jueves, 22 de febrero de 2018

Nueva y necesaria defensa de la poesía


El sentido poético

Aún prevalece la creencia de que la poesía es el arte de escribir versos. A ello contribuye, en buena parte, la usual arrogancia de quienes se dan a la tarea de escribirlos. Consideran de su exclusivo patrimonio la “república de la poesía”. El vulgo, por lo demás, le guarda reverencia al que, con o sin rima, florea sus palabras; y a los que escriben adrede arrítmica y herméticamente, muy a su pesar, también los considera poetas.
Lo cierto es que la poesía queda limitada a la palabra, sobre toda a la impresa. Como sólo en las palabras vive la poesía, entonces se impone un dogma: no hay poesía sin libros.
De vez en cuando se habla de actitudes poéticas. Es el caso de algunos bohemios, gente desprendida, poco afecta a los bienes materiales y, supuestamente, menos agobiada por los prejuicios comunes. “Fulano es poeta porque bebe y conversa hasta el amanecer y duerme donde lo agarre el sueño”.
Creo que la poesía, para bien de algunos descaminados, muchas veces se presenta en los poemas. ¿Quién se atreve a negar su presencia en la portentosa voz de Walt Whitman, en la travesía infernal de Arthur Rimbaud, en la vieja sabiduría del Tao Te King, en las sentidas coplas de Jorge Manrique, en las conversaciones de Hölderlin con los dioses? Pero me parece que la poesía es más que una de las artes y es más que palabras, aunque a veces sólo ellas la reivindican.
Lautreamont afirmó para siempre que la poesía debe ser hecha por todos. Y vale agregar: si no hecha por todos, al menos vivida por muchos. Creo en una fuerza, don o privilegio del ser humano, y como me veo forzado a darle un nombre, lo llamaré “sentido poético”. No es un concepto, no es un fenómeno constatable en un laboratorio, no es una deducción después de largos análisis, no es una cualidad  física ni un punto determinado del cuerpo humano, no es algo explicable ni que requiere convertirse en materia de estudio. Pese a nuestro empeño en parcelar el conocimiento y ponderar el que se basa en el método científico, el sentido poético es la principal forma de conocimiento; aún más, es el saber los saberes.
Nadie en este mundo, sea cual fuere su profesión u oficio, dará pasos ciertos si el sentido poético no lo acompaña. Sin él, la humanidad puede concebir maravillosas obras, pero ellas jamás exhalarán ese aliento que hace enmudecer con reverencia. El sentido poético es la única genialidad común en nuestra especie. Quien, de pronto, se halla invadido de sentido poético, comprende y reconoce su justo lugar en el mundo y no contraviene los misteriosos designios del Ser; sabe sin elucubraciones, habla sin pretensiones de imponer criterios, actúa sin querer dominar, toca sin querer conquistar.
Sin sentido poético, las ciencias, la tecnología, la política, las religiones, las artes, los oficios, todo el mundo humano se restringe a meras fórmulas, a inflexiones de la pura apariencia. Sin sentido poético, la realidad humana es apenas la deplorable sucesión de luchas por tener, destruir y avasallar. Por eso, en estos días de exaltadas confusiones y alteraciones, de renovadas ansias de encontrar un destino seguro (¿acaso el destino puede y debe ser seguro?), ahora, cuando todas las formas de política, convivencia y conocimiento son esencialmente cuestionables y marginalmente cuestionadas, el hallazgo del preterido sentido poético es, tal vez, la única manera de conjugar nuestros aciertos  y nuestros desatinos. Recobrar el sentido poético no sería, me atrevo a opinar, alcanzar la esperada redención, porque no estamos ni al principio ni al final de la Historia. Vivimos un episodio de ella, tan estremecedor como cualquier otro, pero una vez más estamos en el punto de sentirnos humanos a cabalidad, para saber, con cordial certidumbre, que somos más de lo que creemos y menos de lo que pensamos.


