El sentido poético
Aún prevalece la creencia de que la poesía es el arte de escribir versos.
A ello contribuye, en buena parte, la usual arrogancia de quienes se dan a la
tarea de escribirlos. Consideran de su exclusivo patrimonio la “república de la
poesía”. El vulgo, por lo demás, le guarda reverencia al que, con o sin rima,
florea sus palabras; y a los que escriben adrede arrítmica y herméticamente,
muy a su pesar, también los considera poetas.
Lo cierto es que la poesía queda limitada a la palabra, sobre toda a la
impresa. Como sólo en las palabras vive la poesía, entonces se impone un dogma:
no hay poesía sin libros.
De vez en cuando se habla de actitudes poéticas. Es el caso de algunos
bohemios, gente desprendida, poco afecta a los bienes materiales y,
supuestamente, menos agobiada por los prejuicios comunes. “Fulano es poeta
porque bebe y conversa hasta el amanecer y duerme donde lo agarre el sueño”.
Creo que la poesía, para bien de algunos descaminados, muchas veces se
presenta en los poemas. ¿Quién se atreve a negar su presencia en la portentosa
voz de Walt Whitman, en la travesía infernal de Arthur Rimbaud, en la vieja
sabiduría del Tao Te King, en las sentidas coplas de Jorge Manrique, en las
conversaciones de Hölderlin con los dioses? Pero me parece que la poesía es más
que una de las artes y es más que palabras, aunque a veces sólo ellas la
reivindican.
Lautreamont afirmó para siempre que la poesía debe ser hecha por todos. Y
vale agregar: si no hecha por todos, al menos vivida por muchos. Creo en una
fuerza, don o privilegio del ser humano, y como me veo forzado a darle un
nombre, lo llamaré “sentido poético”. No es un concepto, no es un fenómeno
constatable en un laboratorio, no es una deducción después de largos análisis,
no es una cualidad física ni un punto
determinado del cuerpo humano, no es algo explicable ni que requiere
convertirse en materia de estudio. Pese a nuestro empeño en parcelar el
conocimiento y ponderar el que se basa en el método científico, el sentido
poético es la principal forma de conocimiento; aún más, es el saber los
saberes.
Nadie en este mundo, sea cual fuere su profesión u oficio, dará pasos
ciertos si el sentido poético no lo acompaña. Sin él, la humanidad puede
concebir maravillosas obras, pero ellas jamás exhalarán ese aliento que hace
enmudecer con reverencia. El sentido poético es la única genialidad común en
nuestra especie. Quien, de pronto, se halla invadido de sentido poético,
comprende y reconoce su justo lugar en el mundo y no contraviene los
misteriosos designios del Ser; sabe sin elucubraciones, habla sin
pretensiones de imponer criterios, actúa sin querer dominar, toca sin querer
conquistar.
Sin sentido poético, las ciencias, la tecnología, la política, las
religiones, las artes, los oficios, todo el mundo humano se restringe a meras
fórmulas, a inflexiones de la pura apariencia. Sin sentido poético, la realidad
humana es apenas la deplorable sucesión de luchas por tener, destruir y
avasallar. Por eso, en estos días de exaltadas confusiones y alteraciones, de
renovadas ansias de encontrar un destino seguro (¿acaso el destino puede y debe
ser seguro?), ahora, cuando todas las formas de política, convivencia y
conocimiento son esencialmente cuestionables y marginalmente cuestionadas, el
hallazgo del preterido sentido poético es, tal vez, la única manera de conjugar
nuestros aciertos y nuestros desatinos.
Recobrar el sentido poético no sería, me atrevo a opinar, alcanzar la esperada
redención, porque no estamos ni al principio ni al final de la Historia.
Vivimos un episodio de ella, tan estremecedor como cualquier otro, pero una vez
más estamos en el punto de sentirnos humanos a cabalidad, para saber, con
cordial certidumbre, que somos más de lo que creemos y menos de lo que
pensamos.
De la poesía como contraste
Por más que algunos apologistas del capitalismo, a los que se ha
convenido en llamárseles futurólogos, celebren el fin de la masificación y el
comienzo de una época de extraordinaria diversidad, basada en los últimos
prodigios de la tecnología, hay quienes seguimos viendo en el mundo esa
uniformidad que tanto alarmó a Stefan Zweig. No dudo que hoy, más que nunca, el
ser humano dispone de una inmensa variedad de artificios que consagran su
condición de "animal racional”.
Depende como se vea. Nuestra capacidad inventiva sirve, generalmente, al
afán de poder y lucro, al mero placer de la rivalidad. ¿No está visto que la misma ciencia, negando sus
fronteras, se empeña en dominar la naturaleza, dando por sentado que su
manipulador está al margen de ella? Hay,
visto así, monotonía de las intenciones humanas, cualesquiera sean sus métodos
y sus formas.
Es en este punto donde creo que la poesía puede cumplir una función,
inusitada en la Historia. Le corresponde a la poesía ser contraste, porque en
su terreno se descubre que el éxito y el fracaso son antípodas de una misma
trampa; le corresponde ser contraste por lo que diga y por lo que calle, por el
reconocimiento, sin disfraces, de nuestras limitaciones. En toda esta novela a
trancos, a la poesía le corresponde ser la mala conciencia de la época.
Después de todo, el mundo no está
esperando que los poetas salgan al foro entre luces de colores.
