Los
forasteros
Mario
Amengual
Aunque
nacidos en la misma casa, los dos forasteros tardaron años en encontrarse.
Quizás, mucho antes de
su encuentro, en el recibo o en el estrecho patio de su casa se manifestó, sin
que se dieran cuenta, la afinidad que los esperaba. ¿Quién sabe? Pero cuando el
mayor de los forasteros se iniciaba en la borrachera y los burdeles, el otro
jugaba en el jardín creyéndose un héroe impecable y solitario. ¿Quién sabe? Pero en una fotografía el menor aparece
en los brazos del otro con un gesto torpe detenido.
No basta saber de
sangres para elucidar su condición de forasteros.
Aquella
casa, aún en pie, ya no es la misma.
Del círculo de seis que
en ella se cerró, ahora quedan cuatro.
El círculo comenzó con
hombre y mujer de infancias atribuladas. El hombre era parco. A veces parecía
sabio, a veces parecía egoísta. La mujer era generosa, aunque vivía como si
pendiera de un trapecio. Entre ambos mediaban las palabras y los gestos
necesarios: entre ellos el silencio voceaba sugerencias.
El círculo comenzó en el
tribunal de un pueblo, entre documentos e intrigas. Allí comenzaron las miradas
mutuas, los paseos por calles angostas que sombreaban los aleros de las casas.
Bastaron una pregunta al vuelo y una afirmación pronta para que el círculo
comenzara.
Hubo muchas casas para
ellos, muchos cuartos para ocultar el llanto y la indignación y el goce íntimo.
Pero sólo en aquella casa, aún en pie y que ya no es la misma, se completó el
círculo de seis.
Seis
reticencias, seis desasosiegos, seis pasiones diferentes y una misma pregunta
asediando en el desvelo. Seis ondas expandiéndose en un mismo pozo, cada una
queriendo separarse de las otras, pero sometidas a una ley ineludible.
Y ellos lo sabían,
aunque fuese por la voz turbadora de las pesadillas, y procuraron, cada uno por
su cuenta, levantar su propio dominio.
Como un diamante en el
centro de una creación recóndita, como una porción de tierra fértil en medio de
un pantano, ella, la única mujer, era la fuerza que atraía y rechazaba.
El padre era un valle
entre montañas distantes, un río que no quería padecer derivaciones; no quería
ser sentido mientras estuviera presente para no doler cuando faltara. Él
siempre se resintió por su temprana orfandad: en ese tiempo saboreaba el nombre
de las cosas. Allí apareció el primer punto del círculo, pero él, el padre
taciturno, lo supo muchos años después, en su agonía.
En el jardín
se oían risas, las pelotas arrancaban hojas a los árboles, había peleas por
reglas irrespetadas, se oían discusiones y gritos, se ostentaban disfraces.
¿Eran de fiesta las
tardes en que hasta las carcajadas revelaban la melancolía?
Había dulces y tortas
sobre la mesa del comedor y llegaban regalos de hombres agradecidos. También
eran regalos los amigos del barrio y el cariño de los vecinos y los potreros
cercanos donde abundaban los mangos y los imponentes cerros azules del norte y
los cerros más pequeños donde se inventaban aventuras y las noches de conversa
a la luz del poste público y las historias que se urdían en el vecindario y el
descubrimiento de los cuerpos femeninos y era un regalo la brisa moviendo las
ramas de los caobos y el olor del café en la mañana y el sueño con lugares
desconocidos y era un regalo ser seis en el mundo.
La misma
pregunta siempre. La misma pregunta insistiendo en el desvelo. La misma
pregunta por años, apenas alejándose para volver como un río desbordado.
De nada les vale barajar
respuestas, inventarlas para el alivio, ella los sofoca, no les permite
refugios, corre por su sangre, va siempre con ellos como un ángel de la guarda.
La misma pregunta como
un golpe repentino, a cualquier hora. Esperan encontrarle respuesta en
conjunciones preteridas, cuando, en un desfiladero frente al mar, presientan la
llegada de su hora.
Acodado en
la ventana de su habitación, el mayor de los forasteros, aún sentido por
muertes cercanas, recuerda:
Una noche me creí navegante solitario en un mar agitado, y poco sabía de
vientos adversos y corrientes caprichosas. Apenas conocía el rigor de las
contradicciones y no me envanecían los éxitos de mi precoz aprendizaje.
