sábado, 29 de junio de 2019

Desde la otra orilla (IV), acecha Sael Ibáñez



Desde la otra orilla acecha Sael Ibáñez, conocido en la difusa literatura venezolana como narrador: cuentos suyos aparecen en antologías nacionales de ese género; en varias, si no me equivoco. Lo canónico no es mi afán ni mi interés.
 Quiero hablar del Sael Ibáñez que avizoro desde la otra orilla, la que poco se ve entre la humareda de los pactos, los oprobios y las revueltas de la política y las danzas egotistas de lo que en estas tierras suele llamarse cultura.
Veo a Sael Ibáñez en la otra orilla: buscando la palabra, el sustantivo, el adjetivo, el tono de su voz preciso, justo, acorde con lo que siente y piensa. Sael Ibáñez, como artesano solitario de la palabra, escribe, borra, tacha, reescribe, se arrepiente, vuelve sobre lo escrito, lo deja y vuelve con la misma devoción, se devuelve, porque devoción es su oficio como escritor, al cual se ha consagrado y no ha dejado que ninguna mezquindad mundana lo vitupere ni lo mancille. Se siente escritor y poeta, y lo es.
Y desde la otra orilla, la que a rasgos breves he venido reseñando, por solo mostrar el lado oculto de un país saqueado, pero en el que la ceguera es la mayor virtud intelectual, me permito mostrar algunos rasgos de su ABC de la intuición, publicado por Ediciones Aparte, 2007.
Para escribir necesité
Siempre
Vivir artísticamente.

Vivir artísticamente
no es
azuzar la voluntad.
Vivir artísticamente requiere
estímulo de estímulos, no ley
ni despliegue de ideas

precisa
sonoridad de sonoridades
hacia donde confluyen todas las artes

implica
aprender, también desaprender
capacidad de sedimentar el olvido

vivi artísticamente genera
suspensión, sorpresas
disposición de mantenerse en ellas

Para escribir necesité
siempre
vivir artísticamente.

Me permití citar ese poema completo porque Sael se define o se presenta como es y como ha sido, tal cual: la metáfora o el sentido poético son él y lo escrito en esos versos o como se quiera llamarlos.
Los invito a leer el ABC de la intuición, y digan lo que quieran pero no podrán negar que
Ya está dicho
una devoción ignorante
vulgariza lo espiritual
anula el encanto
vuelve bastarda
 la memoria del sentimiento.



Y ahí está Sael Ibáñez, desde la otra orilla, siempre desembocando en la literatura, siempre escribiendo y reescribiendo como un artesano solitario y devoto de la palabra.




jueves, 20 de junio de 2019

La derrota de Darwin

                                                                                Mario Amengual


  Hace más de dos décadas trabajé con reconocidos científicos sociales en una desaparecida comisión presidencial. Mi presencia en ese selecto grupo era tan extraña como cuando, aún estudiante de Letras, formé parte de la selección de fútbol de la Universidad Central de Venezuela. No es difícil imaginar que en aquella comisión estaba destinado a tareas subalternas, por más que buena parte de sus publicaciones dependieran de mi afán de corregirlas y mejorarlas. ¿Cómo podía un lector de Villon y Conrad, que ocasionalmente publicaba poemas y artículos en revistas y periódicos, dar opiniones pertinentes donde se planteaban “reformas sustanciales para el país”? Aparte de eso, no ocultaba la inconveniente costumbre de ejercer la discrepancia en cuanto al lenguaje estereotipado y altisonante de la generalidad de la prosa y oratoria política, económica y sociológica que allí se practicaba.
  La relación de este episodio autobiográfico viene al caso para resaltar prejuicios e hipocresías que poca gente quiere ver. Y no sé hasta qué punto los mismos artistas se complacen en ser vistos como especie rara, como personas dignas de ser premiadas y condecoradas, pero sin ninguna importancia, salvo para ornar conversas, en la formación intelectual y espiritual de los seres humanos. Tampoco deja de ser contradictorio que sean los científicos sociales, en su mayoría, quienes más subestiman el sentido poético, por ejemplo, y quienes más se vuelven contra las artes cuando se trata de encontrar el perfil de la sociedad. En un mundo gobernado por la economía (o más bien, por teorías económicas) y los políticos como acólitos, ya no sorprende que las artes visuales estén incorporadas al mercado y los escritores propendan a la diplomacia. Sin embargo, a un ciudadano del Tercer Mundo, de un país devastado por los políticos y sometido a rígidos y foráneos esquemas de dominación, se le ocurre no demostrar, porque las demostraciones pertenecen a la ciencia, sino afirmar que la poesía o el sentido poético, como saber y sentir plenos, es también conocimiento. No pretendo emparejar realidades en apariencia tan disímiles como el Cántico Espiritual de San Juan de la Cruz y las cada vez más precisas observaciones del telescopio espacial Hubble; lo digo porque nuestra época, fascinada por sus maravillas técnicas, día a día confirma su quiebra espiritual.



