martes, 8 de enero de 2019

Notas desde el barranco (VIII)


  Casa por cárcel en la Venezuela revolucionaria

De la serie Salidas de emergencia, Laura Díaz Millán


Sin haber cometido ningún delito, por el solo hecho de ser ciudadanos (si acaso algo de ciudadanía nos queda) de un país saqueado y secuestrado por una minoría desquiciada, no somos pocos los que hoy tenemos la casa por cárcel. Puede parecer exagerada esa afirmación, pero los testimonios al respecto abundan y no, precisamente, por la inseguridad en las calles (que la hay y mucha), sino por los bolsillos arruinados y las cuentas bancarias pulverizadas, y además, para el padecimiento de muchos, el pésimo y apenas existente servicio de transporte público.
Y cuando se habla de libertad o libertades en relación con la economía se piensa en grandes inversiones, grandes empresas, seguridad jurídica y libre competencia, pero poco o nunca se piensa en el individuo o en los individuos: nada más y nada menos que los sujetos beneficiarios de la prosperidad económica de un país, al menos en un verdadero propósito (no mera declaración ni ideal siempre postergado) en un mundo más justo y equitativo. La libertad económica en esos sencillos y elementales términos bien puede ir de consuno con la libertad de pensamiento y por eso los socialistas, más que los capitalistas, se encargan de empobrecer al pueblo para mantenerlo sometido: así de simple es el caso venezolano. El socialismo a la cubana, impuesto en Venezuela, no requiere mayores indagaciones para saber que una minoría más militar que cívica vive por y entre privilegios, muy por encima de una mayoría depauperada y cada vez más dependiente de las migajas que, entre discursos patrioteros y de altisonante y falaz justicia, con burla solapada le arroja la banda enquistada en el poder. Una frase común y lapidaria lo resume: el socialismo es para los pendejos.
Ningún consuelo religioso ni trascendental es suficiente para atenuar los sinsabores de la pobreza y de su inseparable hermana, el hambre. Por eso, no pocas veces el siglo XX y el que ahora corre llevan a asociarlos a una nueva Edad Media (y recuerdo las crudas descripciones de la Europa medieval de Michelet en La sorcière), sobre todo en aquellos países en que el dogma religioso o político hace de la vida un historial de padecimientos en nombre de un venturoso futuro que nunca llega… ni llegará, porque el sustento de esas demencias, de igual origen psíquico con distintos nombres, es lo irrealizable y una excusa que justifica un presente inllevable y soportado a duras penas por la pura voluntad de vivir.
Se me ocurre que toda libertad, incluida la económica, amerita una sacudida a ciertas palabras que suelen ensalzarla y acompañarla: devolverles su sentido original (algo y mucho en esos términos ha dicho Cadenas recientemente). Y en cuanto a la libertad económica, buena parte de la humanidad ha de empezar por darle franqueza a su relación con el dinero en cualquiera de sus formas. Demasiada hipocresía de justos y pecadores, por decirlo de alguna manera, contaminada de culpa y afán de poder, han hecho del dinero una especie de cosa maldita que nadie deja de amar en lo más íntimo de su ser. Por algo Bertrand Russell, que filosofaba sin andarse por las ramas, afirmó en Los caminos de la libertad, con sobrada perspicacia y sentido común: Cualquiera que observe cuántos de nuestros poetas han sido hombres de fortuna personal, se dará cuenta de cuánta capacidad poética ha quedado sin desarrollar a causa de la indigencia, puesto que sería absurdo suponer que los ricos están más dotados por la Naturaleza de capacidad poética. Bastante al respecto dijeron Cervantes y Villon, que padecieron la pobreza, y Swift que supo condolerse y abogar por quienes la padecían.

Mucho puede volar el espíritu y mucho ha alcanzado de la mano con el genio y la imaginación, pero por el paraíso celestial y por los de ahora, los muy prometidos, los terrenales, se sigue haciendo de la Historia una larga noche de insomnio (como dijo Derek Walcott) y en la nefasta realidad creada por la ficción política hamponil de Venezuela nos tienen a muchos en la casa por cárcel.

sábado, 5 de enero de 2019

Apuntes a partir de algunas ideas de D. H. Lawrence




Si lo pensamos, advertimos que nuestra vida consiste en ese logro de una relación pura entre nosotros y el universo viviente que nos rodea[1].
Son pocos los que piensan, menos los que advierten. Repetimos unas cuantas ideas desgastadas y sin aliento acerca del mundo y de nosotros mismos. Siempre tenemos a mano algo o a alguien para culparlo de nuestros males. Preferimos huir o despotricar de lo que nos asedia, antes que detenernos y reflexionar, como pedía Keats.
Nos refugiamos en un círculo de complacencia y resistente orgullo. Las cosas sólo están para ser utilizadas, nosotros vivimos para la satisfacción de alcanzar metas. Todo lo conocemos: no hay secretos ni misterio. Cargamos "verdades" disecadas y prejuicios cegadores. Somos (o no creemos) demasiado inteligentes, pero la rutina es una batalla y la vida nos parece tan aburrida que saltamos de una distracción a otra. Cercamos la atención; casi siempre nuestra risa es un quejido disfrazado; procuramos, cada vez más, no sentir nada; desoímos las voces de nuestro lado oculto.
Cualquier hijo de vecino dice: tengo una mujer, tengo hijos y buenos amigos que me quieren y yo les correspondo ese "amor" que sienten por mí. Se siente dueño de otras personas o, en el mejor de los casos, apoya su "afecto" en la afinidad de creencias y prejuicios que mitigan su desazón. Hoy resulta rarísima la relación (si así puede llamársele) nacida de algo más allá de cualquier lema o norma de cofradía: nos sostiene la complicidad. No miramos el destello que podemos provocar: nos refugiamos porque, aunque no lo aceptemos, nos rige el extravío.