Una noche me creí navegante en un mar agitado y cuando una ola inmensa
se venía sobre mí como una enorme mandíbula de agua oscura, desperté en los
brazos de Ella, que ahora falta y me duele.
El círculo se acaba, sólo quedamos cuatro y de cuatro sólo dos erramos
como despatriados.
El otro
forastero, aún fascinado por el rostro sereno de su padre al morir, se deja
llevar en la neblina cerrada del anochecer lluvioso, buscando palabras que le
deshagan el nudo que siente en la garganta.
Cualquiera lo dice: hay que seguir. Pero seguir sabiendo que es vano e
inevitable todo paso, todo avance. Es hacer sin creer, pues ya no existen los
predios de mi segura andanza.
Si erramos no es como antes, porque ya no hay quien nos espere y sabemos
que no nos queda el recurso de los actos heroicos. Sólo intentos desesperados,
movimientos en falso, terquedad de la memoria.
Somos vigías ciegos de un navío en fuga.
Los
forasteros están solos con sus espejos.
Demasiadas discordias en
sus vidas, firmes réplicas a quienes perdieron la franqueza a cambio de una
exigua gloria (¿acaso alguna gloria es más que exigua?), palabras, ejercicios
verbales descubiertos en arrogante impostura, complacencias sumisas después de
perdidas las esperanzas en el triunfo redentor. Los forasteros se apartaron.
¿Vale la pena desdecir y
desmentir si se pierden oportunidades de oro?, le preguntaron a los forasteros.
Y todavía su respuesta
sigue siendo la de los que no comulgan en ningún altar. Cuando mucho, contestan
con una pregunta: ¿vale la pena entregarse al mejor postor?
Una puerta
se abre al amanecer. El joven forastero sale de la oscuridad de su casa a la
luz que comienza a reavivar los colores. Va a la capilla donde se celebra el
día del patrono de la parroquia y se anuncia la misa con sucesivos cohetes. Se
detiene junto al árbol que lo ha acompañado con sus monólogos y arrecheras,
vulnerado por la floración del instante: esa calle, esos árboles, esas casas
tan conocidas dejan de ser familiares.
Una vez más está en un
instante sin nombres: el don de vivir... sin conjeturas ni explicaciones.
Repican las campanas,
revientan los cohetes; las mujeres lucen vestidos hermosos y sencillos, las
galas de su pobreza, con el rosario en la mano convergen en la capilla. Los
jóvenes sentados en la acera beben ron y cuentan chistes.
El día es una fiesta y
el joven forastero lo siente. Mira en lo hondo de la gente y de las cosas. Se
queda sin palabras; quiere regalar su secreto, gritarlo a toda voz, no quiere
guardar para sí ese incontenible licor de hora espléndida; pero también sabe
que sus palabras pueden morir en sus labios y no llevar a los otros la savia de
lo sentido.
Desde entonces, el joven
forastero se adentró en su desarmonía.
Resultan
hermosas las ciudades cuando no se las conoce bien. La gente va y viene bajo
luces de colores; cada esquina es un nuevo horizonte; las mujeres exhiben una
gracia de ideales y conquistas épicas; toda conversación parece insólita, digna
de ser transcrita para una posteridad anhelante; los niños dominan el lenguaje
de las máquinas y hablan como hombres de películas; los parques parecen
propiedad de los amantes, de los amantes que se besan como si el Paraíso
quedara a la vuelta de la esquina.
Son hermosas las
ciudades para quienes sólo se regocijan mirando y no conocen a nadie. Son
hermosas las ciudades, aunque muchos, entre rejas y paredes, viven y mueren en
ellas sin darse cuenta.
Son hermosas las grandes
ciudades, las grandes ciudades de circos, estadios, teatros, cines, discotecas,
tascas, librerías, ferias, festivales; son hermosas las grandes ciudades,
porque en ellas es más sencillo ser nadie, ser uno más, ser uno y muchos como
los forasteros que jamás hallan la calma, los del círculo de seis, los de una
cayena reseca en la mano, lejos del elogio y la humillación en una barra donde
se exaltan y se celebran los afectos.
El mayor de
los forasteros, el de mirada melancólica, habla con su sombra, asido al borde
de un voladero.
Otra vez la noche en que las presencias invisibles franquean el umbral
de mi frágil cordura, me palmean los hombros y hablan con las voces de algunos
muertos a quienes no puedo olvidar.