Si antes el mapa estaba dividido en dos bloques y “las mejores
inteligencias” se ubicaban de uno u otro lado para defender el suyo y
despotricar del otro, ahora no existe o anda cesante el espantajo del
comunismo. Quizás ha ganado el buen discernimiento para quienes perciben la
falsedad de los dilemas. Y allí aparece nuevamente la poesía (o el sentido
poético) en plena disposición para quienes estamos hartos de iglesias e
ideologías.
¿No parece obvio que el libre mercado y la libre competencia entre los
individuos y entre las naciones (o corporaciones) se consolidan como
justificación de peores avasallamientos y expoliaciones? Al menos yo no estoy
convencido de las bondades de la sociedad actual: pienso y siento que le falta
espíritu, alma y corazón. Insisto en la modesta y acallada combatividad de la
poesía, en el sereno y sosegado saber que no es la desesperación por conocer o
poseer información.
Es tarea ardua, sin prescripciones ni fórmulas, pero al poeta, no su
disfraz o estereotipo (y puede trajearse como mejor le parezca), ha de ser el
protagonista del contraste. No para envanecerse o arrogarse privilegios; de esa
manera sólo sirve a la causa de su propio ego. Es otra su tarea: tal vez
novísima y necesaria. No será dando golpes de martillo o de sable, ni
resguardando los bienes de la cultura en una isla lejana, como quiso alguna vez
Valéry.
No se trata, según veo, de un cambio de escenario o de una convulsión
estética; me refiero a un sustento menos ampuloso y elaborado. Comenzaría, por
ejemplo, con un verso Goethe: “para asombrarme existo”; o con una declaración del mismo Goethe: “lo
más alto a que puede llegar el hombre es el asombro”; o con este verso de
Pavese: “ estoy vivo y he sorprendido en el alba a las estrellas”; o con el sabor
de la existencia en la comisura de los labios.
En una sociedad que presume de amplitud y diversidad de pensamiento, pero
que a simple vista muestra su uniformidad de conductas y pareceres, sólo la
poesía puede devolvernos el asombroso milagro de la cotidianidad y librarnos de
esa insensibilidad triunfante que todo lo encuentra evidente, comprensible por
sí mismo.
Con el asombro como aliento y el vivir como propósito fundamental, el
poeta (no su parodia) se halla casi obligado a buscar puesto en la sociedad. Si
ha de escribir, que sea como Don Quijote le dijo al Caballero del Verde Gabán:
“la pluma es lengua del alma; cuales fueran los conceptos que en ella se
engendraren, tales serán sus escritos”.
¿Predicción o esperanza?
Tarde o temprano en este nuevo siglo y también nuevo milenio (si nos
atenemos a cuentas cristianas), la poesía arrasará sus imposturas y acabará con las fatigadas jerigonzas del siglo XX: se
burlará de las falsas otredades, de las hipócritas disidencias, de los
innecesarios hermetismos. Sin abandonar su indispensable femineidad, volverá a
ser viril; dejará los amaneramientos de
muchos de sus renombrados ejecutores.
Sin dejar de ser universal, recobrará
su frescura aldeana; esa frescura que los llamados poetas le han quitado
de tanto adentrarse en las más variadas pretensiones supuestamente
trascendentales.
Si no llega a ser canto para todos, tampoco será susurro de engreídos, de quienes creen tener
la llave de todas las puertas.
A fuerza de desengaños y caídas recobrará la irreverencia y la mordacidad
que le dio Villon; la sacralidad que le otorgaron Dante, Keats, Wordsworth,
Coleridge y Hölderlin; la rebeldía de Rimbaud, procurará las ambiciosas comuniones que cantó Whitman,
la desazón de Jorge Guillén, la modesta ironía de Antonio Machado, el dolor
inexpresado de Vallejo y, sobre todo, recibirá
el aliento de quienes por hurgar en todos los tiempos le cambien el
rostro o, mejor dicho, le den un rostro, porque últimamente suele llevar
máscara.
Más que ninguna otra época, la nuestra necesita que se le arranque el
sueño a golpes de martillo, y eso sólo podrá
cumplirlo la poesía. Necesita más
que palabras, más que premios, más que pellizcos a las apariencias. La poesía
reventará seguridades, explotará comodidades, desmembrará cadáveres, le quitará aire al que le falte aire y tierra al que le
falte tierra, sin ser beligerante ni valerse de la violencia. La verdadera
crisis (que no es la de las columnas de números ni la de los más diversos
gráficos) se extremará, porque nada muere sin evitar la agonía donde se luce la
muerte danzando.
De tanta virtualidad y realidades superpuestas ya somos sordos, ciegos,
mudos y nuestra piel es como un cuero al sol. Llevamos y repartimos palabras;
pero rara vez damos a luz alguna como el sol al despuntar o ponerse, o como el
disparo acertado de un arquero.
La poesía ha perdido pasión, cierta rabia y cierta inocencia que nuestros
ojos han cambiado por palabras y consignas aturdidoras. Saldrá la poesía a quitarnos las lagañas de
civilización ruidosa. De alguna manera ya ha comenzado a decirnos que los
ídolos nos han dejado sin dioses y la banalidad ha terminado por tragarse lo
sagrado.
Antes de declinar y conjugar todas nuestras sinrazones, la poesía volverá a ser invitada a la mesa donde se celebra la
existencia y porque en alguna esquina comenzará
la procesión.