Es la relación con la mujer y con mis prójimos lo que hace de mí un río de vida[2].
Sobre el lecho de un río muerto construimos el mundo del ideal económico, de la competencia mercantil, de los deseos infatigables.
Oigo a esa mujer de espíritu bélico, ponderar su autosuficiencia y su capacidad "viril" de trabajar. Dice, no sin malicia:
-Me gusta vivir sola. Puedo pasarla muy bien sin un hombre, salvo cuando mi cuerpo necesita uno de ellos para aplacar el instinto.
Oigo también a ese hombre de "ideas liberales" condenar a las mujeres:
-Son necias, nada inteligentes y se empeñan en quitarme mi libertad.
Ambos bandos, de algún modo, tienen razón. Pero... ¿por qué tantos reproches?, ¿por qué tanto afán de libertad?, ¿acaso no podemos unirnos a alguien, sin que tarde o temprano, nos volvamos un estorbo el uno para el otro?, ¿de dónde sale tanto resentimiento?
¿No estaremos confundiendo libertad con egoísmo? Roto el equilibrio entre los sexos, una fuerza destructiva nos mueve. Hemos perfeccionado la capacidad de disimular nuestras debilidades en favor del ego acorralado, urdidor de respuestas elusivas. Astutamente defendemos posiciones ganadas para esquivar lo inmediato y los verdaderos conflictos. Respondemos al llamado del alma con una declaración guerra.
Los escritos de Lawrence, igualmente cuando se refiere a otros aspectos del ser humano, apuntan hacia otra dirección.
Una mujer es una fuente viva cuyas salpicaduras caen deliciosamente a su alrededor sobre todos los que se acercan. Una mujer es una extraña y suave vibración de respuestas. O bien es una vibración disonante, chirriante y dolorosa, que avanza y lastima a todos los que se ponen a su alcance. Y el hombre, lo mismo. El hombre, ya que se mueve y tiene existencia, es una fuente de vibración vital que se estremece y fluye hacia alguien, de modo que se integra un circuito y hay una suerte de paz. O bien es una fuente de irritación, disonancia y dolor, que daña a todos los que están próximos a él [3].
Y nosotros hemos preferido ser fuentes de irritación: basta con ver un poco para darnos cuenta de ello. Pese a que poseemos todas las llaves, solemos pisotear el más mínimo brote de vida. Perdida toda capacidad de asombro, vivimos en el desencanto y sin cesar ofrendamos víctimas a los dioses de la destrucción.
Hay que cambiar el mundo. Hay que cambiar el país. Hay que cambiar la sociedad. Hay que cambiar el sistema.
Ese “hay que”, así despersonalizado, nos delata.
Políticos y sacerdotes de todas las tendencias, día tras día hablan del cambio. Frases que lo reclaman nunca faltan en las paredes de las vías públicas; abunda la bibliografía sobre el tema. Ahora bien, ¿quién anda mal?, ¿qué es lo que debemos cambiar? Lawrence, esquivando las trampas de las apariencias y rebasando un montón de teorías, nos dice:
¿Dónde radica, pues, el mal? En el sistema. Pero con esto no se dice nada. Después de todo, el sistema sólo es fruto de la psique humana, de los deseos humanos. Gritamos y culpamos a la máquina. Pero... ¿quién demonios hace la máquina, sino nosotros? Y todas las alteraciones del sistema, sólo son modificaciones en la máquina. El sistema está en nosotros, no es algo externo. Pues bien... sólo podemos culparnos a nosotros mismos y no hay nada que cambiar salvo dentro de nosotros [4].
Creo que no pocos estamos hartos de oír los monótonos discursos de los políticos y las proposiciones de los intelectuales acomodaticios. Sobran las formas de salvación, las explicaciones detalladas, los argumentos irrebatibles: nos regodeamos en el papel de víctimas. Hablamos de la pobreza, de la ambición, del poder y la explotación como si se tratara de entidades ajenas a nosotros. Lo que criticamos está  hecho a la medida de nuestro fracaso. La civilización no es más que un reflejo de la psique, la cual ha inventado los males y, a la vez, leves remedios para ellos. Se nos antoja culpar al sistema, poniéndonos, de antemano, en posición elevada. Desde allí observamos y soltamos la lengua. La consigna verdadera de un reformador al uso es: hay que cambiar todo siempre y cuando yo siga siendo el mismo, que no haya ninguna alteración en mi espíritu, que mi alma continúe atada.
Queremos imponer ideologías, queremos imponer jerarquías basadas en prejuicios de diversa índole, queremos ser sólo piezas de una maquinaria productiva, queremos ampararnos en lo que podemos controlar, queremos vencer y conquistar porque no encontramos ninguna otra razón satisfactoria para vivir. Sólo sabemos usar.
