viernes, 29 de septiembre de 2017

El ardor de la sospecha (cuarta entrega)

El agua con barro y ramas partidas baja por esa calle muy empinada; sus pies descalzos se lastiman con piedras invisibles. Oscar y Frank le ofrecieron llevarlo en un carro prestado de alguien cuyo nombre no pudo escuchar cuando se lo dijeron: ni Oscar ni Frank manejan… ¿cómo lo llevarán? Si de ida manejaría él, ¿cómo regresarán ellos? ¿Quiénes son Oscar y Frank?
Primero debe encontrar los zapatos: están en la casa sobresaliente en lo más alto de la calle muy empinada. ¿Quién estará ahí, en esa casa?, ¿por qué están sus zapatos en esa casa? ¿Adónde irá después de recuperar los zapatos?
¿Estará Emilia en esa casa?, ¿estará allí con sus hijas? No, ella no quiere verlo; no quiere hablarle. Ahora le siguen unos perros alborotados: son unos perros callejeros, ¿tres o cuatro?; están sucios, quizás algún día fueron de un color muy claro.
En la casa (llegó a ella muy cansado, siente que se ahoga) hay mucha gente: no conoce a nadie, pero hay una mujer que lo trata con mucho respeto y amabilidad: ella  le habla de varios asuntos, pero no le entiende ni una palabra. Sus zapatos están sobre una mesa en la que también hay bebidas y pasapalos: ahí están sus zapatos sucios y desgastados, y a ninguno de los  presentes les importan esos zapatos sobre la mesa. ¿Volverá a verla, a Emilia?, ¿verá otra vez a sus hijas, que no sea en fotografías?
Se queda solo con sus zapatos. La gente se ha ido. A Oscar y Frank los vio marcharse: Frank manejaba un carro de los cincuenta. De nada le valió llamarlos a gritos. Se fueron.
¿Era eso la luna ensangrentada lo que se veía entre dos cerros simétricos y solitarios en aquella llanura anegada?
¿Eran para él esos recados en un idioma incomprensible, escritos en papelitos amarillos y pegados en las puertas de las casas? De esas casas que desaparecían apenas las pasaba. ¿Eran también amenazas veladas de sus perseguidores, de sus jueces? ¿Acaso querían correrlo de San José de Tucupío?
¿Era Emilia quien estaba a punto de salir por una de esas puertas en las que estaban escritos los recados en un idioma incomprensible? ¿Quién era esa alguien? ¿Era sólo su miedo, el miedo a que ella le reprochara algo?
Aún seguía caminando por calles irreconocibles, calles empantanadas, a la orilla del amanecer.


Se vio con la ropa y las manos llenas de mierda, entonces despertó sobresaltado. Abrió los ojos y se abstrajo en dos rayas de luz en el techo que entraban por sendas rendijas de la persiana de la única ventana; se restregó las manos y luego las olió: percibió el olor salobre de sus manos sudadas. Volteó el reloj despertador (siempre lo ponía de cara a la pared) que estaba sobre la mesa de noche: eran las cinco y diez. Se levantó, caminó hasta la ventana, separó dos hojas de la persiana y miró la madrugada invadida por las luces pálidas de los bombillos del alumbrado público: dos cristofués alternaban su inconfundible canto; de alguna parte le llegó el olor de incienso de mandarina. Caminó de un extremo a otro del cuarto (recordó el tigre blanco del zoológico de Ciudad Zamora), tal vez unos quince minutos estuvo caminando como ese tigre enjaulado, hasta que notó que no había volteado de nuevo el reloj despertador, de cara a la pared. Volvió a la cama; un vago miedo, justificado con la comodidad, le impuso acostarse boca arriba. Con las manos entrelazadas en la nuca se quedó mirando el techo ondulado (antes lo había visto liso y oscuro). Pensó en la coincidencia de los cantos alternados de los cristofués y el olor a incienso de mandarina: supuso que éste provenía del pequeño altar de Mercedes Concepción: allí donde eran una y la misma Yemayá y la Virgen de la Mercedes. Aquella coincidencia se le presentó como un presagio, pero sólo sabría lo presagiado cuando ocurriera, sin importar cuán  baladí fuese.  Pensó en si ese día buscaba al doctor Jordán o se iba a La Pradera y sentarse en la barra a pasar la tarde. Una vez más le advino la certeza de que nunca dejaría de ser vigilado, de ser perseguido: era inevitable. Y en la imprecisa (o quizás inexistente) frontera entre el sueño y la vigilia alguien se le presentó: aunque el rostro le parecía familiar, no era alguien  conocido. Otras veces le había hablado ese alguien: su voz también le era familiar, pero tampoco la de ningún conocido suyo. Esta vez le habló de un hombre solo en un salón de espejos, tal vez porque en un salón de espejos uno es muchos y también ninguno, o muchos que son nadie. Le habló de largas soledades en esa y otras lentas madrugadas. Estaban cerca de la casa donde se crió, a media cuadra, aunque los árboles no eran acacias sino jabillos y cujíes, rodeados de coquetas y malojillo: Luis Eugenio quiso tocar a ese alguien, pero se alejó y era una mujer parecida a otra de un viejo sueño. Antes de desaparecer en la esquina de un edificio en ruinas le dijo un lento adiós con la mano izquierda. Y caminó descalzo, los pies adoloridos, por calles que eran y no eran las del barrio donde se crió, algunas de ellas atravesadas por lechos rocosos por los que fluían aguas grisáceas y le llegó el olor a café recién colado en la cocina de Mercedes Concepción. Comenzaba a clarear el día y se levantó para seguir a la mujer que no logró alcanzar y que no sabe quién es, aunque le parece conocida.
Una vez aseado y vestido dio algunas vueltas en el cuarto y de nuevo recordó el tigre blanco del zoológico de Ciudad Zamora; luego se sentó en la cama y cuando, según su cálculo y los ruidos provenientes de la planta baja, Mercedes Concepción ya estaría regando las matas y hablando con ellas, bajó. Ella lo sintió bajar por la escalera y sin voltear a mirarlo le dio los buenos días y le ofreció café; Luis Eugenio le respondió con voz aplomada y ya con más entusiasmo le agradeció el café. Mercedes Concepción entró a la casa y al poco  rato salió con el pocillo de café humeante y, al dárselo, le dijo:
-Usted anda como alma en pena desde muy temprano.
Mientras sorbía un poco de café, los ojos de Luis Eugenio la interrogaron, pero ella le vio la vergüenza de sentirse descubierto.
-Sentí sus pasos y hasta su respiración nerviosa. Dígame, licenciado, ¿qué le quita el sueño?- a él, ese licenciado, le sonó más a burla que respeto.
-Muchas cosas. Tal vez porque tengo que acostumbrarme a este nuevo… hogar- no encontró mejor respuesta y eso le dio rabia.
Ella lo miró entre comprensiva y burlona, pero de inmediato se mostró como una consejera cordial no sin intenciones de que aquel hombre, que en un principio le pareció buena gente y algo extraviado, soltara sin reparos su verdadera historia.
-A mí me quita el sueño la vejez, sobre todo. A veces los malos recuerdos o lo cerquita que estoy de la muerte o los achaques, que no son pocos, pero a usted ¿qué le quita el sueño y lo agita como tigre enjaulado?
Ella lo miró a los ojos; Luis Eugenio vio en los de ella una revelación incipiente… ¿o un presagio?  ¿Era pura casualidad que lo comparara con un tigre enjaulado, tal como él se había sentido momentos antes? Ella sabía que Luis Eugenio era un muro, aunque ahora se sentía acorralado, que las palabras de cualquier excusa o mentira u ocurrencia del momento le explotaban en la cabeza y lo llevaban a una irresistible zozobra.
-No, licenciado, no lo estoy precisando, no le pido que cuente nada. Sólo quiero decirle que esta vida está llena de pendientes muy resbalosas y uno no debe andar por ahí dándose cipotazos y dejando el alma en cada esquina.
Ella se le acercó, volvió a mirarlo de esa manera que  él no sabía interpretar y lo dejaba saltando entre preguntas, y con ternura calculada tomó con ambas manos el pocillo vacío y entró a la casa, despidiéndose con un pausado hasta pronto.