En el sueño de a ratos veo peleas sangrientas, la insurrección de los
hambrientos; hay fuego en las calles y humo y disparos y cadáveres. Una mujer
de recio talante me guía entre ruinas y escombros, pero no sé adónde quiere
llevarme, ni comprendo sus palabras las pocas veces que me habla.
El otro, el
más joven, se detiene en medio de una calle que frecuenta, alentado por el don
que lo posee repentinamente. Siente ganas de cantar, pero no sabe qué, no
encuentra palabras y apenas murmura:
Otra vez, otra vez aquí... soy un poco todo y no soy nada... otra vez
caen las apariencias seductoras... otra vez el silencio que suspende la fuga
continua... ¡bendito seas, momento espléndido!
Los
forasteros descienden por las escaleras angostas y empinadas de un bar de mala
muerte. Se sientan en una mesa del fondo, donde apenas los alcanza la luz de un
bombillo grasiento.
Hombres de sombría
calaña hablan en voz alta: despotrican del gobierno, presumen de levantadores,
pronostican los ganadores en las carreras de caballos, comentan con
resentimiento sus desventuras laborales.
Los forasteros oyen y
observan hasta que el mayor, una vez asentada la primera cerveza en su cuerpo,
pregunta:
-¿Recuerdas aquellos
días de lluvia y larga agonía?
-Nunca los olvido
-responde el otro, mirando hacia un rincón donde husmea una cucaracha.
-No paraba de llover y
por toda la casa había goteras. Las paredes se desmoronaban lentamente. Sólo
esperábamos. Las calles parecían ríos de tanta agua que corría por ellas; el
jardín era un solo charco.
-El olor de la muerte
impregnaba toda la casa. Algunos vecinos insistían en poner rosas amarillas en
la mesa del recibo. No sé quién puso un crucifijo junto a la cama de ella.
-Ella le hablaba a sus
fantasmas; para entonces andaba en una realidad distinta a la nuestra y veía
terribles sucesos: ¿acaso nos estaba contando la historia por venir de este
país?
-Su cuerpo se secó rápidamente.
Sus manos tan activas sólo gesticulaban su desesperación.
«La casa se nos venía
encima y nosotros esperábamos; también nosotros agonizábamos, para comenzar,
vacilantes, un ciclo más soledoso.
-Ese año fue nueve, la
suma definitiva de sus cifras era nueve. Ese año, es cierto, comenzamos otro
ciclo de nuestras vidas. Fíjate, también suman nueve las cifras de su último
día.
-También fue nueve el
año de él, porque fue el mismo año.
-Tú viste una lechuza al
amanecer, volando en círculos cerca de la ventana de su cuarto.
-Sí, y había trazos de
rojo pálido en el cielo, hacia el horizonte, el mismo rojo de su sangre acuosa.
Él también hablaba con seres de otros espacios. Su tiempo era muchos tiempos,
un tiempo de fronteras abiertas.
-Yo lo vi solo en un
malecón despidiéndose del mar, del mar que tanto reverenciaba. Me detuve a su
lado y sin mirarme me dijo: «Pronto lloverá sobre el mar y yo no dejaré huellas
en la arena por más firmes que sean mis pasos». Cuando desperté, ya su hora
había llegado.
-Aquella serenidad en
sus ojos, aquella despedida silenciosa con un rictus de gratitud... después de
todo murió en su ley.
-En cambio, ella no. Sí,
ella quería contrariar su destino, a pesar de que para sus adentros, mucho
antes había declarado su renuncia. Sus últimos días fueron el encuentro de dos
vientos opuestos, de dos impetuosas corrientes oceánicas.
-Y las lluvias duraron
hasta que no pudo resistir las contradicciones de su voluntad.
Callaron los forasteros,
ebrios y acusando los azotes de la memoria.
En la calle, como
extraviados en un parque de diversiones, eran dos siluetas anónimas que
vislumbraban el curso de sus estrellas.
Donde había
gamelote, piras, mangos, corocillo, ahora hay una ancha avenida para la prisa
de las ambulancias y los motorizados, para las raudas glorias del automóvil.
Ya los forasteros, a
veces muy inclinados a la nostalgia, no encuentran los lugares que mal recrea
la memoria.
-Es verdad que nada dura
para siempre, pero ahora todo es efímero.
-Todos somos extraños.
En donde estemos somos desconocidos. A donde vayamos somos número y volumen.
-Siempre somos extraños;
quiero decir, absolutamente todos.