La cacería de Moby Dick no ha terminado. Con el Pequod se hundió una minoría de cazadores. Seguimos combatiendo contra el misterio que nos ha dado forma y conciencia. Nos aterra mirar y cuando la vida se asoma en una mirada o en el vuelo de un pájaro, corremos al escondite de pensamientos consoladores: hombres modernos, al fin, tenemos la televisión y los bares atestados de siluetas orgullosas de sus falaces democracias y de su progreso.
Menciono la cacería de Moby Dick, pensando en lo que Lawrence escribió sobre la gran ballena blanca que acabó con el capitán Ahab, pero no con la manía que éste padeció.
¿Qué es, pues, Moby Dick? Es el ser más profundo de la raza, es lo que atañe a la sangre, es lo más profundo de nuestra naturaleza.
Y es perseguido, perseguido, perseguido por el fanatismo maniático de nuestra conciencia mental blanca. Queremos cazarlo. Queremos subyugarlo a nuestra voluntad.[5]
Lo que atañe a la sangre no es asunto por tratar en las universidades, en los liceos, en las escuelas.
¿Y los políticos qué dicen al respecto?
Son seres exangües.
¿Y los escritores?
Casi nada. Unos están fascinados con sus juegos de palabras. Otros son pregoneros del compromiso político cuando ya se han cansado de escribir sobre fantasmas que nunca han visto.
¿Y los filósofos?
La mayoría se la pasa discutiendo sobre si Fulano o Mengano tiene razón.
¿Y los psicólogos?
Andan desenredando o enredando más pequeños dramas.
¿Y los científicos?
Casi todos esperan resolver la ecuación del universo.
Medimos, planeamos, diseccionamos: toda la vida en la palma de la mano para ser analizada, todo bajo el microscopio. Celebramos las conquistas de la técnica y por devoción al progreso nos inmolamos,  pero huimos de los sueños reveladores.
Nuestra inteligencia poco sabe del lenguaje cordial.
Para muchos, Lawrence es un crítico anticuado de la sexualidad enfermiza que sus novelas representan e ironizan.
La consagración del descaro en respuesta a la idealización del matrimonio y su apoyo en el suelo de las "buenas costumbres", fortalecen la creencia en el famoso amor libre: ídolo nuestro, es decir, gente moderna, espontánea y desinhibida. Nos basta con desnudarnos sin vergüenza para alcanzar "la revolución del cuerpo". La facilidad de cambiar de amante y la admisión de una geometría sexual, en la que los ángulos de las diversas figuras son personas de cualquier sexo, se han convertido en los emblemas de la liberación.
Lawrence previó esas consecuencias en el prefacio a una edición de 1929 de El amante de Lady Chatterley, y no precisamente en defensa del puritanismo.
En contraste con el puritanismo que dice: "­Chit!", y que produce al imbécil sexual, encontramos a la joven emancipada y avanzada, que no escucha ningún "Chit" y hace lo que le place. Lejos de temer al cuerpo y de negar su existencia, los jóvenes avanzados se van al otro extremo y lo tratan como una especie de juguete bueno para divertirse; un juguete vagamente desagradable, pero del cual puede sacarse un poco de diversión antes que nos abandone. Esas jóvenes se burlan de la importancia de la sexualidad, la tratan como un coctel y se sirven de ella para ridiculizar a sus mayores.
El salto al otro extremo  es la nueva hipocresía, para bien de los publicistas. Estamos ante una nueva parodia del amor. Juramos que el desenfado a un descaro burlón es lo que nos faltaba para "resolver los problemas de la sexualidad". Pero el deseo sigue sometiendo a los antojos de nuestro desvarío. Hemos dado a la relación entre el hombre y la mujer otros matices fundados en las imposturas de moda.
La lectura de cualquier página de Lawrence nos lleva siempre a la misma pregunta: ¿rebasaremos todos estos desatinos que conforman nuestra historia y seremos, al fin, dignos habitantes del reino de la diversidad, fieles al rumor de la sangre y vivientes agradecidos por el magno regalo inexplicable?





[1] “La moral y la novela”.
[2] “Nos necesitamos mutuamente”.
[3]  “Nos necesitamos mutuamente”.
[4] “La educación del pueblo”.
[5] Estudios sobre literatura clásica norteamericana.

Horror por el tiempo: Juan Gabriel y María Zambrano

  Mario Amengual De inmediato, lo sé, el título que encabeza esta página apresurará juicios negativos o un rápido e indiscutible rechazo: ...