Los ríos contenidos
(Relato inspirado en Hojas de hierba, escrito hace una década, y que ahora publico en la celebración de los 200 años del nacimiento de Whitman)
A Mery Sananes
Un joven de veinte años, en conflicto con la realidad acordada y consigo mismo, y bajo el influjo de la breve y temprana rebeldía de Rimbaud, tomó un autobús en el terminal de autobuses para ser otro en algún lugar del oriente venezolano. Llevaba en su morral dos franelas, dos pantalones y, gracias a un arranque providencial, Hojas de Hierba en la reconocida traducción de Francisco Alexander.
Conjeturó que conseguiría empleo en un
restaurante, que viviría en una pensión de mala muerte y que amaría a una
muchacha discreta, ajena a las imposturas feministas de sus condiscípulas. Su
falta de apego a los escasos vínculos de dos años de vida universitaria en
Caracas, le ahorraba la añoranza de alguien; aunque años después confesaría que
una decepción amorosa, “no muy honda”, apuró su huida.
Quizás su inapetencia lo hizo parecer
un pasajero extraño; los otros se hartaron en los humildes comederos donde se
detuvo el autobús. Sólo el atardecer sobre la laguna de Unare lo sacó de su
letargo acosado por la incertidumbre de los días venideros. Olvidó, por un
rato, su incipiente errancia y el asedio asfixiante de su desarraigo. Pero el
mundo no dejaba de ser distinto para sus sentidos: no estaban acomodados a las
certezas comunes; no estaban del todo limitados por las convenciones
perceptivas de su crianza. Él, así me lo han hecho entender reflexiones
consecuentes, no era un ser distinto; apenas se le asomaba el renegado
privilegio, dada su renuencia a conformarse con un “punto de vista”, de arrastrar
la vida sin explicaciones. Era como alguien que recibe azarosamente un tesoro
sin siquiera conocer el valor del dinero. Algo, íntimo e indescifrable, le
decía que necesitaba una especie de fuerza heroica que defendiera su escasa
cordura.
La rareza de las cosas le provocaba
pánico y un estremecimiento recorría su espalda, como si un animal viscoso le
saltara nerviosamente de la nuca a la cintura. Su vida se le figuraba la
nostalgia de un desterrado atravesando un vasto desierto. El tiempo, en
aquellos momentos en que el mundo rebosaba sus sentidos, desolaba el
espectáculo de las horas consagradas a la empresa indetenible del progreso, que
mueve a las dóciles siluetas de las ciudades.
Muchas veces intentó verbalizar el
estado de su alma. Acumuló una selección de “intentos” en los que expresaba
burdamente su descontento, como si tallara la forma de seres desconocidos en
materia quebradiza. Cansado de no poder constatar en una página lo que había
sentido, decidió volverse un místico en estado salvaje, sin dar oportunidad al trabajo de los años en el espíritu.
Por eso atravesó pueblos que nunca antes había visitado y que años después
conocería lo suficiente como para dedicarse al comercio fugazmente en ellos, lo
cual le dejó más sinsabores que las ganancias anheladas.
La noche, iniciándose a su paso por
Guanta, le devolvió unos versos de Clemens Brentano:
Yo quisiera extinguirme
como el canto del cisne moribundo
si aquella estrella que he mirado
no es ya la mensajera de la calma.
En el poco cielo que le permitía la
ventanilla buscó las constelaciones fáciles de reconocer, aun para su
ignorancia de la astronomía elemental, y se preguntó si de verdad el orden de
las estrellas y los planetas había influido a la hora de su nacimiento. De ser
cierto, ¿por qué le había tocado el destino de no comprender lo que asaltaba a
su corazón?
En la oscuridad que el autobús
transitaba velozmente, el tiempo dejó de ser sucesión, dejó de ser el río de
Heráclito y la noche fue otro tiempo, sin relojes y sin urgencias, fue sueño
ilógico y su cuerpo tembló de miedo, allí, entre tanta gente deseosa de llegar
a alguna parte; el tiempo no era tiempo, aunque un velocímetro y un reloj
pudiesen dar cálculos exactos, el tiempo era la noche rebasando el
entendimiento de un joven solitario que no sabía qué hacer.
