El
agua con barro y ramas partidas baja por esa calle muy empinada; sus pies
descalzos se lastiman con piedras invisibles. Oscar y Frank le ofrecieron
llevarlo en un carro prestado de alguien cuyo nombre no pudo escuchar cuando se
lo dijeron: ni Oscar ni Frank manejan… ¿cómo lo llevarán? Si de ida manejaría
él, ¿cómo regresarán ellos? ¿Quiénes son Oscar y Frank?
Primero debe encontrar los zapatos: están en la casa
sobresaliente en lo más alto de la calle muy empinada. ¿Quién estará ahí, en
esa casa?, ¿por qué están sus zapatos en esa casa? ¿Adónde irá después de
recuperar los zapatos?
¿Estará Emilia en esa casa?, ¿estará allí con sus hijas?
No, ella no quiere verlo; no quiere hablarle. Ahora le siguen unos perros
alborotados: son unos perros callejeros, ¿tres o cuatro?; están sucios, quizás
algún día fueron de un color muy claro.
En la casa (llegó a ella muy cansado, siente que se
ahoga) hay mucha gente: no conoce a nadie, pero hay una mujer que lo trata con
mucho respeto y amabilidad: ella le
habla de varios asuntos, pero no le entiende ni una palabra. Sus zapatos están
sobre una mesa en la que también hay bebidas y pasapalos: ahí están sus zapatos
sucios y desgastados, y a ninguno de los
presentes les importan esos zapatos sobre la mesa. ¿Volverá a verla, a
Emilia?, ¿verá otra vez a sus hijas, que no sea en fotografías?
Se queda solo con sus zapatos. La gente se ha ido. A
Oscar y Frank los vio marcharse: Frank manejaba un carro de los cincuenta. De
nada le valió llamarlos a gritos. Se fueron.
¿Era eso la luna ensangrentada lo que se veía entre dos
cerros simétricos y solitarios en aquella llanura anegada?
¿Eran para él esos recados en un idioma incomprensible,
escritos en papelitos amarillos y pegados en las puertas de las casas? De esas
casas que desaparecían apenas las pasaba. ¿Eran también amenazas veladas de sus
perseguidores, de sus jueces? ¿Acaso querían correrlo de San José de Tucupío?
¿Era Emilia quien estaba a punto de salir por una de esas
puertas en las que estaban escritos los recados en un idioma incomprensible? ¿Quién
era esa alguien? ¿Era sólo su miedo, el miedo a que ella le reprochara algo?
Aún seguía caminando por calles irreconocibles, calles
empantanadas, a la orilla del amanecer.
Se
vio con la ropa y las manos llenas de mierda, entonces despertó sobresaltado.
Abrió los ojos y se abstrajo en dos rayas de luz en el techo que entraban por
sendas rendijas de la persiana de la única ventana; se restregó las manos y
luego las olió: percibió el olor salobre de sus manos sudadas. Volteó el reloj
despertador (siempre lo ponía de cara a la pared) que estaba sobre la mesa de
noche: eran las cinco y diez. Se levantó, caminó hasta la ventana, separó dos
hojas de la persiana y miró la madrugada invadida por las luces pálidas de los
bombillos del alumbrado público: dos cristofués alternaban su inconfundible
canto; de alguna parte le llegó el olor de incienso de mandarina. Caminó de un
extremo a otro del cuarto (recordó el tigre blanco del zoológico de Ciudad
Zamora), tal vez unos quince minutos estuvo caminando como ese tigre enjaulado,
hasta que notó que no había volteado de nuevo el reloj despertador, de cara a
la pared. Volvió a la cama; un vago miedo, justificado con la comodidad, le
impuso acostarse boca arriba. Con las manos entrelazadas en la nuca se quedó mirando
el techo ondulado (antes lo había visto liso y oscuro). Pensó en la
coincidencia de los cantos alternados de los cristofués y el olor a incienso de
mandarina: supuso que éste provenía del pequeño altar de Mercedes Concepción:
allí donde eran una y la misma Yemayá y la Virgen de la Mercedes. Aquella
coincidencia se le presentó como un presagio, pero sólo sabría lo presagiado
cuando ocurriera, sin importar cuán
baladí fuese. Pensó en si ese día