Dos veces más estuvo en La Pradera, a la hora del almuerzo, antes de decidirse a volver a la Plaza de los Caídos: allí servían un menú de los más baratos de la zona: precedidos de caldos claros en los que a veces flotaban algunas lentejas, solían ser los contornos del plato principal abundantes en arroz o pasta que arrinconaban a la carne con papas o al pollo guisado o al bisté encebollado. Igual Luis Eugenio los devoraba como si se tratara de proezas culinarias de Sumito Estévez, pues para su gusto en la vida que ahora llevaba la mejor sazón era el hambre, esa hambre azuzada por el desasosiego y la soledad. En esas dos primeras veces que almorzó en La Pradera, sesteó en la barra con lentes de sol puestos para que no le vieran los ojos cerrados, los párpados aplomados, y hasta le pareció que en ambas ocasiones, por la resequedad de la boca, había roncado. La segunda vez, aunque lo recordó con mayor claridad más tarde, cuando intentaba dormir en su habitación, estaba montándose en el carro cuando se acercó a saludarlo Paulo Matías, quien fue su entrenador en la categoría juvenil de Los Montoneros, un brasilero que nunca llegó a hablar español y más se le entendían sus intenciones y gestos que sus palabras, y un día, de la noche a la mañana dejó el fútbol por una iglesia evangélica y volvió a su pueblo natal, quién sabe cuál en el inmenso Brasil. Algo le dijo Paulo Matías, pero no le entendió, y siguió caminando y  a los pocos metros se detuvo a auxiliar a alguien que yacía boca arriba en el suelo. Paulo lo palpaba de pies a cabeza y algo le preguntaba y luego una salmodia que parecía en portugués. Hasta ahí lo vio Luis Eugenio y volvió a La Pradera: con los ojos entreabiertos pudo ver a Chela, de frente, del otro lado de la barra, sonriente, burlona; en la silla de al lado, a su izquierda, estaba el hombre que la primera vez que estuvo en La Pradera le pidió que se hiciera a un lado para poder acodarse en la barra y conversar con Chela.
-Saludos, caballero- le dijo el hombre, mostrándole una sonrisa de pocos dientes.
-Saludos- respondió Luis Eugenio, reprimiendo un bostezo.
-El día está pesao, muy pesao- el hombre insistía en mostrarse amistoso.
-Pesaísimo… demasiado pesao.
-Para la pesadez y la llenura es bueno un tres pasitos.
-¿Y eso no es un veneno para ratas?
El hombre rió a carcajadas y golpeó varias veces la barra con la mano derecha.
-No, este es otro tres pasitos, la especialidad de Chela para cualquier malestar.
Luis Eugenio, aún adormecido, giró en la silla para quedar de frente al hombre, para que éste supiera que se lo tomaba en serio, y ya que se mostraba amistoso, aprovechar la oportunidad para no sentirse tan solo.
-Un chorrito de ron, uno de anís y uno de ginebra, y unas goticas de limón y soda… y vuelve a la vida- dijo el hombre, entusiasmado.
-Con eso, hasta un carro prende- se le ocurrió a Luis Eugenio.
El hombre rió con ganas, mostrando sus pocos dientes y palmeándose la barriga. Luis Eugenio seguía pensando en Paulo Matías imponiéndole las manos a alguien. Ya no le extrañaban esas “apariciones: desde hacía un tiempo, sobre todo después de que lo botaron del periódico y Emilia lo dejó, a cualquier hora del día, agotado o con unos tragos encima, le sobrevenían los ensueños.
-Si no le importa, acepte que yo le brinde uno, un tres pasitos- el hombre seguía mostrándose amistoso y con este ofrecimiento se lo confirmaba, aunque Luis Eugenio lucía como alguien que no estaba allí del todo.
-Si es su gusto- se limitó a decirle, aunque ya quería marcharse; quería volver a su habitación y tal vez a los ensueños, pero era inapropiado, incluso inconveniente, no aceptar aquella invitación.
El hombre se presentó extendiéndole la mano a Luis Eugenio, y al estrecharla sintió la fuerza y callosidad de esa mano del maestro de albañilería Humberto Moreno; le agradeció el trago, al que se aficionaría con la excusa de cualquier malestar físico, pero no quiso aceptarle un segundo: alegó que alguien lo esperaba, un compromiso de trabajo. Se despidió con la promesa de volver pronto y compartir con él, con Humberto Moreno, unas cuantas cervezas o unos tres pasitos.
-El próximo viernes por la tarde- dijo Luis Eugenio, y salió a la calle soleada, con la insistente imagen de Paulo Matías imponiéndole las manos a un hombre acostado boca arriba en una calle desconocida o quizás la combinación de algunas calles ya olvidadas.
Cuando empezó a manejar se dio cuenta de que el tres pasitos le había hecho efecto; se sentía ligeramente prendido, dueño de una alegre indiferencia.
Si eso es con uno, cómo será con varios.
Manejó a capricho, demorando la llegada a su solitaria habitación: bordeó los suburbios del sur de la ciudad, pasó muy cerca de esos terrenos, en antes camburales y cañaverales, invadidos por cientos de familias amontonadas en ranchos de tablas o láminas de cinc o de letreros de hojalata robados o recogidos en basureros. Luego buscó el centro de la ciudad, a esa hora con mucho tráfico, más por el desorden y por el hago lo que me da la gana que por cantidad de carros; tal vez por el tres pasitos le advino una actitud y una percepción pacientes y desprendidas: no lo alteraban ni el ajetreo ni el ruido ni el calor pegajoso. Estuvo tentado a pasar por la Plaza de los Caídos, pero no se decidió a hacerlo porque, supuestamente, a esa hora no estaría allí el doctor Jordán. Al salir del centro, manejó un rato más hacia el noreste con intenciones de llegar hasta el límite con los cerros que separan a San José de Tucupío de la costa central; pero volvió a sentirse amodorrado y sorteando colas y trancas, metiéndose por algunas calles apenas conocidas y por otras que por primera vez recorría, llegó al frente de la casa de Mercedes Concepción.
Al bajarse del carro sintió con desagrado la camisa empapada de sudor pegada a la espalda; halándola por el extremo inferior de atrás y con movimientos de asco convulsivo logró separarla de la espalda caliente y mojada. Apresurado abrió la reja de la calle y caminó hasta el limonero y allí se quedó unos minutos, abstraído en el cuadrado de las plantas consentidas de Mercedes Concepción, el de una yerba para cada para  cada padecimiento o malestar, según ella, hasta que el penetrante olor de tabaco y de incienso de mandarina mezclados, proveniente  del interior de la casa, le provocó ruidosos y sucesivos estornudos. Oyó risas y comentarios ininteligibles de varias personas, de voces femeninas en la sala, de seguro frente al altar de la Virgen de la Mercedes. Caminó hacia la escalera y la subió al trote, recorrió el breve pasillo casi a oscuras, entró a su habitación, se desnudó rápido, se puso un paño a la cintura, tomó la pastilla de jabón que temprano había dejado sobre la mesa de noche, casi corrió al baño estrecho y siempre húmedo: disfrutó el agua fría estrellándose contra la cabeza, la espalda y el pecho, alternadamente; por  un momento pensó en masturbarse aunque sea fantaseando con Chela o con la muchacha delgada y de sonrisa pícara, encargada de limpiar las mesas en la panadería El Sol, pero recordó a Emilia, su desnudez semipálida, su cadera ancha, sus muslos gruesos, sus tetas redondas y generosas, y se le revolvieron sentimientos de rabia, traición, arrepentimiento, vergüenza, venganza… ¿Quién puede echarse un pajazo así, con tantos sentimientos revueltos?