«Aunque vivimos de
nombres, cifras, referencias, imágenes, recuerdos, conceptos, fechas, horas,
datos, reliquias... siempre somos extraños.
-Aunque seamos dueños,
amos, propietarios, señores, tengamos algo o no tengamos nada, somos extraños.
Alucinamos, otorgamos demasiado prestigio a nuestra ilusión, abrazamos la
neblina y la creemos nuestra, nos envanecemos por ostentar un disfraz y ponderamos
sus alardes, y somos tan poco y sólo sabemos de nuestros adornos.
-¿Quién sabe de sí
mismo, de la calle que pisa, de la estrella cuyo nombre registra la astronomía,
de su propio origen, de las razones que lo acompañan, del fuego que lo seduce,
de la oscuridad que lo acecha?, ¿quién sabe algo?, ¿quién posee algo?
-Somos forasteros. El
mar, que siempre está ahí, cuando se levanta y cuando se aplaca, es y no es el
mar. No sabemos nada de él, salvo que lo llamamos mar.
El mercado
libre es un buen sitio para un hombre triste. Allí late la vida, allí se
resuelven conflictos elementales, allí se opaca cualquier arrogancia, allí toda
complejidad es inútil.
El menor de los
forasteros camina pausadamente por el mercado. Le gustan los puestos de
especias y los puestos de los verduleros, donde los olores se conjugan en
generosa frescura. Los puestos de frutas despiertan los goces del paladar y de
la vista. Luce bondadosa la rudeza de los carniceros con sus batas salpicadas
de sangre animal. En las ventas de empanadas, arepas y jugos, los comensales
hablan como personajes de leyendas retocadas jocosamente por muchas
generaciones.
La tristeza no encuentra
acomodo en el mercado libre. Uno se da cuenta -piensa el menor de los
forasteros— de lo poco que es y de lo mucho que es la llaneza.
El mercado es puro presente y necesidad primitiva, astucia y simpatía.
De nada sirve llevar penas al mercado libre, porque en él uno verifica
cabalmente su condición.
Uno cree únicos y extraordinarios sus dudas y pesares, más aún si se
tiene la pretensión de ser poeta o filósofo incomprendido, favorito de los
dioses. Pero aquí, en el mercado libre, cualquier amistad, comercio o amor es
capítulo de novela, puede ser celebrado con el silencio o con versos
perecederos.
El mercado libre es un
paraíso de pecadores, donde aun la peor de las bajezas es un antídoto contra el
engreimiento y contra los seductores ardides del éxito.
Por estar aquí, en esta fiesta del vivir, he renunciado a premios y
privilegios.
Hay un
farallón frente a la playa ocre adonde suele ir el mayor de los forasteros. Ése
es su sitio. Ahí encuentra la calma.
Los recuerdos insisten como las olas contra las rocas de la orilla.
Horas, días y meses que no quieren buscar su lugar en el olvido, me obseden con
lujo de detalles.
Sin embargo, la ineludible subsistencia, con sus obligaciones, logra
ayudar al olvido. Pero sólo en este sitio de fuerza telúrica mi corazón se
aplaca. Desde aquí veo mis recuerdos como si fueran navíos a pique; aquí siento
que mis recuerdos se desprenden de mí como llamas de fuego atizado.
Aquí soy un guerrero que marcha junto a la muerte; nada me ofende ni
nada me enaltece, cualquier pasión parece poca cosa, aquí el oleaje incesante
invoca la realidad preterida.
También uno es el mar.
Los retratos
de los antepasados comienzan a borrarse. Sus rasgos van desapareciendo en un
fondo de papel amarillento, pero perduran en sus descendientes.
Ya no retumban sus pasos
en el zaguán, no se oyen sus voces en el traspatio, no suspiran en sus cuartos
de techos altos, ni siquiera están sus ropas en los escaparates. ¿Quién, ahora,
es el relator de sus alegrías y sus desconsuelos?
-¿De ellos, de los
antepasados perdidos en historias rurales, nos viene este estremecimiento ante
el misterio que nos rodea y nosotros también somos?
-He soñado con otros
tiempos en esta singular ilusión del tiempo. He vivido en otros cuerpos en el
límite del sueño y la vigilia. Por momentos que las palabras no trasuntan he
vivido la gloria de un mundo sin nombres.
El menor de los
forasteros lleva la cabeza a sus manos, el otro sigue el curso del humo de su
cigarrillo.