De la poesía como contraste

Por más que algunos apologistas del capitalismo, a los que se ha convenido en llamárseles futurólogos, celebren el fin de la masificación y el comienzo de una época de extraordinaria diversidad, basada en los últimos prodigios de la tecnología, hay quienes seguimos viendo en el mundo esa uniformidad que tanto alarmó a Stefan Zweig. No dudo que hoy, más que nunca, el ser humano dispone de una inmensa variedad de artificios que consagran su condición de "animal racional”.
Depende como se vea. Nuestra capacidad inventiva sirve, generalmente, al afán de poder y lucro, al mero placer de la rivalidad. ¿No está  visto que la misma ciencia, negando sus fronteras, se empeña en dominar la naturaleza, dando por sentado que su manipulador está  al margen de ella? Hay, visto así, monotonía de las intenciones humanas, cualesquiera sean sus métodos y sus formas.
Es en este punto donde creo que la poesía puede cumplir una función, inusitada en la Historia. Le corresponde a la poesía ser contraste, porque en su terreno se descubre que el éxito y el fracaso son antípodas de una misma trampa; le corresponde ser contraste por lo que diga y por lo que calle, por el reconocimiento, sin disfraces, de nuestras limitaciones. En toda esta novela a trancos, a la poesía le corresponde ser la mala conciencia de la época. Después de todo, el mundo no está  esperando que los poetas salgan al foro entre luces de colores.
Si antes el mapa estaba dividido en dos bloques y “las mejores inteligencias” se ubicaban de uno u otro lado para defender el suyo y despotricar del otro, ahora no existe o anda cesante el espantajo del comunismo. Quizás ha ganado el buen discernimiento para quienes perciben la falsedad de los dilemas. Y allí aparece nuevamente la poesía (o el sentido poético) en plena disposición para quienes estamos hartos de iglesias e ideologías.
¿No parece obvio que el libre mercado y la libre competencia entre los individuos y entre las naciones (o corporaciones) se consolidan como justificación de peores avasallamientos y expoliaciones? Al menos yo no estoy convencido de las bondades de la sociedad actual: pienso y siento que le falta espíritu, alma y corazón. Insisto en la modesta y acallada combatividad de la poesía, en el sereno y sosegado saber que no es la desesperación por conocer o poseer información.
Es tarea ardua, sin prescripciones ni fórmulas, pero al poeta, no su disfraz o estereotipo (y puede trajearse como mejor le parezca), ha de ser el protagonista del contraste. No para envanecerse o arrogarse privilegios; de esa manera sólo sirve a la causa de su propio ego. Es otra su tarea: tal vez novísima y necesaria. No será dando golpes de martillo o de sable, ni resguardando los bienes de la cultura en una isla lejana, como quiso alguna vez Valéry.
No se trata, según veo, de un cambio de escenario o de una convulsión estética; me refiero a un sustento menos ampuloso y elaborado. Comenzaría, por ejemplo, con un verso Goethe: “para asombrarme existo”;  o con una declaración del mismo Goethe: “lo más alto a que puede llegar el hombre es el asombro”; o con este verso de Pavese: “ estoy vivo y he sorprendido en el alba a las estrellas”; o con el sabor de la existencia en la comisura de los labios.
En una sociedad que presume de amplitud y diversidad de pensamiento, pero que a simple vista muestra su uniformidad de conductas y pareceres, sólo la poesía puede devolvernos el asombroso milagro de la cotidianidad y librarnos de esa insensibilidad triunfante que todo lo encuentra evidente, comprensible por sí mismo.
Con el asombro como aliento y el vivir como propósito fundamental, el poeta (no su parodia) se halla casi obligado a buscar puesto en la sociedad. Si ha de escribir, que sea como Don Quijote le dijo al Caballero del Verde Gabán: “la pluma es lengua del alma; cuales fueran los conceptos que en ella se engendraren, tales serán sus escritos”.