Salió del baño con un incipiente dolor de cabeza; entró al cuarto, ya oscuro, aseguró la puerta, se quitó el paño y lo tiró sobre la única silla, se dio cuenta de que había dejado la pastilla de jabón en el baño, pero no le importó a cambio de esa intimidad apresurada; se echó boca arriba en la cama, la mano derecha jugueteando con el pene, luego acariciándolo, subiendo y bajando el prepucio, pensando en una mujer indefinida, de rostro vago, pero no pudo excitarse: ahí estaba ese ligero e intermitente dolor de cabeza y también Paulo Matías imponiéndole las manos a alguien (ya no importaba quién podría ser ni tampoco el lugar), Emilia con sus hijas en una buena casa con el secretario de gobierno del estado Zamora, el doctor Jordán, escurridizo y sin interés alguno en volver a conversar con él. Y ya era de noche, con el penetrante olor de tabaco y el de incienso de mandarina mezclados, entrando como un gusano por la ventana del cuarto.

viernes, 22 de septiembre de 2017

El ardor de la sospecha (tercera entrega)

Ahí estaba el hombre de la plaza, sentado en el mismo banco a la sombra del frondoso mamón, en el vértice donde se bifurca la avenida Independencia. Luis Eugenio, con un periódico local enrollado bajo el brazo izquierdo, dudó en acercársele; recordó la hosquedad del hombre y esa mirada de altivez distraída, pero que cuando la fijó en sus ojos se sintió atravesado por un efluvio desconcertante. Al menos tenía un pretexto para hablarle: lo acicateaba la necesidad de conversar con alguien, porque, aparte de Mercedes Concepción, aunque aquella mañana se mostró atenta, estuvo de pocas palabras, ¿con quién más podía hacerlo?
Se le acercó, más por ese prurito de esquivar la soledad que por osadía, y se sentó al otro extremo del banco:
-Buen día- dijo, cauteloso.
-Buen día- respondió el hombre, sin voltear a mirarlo.
Se le ocurrió que el hombre, sin mirarlo, sabía que era él, como si le conociera la voz. Eso lo animó a decirle:
-Señor, qué bueno que vuelvo a verlo porque quería o, mejor dicho, quiero darle las gracias…
-Gracias por qué- lo interrumpió el hombre, mirándolo de reojo.
-Hace unos días pasé por aquí y le pregunté… ¿no recuerda?... por una pensión o casa donde alquilaran habitaciones…
-Sí, lo recuerdo.
-En la casa que usted me dijo…
-Sí, la casa de Mercedes Concepción- ahora sí miró a Luis Eugenio a los ojos.
-Había una habitación recién desocupada y pude alquilarla. Gracias, señor, de verdad.
El hombre, sin dejar de mirarlo, asintió con la cabeza; Luis Eugenio lo sintió como un gesto de cordialidad y por eso se atrevió a decirle:
-¿Aceptaría que le brinde un café?
El hombre sonrió detrás de una bocanada de humo del cigarrillo que acababa de prender.
-Si es su gusto- pero advirtió: No acostumbro a aceptar invitaciones de gente que no conozco.
-Lo entiendo.
El hombre se puso de pie y con cierto ánimo de cortesía, le dijo:
-Vayamos al único negocio de por estos lados donde hacen un buen café.
Luis Eugenio lo siguió hasta una de las panaderías inmediatas a la plaza. En el corto trayecto que los separaba de ella, varias personas saludaron al hombre con verdaderas expresiones de aprecio y respeto:
-¿Cómo está, mi dóctor?, buen día… Doctor, ¿cómo amanece?... Doctor, gusto en verlo.
Y así, otras similares.
Ya sentados en una de las mesas de la panadería El Sol, en una especie de terraza techada, aproximadamente metro y medio sobre el nivel de la acera, Luis Eugenio le preguntó:
-¿Usted es médico?
-No, abogado. Bueno, fui abogado laboral porque ya no ejerzo ni quiero saber nada de derecho ni de tribunales. Y si me lo pregunta por lo del trato de doctor que, como se habrá dado cuenta, me dispensan, no soy doctor. Pero como usted debe de saberlo, en este país todos los abogados somos doctores, aunque la mayoría sean analfabetos con título universitario- respondió con burla y un dejo de amargura regustada.
-Así es, doctor. Me consta.
-Manuel Felipe Jordán- extendió la mano.
-Luis Eugenio Manzo- contento, estrechó la mano ofrecida-. Soy periodista o comunicador social, como pretensiosamente se dice ahora. En realidad, era periodista.
-¿Era?- enfatizó un rictus de desconfianza.
-Sí, era. Suena raro, pero es así, doctor Jordán.
-No tiene por qué llamarme doctor…
-Lo hago por respeto y para seguir la costumbre de sus amigos y conocidos, si no le molesta.
-Entonces… era periodista- estaba claro que el doctor Jordán quería detalles.
-Sí, era, pero se trata de una historia algo complicada y tal vez a usted no le interese.
El doctor Jordán se levantó y con un gesto de discreción mal disimulado lo instó a seguirlo. Al salir de la panadería, le dijo a Luis Eugenio:
-Volvamos al banco de la plaza.
Luis Eugenio iba entusiasmado: le agradaba que ese hombre que de primeras le había parecido hosco, intratable, lo tomara en cuenta de una manera casi paternal.
Se sentaron en el mismo banco, esta vez un poco más cerca el uno del otro. El doctor Jordán encendió un cigarrillo y después de unas afanosas bocanadas, sorprendió a Luis Eugenio con estas palabras:
-Está bien, joven, estoy dispuesto a escucharte. Sé que necesitas hablar con alguien, quitarte un peso de encima. Voy a confiar en ti, como tú debes confiar en mí, si es lo que quieres, como si fuese un pacto, siempre y cuando tus confidencias no me expongan a ningún riesgo. Y también debo aclararte que por aquí no hay mucha gente en la que se pueda confiar, por no decirte ninguna. Y aunque te parezca petulante, considérame una excepción.
Luis Eugenio sintió vulnerada su desconfianza provinciana, de muchacho criado en un barrio donde el resentimiento, las drogas y las balas imponían la prudencia a quienes, como él, querían sobrevivir alejados de las cárceles y las guerras entre bandas; sintió que aquel hombre entraba en su vida como un predestinado porque en algunos de los hilos de su historia personal (de la vivida, de la aún no vivida, de la incipiente), ese encuentro entre ellos estaba prefijado en una conjunción que esa mañana se confirmaba. Y aunque en absoluto dado a ver en la vida, en su vida, la influencia de fuerzas o energías exaltadas y aprovechadas por el esoterismo mercantilizado y la soledad inllevable de casi todo el mundo, tuvo la certeza sin argumentos de que ese encuentro con Manuel Felipe Jordán era inevitable, y de nada le valdrían el recelo o el cuestionarse a sí mismo por tanta sinceridad con un extraño.
-Sí, era periodista, aunque mi título siga siendo válido, pero ya no puedo ejercer la profesión en ninguna parte, sin que nada ni nadie me lo haya prohibido legalmente. Y si buscara empleo en cualquier medio de comunicación de este país, al saber quién soy y de dónde vengo me cerrarían las puertas.
El doctor Jordán arrugó la cara y se le quedó viendo a Luis Eugenio con un gesto interrogativo. Luis Eugenio miró hacia la calle, sin fijarse en algo en particular, y pensó que estaba hablando de más, entrando en contradicción con la corazonada y los fugaces razonamientos de hacía pocos minutos; pero lo calmó recordar que era él quien le había buscado conversación, por soledad, por desarraigo, porque ya no tenía nada que perder.
-Ya llevo un poco más de tres meses viviendo aquí, en San José de Tucupío, desde que salí… me obligaron a salir de Ciudad Zamora. No tuve otra alternativa y ya ni sé por qué escogí esta ciudad. Tal vez porque también es tierra caliente o porque está en el corazón o casi en el corazón del país o porque –se le salió en ese momento- me tocaba encontrarme con alguien como usted… no sé.
-¿Y qué o quién o quiénes te impiden ejercer tu profesión?- trataba de indagar con cautela; ya esa situación con un joven llegado de repente a su vida se le pintaba con trazas de mucha rareza.
-Alguien o más bien algunos, creo, me lo impiden. No conozco a ninguno, no sé quiénes son, aunque sospecho de quiénes puede tratarse, pero sin saber sus nombres. Me llegan mensajes de texto a mi celular, por eso pensé cambiar de operadora y, por supuesto, de número, antes de mudarme para acá, pero supe que era inútil. No los puedo evadir. Siempre saben dónde estoy.
-¿Y por qué no te quedas sin celular? Y si necesitas comunicarte con alguien, usas algún teléfono público o uno de esos celulares que alquilan en la calle- pensaba como abogado, con estricta lógica, sin descartar que Luis Eugenio estaba loco.
-Eso parecería lo más sensato, pero, aunque usted no lo crea, un teléfono personal y al menos una dirección de correo electrónico me mantienen con vida, si es que quiero seguir viviendo. La excusa es que los tenga para comunicarme con mis dos hijas, con los amigos, si acaso me queda alguno, y con mi ex esposa, sólo en casos de extrema necesidad.
El doctor Jordán se levantó, dio dos pasos al frente y encendió un cigarrillo; Luis Eugenio creyó que se marchaba, pero el doctor Jordán dio media vuelta y lo encaró:
-Mira, joven, yo creo que vas a tener que contarme toda tu historia desde el principio, porque hemos llegado a un punto en el que no sé sí creerte o pensar cualquier otra cosa.
-Lo entiendo- bajó la cabeza; se sintió avergonzado.
-Sí, pero no será en este momento. Ya es casi mediodía y mi esposa me espera para almorzar. Ya somos viejos y tenemos hábitos y costumbres puntuales. Si te parece, nos vemos aquí mismo mañana, temprano, como hoy. Yo sólo vengo a la plaza por las mañanas.
-Está bien, doctor Jordán. Nos veremos mañana.
Luis Eugenio lo siguió con la mirada hasta que salió de la plaza y entonces se sintió solo, arrasado, pero en calma. Se dio a ver con regocijo a su alrededor, algo que muy rara vez “le pasaba”: cerca de él, un niño, de doce años tal vez, le lanzaba a otro, con movimientos de un Félix Hernández, una pelota de goma, que éste intentaba batear imitando el estilo de Miguel Cabrera; al otro extremo de la plaza, en un claro entre los árboles, diez liceístas, entre muchachas y muchachos, sentados en el suelo formaban un círculo y cantaban animados por el anís con jugo de naranja pasteurizado; en uno y otro banco, señoras y señores, algunos con bolsas de víveres a un lado, conversaban animados; entraba y salía gente de los restaurantes, los bares, las panaderías, las agencias de loterías, y en una y otra dirección se cruzaban los transeúntes y algunos se saludaban, y él, Luis Eugenio Manzo, sólo mirando y soportando el intenso calor de ese mediodía apenas atenuado por una brisa suave e intermitente que algo de curiosidad y de ver sosegado ha de haberle removido porque se acercó al Monumento a los Caídos como si lo viera por primera vez: lucía los estigmas de la arraigada negligencia nacional, mayor que el azote de los elementos,  en el óxido abundante y rayones en las figuras de hierro y en roturas adrede en la base y la columna de concreto en las que podían leerse variedad de obscenidades, mensajes de amor y ofensas anónimas escritas con marcadores de tinta indeleble; el irrespeto vandálico la había convertido en urinario para los malvivientes que invadían la plaza por las noches, y a pesar de eso Luis Eugenio asimiló el sentido trágico y conmemorativo que Antonio Ríos quiso darle a la juventud de un período de la historia del país, que muchos ya no recordarían y más lo ignoraban, y se le igualaba con el presente de otra generación que en nombre de otras ideas y otros reclamos, o más bien los mismos renovados y urdidos con otro discurso, también contaba con sus mártires estudiantes, vidas también segadas en plena juventud, carne de cañón de la demencia y las arbitrariedades de las luchas por el poder. Pero esas reflexiones, inusuales en él y sobrevenidas por una apreciación inesperada, no le ensombrecieron el ánimo.
Después de todo, comenzaba a no sentirse un extraño en San José de Tucupío y el comercio con el mundo le deparaba ocasionales ráfagas de contentura.