  Los síntomas de un divorcio
 
  No es mi propósito historiar la escisión que hoy padecemos y menos aún buscar su origen y registrar sus etapas minuciosamente. Cuando mucho quiero compartir inquietudes y comentar opiniones que me ha deparado la lectura.
  Nada menos que Charles Darwin demostró las consecuencias y la tragedia humana de tener un intelecto alienado, puramente científico. Escribió en su autobiografía que hasta los trece años gozó intensamente de la música, la poesía y la pintura; pero después, durante muchos años, perdió el gusto totalmente por estos intereses: “Mi cerebro parece haberse convertido en una especie de máquina de deducir leyes generales a partir de grandes conjuntos de hechos... La pérdida de estos gustos es una pérdida de la felicidad, y posiblemente puede ser dañosa para el intelecto, y más probablemente para la moral, pues debilita la parte emocional de nuestra naturaleza”. (Erich Fromm, Tener o ser)
  Y añade Erich Fromm: el proceso que Darwin describe aquí ha continuado desde su época a un ritmo rápido; la separación de la razón y los sentimientos es casi completa. A tal punto, podemos decir, se ha dado esa separación que se han difundido expresiones como “sensibilidad social” o “procesos de sensibilización”, las cuales vienen a ratificar nuestro vacío y a suplirlo por discursos al estilo de lo designado popularmente como “hablar de la boca para afuera”. Nos quedamos en las palabras para, apenas, esbozar lo ya perdido en el corazón; por eso, si en el Plan de Estudios de una carrera científica o técnica se incluyen charlas de literatura o cualquiera de las artes, son vistas con desdén, cuando no con burla. Es de esperarse: ¿quién en el curso de nuestros estudios o en nuestra vida familiar nos insinúa que Correspondencias de Baudelaire puede revelarnos otra manera de ver y comprender? ¿Son sólo producto del esoterismo los Versos dorados de Nerval y no, por ejemplo, la apuntación de realidades que la ciencia ahora comienza a reconocer?
  Sin embargo, lo que Darwin confesó como su propia tragedia y es síntoma general en nuestra época, ha encontrado un ligero contrapeso cuando gran parte de los principales investigadores en la mayoría de las ciencias más revolucionarias y exigentes (por ejemplo, la física teórica) se hayan sentido profundamente preocupados por las cuestiones filosóficas y espirituales. Me refiero a hombres como A. Einstein, N. Bohr, L. Szillard, W. Heisenberg y E. Schröndiger. Y a esta lista de Erich Fromm, cabe agregar científicos, aunque con perspectivas muy diferentes entre sí, como Fritjof Capra y Stephen Hawking.
  Lo demás es un vacío escandaloso y una continua presunción. Y si acaso esto parece exagerado, hurguemos un poco en nuestras escuelas y universidades.