buscaba al doctor Jordán o se iba a La Pradera y sentarse en la barra a pasar
la tarde. Una vez más le advino la certeza de que nunca dejaría de ser
vigilado, de ser perseguido: era inevitable. Y en la imprecisa (o quizás
inexistente) frontera entre el sueño y la vigilia alguien se le presentó:
aunque el rostro le parecía familiar, no era alguien conocido. Otras veces le había hablado ese
alguien: su voz también le era familiar, pero tampoco la de ningún conocido
suyo. Esta vez le habló de un hombre solo en un salón de espejos, tal vez
porque en un salón de espejos uno es muchos y también ninguno, o muchos que son
nadie. Le habló de largas soledades en esa y otras lentas madrugadas. Estaban
cerca de la casa donde se crió, a media cuadra, aunque los árboles no eran
acacias sino jabillos y cujíes, rodeados de coquetas y malojillo: Luis Eugenio
quiso tocar a ese alguien, pero se alejó y era una mujer parecida a otra de un
viejo sueño. Antes de desaparecer en la esquina de un edificio en ruinas le
dijo un lento adiós con la mano izquierda. Y caminó descalzo, los pies adoloridos,
por calles que eran y no eran las del barrio donde se crió, algunas de ellas
atravesadas por lechos rocosos por los que fluían aguas grisáceas y le llegó el
olor a café recién colado en la cocina de Mercedes Concepción. Comenzaba a
clarear el día y se levantó para seguir a la mujer que no logró alcanzar y que
no sabe quién es, aunque le parece conocida.
Una vez aseado y vestido dio algunas vueltas en el cuarto
y de nuevo recordó el tigre blanco del zoológico de Ciudad Zamora; luego se
sentó en la cama y cuando, según su cálculo y los ruidos provenientes de la
planta baja, Mercedes Concepción ya estaría regando las matas y hablando con
ellas, bajó. Ella lo sintió bajar por la escalera y sin voltear a mirarlo le
dio los buenos días y le ofreció café; Luis Eugenio le respondió con voz
aplomada y ya con más entusiasmo le agradeció el café. Mercedes Concepción
entró a la casa y al poco rato salió con
el pocillo de café humeante y, al dárselo, le dijo:
-Usted anda como alma en pena desde muy temprano.
Mientras sorbía un poco de café, los ojos de Luis Eugenio
la interrogaron, pero ella le vio la vergüenza de sentirse descubierto.
-Sentí sus pasos y hasta su respiración nerviosa. Dígame,
licenciado, ¿qué le quita el sueño?- a él, ese licenciado, le sonó más a burla
que respeto.
-Muchas cosas. Tal vez porque tengo que acostumbrarme a
este nuevo… hogar- no encontró mejor respuesta y eso le dio rabia.
Ella lo miró entre comprensiva y burlona, pero de
inmediato se mostró como una consejera cordial no sin intenciones de que aquel
hombre, que en un principio le pareció buena gente y algo extraviado, soltara
sin reparos su verdadera historia.
-A mí me quita el sueño la vejez, sobre todo. A veces los
malos recuerdos o lo cerquita que estoy de la muerte o los achaques, que no son
pocos, pero a usted ¿qué le quita el sueño y lo agita como tigre enjaulado?
Ella lo miró a los ojos; Luis Eugenio vio en los de ella
una revelación incipiente… ¿o un presagio?
¿Era pura casualidad que lo comparara con un tigre enjaulado, tal como
él se había sentido momentos antes? Ella sabía que Luis Eugenio era un muro,
aunque ahora se sentía acorralado, que las palabras de cualquier excusa o
mentira u ocurrencia del momento le explotaban en la cabeza y lo llevaban a una
irresistible zozobra.
-No, licenciado, no lo estoy precisando, no le pido que
cuente nada. Sólo quiero decirle que esta vida está llena de pendientes muy
resbalosas y uno no debe andar por ahí dándose cipotazos y dejando el alma en
cada esquina.
Ella se le acercó, volvió a mirarlo de esa manera
que él no sabía interpretar y lo dejaba
saltando entre preguntas, y con ternura calculada tomó con ambas manos el
pocillo vacío y entró a la casa, despidiéndose con un pausado hasta pronto.