 Tres cuerpos, uno tras otro, en medio de la calle: dos niños y entre ellos un hombre de poca estatura: el primer niño y el hombre parecen estar muertos, el otro niño comienza a retorcerse y luego ya no es un niño y adopta una forma irreconocible mientras se retuerce y después es sólo una representación impresa del sistema circulatorio humano, despedazándose, y unos indigentes comienzan a recoger los pedazos y meterlos en un saco y le oye decir a uno de ellos que valen mucho. Él, o quien sea si no es él, logra tomar un pedazo; ve que allí está representada la mano derecha, lo dobla en dos partes, lo guarda apurado en el bolsillo de la camisa y huye. Ya no sabe dónde está, pero necesita encontrar al doctor Jordán: lo ve a lo lejos, en la isla de una avenida muy transitada; está hablando con un hombre alto y grueso que tiene a un niño tomado de la mano. Se acerca a ellos y le entrega la “mano derecha doblada”, después de sacarla con dificultad del bolsillo de la camisa, le dice al doctor Jordán que la guarde, que con él está más segura. El hombre alto y grueso dice algunas cosas sobre el niño, que debe protegerlo, y al oírle decir esto él corre sin despedirse.
Se sienta al borde de una acera alta, los pies apenas rozan el asfalto de esa calle estrecha y sombría; frente a él están dos mujeres y un hombre. No los conoce. El hombre tiene, arrollada bajo el brazo derecho, una estera de bambú, y apenas comienza a desenrollarla  cae una botella de güisqui o ron al piso y se va rodando hasta el otro lado de la calle y queda ahí en la pequeña zanja de un desagüe. Las mujeres ríen a carcajadas y el hombre lanza la estera a un lado y se queda inmóvil; él se levanta y va a buscar la botella, que no se ha roto, pero está agrietada y vacía, la recoge y cuando voltea para mostrársela a las dos mujeres y al hombre, ya no están. Pero debía buscar una biblioteca sin nombre, que podía reconocer porque sus columnas en obra limpia mostraban muchas manos marcadas en bajo relieve.
Las calles solitarias se alargaron demasiado y ya se oían los ruidos familiares en la cocina de Mercedes Concepción.


