Si
sólo se oye el escándalo perenne de los medios de comunicación, si los
intelectuales susurran desavenencias estimadas en el espectro de lo
conveniente, si la política y la economía nos gobiernan, el orden establecido,
aunque se le llame democracia, propicia la ocultación de la veracidad. Las
palabras, medidas y sopesadas para no estremecer la frágil estructura vigente,
son cristales opacos que no reflejan ni laceran sino adornan las ventanas de
una casa cerrada, cuyos habitantes la consideran todo su universo. Por eso sus
oposiciones apenas llegan a someras discordias entre cómplices que aspiran a
regirla. Mientras tanto, el pensar (o lo que pretende suplirlo) se vuelve
oficio de portavoces de la manera común de vivir: su finalidad es aplacar
cualquier discrepancia y realizar la ansiada uniformidad de pareceres para
perpetuar su dominio y acallar el corazón.
Las
posibilidades de expresar inconformidad o, al menos, una opinión distinta,
están sometidas por muy bien disimuladas formas de la censura, pese a la más
promocionada que cierta libertad de expresión, o la temerosa autocensura. No
hace mucho, por ejemplo, el empeño en borrar toda frase adversa a la dilecta
amiga del Presidente, denota, sin excusas, la insinceridad de “nuestros fundamentos
democráticos”. Del mismo modo, los frecuentes alborotos por los continuos robos
al erario, con sus dimes y diretes y sus diatribas, contribuyen a dar la idea
de que la dialéctica es algarabía de gallera y tema de libros ilegibles.
Al
paso que vamos, sin subestimar algunos logros electorales y cierta agitación de
la opinión pública, todo parece indicar que sólo las especies de literatura
marginal hablarán de lo que rehuyen los voceros de la mentalidad complaciente.
Por ahora, las paredes de la ciudad, a veces, nos devuelven el rigor de la
protesta sentida y la esperanza de que la poesía puede ser hecha por todos o leída por muchos.
No
puedo negarme a la impresión de que algunos de los llamados poetas,
intelectuales, escritores y “gente de la cultura”, antes de arriesgar una
declaración comprometedora, prefieren acudir a los festines oficiales para
celebrar la muerte de la duda, el olvido de la crítica y la consolidación de la
“inteligencia reticente”; y otros de su misma especie ahora practican la oposición
implacable, la que nunca antes ejercieron para no arruinar sus conveniencias.
Una minoría silenciada, por el contrario, comienza a perfilarse en el estrecho
círculo de su disidencia: el rechazo de todo cuanto consagra la barbarie común
es considerado acto de locura. La poesía del verbo polémico suele ser rechazada
por falta de lirismo, porque lirismo ya significa rebuscamiento,
embalsamamiento o maquillaje de cadáveres.
Aparte
de unos pocos libros (cada día más caros) que intentan recordarnos nuestro
lugar en el orden cósmico, nos quedan las iluminaciones, las ironías, la
mordacidad y, a veces, le mot juste
(que tanto desvela a escribidores de publicaciones especializadas) que nos
depara la literatura callejera y nada pretensiosa de las pintas. Pero, como en
todo arte, en el de las pintas abundan la mediocridad y sus vanidosos
ejecutores. Desde el chamo cuyas máximas aspiraciones se resuelven con un carro
último modelo y “vacilarse” bien el inglés para escribir “las propias”
declaraciones de amor (I love you my
sweet doll), hasta el engreído que (años atrás) quiso hacer de sus grillos
obras de arte y propuso un monótono Museo de la Cola, pasando por las
invariables consignas de la ultraizquierda y de la ultraderecha, y las
declaraciones de bondad y grandeza de todos los partidos políticos, conforman
la nulidad y desperdicio de espacio y pintura. Menos mal en este arte callejero
algo queda que no es a cuenta perdida.