La noche está cargada de
tensiones por una virtual revuelta política. El temor por más batallas
insensatas se siente en el aire, en las miradas esquivas de los pocos
noctámbulos que caminan apresurados.
-A todos los hombres les tocan malos tiempos en que vivir.
-Intervendré en política. Me habré salvado.
-Falsa salvación.
-¿Para qué salvarnos?
-¿De qué nos salvamos?
-Salvadores buscando
salvación.
Se oyen disparos,
ráfagas de ametralladoras. Nadie grita, no se oye más nada en la noche que
precede a la violencia de fuerzas desatadas.
-¿Será suficiente con
los retoques a las apariencias?
-Rendimos pleitesía al
verbo eficaz, letárgico, convincente.
-Constantemente llevamos
las manos al pozo seco de nuestras certidumbres.
El tiempo de
las falsas fronteras ha terminado.
-Nosotros mismos somos
las fronteras, pero sólo ahora sabemos que ellas nos ceñían. No se puede vivir
deshaciendo límites.
-No huyamos; sólo se
huye de uno mismo. Se trata de recuperar un dominio perdido, de encontrar un
rastro cubierto por la maleza. Han pasado muchos años de encuentros y
desavenencias; han pasado años de golpes fuertes en las sienes y cigarrillos
fumados hasta el filtro.
-Estamos donde empezamos
y aún cargamos con la misma pregunta.
-Volvemos al punto de
donde nunca nos hemos movido.
-En los predios del alma
no hay distancias; en los predios del alma ir hacia adelante no es avanzar, la
experiencia no es progreso y el conocer no es sólo adición.
-Volvemos sin habernos
ido. Nuestra condición de forasteros se revela sin rodeos. No más el laberinto
de las falsas dichas ni los amores comprables ni los placeres canjeables ni el
deleznable éxito en cenáculos de estéticas excluyentes.
-Es otro nuestro rumbo.
Aquí, en esta gran ciudad, ni perdimos ni ganamos. Fuimos testigos y parte.
Tocamos fondo, nos metimos de lleno, creímos, adoramos dioses de altares
ajenos, vaciamos todas las copas, oímos a otros corazones, rendimos culto a los
cuerpos de mujeres que después renegaron de nosotros. Dejamos un rastro de
existencia gozada hasta la saciedad.
-Nos vamos.
La calle
está sola y apenas la iluminan las luces de las casas que la flanquean. Caen
frías y gruesas gotas de lluvia, lentamente, como si se resistieran a tocar el
asfalto.
El mayor de los
forasteros siente que antes ha vivido ese momento; por eso adivina lo que
pronto le sucederá. Está íngrimo y solo; sabe que entrará a su casa y no
encontrará a nadie y sabe que debe buscar un sitio en ella donde una vez vio un
océano. Siente que alguien, a quien no podrá ver, lo acompaña.
La puerta principal está
abierta. Ahí está el jardín convertido en matorral. Adentro, los mismos muebles
y los mismos adornos de hace veinte años atrás. Se deja caer en la que fue su
silla favorita. Siente una mano cariñosa en el hombro. Aprieta los ojos, cruza
las manos, deja que el cuerpo se afloje.
¿Cuándo y dónde perdí esta hora de cordial vivencia? ¿Cómo pude haberla
arrojado entre tantos desechos superpuestos en mi ceguedad?
El espejo del tiempo se ha roto, se ha vuelto materia quebradiza en la
conciencia; un río turbio se aclara, un navío perdido sale de la bruma.
Ya el puñal ha hendido el río, voy al encuentro de mis sombras, los
números de mi nacimiento se traducen en augurios. Que esta hora sea principio
de una ventura que acaba en el morir.
El menor de
los forasteros, con un morral al hombro, sale de un edificio residencial donde
vive mucha gente que jamás se relaciona entre sí. Baja por una calle escarpada
a la que se asoman grandes helechos de un cerro inmediato. Más nunca volverá a
ese edificio como antes, cuando parecía haber una esperanza de vida en común
perdurable con la mujer que amaba. De todo aquel sentimiento que lo hizo
emprender la búsqueda de la venerada seguridad económica, le queda una
imponente sensación de inútil sacrificio.
«Otra vez a comenzar»,
se dice a sí mismo, pero como si hablara con un extraño.