Dos mañanas seguidas (la de un viernes y la de un sábado) estuvo Luis Eugenio esperando al doctor Jordán en la plaza, y no apareció allí ni en ninguna de las panaderías cercanas. Supuso que su historia entrecortada, con sus omisiones deliberadas, lo había ahuyentado; quizás se mostró interesado por mera cortesía, pero temiendo que al conocer la historia completa podía verse involucrado, por más que nada lo relacionara con alguno de sus episodios.
Para no darse a más conjeturas ni sumar otro desencanto, buscó el carro que llevaba días estacionado frente a la casa de Mercedes Concepción: y ese sábado claro, caluroso, de sol recio, manejó por calles estrechas y muy transitadas hacia Los Galpones, zona industrial casi abandonada en algunas partes y en otras invadidas por los “sin techo”. Décadas atrás esa zona industrial había sido construida, por el gobierno de entonces, junto a una urbanización de edificios de cuatro pisos a los que, con los años, fueron agregándose en sus alrededores, como inevitable parásita o excrecencia urbana, ranchos de hojalata y madera, y entre ellos fueron prosperando algunas ventas de comida y de cervezas y misérrimas “casas de citas”. Una ancha avenida de dos canales en ambas direcciones sirve de límite entre la zona de Los Galpones y los confines del barrio 27 de Febrero: allí, en edificios fabricados en su mayoría por inmigrantes portugueses, abundan abastos, licorerías, bares, areperas, ventas de repuestos y de cambio de aceite de automóviles. Frente a uno de esos negocios, bar-restaurant La Pradera, fue donde Luis Eugenio encontró puesto para el carro: adentro, dos mugrientos ventiladores de techo procuraban ayudar a un acondicionador de aire, enorme y ruidoso, a refrescar el ambiente; la barra, larga, a la izquierda, de diez pasos de la entrada hasta el fondo del local, y a la derecha cinco mesas sin manteles y con incontables quemaduras de cigarrillos. A la mitad de la barra dos tipos alternaban bostezos ante los tercios de cerveza a medias y parecían alelados por una de las primeras telenovelas de la tarde en el televisor sobre una repisa de madera que desafiaba toda lógica de resistencia de materiales, en el rincón donde terminaba la escueta muestra de licores en otra repisa, pero ésta de un vidrio apaisado sobre tres pies de amigo de metal.
Luis Eugenio se sentó al final de la barra, cerca del televisor, dio las buenas tardes en voz alta, pero sólo le respondió la dependienta de la barra. Pidió una cerveza y aunque aparentaba ver la televisión, procuraba detallar el sitio y, sobre todo, a la mujer: cuando mucho, un metro sesenta, el cabello amarillo tostado y notorias raíces negras y lo llevaba recogido atrás con unas pinzas sobresalientes en forma de mariposa; era delgada, pero de brazos robustos y una barriga que, sin ser exagerada, estiraba la franelilla rosada que llevaba puesta, tanto como los senos; y completaban su indumentaria unos pantalones cortos al estilo pescador y unas sandalias plásticas de tiras muy delgadas, a punto de reventarse por los pies regordetes. Evitó fijarse en los tipos de la barra para no despertar malentendidos. Nada de inconvenientes; ya le bastaba con los que tenía encima.
Cuando la mujer le sirvió la segunda cerveza, le buscó conversación:
-Hoy está bravo el calor y ni una nube se le atraviesa a esa pepa e sol- sonrió con desgano.
-Así es y aquí ni ese aire acondicionado ni esos ventiladores ayudan mucho- dijo Luis Eugenio, señalándolos,
La mujer sonrió y dijo en tono burlón:
-Sabrá Dios y el portugués dueño de este negocio que esos aparatos están de adorno.
-Falta de mantenimiento- fue lo único que se ocurrió a Luis Eugenio.
-Pichirrería pura…
 Parecía querer explayarse en despotricar del dueño de La Pradera, de no ser porque dos hombres de morral terciado al hombro y recién bañados, como suele verse a los albañiles de grandes construcciones después de la jornada, entraron saludando con alegría de sábado por la tarde. Se sentaron en la barra, a la izquierda de Luis Eugenio, no sin antes mirarlo con descarada curiosidad. Le pareció a Luis Eugenio que uno de ellos le preguntó a la mujer de la barra por él, lo que Luis Eugenio atribuyó al común celo de lugareño o de cliente habitual, que en sitios como ese los extraños o gente de pasada despiertan desconfianza  y, en casos extremos, mezquina y agresiva territorialidad.
Luis Eugenio, como siempre hacía en situaciones similares, optó por dejarse llevar por su río interior de pensamientos y recuerdos, cada uno procurando ganar su atención plena, chocando unos contra otros en un imaginario estrecho o istmo de la conciencia, o como el caudal de un río que en su decurso encuentra repentinos estrechos en su cauce. Estaba en ese bar de suburbio, ahora con un pasado breve que iba del doctor Jordán y la Plaza de los Caídos a la casa de Mercedes Concepción; ya pasadas las cuatro de la tarde, estaba La Pradera lleno de hombres que en voz alta o gritando hablaban de loterías, de carreras de caballos, de mujeres o contaban chistes o bromeaban a costa de uno y otro de los presentes. Y aunque Luis Eugenio trataba de mantenerse en su río interior, conjeturando razones trilladas o rebuscadas respecto a la inasistencia del doctor Jordán a la plaza, pudo escuchar una variedad de apodos que allí se voceaban: Pelo e Muñeca, Jinete e Gato, Cristo e Yuca, Cabeza e Cachama, Mono Triste, Flor de Jamaica, Río Crecido, Pata e Gorila… Y un toque en el hombro lo devolvió por completo a la barra de La Pradera: un hombre de unos sesenta años (aunque para el cálculo de edades nunca había sido muy acertado Luis Eugenio) con mucho respeto le estaba pidiendo espacio para acodarse en la barra; Luis Eugenio arrimó la silla contra la pared del fondo y como pudo se acomodó sin quedar muy apretado y el hombre se lo agradeció con una leve inclinación de cabeza y una sonrisa ladeada. El hombre llamó a la mujer de la barra por su nombre, Chela, y ésta se acercó; el hombre le estrechó la mano y le habló con arrumacos y le sopló un beso.

Luis Eugenio se concentró en el televisor, en otro canal pero sin volumen: se abstrajo en las voluminosas mujeres en bikini bailando sobre la cubierta de un yate, cuyo centro era un cantante con sobrada pinta de malandro. Así estuvo viendo videos en MTV, sin oír la música, durante dos rones secos que tomó pausadamente, pasándolos con cerveza. Cuando pagó para marcharse se despidió de Chela como si la conociera desde hacía años.

viernes, 15 de septiembre de 2017

El ardor de la sospecha (segunda entrega)

En este ámbito, el hombre de la plaza, sin cordialidad afectada, lo acompañó a pie por varias cuadras y antes de seguir hacia otro lugar cuyo nombre no le entendió, le dijo:
-Ahora estarás en un sitio mejor y otra gente te acompañará en tu trayecto.
Luego se vio rodeado de perros y gatos callejeros; después se le acercó Emilia, espantando a perros y gatos y aunque parecía dispuesta a confiarle algo definitivo, se marchó en su carro por una calle empinada, hacia la izquierda, cuya punto más alto parecía el comienzo de un voladero; él supo que las otras dos calles, la del centro y la de la izquierda no le convenían, ni a ella ni a él; aquella calle terminaba en una encrucijada.
Nadie puede separarme de las decisiones que tomo. ¿Se lo dijo alguien o lo pensó él? No lo supo… ni lo sabría.
¿Era o no el cielo de Ciudad Zamora, de clarísimo azul sobre las copas de esos árboles de hojas de verde oscuro y frutos parecidos a cemerucas, pero más grandes?
Y se quedó en la orilla del dique seco en cuya arena negruzca y picosa se revolcaban unos perros de patas muy largas y ojos desorbitados. Él prefirió mirar hacia la cortina grisácea de la ciudad más cercana, pensando en las palabras del hombre de la plaza.