Hace
unos años, en una pared de la biblioteca de la Facultad de Ingeniería de la
Universidad Central de Venezuela, de lado afuera, alguien escribió:
Cuando tengo el spray en mi mano,
me siento un poeta. Tiemblo al pensar
que una regla de cálculo
lo pueda desplazar.
Sólo así se justifica que se rayen las paredes
del recinto universitario y del mundo entero. De ninguna manera se atenta
contra el ornato público. Esa revelación da un golpe, aunque leve y desdeñado,
a nuestra organización social, a la mercantilización de la vida y puede
provocar la reflexión del distraído transeúnte. Su mérito es conducirnos al
espacio que nos niegan los medios de comunicación y ocasionalmente nos ofrecen
las artes.
Las pintas van camino de convertirse en una de
las pocas formas de expresión reacia a la censura. No será extraño, de seguir
como vamos, que la verdad esté en las paredes y no en boca de artistas,
políticos, periodistas o intelectuales. Con esto no me propongo hacer una
apología de las pintas, pero sí reconocerles sus virtudes contestatarias,
humorísticas y algunas veces poéticas.
La pinta del poeta-ingeniero (o
poeta-ingeniera) es, en Venezuela, que yo sepa, una de las pocas frases
dedicadas a cuestionar la hegemonía del número, el delirio de la todopoderosa
técnica, la indiferencia por el sentir. Sin embargo, la regla de cálculo, los
propósitos de quien la usa sin tomar en cuenta su alma, se han impuesto, se han
arrogado el derecho a decretar lo válido. ¿Llegará el mundo todo a ser una
pesadilla planificada, apenas combatida con ataques terroristas? Por más que se
opongan las fuerzas dominantes, siempre quedarán quienes no se dejen convencer
por el bombardeo de la propaganda política; quienes vean una trampa cuando se
habla de libertad de criterio, organización y precios; quienes, desoídos y
segregados, crean en un vivir desprejuiciado, sin idolatrar el poder y
prefieran palabras callejeras como éstas:
Si dejas que piensen por ti,
regala tus hijos.
Ignoro las intenciones de quien las escribió
en una pared inmediata a una estación del Metro de Caracas, pero me parece
verdad indiscutible, sobre todo en estos tiempos de globalización unidimensional,
supuesto libre mercado o nuevos intentos por realizar la fe de Marx. Si tomamos
esas palabras en un sentido justo y real
(¿será posible?), sin que priven
prejuicios, tal vez encontremos en ellas, por ejemplo, una mayor amplitud
democrática, muy distinta a la de aquellos que predican libertades y castigan
la disidencia con bombas e invasiones. Si algo podemos confirmar ahora es que
en punto a libertades hay una sola opción y quien no la escoge queda fuera.
Alguien,
pese al escepticismo endémico, mantiene la fe en la redención
definitiva. Probablemente no pertenece a ninguna de las sectas mesiánicas cuyos
exaltados profetas nos sermonean en las plazas, en los bulevares, en los carros
por puesto y suelen perturbar la múrida paz dominical. Su inspiración divina
proclama la llegada del Señor, el advenimiento del Reino de los Cielos, pero él
no será condescendiente ni moderado. No debemos esperar la ponderada tolerancia
cristiana, no esperemos demasiada indulgencia porque
Cristo
viene y viene arrecho.
¡Aprieten
ese culito!
Otro, en cambio, rechaza el mesianismo y
publica su herejía frente a una iglesia de adinerados feligreses. Su
exclamación recuerda la osadía del filósofo que quiso crear su propio dios y
declaró la muerte del otro, el de la mayoría; para ello necesitó páginas y más
páginas de lírica amargura. Nuestro hereje anónimo demuele con breve
mordacidad:
Dios
es el camino...¡písalo!
Para
quienes no somos cazadores de respuestas, algunas pintas resultan las mejores
expresiones para enfrentar la confusión general. Al aumentar nuestro
desconcierto, lanzándonos una pregunta hermética, nos obligan a pensar
repetidamente en ellas y darle cuerda a las interpretaciones.