¿Cuántas veces, joven
forastero, te has visto en el comienzo de quién sabe qué? En ocasiones se te ha
visto comportarte como un vehemente guerrero y has hablado con la firmeza de un
hombre nacido para grandes tareas, y gesticulas con la fuerza de quien lucha a
brazo partido con el mundo por un ideal escupido; pero ahora, sin exponer tus
flaquezas, se adivina en tu rostro un pesar que durará meses. Joven forastero,
otra vez encuentras tus manos vacías y verificas tu indigencia, aunque de ella,
en anteriores oportunidades, ha salido esa riqueza que has tratado de poner en
palabras.
Una vez más te quedas
con tus queridas palabras, que, por cierto, no son muchas. Vuelves a ser real,
no incrédulo o escéptico como otros creen. Solamente real: sin falsas
expectativas ni aferrado a algunas de las ilusiones comunes.
Me toca atender a mi corazón, a su voz apagada en la cotidianidad.
Otro ciclo comienza.
Otros nueve años terminan. («¡Extraña relación entre las fechas y la
existencia!») Recobra las imágenes que te iniciaron en el lenguaje preterido;
hurga en los recuerdos de aquellas horas en que solías dejarte invadir por el
aliento de las cosas, busca sin afán los cercos que limitan tus sentidos.
El joven forastero,
mientras espera un autobús que lo lleve a su ciudad natal, recupera la
convicción de su desarmonía.
Confirmados
los desencuentros, las disoluciones, las renuncias, los propósitos de inaugurar
otros caminos, la duda y el temor acosan a los forasteros como al hombre que
espera la hora de iniciar una conspiración. Por las noches rememoran los años
de las rumbas y las pasiones exaltadas. Fuman y conversan hasta la madrugada,
cada uno con el mismo temblor en las entrañas.
-Cuando pienso en todos
estos años, en todas mis andanzas en los años en que «el cobre se tornaba
clarín», me parece que he insistido en repetir una vana maniobra, pero he
vivido.
-Mientras otros se
afanaban por conquistar posiciones, seguridad, techo y coraza, nosotros
vivíamos entre el paroxismo y la recaída. De momento, estamos en un punto que
nos obliga a encontrar armas útiles para el día a día.
-No perdimos el sentido
de lo que llaman realidad, aunque hayamos divagado largamente y nos hayamos
sometido a vaivenes casi letales.
-A veces quiero un
signo, una señal que me indique un andar menos accidentado, aunque sé que es
caer en trampas el pedir certezas, por más que hagan falta cuando uno queda
rezagado en esta carrera en la que no quiero participar. Sólo pido, o quiero
conseguir, un asidero... ¿estaré buscando mi ejecución?
-De antemano sabemos que
toda certeza puede significar la muerte en vida. Entonces, ¿para qué buscarla?
No podemos aspirar a vivir sin artimañas, sin artilugios, según reza el sentido
común.
-No buscaremos, no
exigiremos, y lo que venga será premio.
El diálogo de los
forasteros termina en el sueño, donde es otro el lenguaje que dice o insinúa.
Tal vez en el sueño se
presente la epifanía.
El mayor de
los forasteros encuentra la casa en el suelo. Pocas paredes quedan en pie.
Camina entre los escombros, aparta muebles y papeles rotos. Junto a un sofá
partido en dos, halla un cuaderno suyo, escrito de la primera a la última hoja.
Lee algunas líneas y reconoce su voz de adolescente, su voz ahogada de aquellos
días.
...¿de dónde han salido estas deliberaciones sobre mi porvenir? Algunas
veces preveo mi rumbo y me asusto, respiro con dificultad, corro en círculos y
una voz que viene desde muy adentro de mí grita mi nombre... los cerros azules
aparecen en sueños raros; los escalo con una facilidad asombrosa. Allí
encuentro una casa deshabitada y mi carta astral está sobre una mesa... el león
de arena ruge ante el mar, va de un lado a otro, inquieto y fúrico... dos
espadas al chocar se parten, las hojas rotas brillan sobre la hierba húmeda y
gotas de sangre las circundan...
...los ruidos que vienen de la calle, esta noche, me aterran: no puedo
dormir y pienso en la muerte... en el cuarto contiguo, un hombre borracho
duerme sobre sus ruinas: ¿acaso se fue por un despeñadero porque le parecieron
absurdas sus ínfulas?... hace días que no quiero salir a la calle, prefiero
mirar hacia el altísimo techo de este cuarto donde mi tatarabuelo exhibe su arrogancia
en un retrato... es la muerte, es la calma. Todo lo contrario a este inllevable
vivir, a esta gracia perdida... mi voz no se proyecta y las presencias
invisibles me siguen... el tiempo se dilata, se hace insoportable... fumo, bebo
el ron que un tío esconde en su escaparate. No quiero más nada: la realidad me
agobia...