Sin pensarlo, se apeó en la entrada de
Cumaná. Las calles brumosas estaban solas. Enrumbó sus pasos hacia donde creía
que se hallaba el centro. De vez en cuando pasaban carros por puestos con uno o
dos pasajeros, pero no quiso montarse en ninguno. Dos borrachos acostados en la
acera discutían sin coherencia, “parecen políticos venezolanos”, pensó, y
apenas pudo reírse de esa fácil comparación. Crecía en él la inquietud por no
saber adónde iba, aunque seguía caminando como si estuviese familiarizando con
esas calles que reflejaban su estado de ánimo.
Llegó a la orilla del río Manzanares:
“exaltado por una pegajosa canción… de esas que se esmeran en hermosear
ciudades intolerables”.
Mirando el agua oscura, bordeada por un
paseo inmundo, lo sorprendió un muchacho, como de su misma edad, preguntándole:
“¿qué buscas?”. Sin demora, soltó la retahíla de su insignificante aventura. El
muchacho, a todas luces conmovido, le consiguió una habitación en un hotel
barato, que parecía a punto de desplomarse, no sin antes citarlo para la mañana
siguiente con el propósito de conseguirle trabajo en el almacén de su mejor
amigo.
Apenas pudo dormir en el camastro
chirriante y polvoriento; el ventilador pendiente del techo resultó una amenaza
mortal mientras estuviese encendido. Sólo a ratos se adormitaba, pero un sueño
se le presentó, breve y turbador: nadie lo veía ni lo sentía, sus palabras no
se escuchaban aunque casi las gritaba a gente conocida que lo rodeaba, sus
manos penetraban toda materia: era una sombra, era un muerto. Y despertó
ahogado y le fue imposible volver a dormir. Esperó el amanecer anunciado por
gallos distantes y los pájaros; esperó que el trópico ardiese afuera, en la
calle de la necesidad y el ajetreo. Salió furtivamente, después de cumplir con
su cuerpo en el baño destartalado y mohoso, jurando no regresar más nunca a
“ese hotel de mierda”.
En una plaza cuyo nombre no se ocupó en
averiguar, inútilmente estuvo esperando hasta el mediodía a su reciente amigo,
creyendo verlo en cada peatón parecido. Le dolió no volver a verlo, pero se
consoló pensando que en la vida hay tanta gente que vemos una sola vez.
Buscó el mar. Preguntando en cada
esquina dio con el balneario orillado de taguaras llenas de moscas y bebedores
escandalosos. Se acostó a la sombra de una uva de playa y contempló el mar y el
cielo de azules diversos, a ratos interrumpido por los excitantes atributos de
algunas bañistas.
La noche lo sorprendió adormitado,
inmóvil como un tronco arrojado a la playa por el oleaje. Estaba solo, oyó
ladridos de perros a lo lejos. La melancolía comenzaba a sitiarlo. Tuvo ganas
de extraviarse en una multitud, de ser ceniza en el viento tibio de una gran
ciudad. Pero el cansancio aplacó la desazón y cayó rendido de sueño hasta la
madrugada.
Despertó asustado, estaba rodeado de
cangrejos ariscos que al menor movimiento suyo se escondían en la arena. Las
luces de un barco avanzaban hacia el este por el negro horizonte marino.
Imágenes de sus muchos fracasos en su poca vida le impedían pensar sin angustia;
los cangrejos reiniciaban su acoso cuando lo percibían inmóvil; el cansancio de
su cuerpo luchaba contra las arremetidas de su desconcierto y de sus dudas. Al
fin el sueño volvió a dominarlo, aunque la desazón insistía.
La mañana le deparó el goce de una
soledad luminosa frente al mar sereno. Los alcatraces reanudaban su elegante
pesca y sus poses altaneras sobre las
olas tenues. La fiesta de los colores del amanecer disipó su azoramiento
nocturno y sintió un entusiasmo afín al del amante correspondido.
Al mediodía, otra vez el
balneario colmado de bañistas, mientras tomaba una cerveza expuesto al sol con
los pantalones arremangados hasta las rodillas, le provocó bañarse. Al
principio no le agradaron el agua ni las algas que se enredaban en sus pies; luego
se sintió a gusto y cantó un viejo bolero aprendido en la infancia y sintió que
era magnífico, realmente extraordinario estar bajo el sol y nadar en el mar.
“¿Por qué nadie se da cuenta?, ¿por qué
esta repentina sensación como de inmortalidad que me realza y vuelve más
potentes mis sentidos?