¿Predicción o esperanza?
Tarde o temprano en este nuevo siglo y también nuevo milenio (si nos atenemos a cuentas cristianas), la poesía arrasará  sus imposturas y acabará  con las fatigadas jerigonzas del siglo XX: se burlará de las falsas otredades, de las hipócritas disidencias, de los innecesarios hermetismos. Sin abandonar su indispensable femineidad, volverá a ser viril; dejará  los amaneramientos de muchos de sus renombrados ejecutores.
Sin dejar de ser universal, recobrará  su frescura aldeana; esa frescura que los llamados poetas le han quitado de tanto adentrarse en las más variadas pretensiones supuestamente trascendentales.
Si no llega a ser canto para todos, tampoco será  susurro de engreídos, de quienes creen tener la llave de todas las puertas.
A fuerza de desengaños y caídas recobrará la irreverencia y la mordacidad que le dio Villon; la sacralidad que le otorgaron Dante, Keats, Wordsworth, Coleridge y Hölderlin; la rebeldía de Rimbaud, procurará  las ambiciosas comuniones que cantó Whitman, la desazón de Jorge Guillén, la modesta ironía de Antonio Machado, el dolor inexpresado de Vallejo y, sobre todo, recibirá  el aliento de quienes por hurgar en todos los tiempos le cambien el rostro o, mejor dicho, le den un rostro, porque últimamente suele llevar máscara.
Más que ninguna otra época, la nuestra necesita que se le arranque el sueño a golpes de martillo, y eso sólo podrá  cumplirlo la poesía. Necesita  más que palabras, más que premios, más que pellizcos a las apariencias. La poesía reventará seguridades, explotará comodidades, desmembrará  cadáveres, le quitará  aire al que le falte aire y tierra al que le falte tierra, sin ser beligerante ni valerse de la violencia. La verdadera crisis (que no es la de las columnas de números ni la de los más diversos gráficos) se extremará, porque nada muere sin evitar la agonía donde se luce la muerte danzando.
De tanta virtualidad y realidades superpuestas ya somos sordos, ciegos, mudos y nuestra piel es como un cuero al sol. Llevamos y repartimos palabras; pero rara vez damos a luz alguna como el sol al despuntar o ponerse, o como el disparo acertado de un arquero.
La poesía ha perdido pasión, cierta rabia y cierta inocencia que nuestros ojos han cambiado por palabras y consignas aturdidoras. Saldrá  la poesía a quitarnos las lagañas de civilización ruidosa. De alguna manera ya ha comenzado a decirnos que los ídolos nos han dejado sin dioses y la banalidad ha terminado por tragarse lo sagrado.

Antes de declinar y conjugar todas nuestras sinrazones, la poesía volverá  a ser invitada a la mesa donde se celebra la existencia y porque en alguna esquina comenzará  la procesión.

miércoles, 14 de febrero de 2018

Acerca de la tolerancia en la política


I
Sin ánimo ni credenciales de filólogo, considero conveniente echarle un vistazo a las distintas acepciones del verbo tolerar. Dice el Diccionario de la Real Academia: 1 Sufrir, llevar con paciencia. 2 Permitir algo que no se tiene por lícito, sin aprobarlo expresamente. 3 Resistir, soportar, especialmente un alimento, o una medicina. 4 Respetar las ideas, creencias o prácticas de los demás cuando son diferentes o contrarias a las propias.
También vale la pena tener en cuenta lo que de tolerar registra la Enciclopedia del idioma de Martín Alonso, que “explica el significado y evolución de cada palabra y cada acepción por siglos, con la autoridad de más de mil quinientos autores medievales, renacentistas, modernos y contemporáneos”: 1 s. XVI al XX. Sufrir, llevar con paciencia. Góngora: Obr., III-236. 2 s. XVIII al XX. Disimular algunas cosas que no son lícitas, sin consentirlas expresamente. Fdez. Moratín: Obr., IV-255. 3 s. XIX y XX Soportar, llevar, aguantar. Unamuno: Ensayos, 1942 ( y siguen las referencias a otros autores).
Vistas esas acepciones, cabe preguntar: ¿cómo nosotros entendemos la tolerancia o qué creemos que es la tolerancia? A excepción de la tercera del Diccionario de la Real Academia, todas las demás son el tema de estas líneas y se impone desgranarlas en relación con la vida política venezolana, para mantenernos en fronteras más modestas y reflexionar sobre una realidad, si bien no conocida del todo, al menos más familiar.

