitución. Mientras que, por su parte, el artículo 6 rezaba aquello, tan bonito como vacío, de que «la ley es la expresión de la voluntad general». Como se puede ver, para eso sirven las revoluciones: en lugar del poder absoluto de una persona (monarca), aparece una misteriosa entidad irracional (volonté générale), no menos aplastante e incontrovertible. Al menos con el Rey, sé quién me está oprimiendo; con la democracia, siempre es un algo, indefinido. A partir de ahí, Robespierre y sus amigotes pudieron dedicarse a hacer funcionar la guillotina con toda legalidad, en nombre del pueblo, de la nación y la voluntad general. Debe ser muy diferente que no le corten a uno el cuello por orden de una persona, con cara y nombre, sino por mandatode un concepto.
Más tarde, Disraeli, Lincoln y todos los Próceres americanos de todas las independencias habidas y por haber, no hicieron sino repetir el invento: de, por y para el pueblo, que suena tan bien, aunque en verdad jamás se sepa a qué o a quién se están refiriendo. Prueba de su vigorosa vitalidad es que en sucesos recientes ha vuelto a reaparecer, agresivo y triunfante: se habla del despertar de los pueblos en 1989, tal y como hacia 1830, con dieciocho años de adelanto profético, Ludwig Boerne hablara de una Voelkerfruehling, una romántica «primavera de los pueblos», es decir, otra escabechina más de la que de vez en cuanto es incapaz de privarse la humanidad. La verdad es que, en tanto expediente social resulta de lo más socorrido: todo se hace en su nombre, nadie se atrevería a ir en contra suya, entre otras cosas, porque orgullosamente se proclama de labios para afuera que todos somos pueblo, aunque cada uno en su interior confíe en realidad en que pueblo, pueblo, lo que se dice pueblo, municipal y espeso, sólo lo son los otros. Los angloparlantes aún lo tienen peor, o será que de veras son más democráticos, pues para ellos toda la gente es people, mientras que en otras lenguas, un poco más sutiles, menos bárbaras y simplificadas, suelen hacerse distinciones. Al punto de darnos el lujo, en español, de emplear además un sabroso despectivo, el «populacho», y de llamar «populistas» a ciertos profesionales de las promesas hechas en representación de tan monstruosa entidad.
Sería injusto olvidar que, por encima de todos, está el pueblo elegido, cuya sola mención pone a dudar de la eficacia igualadora del método simplista que inventara Juan Jacobo a orillas del Lemán, mientras se desnudaba para escándalo de las damiselas ginebrinas. Schopenhauer, como buen alemán, lo veía de otra manera: «como los gustos difieren, decididamente no son mi pueblo elegido. Son el pueblo elegido de su Dios y éste queda que ni pintiparado para semejante pueblo». Parece un poco exagerado porque más bien entran ganas de pensar al ver cómo les ha ido en la historia que con un Dios así no necesitan más enemigos. Por aquello de que a veces los extremos se tocan, tampoco a los nazis se les caía de la boca lo de «pueblo» (Volk) para todo, desde un periódico hasta un repugnante automóvil.
Habría que pedir menos pueblo y más respetos individuales, que en definitiva, comocasi siempre, quien tenía razón era Oscar Wilde: «La única posible sociedad es uno mismo».


Tomado de “La escuela de la sospecha. Nuevos ensayos polémicos”, Monte Ávila, 1990.