El hombre de la plaza tenía razón. Ahora era otro su lugar; más nunca podría volver a Ciudad Zamora, ni siquiera podría salir de San José de Tucupío y, por miedo, ni escondido ni disfrazado se atrevería a hacerlo.
En Ciudad Zamora estaban Emilia y sus dos hijas; pero Emilia no quería saber nada de él y había conseguido apartarlo de sus hijas, aunque no era esa la única razón de ese distanciamiento forzoso. Eso se veía venir desde que Emilia comenzó a trabajar como asistente del secretario de gobierno de Zamora: hacía tiempo que ella quería separarse de él.
Y todo se precipitó por una pregunta, esa pregunta soltada sin malicia, sin doble intención (al menos él estaba convencido de ello): una pregunta que sólo pretendía animar una conversación, dejar abierta otra posible causa de lo que llevó a Isnardo Salas a hacer lo que hizo -hasta en la intimidad de su pensamiento le costaba llamar a aquello por su crudo e irrefutable nombre.
Fue en una reunión en el salón de fiestas de la sede regional del colegio de periodistas. Ya no recordaba cuál de sus colegas sacó a relucir el caso de Isnardo Salas, pero sí recordaba que Xiomara Abreu, de la emisora Ondas Zamoranas, argumentó que le parecía correcto que el gobernador hubiese exigido retractarse al corresponsal de un periódico de la capital  por el titular amarillista en la página de sucesos: Diputado “endemoniado” mata a su esposa, a sus dos hijos y luego se suicida. Xiomara Abreu juzgó irrespetuoso tildar de endemoniado a Isnardo Salas. Nunca olvidaría Luis Eugenio el tono categórico y altanero de Xiomara Abreu:
-Aunque condenable lo que hizo Salas, la investigación determinó que a ello lo llevó una profunda crisis depresiva que tuvo su origen cuando se le diagnosticó una enfermedad terminal.
Entonces, después de unos momentos de silencio, que ahora Luis Eugenio percibía cargados de miedo, se le ocurrió a él preguntar:
-¿Y será ésa la verdadera razón de lo que hizo el diputado Salas?
El silencio, el vacío, el aislamiento fueron inmediatos. No se habló más del asunto: los tragos ayudaron a preferir los chistes procaces y los comentarios insulsos sobre modas y aparatos de última generación. Y para Luis Eugenio comenzaron los golpes bajos, sucesivos, certeros.


 Al Luis Eugenio bajarse del carro, ella lo miró por encima de la mata de poleo; él avanzó hacia la puerta de la verja; ella salió de entre las matas, dejando caer la manguera de la que apenas salía un hilo de agua: ahora Luis Eugenio se daba cuenta de que entre el espacio encementado del garaje y la entrada principal, detrás del limonero recostado de la verja, había un cuadrado de tierra en cuyos ángulos estaban plantadas sendas zábilas, en el centro el poleo y en torno a éste, sin orden aparente, alguna matas de rompepiedras o flor escondida, cariaquito morado, malojillo, oreganón y coquetas.
Sin quitarle la mirada a Luis Eugenio, Mercedes Concepción abrió la reja de entrada con dos vueltas de llave y halándola con firmeza: Mercedes Concepción, de mediana estatura y tal vez de ochenta o más años, morena clara, rasgos aindiados, cabello negro largo, sin una cana, recogido en cola de caballo, lucía un vestido a media pierna de flores como calas y aves del paraíso rojas, anaranjadas y amarillas sobre un fondo azul marino.
-Usted debe de ser el señor interesado en la habitación.
Luis Eugenio sintió esas palabras como un fluido ligero entre los dientes parejos y amarillentos y los labios delgados y pintados de rojo de Mercedes Concepción.
-Sí, señora- en ese momento notó que el taller de motos y bicicletas estaba cerrado y la calle más sola.
Con un gesto de exagerada cortesía y risueña cordialidad lo invitó a pasar, al tiempo que le entregaba dos llaves en un aro de metal.
-Suba y véala- le señaló la escalera externa-. La llave rojiza es la de la puerta de entrada a la segunda planta, y la otra, la de la tercera habitación a la derecha, junto al baño- sonrió y agregó con picardía: Si le gusta le doy la tercera llave.
A menos que el techo estuviese lleno de troneras y hubiera unas cuantas ratas bailando como caballos de un circo y el colchón de la única cama fuese mansión de ladillas o garrapatas, no la habría alquilado: apenas entreabrió la puerta, supo que estaría allí un buen tiempo, y le agradó que el piso rojizo de cemento pulido oliera a una penetrante mezcla de cloro y desinfectante perfumado. Además, Mercedes Concepción, ya esa primera vez, le hizo sentir el agrado que depara un paisaje tranquilo y de fresco verdor, que fue con los días dejándole comprender que no se trataba de una sensación momentánea y caprichosa: algo en ella, y también de su casa, lo acercaba a un asombro sin razón, despertaba en él algo relegado.
Después de la inmediata aprobación de Luis Eugenio, Mercedes Concepción lo invitó a tomar café en la sala de la casa: allí, mientras ella estaba en la cocina, Luis Eugenio se sintió cómodo en una de las butacas negras del juego de recibo, en ese espacio apenas iluminado por los rayos de luz que se filtraban por las rendijas de las persianas de las dos únicas ventanas, una al frente y otra hacia el lado del garaje; se fijó en las fotografías retocadas de, como supo después, la madre y los tres hermanos; en un rincón, entre el sofá de tres puestos y la otra butaca, sobre una mesita redonda, cubierta con un paño púrpura tejido, una imagen de la Virgen de la Mercedes, rodeada de ocho palomitas blancas de cerámica de molde.
Tomaron el café aguarapado y comieron galletas de avena preparadas por ella misma; Luis Eugenio no supo bien por qué, a ratos concentrado en el rápido brillo de una pulsera de plata en la muñeca izquierda de Mercedes Concepción, respondió a precisas y discretas preguntas sobre su vida; cerraron el trato en los términos acordados y ya en la noche de ese día Luis Eugenio Manzo ocupaba con sus pocas cosas su nuevo refugio.


 Desde siempre de poco dormir y de menos aún cuando por diferentes medios le llegaron amenazas anónimas, en las que la heteróclita polisemia del verbo joder podía incluir el asesinato, se dedicó a atender el silencio y los sonidos nocturnos. Supo entonces que, aparte de haber padecido una lamentable desatención, el silencio no es igual en todas partes ni a todas horas; el silencio no es único: hay muchos silencios en el mundo, quizás como tantos sonidos: el silencio de la pausa del canto de los grillos, el silencio que sigue al detener una rata su paso rápido y sigiloso, el silencio entre los ladridos de los perros, el silencio después del alargado y veloz estruendo de un motor de carro o moto, el silencio de la noche de luna llena, el silencio después del aguacero, el silencio de una despedida, el silencio de cierta música… el silencio que recién había conocido, el del aislado, el del renegado cuya vida corre peligro. Por eso se aquerenció  con los sonidos y el silencio nocturnos en casa de Mercedes Concepción: el silencio de la sala y los sonidos que le llegaban desde la cocina, como el de aquella primera vez mientras ella montaba el café; y le gustó el silencio de su primera noche allí, en una de las tantas casas del barrio Libertador de San José de Tucupío.
Ahora vivía el silencio y las voces gárrulas de quien no tiene con quien hablar, evitando recordar a Emilia, la “traición de Emilia”, como resumía su divorcio de ella en su fuero interno. Luis Eugenio volvió a preguntarse, como desde hacía un año, ¿qué haría con sus huesos, con su cadáver adelantado?: le urgía hacerse una rutina, alterable de vez en cuando; le urgía hacer amistades, así fuese de necios y de conversaciones banales.
Ahora el único silencio era el que precedía y seguía a sus preguntas, a su voz desterrada, a su voz confinada a otra ciudad que no era la suya.
Al amanecer, su primer amanecer en casa de Mercedes Concepción, lo sacaron de sí mismo o lo despertaron (no estaba seguro) el alboroto de los pericos y de las guacharacas en los árboles de los patios del vecindario, el canto inmemorial de los cristofués, los graznidos de los torditos, los perros ladrándole con hambre a la mañana.