II

Si la tolerancia es sufrir, llevar con paciencia, sin duda que en Venezuela hay bastante dicho y por decir. Salvo algunos períodos de bonanza locuaz, nos hemos acostumbrado a soportar los gobiernos, los partidos, el dictador o la clase dirigente. Si no me equivoco, las dos primera décadas de la democracia puntofijista venezolana fueron, en esta acepción, intolerables sólo para una minoría. Pero de pronto, como caen las estructuras de bases débiles, en las décadas siguientes se hizo intolerable para la mayoría porque una minoría se hizo intolerante en cuanto a aceptar que la democracia es para todos y no sólo para ella, privilegiada y única beneficiaria de sus libertades y su laxitud. Por más acomodos, reacomodos y golpes de pecho, el mal llegó y se hizo poco o no se hizo nada para acabarlo. Se acentuaron las desigualdades de toda índole, que era una forma de intolerancia de quienes ejercían el poder: desantedieron reclamos, peticiones y protestas, en nombre de una democracia sólo de vitrina, de pura exhibición y apariencia. Al consolidarse los “cogollos” y dejar que la democracia se limitara al sufragio, con su muy cuestionable limitación de apartar los cargos de elección para quienes conformaban esos “cogollos”, poco quedaba por defender o empeñarse en mantener, al menos para la mayoría que sufría o llevaba con paciencia un sistema político cada vez más injusto y negado a los cambios institucionales y a la ampliación de las oportunidades para los ciudadanos.
¿Y ahora qué? Los revolucionarios bolivarianos, a pesar de sus prédicas a favor de la participación, no han tardado en repetir  la elección a dedo de sus candidatos en franca contradicción con lo que esperan las bases de sus partidos. No son pocas las entidades federales donde la militancia bolivariana siente el peso de una minoría intolerante, guiada por las más cuestionables conveniencias. Además, la revolución bolivariana ya no la toleran muchos venezolanos (en el sentido de sufrir, llevar con paciencia): una buena parte se le opone abiertamente y otra considera (los ni ni) que no ha hecho buen gobierno, pero tampoco quiere nada con la Coordinadora Democrática, también minada por la intolerancia.
Pero, a mi juicio, la peor muestra de intolerancia de la revolución bolivariana (algunos juzgarán que son otras y más evidentes) es la que han padecido y padecen muchos ciudadanos que habiendo cumplido los requisitos legales y económicos para ser beneficiarios de los planes de vivienda instrumentados por una institución del Estado, cuando les toca recibir su vivienda se encuentran con que no le ha sido asignada por la única razón de haber firmado para la revocación del mandato del Presidente. Alguien, me adelanto, me dirá que los planes de vivienda de la Cuarta República privilegiaban a los militantes del partido de gobierno o que si alguien no está de acuerdo con el gobierno bolivariano por qué espera ser beneficiado por él. Entonces, respondo, como ya lo he hecho en varias ocasiones, por qué la revolución bolivariana repite uno de los malos ejemplos de sus predecesores en el poder y por qué contradice de manera tan reprochable el artículo 82 de su propia Constitución, el cual dice en su segundo párrafo, para no citarlo todo: “El Estado dará prioridad a las familias y garantizará los medios para que éstas y especialmente las de escasos recursos, puedan acceder a las políticas sociales y al crédito para la construcción, adquisición o ampliación de viviendas”.

La revolución bolivariana será “bonita”, según la define su líder, pero también en este punto es intolerante y ha obligado a mucha gente a practicar la tolerancia, como sufrir o llevar con paciencia, aunque a algunos los ha desmadrado su ambiciosa impaciencia.

III

Dice la segunda acepción del DRAE: “Permitir algo que no se tiene por lícito, sin aprobarlo expresamente”.
Como me sobran los ejemplos, voy a prescindir de ellos. En Venezuela los tenemos, más que petróleo, para regalar. Una secular tradición de ese azote llamado corrupción administrativa, sumada a la muy venezolana costumbre de hacernos los pendejos, da para escribir una enciclopedia venezolana de esta forma de tolerancia.
Permitir lo que no se tiene por lícito, sin aprobarlo expresamente, nos ha convertido en una sociedad de cómplices, aunque es justo reconocer que a veces se trata de una complicidad forzada. En todo caso, ni la actual república ni las precedentes se salvan de esta tolerancia que saquea y ha saqueado el erario, y ha convertido la justicia en una señora que hace mucho botó la balanza y anda con la mano extendida y una venda transparente cubriéndole los ojos. Permitir lo ilícito, o al menos lo inconveniente para la mayoría, primero quebrantó la misión fundamental de nuestras instituciones y, al paso de los años, de tanto dejarse correr la arruga, terminó por provocarle la degeneración que hoy ostentan. Cuando cualquier venezolano declaraba alegremente que “a mí que me pongan donde haiga” o “bien pendejo es el que llega al gobierno y no sale lleno”, definía nuestro carácter político y decretaba la principal tara de nuestra institucionalidad. De hecho, en Venezuela ha sido y es imposible gobernar sin permitir que algunos o muchos copartidarios se dediquen al “guiso”, al cobro de comisiones o a la trácala. Y quien quiera mantenerse en el poder, según hasta ahora se ha urdido nuestra historia, debe tolerar a sus corruptos o a corruptos de anteriores administraciones si las conveniencias (las suyas o las de su minoría) se lo imponen.
De nada han valido ni valen las denuncias de la gente honrada o perjudicada por las trampas; tal es así, que en varias décadas de aprovechamiento ilícito de los dineros públicos, sólo se recuerda a un solo preso por ese delito. No podemos decir, entonces, que no somos un país de gente tolerante, porque ya vimos que si de sufrir o llevar con paciencia gobiernos o de permitir actos ilícitos se trata, aquí no ha cambiado nada y la misma realidad se encarga de demostrar que somos duchos en ambas formas de tolerancia. Pero podremos superar el marasmo de esas tolerancias pasivas o, si se quiere, negativas, para llegar a la tolerancia que estos tiempos nos exigen.
Quizás ya no es tiempo de poner la otra mejilla, ni mucho menos de dejar que otros hagan y deshagan, según hacia donde sople la brisa.