El mayor de
los forasteros camina por un matorral seco. Se aleja de la casa derruida y sabe
que sólo en la vigilia podrá encontrarla tal como es, cuando se conjuguen todos
sus pensamientos, la visión de sus diferentes edades y las intuiciones que le
depara el insomnio. Sabe que sólo en su corazón recobrará la imagen auténtica
de la casa.
En la lejanía,
despierta.
El mayor de
los forasteros ha vuelto a su sitio.
Frente al mar sabrás,
forastero, de tu verdadera suerte. Allí sabrás la razón de tus ascensos y de
tus caídas. Leerás en la espuma de las olas el cabal sentido de tu época, el
lugar que en ella te ha tocado y las palabras vendrán solas a tu boca para
expresar tu testimonio, tu disconformidad, el sentido íntimo de tu aventura
vital.
Hablarás, forastero,
como el que no tiene nada que ocultar ni nada que perder. Ejercerás el
despreciado privilegio de convertir tu sinsentido en palabras que a otros
llegarán provistas de sugerencias.
Las acacias
han florecido, ya han madurado los mangos, los gajos de mamones comienzan a
crecer, el monte brota por todos lados, los caobos se ven más robustos y
frondosos. El mayor de los forasteros siente una correspondencia entre la
estación y el estado de su alma. Nuevamente quiere escribir, devora libros
hasta la madrugada, se adentra en los secretos de la cábala, lee y relee
páginas que refieren los viejos misterios del mundo. Su habitación podría ser
un templo, pero un templo muy íntimo, donde sólo él sabe los ritos y las
ceremonias.
Ha comprendido la gran
ofensa que significa negociar con las artes ocultas y la doctrina esotérica. No
quiere engatusar a nadie: quiere saber. Si le pidieran la lectura del Tarot, se
negaría sin dudarlo, porque busca para sí, no busca para ganar ni para alentar
vanidades.
En su habitación están
las cartas, los talismanes, las piedras recogidas en lugares de poder, las
páginas subrayadas, los poemas copiados, la imagen de una virgen, los libros de
maestros olvidados, las hojas donde escribe y reescribe sus poemas.
¿Qué espera? ¿Adónde va?
¿Qué quiere?
Ni él mismo lo sabe,
sólo busca, abre puertas, tropieza con malos ratos, da tumbos en sus
borracheras, en sueños le hablan sus padres, oye voces desconocidas, camina,
fuma, escribe algunas líneas, no se siente muy a gusto en lo que convenimos en
llamar realidad.
Sobrevive.
El joven
forastero se halla en una oportuna encrucijada. La fiebre lo quema, su boca
reseca es como una esponja al sol, siente un agudo dolor en el costado derecho,
enflaquece, su piel se torna amarillenta... anda en la niebla, en la espesa
niebla de los que van perdiendo la vida.
-Es la niebla; no veo a
nadie, no sé adónde voy: es la niebla. Conozco esta niebla, la he soñado, la vi
cuando mi padre agonizaba, la vi cuando mi madre también agonizaba. Es la
niebla que viene cuando faltan las fuerzas, hermano, es la misma niebla que me
inquietaba en las noches de mi niñez y cuando pensaba en algo semejante a la
eternidad. Hermano, no quiero que me dejes solo en esta niebla, aunque sé que
no puedes hacer nada.
Y el mayor de los
forasteros mira a su hermano debatirse con su enfermedad y sabe que debe
padecerla hasta el agotamiento, hasta el límite donde es posible que lo
aniquile.
-Hermano, es tu niebla,
es la niebla de un ciclo que termina. Expulsa de tu cuerpo todo cuanto impida
el paso decisivo que ahora debes dar. En algún lugar verás un resplandor. Sí,
de pronto, entre la niebla puede aparecer un resplandor. Es el resplandor que
necesitas para salir de la niebla. No lo busques, anda a tientas y no te dejes
fascinar por la niebla.
Del aire
cargado de una habitación polvorienta y oscura sale el joven forastero, después
de haberse encontrado repetidas veces con su sombra.