 Como si lo estuviesen vigilando, al levantarse de la cama recibió un mensaje de texto en el celular, el cual, por cierto, nunca debía apagarlo ni dejar que la batería se descargara: El campeonato sigue y aunque cambie el manager, las estrategias y los jugadores del equipo son los mismos. Era de suponer lo que querían decirle desde ese número desconocido, de suscriptor anónimo, del cual nunca recibió respuesta las pocas veces que se atrevió, sólo al principio, a llamar o dejar un mensaje escrito.
-¿El manager?, ¿otro manager? ¿A quién será que no le conviene la verdad? Total, que en paz descanse el que fue el diputado Isnardo Salas... y a mí me jodieron la vida.
¿Adónde llevaría esa mañana a su cadáver adelantado? ¿Por dónde pasearía sus huesos? Buscar al hombre de la plaza le pareció la mejor alternativa (era la única, pero aún le quedaban restos de autoengaño), al menos para agradecerle por ayudarlo a conseguir una nueva residencia: una buena excusa para salir y hablar con alguien.
Cuando salía, poco antes de las ocho, estaba Mercedes Concepción en el pequeño jardín de la entrada hablándole a las matas y regándolas con un delgado hilo de agua que salía de una manguera verdosa bastante tostada por el sol y los años. Se dieron los buenos días y ella le ofreció café. El rato que ella tardó en buscarlo en la cocina, Luis Eugenio vio las palabras del mensaje recién recibido serpenteando entre el malojillo, el oreganón, las zábilas, el poleo y el cariaquito y luego subieron al limonero y se enrollaron en una de las ramas. Al sentir los pasos de ella, a sus espaldas, volteó a mirarla y ella le entregó el pocillo con el café humeante, brindándole una sonrisa igual a la de alguien con quien alguna vez soñó, ¿o la misma de esa mujer que no conoce y se le ha presentado en muchos sueños, casi siempre al borde del amanecer?

Se tomaron el café en silencio: él, ensimismado, y ella mirando y acariciando las matas; después ella siguió regándolas y canturreando algo que a Luis Eugenio le pareció más un rezo y él salió decidido hacia la Plaza de los Caídos, a pie, dejando el carro para salidas hacia lugares más distantes.

viernes, 8 de septiembre de 2017

El ardor de la sospecha (primera entrega)





En la mayoría de los casos, uno no sabe nada.
Juan Sánchez Peláez.

¿Realmente existo?
Y, en verdad, ¿llegará la muerte?
Ossip Mandelstam


En la perplejidad del destierro encontraré un camino.
Rafael Cadenas




Mario Amengual



En San José de Tucupío son raras esas mañanas en que algunas nubes densas y blanquísimas y otras grisáceas matizan la intensidad del sol; son raras esas mañanas frescas y brisadas que invitan a caminar. Y eso sintió, una de esas mañanas, Luis Eugenio Manzo al apenas salir de la pensión donde se hospedaba, hacía un poco más de tres meses, cuando salió para siempre de Ciudad Zamora. Después de desayunar en la misma panadería de todos los días, se echó a andar con calma por la avenida Independencia hacia el norte; ganado por una alegría y una serenidad gratuitas, sin razones aparentes, le pareció que comenzaba a encariñarse con esa ciudad que antes sólo conocía de nombre y ni siquiera se había animado a visitarla. Siete cuadras más adelante se encontró ante la bifurcación de la avenida en uno de los vértices del triángulo equilátero que es la Plaza de los Caídos: cruzó la calle hasta ese vértice y ahí se detuvo a mirar con detalle: bastante sombreada por mamomes, mangos, ficus, caujaros, una ceiba altísima y entre ellos ya eran altas algunas palmas cola de pescado; en el centro de la plaza, sobresaliente, el Monumento a los Caídos, en memoria a los estudiantes revolucionarios muertos en protestas contra ominosos gobiernos del pasado: una recia estructura con base y una ancha columna de concreto, ésta como fondo, y tres figuras de hierro que muy bien había equilibrado el escultor de origen español Antonio Ríos: una enfurecida figura humana de edad indefinida arrojando una piedra y otra, de rodillas, tomando entre sus brazos a un compañero mortalmente herido; pero, a pesar del fervor revolucionario que inspiró a su autor, de la gravedad del asunto reseñado y de la mucha admiración y ponderación de esa obra por las autoridades locales y los críticos de arte de todo el país, el humor callejero, sin reparar en la dignidad  heroica conferida por el nombre de ese monumento a la plaza, consagró a ésta como la “plaza de las palomas caídas” o sólo de “las caídas”, por la cantidad de viejos que desde su inauguración ocupan sus bancos durante el día. Cuando Luis Eugenio supo de esa irreverente nominación, le agradeció una vez más al destino por haber nacido en un país en el cual su gente ha solido encontrar ante la adversidad y la veneración el resguardo de sus ocurrencias; pero ahora le complació conseguir puesto en un banco que sólo ocupaba un hombre de unos setenta años, trigueño, escaso cabello y bigote entrecanos y una mirada de inquietante melancolía. Lo saludó Luis Eugenio con un buen día susurrado y se dio a pensar en un tema para buscarle conversación a aquel hombre que, de buenas a primeras, parecía intratable. Se le ocurrió preguntarle si sabía de alguien que alquilara habitaciones o de alguna pensión cercana, pues en el poco rato de estar allí le agradaba la zona; se veía muy animada, al parecer casi todos los viandantes se conocían entre sí y alrededor de la plaza una buena cantidad y variedad de establecimientos comerciales que hacen más llevadera la vida citadina: dos panaderías, dos abastos, tres restaurantes de menú barato, una licorería, tres bares, dos ventas de empanadas y arepas, tres agencias de loterías y una lavandería.
-Disculpe señor, ¿usted vive por aquí?- se atrevió, por fin, en tono suave y de exagerada cortesía.
El hombre volteó a mirarlo, y después de unos segundos de recelosa observación, respondió con una pregunta, hosca y tajante:
-¿Y cómo para qué quiere saberlo?
Desde los días en que fue interrogado una y otra vez por policías de Ciudad Zamora y de, por lo menos, ocho agentes de la Policía de Seguridad Nacional, Luis Eugenio  no había recibido un trato tan poco amigable, pero no se dejó llevar por malos recuerdos y prefirió mantener el tono cortés y no perder la compostura.
-Es por si usted podría decirme si sabe de alguien que esté alquilando una habitación… llevo poco tiempo aquí, no conozco a nadie y quiero mudarme de la pensión donde estoy ahora… no me gusta el ambiente de ese lugar… por aquí se ve más tranquilo- Luis Eugenio se sintió titubeante, inseguro, aunque, en verdad, ya no estaba mintiendo.
Y aunque todavía se le notaba la desconfianza, al hombre le cambió la expresión del rostro a un aire más cordial, y después de encender un cigarrillo y ponerse de pie, sin mirar de frente a Luis Eugenio, dijo:
-Que yo sepa, quien alquila habitaciones por aquí es la señora Mercedes Concepción. Tres cuadras más arriba- señaló hacia la vertiente izquierda de la avenida, hacia el noroeste- cruza a la izquierda y a la cuadra y media, junto a un taller de motocicletas, está su casa. Es lo más que le puedo decir.
-Gracias- apenas alcanzó a murmurar Luis Eugenio, porque el hombre se fue y lo vio alejarse hasta que entró a una de las panaderías.
Y sin que mediara evocación alguna, se sintió como el día en que sus colegas periodistas del estado Zamora le hicieron un vacío de indiferencia unos y desprecio otros en la última fiesta de El Zamorano a la que asistió, pocas horas antes de que un mensajero apenado y nervioso le entregara la carta de despido: una carta impersonal y casi ofensiva firmada por el director de recursos humanos. Y ya no era un sueño estar paralizado de miedo ante un embalse inmenso, cenagoso y en buena parte cubierto por una bora de hojas exageradas y cortantes; ese embalse que tal vez le venía de pesadillas de la infancia y que se le hizo nítido y más temible desde el mismo momento en que su nombre quedó unido al fin de Isnardo Salas. Pero Luis Eugenio, sacudiendo la cabeza como un boxeador ganoso de gloria, se apartó de ese embalse recurrente y de algunos recuerdos detallados con morbo y por demasiado tiempo en su irremediable insomnio, y volvió a la Plaza de los Caídos de San José de Tucupío y se tomó en serio lo de buscar una nueva habitación “donde arrinconar su carne y sus huesos” (nunca recordaba de cuál libro o canción había tomado esa expresión tan fúnebre), y se enfiló a buscar la casa de Mercedes Concepción.