 
Ya Rimbaud lo había dicho

  En pleno “estupor positivista” Rimbaud avizora que el fervor por la ciencia crecerá. “Nada de vanidad, adelante la ciencia” grita el Eclesiastés moderno, es decir, todo el mundo. ¡Ah!, la ciencia no va bastante rápido para nosotros. Desde entonces esa velocidad y esa desazón han aumentado; pocos se permiten la duda: la mayoría o padece o se mantiene boquiabierta por los prodigios de la técnica, insaciable hermana de la ciencia. Ya al principio de este siglo va quedando un solo credo, el delirio tecnocrático: el espíritu se alivia con sucedáneos religiosos y la perenne invitación al placer.
  Tal vez hoy sea plenamente cierta la afirmación de un médico que cita Kandinsky en  De lo espiritual en el arte: “He efectuado la autopsia de muchos cadáveres, no he encontrado nunca un alma”.
¿No es por el interés o la ganancia que se emprenden la mayoría de las causas en este mundo, sean buenas o malas? Abundan las iglesias, las sectas, los credos redentores; pero el espíritu brilla por su ausencia: en vez del asombro (principio de toda filosofía, según Sócrates; y podríamos añadir que de toda ciencia, religión y arte) encontramos autosuficiencia, manipulación y jerarquías arbitrarias. La economía es el gran ídolo y nada parecida a indispensable colaboradora para una sociedad que aspira a la sensatez y al equilibrio. La política ocupa la atención de temerosos ciudadanos carentes de todo sentido de comunidad, excepto si sus intereses muy personales son vulnerados. Nunca antes había sido el ego indiscutible protagonista de la cotidianidad humana y nunca antes había sido tan exaltado, gracias a los omnipresentes medios de comunicación, y nunca antes había sido la inanidad tan buena materia prima para cualquier negocio. Reconozcámoslo, así de simple: es éste el mundo que nos merecemos. ¿Acaso hemos procurado realizar cambios más allá de nuestras convulsas y festivas apariencias? Alguna vez escuché a unos jóvenes escritores asegurar que a la gente de letras, en cualquier lugar del planeta, le cuesta tragar su resentimiento por la actual preponderancia de gente del espectáculo y deportistas. De tal modo, en general, se comportan algunas inteligencias: en sus escritos, las palabras espíritu, alma y corazón sólo refieren a un diccionario de arcaísmos.
  Nos encontramos con un síntoma evidente de nuestros días; escasamente comentado en las revistas humanísticas: la casi total rendición de los artistas a las fuerzas del poder comunicacional globalizado y uniformante. Las escasas y benevolentes campañas que pregonan la diversidad de razas y culturas, apenas respiran entre los arrolladores artificios de la publicidad, la televisión, la cinematografía y las disposiciones políticas de los poderes angloamericanos y angloamericanizados. Para tales poderes, con su ciencia y su técnica desaforadas, cualquier disidencia intelectual, cualquier empuje del corazón, es sólo un graznido salvaje sobre los tejados del mundo.
  El mundo estridente que nos ha tocado, la época de la humanidad superinformada pero exangüe, tal vez necesite poetas que no jueguen a su exclusividad, a su reclamado endiosamiento y menos aún que tengan fe en el veneno. Por los momentos las artes ostentan (quisiera estar equivocado), al menos en sus representaciones más conocidas y apreciadas, una sumisión al parecer general y poca fuerza de rebelión e ironía. No es casual que muchos museos y librerías ofrecen aires de supermercado.