Afuera respira el olor
de la hierba recién mojada por la lluvia, y recuerda una tarde en que corría
bajo un aguacero que hizo crecer ríos y quebradas, y cuando llegó a su casa,
pese a los regaños de su madre, se sintió como si acabara de llegar al mundo;
muchos días le duró esa extraña frescura de los sentidos e intentó escribir
algunas líneas que no le agradaron, pero un día, en un papel manchado con gotas
de tinta y sudor, dejó estas palabras:
Toda esta fuerza viene sola. Viene y la recibo con los brazos abiertos.
Si intento darle un nombre mi boca se queda vacía.
Sé que viene y yo también soy ella. Cuando mucho puedo celebrarla, dejar
que me invada, que sea mi propio cuerpo y mi alma y mi corazón.
Es un secreto que me rebosa y por más que quiera decirlo, no sé cómo
decirlo.
Estas palabras son nada.
El mayor de
los forasteros se inclina ante el vaso de licor.
Déjame dormir en la ausencia que tú me regalas. Dame el olvido pasajero,
no me dejes solo con esta lucidez que me aterra, con la repentina presciencia
que me doblega; dame ese olvido tuyo que me arroja al más profundo sueño;
quiero tu desesperada alegría, la risa fácil y el chiste ligero que pones en
mis labios.
Dame tu olvido, dame tu frágil tranquilidad, dame la cesantía de mi río
interno; dame, querido licor, la ebriedad que me permite vivir.
La casa está
cerca del río. En la casa no hay nadie. En el patio dormitan unos perros
flacos. En un pozo del río se refleja un rostro orgulloso y asombrado.
Este sueño del joven
forastero se le repite casi todas las noches. Cuando despierta, él es una gran
pregunta que lo lleva y lo trae por las calles. Sólo sabe que se siente
forastero en una realidad que le incomoda y apenas sobrelleva.
Ha caído la
última gota de lluvia, se aclara el cielo, el amanecer brilla en las ventanas
de la casa de los forasteros.
Han vuelto, han vuelto a
la vieja casa donde se cerró el círculo de seis, donde se oían risas y se
discutía por reglas alteradas del béisbol.
Ya no están las cayenas,
quedan algunas orquídeas y de las rosas queda el recuerdo de sus diversos colores.
Un gato arisco se despereza en el patio: es el único habitante del silencio y
del abandono de la casa de los forasteros.
En su casa, los
forasteros comprueban que también en ella son forasteros.
El exilio es del alma.
Ya ardieron
las piedras de la certidumbre y los cimientos de las convenciones; quedan el
humor y la simulación.
Llegó la hora de jugar
con las apariencias.
¡Cuánto les importan a
los hombres las apariencias, aunque el mundo se les esté cayendo!
-No nos quedaremos en
una torre ni haremos de nuestras habitaciones el mundo.
-Ni tiraremos piedras a
los dientes de los demás.
-La gema perdida está en
nosotros, pero de nada vale afanarse para hallarla.
-Seremos el templo, la
oración y el rito.
-Estamos en nuestra
casa, estamos en el corazón del mundo; no estamos ni mejor ni peor que nadie.
Somos forasteros... aquí.
-Que suene la música,
que vengan los tragos, que adorables mujeres toquen a nuestra puerta, que
vengan los amigos, que venga (en su momento) la propicia soledad, que vengan
las formas y sus complejidades; amemos el mundo como si comiéramos un fruto,
como si pendiéramos de una rama a punto
de partirse.
-No somos ayer ni
mañana; estamos aquí y no tenemos patria ni nos incumben las fronteras, pero
serviremos puntualmente a las reglas menos insensatas de la convivencia.
-Debemos parecer algo;
no hay desnudez posible. Ser forasteros no es una condena, no es porfía del
parecer. Ser forasteros es un acto de fe.
Se ha hecho
un sendero en la arena, la luz destella en las hojas de los árboles, el agua ha
tallado las piedras, los espejos reflejan el sentido oculto de las palabras,
los colores determinan las formas, el oro se pudre en las bóvedas, los billetes
amarran a la gente, los mendigos patean las bolas de cristal, los científicos
prefieren jugar a los dados, las dimensiones han estallado en las manos de los
artesanos, las bibliotecas vocean nuestra ignorancia.
Sólo perdura la vieja
sabiduría.
Sin galas.
Sin artificios.
Despojada.
Bien dispuesta para
quienes descubren que son forasteros y no tienen nada.