¿Qué
pasará después de este escándalo?
Podemos pensar que se refiere a uno de los
tantos líos que, por cierto, terminan con el silencio encubridor de cómplices y
culpables o alude a algún conflicto entre una pareja belicosa. Podríamos agotar
la agudeza interpretativa, pero nos será difícil hallar esclarecimiento
convincente. De esa incertidumbre nos salva, en otros casos, la confirmación de
una verdad general:
Pienso,
luego me joden.
Ciertos “panas”, en
vista del rechazo y persecución que padecen, pregonan las virtudes de su vicio
predilecto:
¡Qué
bueno es tener monte!
Quizás los inspire su
afinidad con Aldous Huxley, Henri Michaux, Allen Ginsberg o William Burroughs y no el mero hecho de
entregarse a lo prohibido, ni creerse los propios tipos. Véase el lado benigno
del asunto y se comprenderá mejor su conversión en negocio sucio. No abogo por
lo proscrito, sencillamente: un cuchillo es un instrumento inocente hasta que
alguien, con saña, se lo clava a otra persona.
No soy partidario de venganzas y
humillaciones: hay formas más delicadas de combatir valores humanos
cuestionables, pero no todo el mundo las comparte. Vaya usted a saber las
razones de quien escribió, mucho antes de que el autor de Las lanzas coloradas falleciera:
Uslar
Pietri al Panteón...¡ya!
También la más famosa institución gastronómica
venezolana y su respectiva predilección edípica ha recibido sus descargas.
Las
hallacas de mi mamá son una mierda.
Muchos años de desaciertos, trampas,
latrocinio, impunidad e inútiles discusiones han provocado en el pueblo
venezolano tal desaliento que cualquier análisis queda superado por esta
confesión callejera:
Este
país me fastidia.
Podría alegarse que sólo refleja el más puro
pesimismo latinoamericano, sin espacio para reformas y cambios; pero tanto
luchar contra el viento queda demostrado con el inobjetable testimonio de los
hechos. El país no fastidia por aburrido, pues bastante movido ha estado en los
últimos años, fastidia como una espina en la planta del pie o una costilla
fracturada. Lo han hecho fastidioso los protagonistas de una reiterada historia
de demencia e insaciables ganas de poder. Y por eso alguien se rebela contra el
más severo principio de toda política:
El fin no justifica los muertos
El malestar no es sólo político y el
matrimonio tampoco podía quedar fuera del desencanto; nada se salva cuando las
estructuras del mundo se oxidan y sufren los rigores del abuso y la
inflexibilidad. Y, así, en una pared de San Cristóbal, ciudad de gente muy
conservadora y católica, leí una de las afirmaciones más ácidas que yo pueda
recordar:
Si
quieres olvidar una mujer,
cásate
con ella.
Al poeta-ingeniero (o la poeta-ingeniera),
cuyas palabras preservó una fotografía, el spray
lo acercaba (o lo acerca) a la poesía; hay quienes la alcanzan por la
música o los colores o la arcilla o el silencio. Es esa gente que espera y
presiente un comercio distinto con el mundo y sus congéneres. A lo mejor nunca
conseguirán la fama porque desesperan por su propia vida y no les preocupa
ningún tipo de notoriedad. Están aquí y reniegan de las imposturas y modas
avasallantes; saben de lo poco que significan los méritos cuando la vida está
supeditada a la economía y a la política. Saben, también, que si el poder, sea
cual fuere, es el máximo propósito de la existencia, entonces estamos representando
un drama mal escrito. Su única alternativa: la vida apartada.
Ignoro si las artes terminarán convirtiéndose
en insulsas damas, sacrificadas por el bozal de pan, por amor al mármol y el
coqueteo con el cientificismo. Cuando menos espero que las paredes sigan
hablando (las necedades son inevitables) y alguien siga preguntándose:
¿Vamos
o nos llevan?