El poder del conocimiento

  El conocimiento es poder, ése es el lema imperante. Los héroes fabricados en Hollywood y de los dibujos animados lo repiten como una consigna del Gran Hermano. No es raro ver a un niño que, mientras tira golpes y patadas, grita a todo gañote: el conocimiento es poder. Y cuando llega a la adultez (o así lo suponemos) la misma frase, como insertada por un programador de computadoras, lo acompaña toda su vida: en su trabajo, en su familia y en sus diversiones. Aquí, por supuesto, el conocimiento es el científico, el dominio de la técnica; pero demos por sentado que ese conocimiento científico y técnico al cual aludimos es el que se halla sometido a las manipulaciones para alcanzar y mantener el poder. Sería necio pensar que la ciencia y la técnica, por sí mismas, son dañinas; si no fuese por ambas estaríamos sometidos al exclusivo dominio de la Inquisición y las supersticiones.
  Cuando enfrentamos la ciencia y la técnica como si fuesen enemigas implacables, me estoy refiriendo a la nefasta escisión en el alma humana que señaló Bertrand Russell: la ciencia ha sustituido cada vez más el conocimiento-poder al conocimiento-amor; y a medida que se completa esa sustitución, la ciencia tiende a hacerse más y más sádica. Y también estoy pensando en otro señalamiento del mismo Russell: Tan pronto como se comprueba el fracaso de la ciencia considerada como metafísica, el poder que la ciencia confiere como técnica se obtiene a algo análogo a la adoración de Satanás, o sea, por renuncia al amor. De esa manera, ya no es el conocimiento por la verdad, ni siquiera por la veracidad, es el conocimiento de quienes no quieren experimentar el silencio ni quieren arrostrar la condición humana con sus glorias y sus bajezas, con sus prodigios y sus limitaciones. En este punto toca hablar de poetas, amantes o místicos o, sencillamente, del ser humano cabal.
  ¿Estaremos acariciando un ideal? No creo. No fue un ideal (tal vez un personaje legendario) quien dijo:
  Hay algo inherente y natural,
  que existió antes del cielo y de la tierra.
  Inmóvil e insondable,
  permanece solo y jamás se modifica;
  lo llena todo y nunca se extingue;
  lo podemos considerar Madre del Universo.
  No conozco su nombre;
  pero me veo forzado a darle un nombre:
  lo llamo Tao, el trascendente.