Poetas del spray





Si sólo se oye el escándalo perenne de los medios de comunicación, si los intelectuales susurran desavenencias estimadas en el espectro de lo conveniente, si la política y la economía nos gobiernan, el orden establecido, aunque se le llame democracia, propicia la ocultación de la veracidad. Las palabras, medidas y sopesadas para no estremecer la frágil estructura vigente, son cristales opacos que no reflejan ni laceran sino adornan las ventanas de una casa cerrada, cuyos habitantes la consideran todo su universo. Por eso sus oposiciones apenas llegan a someras discordias entre cómplices que aspiran a regirla. Mientras tanto, el pensar (o lo que pretende suplirlo) se vuelve oficio de portavoces de la manera común de vivir: su finalidad es aplacar cualquier discrepancia y realizar la ansiada uniformidad de pareceres para perpetuar su dominio y acallar el corazón.
  Las posibilidades de expresar inconformidad o, al menos, una opinión distinta, están sometidas por muy bien disimuladas formas de la censura, pese a la más promocionada que cierta libertad de expresión, o la temerosa autocensura. No hace mucho, por ejemplo, el empeño en borrar toda frase adversa a la dilecta amiga del Presidente, denota, sin excusas, la insinceridad de “nuestros fundamentos democráticos”. Del mismo modo, los frecuentes alborotos por los continuos robos al erario, con sus dimes y diretes y sus diatribas, contribuyen a dar la idea de que la dialéctica es algarabía de gallera y tema de libros ilegibles.
  Al paso que vamos, sin subestimar algunos logros electorales y cierta agitación de la opinión pública, todo parece indicar que sólo las especies de literatura marginal hablarán de lo que rehuyen los voceros de la mentalidad complaciente. Por ahora, las paredes de la ciudad, a veces, nos devuelven el rigor de la protesta sentida y la esperanza de que la poesía puede ser hecha por todos o leída por muchos.
  No puedo negarme a la impresión de que algunos de los llamados poetas, intelectuales, escritores y “gente de la cultura”, antes de arriesgar una declaración comprometedora, prefieren acudir a los festines oficiales para celebrar la muerte de la duda, el olvido de la crítica y la consolidación de la “inteligencia reticente”; y otros de su misma especie ahora practican la oposición implacable, la que nunca antes ejercieron para no arruinar sus conveniencias. Una minoría silenciada, por el contrario, comienza a perfilarse en el estrecho círculo de su disidencia: el rechazo de todo cuanto consagra la barbarie común es considerado acto de locura. La poesía del verbo polémico suele ser rechazada por falta de lirismo, porque lirismo ya significa rebuscamiento, embalsamamiento o maquillaje de cadáveres.
  Aparte de unos pocos libros (cada día más caros) que intentan recordarnos nuestro lugar en el orden cósmico, nos quedan las iluminaciones, las ironías, la mordacidad y, a veces, le mot juste (que tanto desvela a escribidores de publicaciones especializadas) que nos depara la literatura callejera y nada pretensiosa de las pintas. Pero, como en todo arte, en el de las pintas abundan la mediocridad y sus vanidosos ejecutores. Desde el chamo cuyas máximas aspiraciones se resuelven con un carro último modelo y “vacilarse” bien el inglés para escribir “las propias” declaraciones de amor (I love you my sweet doll), hasta el engreído que (años atrás) quiso hacer de sus grillos obras de arte y propuso un monótono Museo de la Cola, pasando por las invariables consignas de la ultraizquierda y de la ultraderecha, y las declaraciones de bondad y grandeza de todos los partidos políticos, conforman la nulidad y desperdicio de espacio y pintura. Menos mal en este arte callejero algo queda que no es a cuenta perdida.
  Hace unos años, en una pared de la biblioteca de la Facultad de Ingeniería de la Universidad Central de Venezuela, de lado afuera, alguien escribió:

Cuando tengo el spray en mi mano,
me siento un poeta. Tiemblo al pensar
que una regla de cálculo
lo pueda desplazar.

  Sólo así se justifica que se rayen las paredes del recinto universitario y del mundo entero. De ninguna manera se atenta contra el ornato público. Esa revelación da un golpe, aunque leve y desdeñado, a nuestra organización social, a la mercantilización de la vida y puede provocar la reflexión del distraído transeúnte. Su mérito es conducirnos al espacio que nos niegan los medios de comunicación y ocasionalmente nos ofrecen las artes.
  Las pintas van camino de convertirse en una de las pocas formas de expresión reacia a la censura. No será extraño, de seguir como vamos, que la verdad esté en las paredes y no en boca de artistas, políticos, periodistas o intelectuales. Con esto no me propongo hacer una apología de las pintas, pero sí reconocerles sus virtudes contestatarias, humorísticas y algunas veces poéticas.
  La pinta del poeta-ingeniero (o poeta-ingeniera) es, en Venezuela, que yo sepa, una de las pocas frases dedicadas a cuestionar la hegemonía del número, el delirio de la todopoderosa técnica, la indiferencia por el sentir. Sin embargo, la regla de cálculo, los propósitos de quien la usa sin tomar en cuenta su alma, se han impuesto, se han arrogado el derecho a decretar lo válido. ¿Llegará el mundo todo a ser una pesadilla planificada, apenas combatida con ataques terroristas? Por más que se opongan las fuerzas dominantes, siempre quedarán quienes no se dejen convencer por el bombardeo de la propaganda política; quienes vean una trampa cuando se habla de libertad de criterio, organización y precios; quienes, desoídos y segregados, crean en un vivir desprejuiciado, sin idolatrar el poder y prefieran palabras callejeras como éstas:

Si dejas que piensen por ti,
regala tus hijos.
 
  Ignoro las intenciones de quien las escribió en una pared inmediata a una estación del Metro de Caracas, pero me parece verdad indiscutible, sobre todo en estos tiempos de globalización unidimensional, supuesto libre mercado o nuevos intentos por realizar la fe de Marx. Si tomamos esas palabras en un sentido justo  y real (¿será posible?), sin  que priven prejuicios, tal vez encontremos en ellas, por ejemplo, una mayor amplitud democrática, muy distinta a la de aquellos que predican libertades y castigan la disidencia con bombas e invasiones. Si algo podemos confirmar ahora es que en punto a libertades hay una sola opción y quien no la escoge queda fuera.
  Alguien,  pese al escepticismo endémico, mantiene la fe en la redención definitiva. Probablemente no pertenece a ninguna de las sectas mesiánicas cuyos exaltados profetas nos sermonean en las plazas, en los bulevares, en los carros por puesto y suelen perturbar la múrida paz dominical. Su inspiración divina proclama la llegada del Señor, el advenimiento del Reino de los Cielos, pero él no será condescendiente ni moderado. No debemos esperar la ponderada tolerancia cristiana, no esperemos demasiada indulgencia porque

Cristo viene y viene arrecho.
¡Aprieten ese culito!