Dos veces más estuvo en La
Pradera, a la hora del almuerzo, antes de decidirse a volver a la Plaza de los
Caídos: allí servían un menú de los más baratos de la zona: precedidos de
caldos claros en los que a veces flotaban algunas lentejas, solían ser los
contornos del plato principal abundantes en arroz o pasta que arrinconaban a la
carne con papas o al pollo guisado o al bisté encebollado. Igual Luis Eugenio
los devoraba como si se tratara de proezas culinarias de Sumito Estévez, pues
para su gusto en la vida que ahora llevaba la mejor sazón era el hambre, esa
hambre azuzada por el desasosiego y la soledad. En esas dos primeras veces que
almorzó en La Pradera, sesteó en la barra con lentes de sol puestos para que no
le vieran los ojos cerrados, los párpados aplomados, y hasta le pareció que en
ambas ocasiones, por la resequedad de la boca, había roncado. La segunda vez,
aunque lo recordó con mayor claridad más tarde, cuando intentaba dormir en su
habitación, estaba montándose en el carro cuando se acercó a saludarlo Paulo
Matías, quien fue su entrenador en la categoría juvenil de Los Montoneros, un
brasilero que nunca llegó a hablar español y más se le entendían sus
intenciones y gestos que sus palabras, y un día, de la noche a la mañana dejó
el fútbol por una iglesia evangélica y volvió a su pueblo natal, quién sabe
cuál en el inmenso Brasil. Algo le dijo Paulo Matías, pero no le entendió, y
siguió caminando y a los pocos metros se
detuvo a auxiliar a alguien que yacía boca arriba en el suelo. Paulo lo palpaba
de pies a cabeza y algo le preguntaba y luego una salmodia que parecía en
portugués. Hasta ahí lo vio Luis Eugenio y volvió a La Pradera: con los ojos
entreabiertos pudo ver a Chela, de frente, del otro lado de la barra,
sonriente, burlona; en la silla de al lado, a su izquierda, estaba el hombre
que la primera vez que estuvo en La Pradera le pidió que se hiciera a un lado
para poder acodarse en la barra y conversar con Chela.
-Saludos, caballero- le dijo el hombre, mostrándole una
sonrisa de pocos dientes.
-Saludos- respondió Luis Eugenio, reprimiendo un bostezo.
-El día está pesao, muy pesao- el hombre insistía en
mostrarse amistoso.
-Pesaísimo… demasiado pesao.
-Para la pesadez y la llenura es bueno un tres pasitos.
-¿Y eso no es un veneno para ratas?
El hombre rió a carcajadas y golpeó varias veces la barra
con la mano derecha.
-No, este es otro tres pasitos, la especialidad de Chela
para cualquier malestar.
Luis Eugenio, aún adormecido, giró en la silla para
quedar de frente al hombre, para que éste supiera que se lo tomaba en serio, y
ya que se mostraba amistoso, aprovechar la oportunidad para no sentirse tan
solo.
-Un chorrito de ron, uno de anís y uno de ginebra, y unas
goticas de limón y soda… y vuelve a la vida- dijo el hombre, entusiasmado.
-Con eso, hasta un carro prende- se le ocurrió a Luis
Eugenio.
El hombre rió con ganas, mostrando sus pocos dientes y
palmeándose la barriga. Luis Eugenio seguía pensando en Paulo Matías
imponiéndole las manos a alguien. Ya no le extrañaban esas “apariciones: desde
hacía un tiempo, sobre todo después de que lo botaron del periódico y Emilia lo
dejó, a cualquier hora del día, agotado o con unos tragos encima, le
sobrevenían los ensueños.
-Si no le importa, acepte que yo le brinde uno, un tres
pasitos- el hombre seguía mostrándose amistoso y con este ofrecimiento se lo
confirmaba, aunque Luis Eugenio lucía como alguien que no estaba allí del todo.
-Si es su gusto- se limitó a decirle, aunque ya quería
marcharse; quería volver a su habitación y tal vez a los ensueños, pero era
inapropiado, incluso inconveniente, no aceptar aquella invitación.
El hombre se presentó extendiéndole la mano a Luis
Eugenio, y al estrecharla sintió la fuerza y callosidad de esa mano del maestro
de albañilería Humberto Moreno; le agradeció el trago, al que se aficionaría con
la excusa de cualquier malestar físico, pero no quiso aceptarle un segundo:
alegó que alguien lo esperaba, un compromiso de trabajo. Se despidió con la
promesa de volver pronto y compartir con él, con Humberto Moreno, unas cuantas
cervezas o unos tres pasitos.