Sé, con la misma fuerza de una corazonada, que estamos lejos del asombro, de ese asombro para el cual Goethe dijo que vivía. Escribo asombro pensando en el ruiseñor de Keats, en el largo aliento de Whitman, en la Noche estrellada de Van Gogh, en los Himnos de Hölderlin, en el Otro poema de los dones de Borges; pienso en ese asombro que fue materia esencial de la escritura de Rilke; escribo asombro y recuerdo unos versos de Pavese: Estoy vivo/ y he sorprendido en el alba las estrellas; escribo asombro y me veo a mí mismo, como de diez años, sentado en el malecón de Ocumare de la Costa, asustado y llorando por el azul y la inmensidad del mar.
  Estamos lejos del asombro, y es poco decir. Sólo nos causa singular estimación lo que ideamos y producimos. Arrobados por la incesante invención y perfeccionamiento de artificios, no reparamos en cuanto late en nosotros y a nuestro alrededor; menos aún sentimos el silencio de los espacios infinitos que aterrorizaban a Pascal. Aquí tomo prestada una anotación del poeta Rafael Cadenas: No hago diferencia entre vida, realidad, misterio, ser, alma, poesía. Son palabras que designan lo indesignable. Pero a casi nadie le interesa lo indesignable; queremos seguridades, definiciones, conceptos, explicaciones. Cualquier hijo de vecino las exige. No importa si es académico, tecnócrata, policía, deportista o carnicero. El sentido religioso se cumple con la misa dominical, la realidad nos la cuentan la televisión y los periódicos, el misterio queda para brujas y gurúes, el ser es tema de filósofos anacrónicos, el alma es algo que irá a alguna parte cuando muramos, la vida es una especie de carrera contra reloj y la poesía es obsesión de gente descaminada, cuando no retórica sensiblera. Así llegamos al siglo XXI, orgullosos, sin saberlo, de esas y muchas otras carencias.
  Afortunadamente, el mundo no parece encaminado, de buenas a primeras, hacia la sociedad científica y superplanificada que describió Huxley en Un mundo feliz. Aún quedan bastantes contrastes, subversiones, contradicciones, desigualdades y, sobre todo, pese al afán uniformante de los tecnócratas, nos quedan la playa armoricana, la cueva de Montesinos, el dominio perdido del Gran Meaulness, la isla de Morel...
  Nuestra época ha seguido la derrota de Darwin, derrota en una doble acepción: como camino y como vencimiento. No quiero decir que con Darwin haya comenzado este ya largo dilema; supongo que se trata de fuerzas muy activas: se atraen y se rechazan en nuestra alma desde nuestro origen. Apenas me atrevo a señalar una paradoja obliterada: que haya sido Darwin, influyente y emblemático científico del mundo occidental, cuya obra originó tantas polémicas y tantas discusiones, quien haya confesado tan demoledora pérdida de gusto y sensibilidad. A diferencia de él, la casi totalidad de los seres humanos de nuestros días ni siquiera sospecha ese menoscabo en sus corazones. Darwin, al menos, pudo darse cuenta y eso abrió otro camino, otra derrota.
  Soy incapaz de predecir los traspiés o aciertos de la humanidad –ni siquiera para los próximos días. Al respecto, no soy pesimista ni propicio esperanzas. Mi actitud es la de quien se halla inerme ante un ejército invasor. Ésta es la época que me ha tocado vivir, no sé si mejor o peor que otras.
  Me emociona hondamente (valga el lugar común) que hace unos 2200 años Eratóstenes, con una vara y su minuciosa observación, dedujo, casi con exactitud, la circunferencia de la Tierra; que Aristarco de Samos, por la misma época, sostenía que la Tierra  orbitaba el Sol como los otros planetas y que las estrellas están a una enorme distancia de nosotros. Me emociona saber que Hipatia, nacida en el año 370 en Alejandría, fue matemática, astrónoma, física y jefa de la escuela neoplatónica de filosofía y me indigna saber que las hordas del arzobispo Cirilo la desollaron viva con conchas marinas y sus restos fueron quemados, sus obras destruidas y su nombre olvidado. Admiro la fundamental aventura científica de Galileo, que contribuyó, definitivamente, a desmontar el aparataje mezquino y fanático de la Iglesia Católica. Me cuesta comprender y me cautiva el complejísimo microcosmos de las partículas elementales y me agrada saber que unas de esas partículas elementales, los quarks, de las cuales se componen los neutrones y los protones, deben su nombre a una enigmática frase de James Joyce: “Tres quarks para Muster Mark”. Durante muchos años me ha acompañado la fascinación por las investigaciones de astrónomos y astrofísicos y su empeño en conocer el pensamiento de Dios.
  Doy por verdad que la ciencia está circunscrita a los límites del pensamiento; jamás podrá arrogarse su anhelada verdad de las verdades. La tarea por realizar consiste en devolverle a la ciencia su auténtica jurisdicción y mantenerla ajena a nefastos fines de control, manipulación y destrucción. Nos corresponde, como en tantas otras circunstancias de la vida, equilibrar las tensiones entre el conocimiento científico y el saber poético. Así como necesitamos saber que vivimos en un planeta ubicado en una especie de suburbio de la Vía Láctea, con igual primacía requerimos el incomparable goce y saber de modestas palabras como las que siguen:
    Y es de tan alta excelencia
  aqueste sumo saber
  que no hay facultad ni ciencia
  que le puedan emprender;
  quien se supiere vencer
  con un no saber sabiendo
  irá siempre trascendiendo.
    Y si lo queréis oír,    
  consiste esta suma ciencia
  en un subido sentir
  de la divinal esencia;
  es obra de su clemencia
  hacer quedar no entendiendo,
  toda ciencia trascendiendo.
   

   

Horror por el tiempo: Juan Gabriel y María Zambrano

  Mario Amengual De inmediato, lo sé, el título que encabeza esta página apresurará juicios negativos o un rápido e indiscutible rechazo: ...