IV
Al llegar a la tercera acepción de tolerar según el DRAE, chocamos de lleno con todas las contradicciones, discusiones y puntos de vistas o propósitos irreconciliables de la humanidad. Quedarnos dentro de las fronteras venezolanas es imposible: la tan aplaudida, publicitada y muy real globalización exige considerar nuestras disputas internas como parte de un escenario (en sentido literal) mucho mayor.
Así como al principio advertí mi falta de ánimo y de credenciales de filólogo, ahora me toca hacerlo con cualquier intento de pasar por especialista en materia tan difundida como la globalización, porque, de hecho, no soy especialista en nada. Más bien pretendo compartir preguntas que no me abandonan y opiniones al respecto que me parecen dignas de ser traídas a colación. Algunos autores venezolanos (conste que no por nacionalismo intelectual) me auxilian; los cito y los comento a continuación.
Si se pretende darle valor universal a la tolerancia en el mundo globalizado, es obvio que sus alcances y su práctica no presenten excepciones. Cabe tener presente  las siguientes palabras de Antonio Pasquali*, que caracterizan acertadamente la globalización vigente: “Una globalización espuria y compulsiva despachada por natural, piloteada por oligarquías ahora todopoderosas y con poder militar de disuasión; un lecho de Procuste en el que todos los valores deben alinearse al valor dinero. Para legitimarse, le faltaría cumplir cuando menos con un principio y un sentimiento, ambos kantianos y esenciales, que ella viola sitemáticamente: el principio de comunidad o reciprocidad, esto es, la posibilidad abierta de todo paciente a convertirse en agente (de pensado en pensante, de comprador en vendedor, de mudo perceptor en comunicante emisor); el sentimiento de respeto sincero a normas del coexistir éticamente justas. En realidad de verdad, nada de lo añadido por el hombre a la naturaleza, ni siquiera las prodigiosas comunicaciones actuales, puede aspirar en esta fase de la evolución de la especie, y con pleno derecho, al atributo de ‘globalizador’; muchísimo menos la economía de mercado, terreno más propicio al ejercicio del homo homini lupus que del ama a tu prójimo como a ti mismo”.
Aunque las palabras de Pasquali no necesitan explicación alguna, de ellas puede deducirse una intolerancia globalizada, más que una globalización en términos de igualdad en todos sus aspectos, pues es evidente que no respeta las diferencias ni las disidencias. La opinión de un supuesto demócrata venezolano* refuerza, desde su punto de vista y con intereses distintos, esta apreciación: “Gústenos o no, y a mucha gente no le gusta, existe una superpotencia que tiene, de acuerdo con sus propias circunstancias, distintos niveles de tolerancia con la disidencia mundial sobre su rol dentro del concierto mundial de las naciones”. Es decir, the big stick juzga y es tolerante de acuerdo con sus intereses, que casi nunca son los de otros, y puede permitirse, como es bien sabido, su alianza con una dictadura que le es leal y  su rechazo a una democracia que cometa el error de contradecir sus políticas.
No habrá demorado el lector en preguntarse por qué esta modesta reflexión sobre la tolerancia desembocó en señalamientos a la globalización y opiniones opuestas a ella, tal y como se está llevando a cabo. En Americanismo y democracia*, de Enzo Del Bufalo, podemos encontrar una respuesta: “la extensión de la democracia representativa en el ámbito nacional no sólo no impide, sino que favorece la segmentación aristocrática de la Comunidad Internacional. Los nuevos foros de decisión de la Comunidad Internacional están restringidos a los líderes del polo corporativo global –como es el caso del Grupo de los Siete que configura la máxima instancia del poder ejecutivo mundial en la cual el presidente de los Estados Unidos tiene poderes dictatoriales-, o son instituciones que tienen representantes de todo el mundo, aunque el poder de decisión efectivo está en manos de los miembros del polo corporativo”. Y más adelante: “Las ventajas que el nuevo orden ofrece son sin duda una mejora frente a la barbarie despótica arcaica, pero no hay que olvidar que todo poder despótico eficaz satisface necesidades reales y en esta satisfacción está su base de sustentación principal. Los derechos humanos no pueden hacernos perder de vista que quien los defiende, aplicando una doble medida, es un nuevo poder despótico que se denomina Comunidad Internacional. Vale la pena recordar aquí que la caracterización clásica de poder despótico es la de ser legibus absoluto; es decir, absuelto, no vinculado por las leyes que garantiza, es un poder externo al sistema que funda”.
Entonces, a los ciudadanos comunes y corrientes, creyentes en los derechos humanos y deseosos de su instauración definitiva en el mundo, que discurren sobre la tolerancia y con mucho esfuerzo tratan de realizarla, los acogota una máxima popular: “Si no nos agarra el chingo, nos agarra el sin nariz”. Y sabiduría popular aparte, pueden padecer un enorme dilema al que los llevan los avatares políticos; o sea, o son víctimas de la intolerancia local o de la intolerancia internacional señalada por Pasquali y Del Bufalo, y muchísimos otros pensadores. Realizar la tolerancia en sentido activo o positivo, la tolerancia como respeto y consideración de opiniones y prácticas diferentes o contrarias a las propias, implica un desafío mucho mayor y alude a una trascendencia que rebasa los límites de todo individuo y de toda nación. Además, es urgente superar los clichés sobre la tolerancia, tan fácilmente atribuida a todo el que se declare demócrata: no sólo los dictadores, los fundamentalistas y los intransigentes de toda calaña son intolerantes.