  Otro, en cambio, rechaza el mesianismo y publica su herejía frente a una iglesia de adinerados feligreses. Su exclamación recuerda la osadía del filósofo que quiso crear su propio dios y declaró la muerte del otro, el de la mayoría; para ello necesitó páginas y más páginas de lírica amargura. Nuestro hereje anónimo demuele con breve mordacidad:

Dios es el camino...¡písalo!
 
Para quienes no somos cazadores de respuestas, algunas pintas resultan las mejores expresiones para enfrentar la confusión general. Al aumentar nuestro desconcierto, lanzándonos una pregunta hermética, nos obligan a pensar repetidamente en ellas y darle cuerda a las interpretaciones.

¿Qué pasará después de este escándalo?

  Podemos pensar que se refiere a uno de los tantos líos que, por cierto, terminan con el silencio encubridor de cómplices y culpables o alude a algún conflicto entre una pareja belicosa. Podríamos agotar la agudeza interpretativa, pero nos será difícil hallar esclarecimiento convincente. De esa incertidumbre nos salva, en otros casos, la confirmación de una verdad general:

Pienso, luego me joden.

  Ciertos “panas”, en vista del rechazo y persecución que padecen, pregonan las virtudes de su vicio predilecto:

¡Qué bueno es tener monte!

  Quizás los inspire su afinidad con Aldous Huxley, Henri Michaux, Allen Ginsberg  o William Burroughs y no el mero hecho de entregarse a lo prohibido, ni creerse los propios tipos. Véase el lado benigno del asunto y se comprenderá mejor su conversión en negocio sucio. No abogo por lo proscrito, sencillamente: un cuchillo es un instrumento inocente hasta que alguien, con saña, se lo clava a otra persona.
  No soy partidario de venganzas y humillaciones: hay formas más delicadas de combatir valores humanos cuestionables, pero no todo el mundo las comparte. Vaya usted a saber las razones de quien escribió, mucho antes de que el autor de Las lanzas coloradas falleciera:

Uslar Pietri al Panteón...¡ya!

  También la más famosa institución gastronómica venezolana y su respectiva predilección edípica ha recibido sus descargas.

Las hallacas de mi mamá son una mierda.

  Muchos años de desaciertos, trampas, latrocinio, impunidad e inútiles discusiones han provocado en el pueblo venezolano tal desaliento que cualquier análisis queda superado por esta confesión callejera:

Este país me fastidia.

  Podría alegarse que sólo refleja el más puro pesimismo latinoamericano, sin espacio para reformas y cambios; pero tanto luchar contra el viento queda demostrado con el inobjetable testimonio de los hechos. El país no fastidia por aburrido, pues bastante movido ha estado en los últimos años, fastidia como una espina en la planta del pie o una costilla fracturada. Lo han hecho fastidioso los protagonistas de una reiterada historia de demencia e insaciables ganas de poder. Y por eso alguien se rebela contra el más severo principio de toda política:
                                                El fin no justifica los muertos
  El malestar no es sólo político y el matrimonio tampoco podía quedar fuera del desencanto; nada se salva cuando las estructuras del mundo se oxidan y sufren los rigores del abuso y la inflexibilidad. Y, así, en una pared de San Cristóbal, ciudad de gente muy conservadora y católica, leí una de las afirmaciones más ácidas que yo pueda recordar:
Si quieres olvidar una mujer,
cásate con ella.

  Al poeta-ingeniero (o la poeta-ingeniera), cuyas palabras preservó una fotografía, el spray lo acercaba (o lo acerca) a la poesía; hay quienes la alcanzan por la música o los colores o la arcilla o el silencio. Es esa gente que espera y presiente un comercio distinto con el mundo y sus congéneres. A lo mejor nunca conseguirán la fama porque desesperan por su propia vida y no les preocupa ningún tipo de notoriedad. Están aquí y reniegan de las imposturas y modas avasallantes; saben de lo poco que significan los méritos cuando la vida está supeditada a la economía y a la política. Saben, también, que si el poder, sea cual fuere, es el máximo propósito de la existencia, entonces estamos representando un drama mal escrito. Su única alternativa: la vida apartada.
  Ignoro si las artes terminarán convirtiéndose en insulsas damas, sacrificadas por el bozal de pan, por amor al mármol y el coqueteo con el cientificismo. Cuando menos espero que las paredes sigan hablando (las necedades son inevitables) y alguien siga preguntándose:
¿Vamos o nos llevan?
   

Horror por el tiempo: Juan Gabriel y María Zambrano

  Mario Amengual De inmediato, lo sé, el título que encabeza esta página apresurará juicios negativos o un rápido e indiscutible rechazo: ...