-El próximo viernes por la tarde- dijo Luis Eugenio, y
salió a la calle soleada, con la insistente imagen de Paulo Matías imponiéndole
las manos a un hombre acostado boca arriba en una calle desconocida o quizás la
combinación de algunas calles ya olvidadas.
Cuando empezó a manejar se dio cuenta de que el tres
pasitos le había hecho efecto; se sentía ligeramente prendido, dueño de una
alegre indiferencia.
Si eso es con uno, cómo será con varios.
Manejó a capricho, demorando la llegada a su solitaria
habitación: bordeó los suburbios del sur de la ciudad, pasó muy cerca de esos
terrenos, en antes camburales y cañaverales, invadidos por cientos de familias
amontonadas en ranchos de tablas o láminas de cinc o de letreros de hojalata
robados o recogidos en basureros. Luego buscó el centro de la ciudad, a esa
hora con mucho tráfico, más por el desorden y por el hago lo que me da la gana
que por cantidad de carros; tal vez por el tres pasitos le advino una actitud y
una percepción pacientes y desprendidas: no lo alteraban ni el ajetreo ni el
ruido ni el calor pegajoso. Estuvo tentado a pasar por la Plaza de los Caídos,
pero no se decidió a hacerlo porque, supuestamente, a esa hora no estaría allí
el doctor Jordán. Al salir del centro, manejó un rato más hacia el noreste con
intenciones de llegar hasta el límite con los cerros que separan a San José de
Tucupío de la costa central; pero volvió a sentirse amodorrado y sorteando
colas y trancas, metiéndose por algunas calles apenas conocidas y por otras que
por primera vez recorría, llegó al frente de la casa de Mercedes Concepción.
Al bajarse del carro sintió con desagrado la camisa
empapada de sudor pegada a la espalda; halándola por el extremo inferior de
atrás y con movimientos de asco convulsivo logró separarla de la espalda
caliente y mojada. Apresurado abrió la reja de la calle y caminó hasta el
limonero y allí se quedó unos minutos, abstraído en el cuadrado de las plantas
consentidas de Mercedes Concepción, el de una yerba para cada para cada padecimiento o malestar, según ella,
hasta que el penetrante olor de tabaco y de incienso de mandarina mezclados,
proveniente del interior de la casa, le
provocó ruidosos y sucesivos estornudos. Oyó risas y comentarios ininteligibles
de varias personas, de voces femeninas en la sala, de seguro frente al altar de
la Virgen de la Mercedes. Caminó hacia la escalera y la subió al trote,
recorrió el breve pasillo casi a oscuras, entró a su habitación, se desnudó
rápido, se puso un paño a la cintura, tomó la pastilla de jabón que temprano
había dejado sobre la mesa de noche, casi corrió al baño estrecho y siempre
húmedo: disfrutó el agua fría estrellándose contra la cabeza, la espalda y el
pecho, alternadamente; por un momento
pensó en masturbarse aunque sea
fantaseando con Chela o con la muchacha delgada y de sonrisa pícara, encargada
de limpiar las mesas en la panadería El Sol, pero recordó a Emilia, su
desnudez semipálida, su cadera ancha, sus muslos gruesos, sus tetas redondas y
generosas, y se le revolvieron sentimientos de rabia, traición,
arrepentimiento, vergüenza, venganza… ¿Quién
puede echarse un pajazo así, con tantos sentimientos revueltos?
Salió del baño con un incipiente dolor de cabeza; entró
al cuarto, ya oscuro, aseguró la puerta, se quitó el paño y lo tiró sobre la
única silla, se dio cuenta de que había dejado la pastilla de jabón en el baño,
pero no le importó a cambio de esa intimidad apresurada; se echó boca arriba en
la cama, la mano derecha jugueteando con el pene, luego acariciándolo, subiendo
y bajando el prepucio, pensando en una mujer indefinida, de rostro vago, pero
no pudo excitarse: ahí estaba ese ligero e intermitente dolor de cabeza y
también Paulo Matías imponiéndole las manos a alguien (ya no importaba quién
podría ser ni tampoco el lugar), Emilia con sus hijas en una buena casa con el
secretario de gobierno del estado Zamora, el doctor Jordán, escurridizo y sin
interés alguno en volver a conversar con él. Y ya era de noche, con el
penetrante olor de tabaco y el de incienso de mandarina mezclados, entrando
como un gusano por la ventana del cuarto.