V
Ser tolerante, que es un ejercicio de libertad y para la libertad, supone la enseñanza y práctica de ella. En su famoso discurso Sobre la servidumbre voluntaria (hacia 1548), afirma La Boétie que “bien advirtió el Gran Turco que pueden más los libros y la instrucción que cualquier otra cosa para fomentar entre los hombres el sentido de reconocerse y el odio a la tiranía”. Claro, habría que discernir cuáles serían esos libros y cuál esa instrucción o suplirlos, en esa frase, por la libre discusión de las ideas porque corremos el riesgo de padecer algún adoctrinamiento (ya sea por la propaganda o por la letra con sangre entra) y de confundir homogeneización de pareceres con acuerdos a pesar de las diferencias. No es nada fácil el ejercicio de la tolerancia y sí muy peligroso reducirla a valor universal sobre los supuestos de las bondades de la democracia sin desenmarañar la trama de argumentos y conceptos que la envuelven en la actualidad, porque “en las democracias con capitalismo de Estado, la arena pública ha sido ampliada y enriquecida por la larga y enconada lucha popular. A la vez, la concentración del poder privado ha procurado restringirla. Estos conflictos constituyen una buena parte de la historia moderna. La manera más eficaz de restringir la democracia es transferir la toma de decisiones, de la arena pública, a instituciones que no responden ante nadie: reyes, príncipes, castas sacerdotales, juntas militares, dictaduras partidistas o las modernas sociedades anónimas” (Noam Chomsky, El arma decisiva, rebelión.org / chomsky.htm, 18 de junio de 2001). De manera que dar por sentado que la democracia es el “ambiente” idóneo para la tolerancia puede ser una ligereza si no se toca el fondo y no se lleva a cabo una especie de radiografía de la democracia o de las democracias vigentes.
Si ya no es tiempo de poner la otra mejilla, ni mucho menos de dejar que otros hagan y deshagan, según hacia donde vaya el viento, ¿quiénes persistirán en la intransigencia?, ¿no hay manera pacífica de superar las diferencias y las divergencias? Referendos y otras consultas populares lucen poca cosa, pese a ser productos de grandes esfuerzos, cuando se descubre que en la maraña de “nuestras democracias” hay demasiados diablos detrás de las cortinas y que no parece suficiente con sólo declarar respeto por las ideas, creencias o prácticas ajenas cuando son diferentes o contrarias a las propias.
 






 



* Del futuro. Hechos, reflexiones, estrategias, Monte Ávila Editores Latinoamericana, Caracas, 2002.
* Alberto Quirós Corradi, “Cuatro píldoras de un mismo frasco”, El Nacional, 10 de febrero de 2002.
* Monte Ávila Editores Latinoamericana, Caracas, 2002.

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