Aquel vecindario, poco comercial y poco transitado, al menos a esa hora, le resultó menos vivaz y por eso más tranquilo y ajustado a lo que ahora pretendía: uno de esos barrios que van formándose por una larga lucha contra la pobreza y con el esfuerzo y habilidades de sus propios habitantes. Se detuvo frente a la casa indicada por el hombre de la plaza, al lado del taller de motocicletas y también de bicicletas, como pudo constatarlo en ese momento. Un muchacho del taller, aunque afanado buscándole el espiche a una tripa de bicicleta, sumergiéndola parte por parte en un tobo con agua, se le quedó mirando de reojo cuando Luis Eugenio, a la sombra de un tupido limonero, se recostó de una de las columnas de la verja de la casa. Sin importarle la mal disimulada e indiscreta desconfianza del muchacho, antes de llamar a la puerta se puso a detallarla: le calculó unos quince metros al frente, separado de la acera por rejas, entre cuatro delgadas columnas de concreto, de tubos cuadrados, rematados en puntas de lanza y asentados sobre un pretil de un metro de altura; una puerta angosta para las personas y otra ancha y corrediza para dar paso a un carro en el único puesto de estacionamiento; una segunda planta, con techo de acerolite y acceso por una escalera externa de metal, construida seguramente mucho después de la de abajo, con cuatro ventanas en arco de medio punto y las hojas de éstas con vidrios esmerilados azul oscuro y anaranjado, le daban, según Luis Eugenio, un aire de tiradero de carretera; y ya se disponía a detallar el breve jardín, entre la planta baja y la verja, cuando del taller salió un hombre de unos cuarenta años, trigueño claro, un poco más de 1,60 de estatura, de brazos fibrosos y rasgos aindiados, cuya indumentaria de trabajo (botas escarapeladas y quién sabe qué color  tuvieron algún día, yines mugrientos y ahuecados en las rodillas y los bolsillos) estaba coronada con un sincretismo de dos iconos deportivos del mundo globalizado: una gorra de los Yanquis y una franela del Barcelona, ambas curtidas de grasa mecánica y seguramente de la de empanadas y arepas rellenas de diversos guisos.
-¿Qué se le ofrece al señor?- le preguntó a Luis Eugenio en un tono que tenía más de amenaza que de trato servicial.
Sin asociación aparente recordó la expresión y la actitud del subdirector de El Zamorano cuando le notificó que de la sección de política “se decidió” transferirlo a la de deportes, “para inyectarle experiencia y oficio a esta sección”.  ¿A cuenta de qué le venía a la memoria la cara de hipócrita inexperto del subdirector con la del tipo que ahora se le plantaba enfrente con cara de intimidarlo? Algo muy dentro de él lo sabría.
-¿Me decía?- preguntó el hombre ante la alelada tardanza de Luis Eugenio en responder.
-¡Ah!, disculpe… es el calor que me tiene lento. Me dijeron que aquí alquilan habitaciones- señaló la casa.
-Así es- dijo el otro, ya con voz más relajada y esbozando una incipiente sonrisa comercial y luego le extendió la mano a Luis Eugenio, quien se la estrechó aún pensando en el subdirector de El Zamorano, y se presentó: Omar Concepción, sobrino de la señora Mercedes Concepción, dueña de la casa.
-Luis Eugenio Manzo- murmuró, volviendo al momento y al lugar donde estaba.
-Señor Manzo, justamente no hace ni una semana que desocuparon una habitación. Sí, un colombiano que volvió a su tierra por una herencia, según le dijo a mi tía, pero yo creo que –sonrió con malicia- o salió huyendo de la justicia o de una mujer.
Toca decir que, a veces, aquello que consideramos suerte, buena suerte, por la satisfacción inmediata de una necesidad o capricho o deseo, a la larga es sólo parte de la trama del destino, sin importar el equilibrio entre las adversidades y las venturas, y sólo dependerá del individuo la comprensión de esas vicisitudes y ganar o perder es cosa del momento: el destino puede urdirse sin pretender resultado alguno, si entendemos que el desenlace favorable o desfavorable no son las únicas opciones, y más allá de ellas está, sea en una simple vida humana o en el universo, el equilibrio. Y ello viene al caso porque Luis Eugenio consiguió de una ocurrencia, de un pretexto para buscarle conversación a alguien para distraer su soledad, un nuevo lugar donde vivir sin pasarle por la cabeza que, como en una partida de dominó o de barajas, iniciaba una nueva mano.
Luis Eugenio estuvo de acuerdo con el monto del alquiler y las condiciones de pago, sin siquiera haber visto la habitación que ocuparía. Omar Concepción le dijo que debía esperar tres días, cuando llegara la tía Mercedes, para entrar a la casa, ver la habitación y cerrar el trato, porque él no estaba autorizado para hacerlo.
-Por más que yo le diga lo que le he dicho y usted esté de acuerdo, mi tía tiene la última palabra. Ella tiene que conocerlo y con solo verlo, aunque usted le cuente su vida desde que nació hasta hoy, ella verá en usted lo que le interesa saber.
-Está bien, así será- aceptó Luis Eugenio la enigmática aclaratoria.

En eso quedaron y Omar Concepción volvió a su taller y Luis Eugenio a su cuarto en la pensión del centro, a terminar de pasar el día resolviendo crucigramas de periódicos viejos y a ratos viendo alguna serie de televisión.

Horror por el tiempo: Juan Gabriel y María Zambrano

  Mario Amengual De inmediato, lo sé, el título que encabeza esta página apresurará juicios negativos o un rápido e indiscutible rechazo: ...