¿Es esto a lo que se ha cantado y jamás
puede expresarse?”.
Cuando regresó a la arena en busca de
su morral y un lugar para cambiarse, la gente lo miró como si fuese un demonio
que alteraba su tranquilidad y sus buenas conciencias. Era fácil advertir su
descamino para esos turistas que convierten el ocio en un deber y una
competencia ruidosa y un concurso de exhibición. Él, a su vez, reafirmó su
indiferencia por la uniformidad de juicios y costumbres que torna escandalosa
cualquier ligera falta a las apariencias.
Al sacar del morral el viejo jeans desteñido, éste trajo consigo sus despegadas Hojas
de Hierba. Se vistió rápido detrás
de una camioneta abandonada en el estacionamiento del balneario. Después ocupó
una mesa en la taguara más cercana, sin reparar en el gentío y la música
estridente, acompañado de una cerveza bien fría. Le contentó la suerte de
releer a su viejo amigo. “¿Por qué te había olvidado en un viejo anaquel y
ahora te recupero sin proponérmelo?”
Ahora encontraba el retrato de sí
mismo, su propia voz cantando los largos versos del multiforme yo de Long
Island.
Hay algo en mí –no sé qué
sea– pero sé que está en mí.
Crispado y sudoroso –sereno y frío se hace luego mi
cuerpo,
duermo –duermo.
No lo conozco –no tiene nombre– lo expresa
una palabra que aún no ha sido pronunciada,
que no está en ningún diccionario, en ningún idioma,
en ningún símbolo.
Esas palabras, ahora suyas, le
recordaron la pérdida en cada uno de nosotros de ese raro entusiasmo y de la sosegada
atención en cada cosa de este mundo por más vil e insignificante que sea. Sólo
el verbo gratuito podía devolverle la cordial relación con la realidad, con lo
que creía el humilde propósito de la poesía y no ese afanoso universo de
artificios verbales que consagran la ilusión de un arte concebido para el
regodeo de personas engreídas.
Quien toca este libro, toca
un hombre
(¿Es de noche?, ¿estamos aquí juntos los dos solos?)
¿Soy yo a quien tienes y quien te tiene?
De estas páginas salto a tus brazos –me llama la muerte.
Comprendió (aparte de que la lectura de
un libro depende también de los años del lector) muchos de sus juveniles actos
inconformistas, comprendió su renuencia a encerrarse en aulas y, de algún modo,
la causa de sus pésimas calificaciones en materias disecadas para rellenar de
papel y frágiles certezas la inteligencia humana.
Cuando escuché al sabio astrónomo,
Cuando las demostraciones y números fueron puestos
en columnas ante mis ojos,
Cuando me fueron mostrados las cartas celestes y diagramas,
para que los sumara, dividiera y midiera,
Cuando escuchaba al sabio astrónomo dar su aplaudida
lección en el aula,
Qué pronto –inexplicablemente– me sentí fatigado
y enfermo,
Hasta que levantándome y deslizándome afuera, salí
a vagar solo,
En la mística
atmósfera nocturna y, de cuando en cuando,
Alzaba mi vista a las estrellas en perfecto silencio.
El prefería escaparse del liceo para
vagar por los suburbios con sus compañeros. Otras veces se iba solo a un parque
y se acostaba en la hierba a mirar el movimiento de las nubes, jugando con
espesas bocanadas de humo; no le provocaba estar con nadie, pero no se sentía
ni triste ni solitario. Fue en esa época cuando comenzó a darse cuenta de
algunas absurdidades: la rutina; su educación prescrita en la mancillada
Constitución. La realidad convenida se le hizo una farsa, cuyos actores se
toman tan en serio su papel que cada uno de sus actos les parecen salvadores de
un mundo siempre al garete.
¿Nunca has tenido una hora,
Un súbito destello divino, que ha precipitado y hecho
estallar todas estas burbujas, modas, riqueza?
¿Estos ansiosos proyectos comerciales –estos libros,
política, arte, amores?
Una hora de total aniquilamiento?
Supo, pasando de una página a otra sin
ningún orden, que estaba leyendo en sí mismo; aceptó el abrazo intemporal del
viejo poeta que se despedía anunciando al gran individuo,
fluido como la Naturaleza, casto, afectuoso, compasivo, armado de todas las
armas: iniciaba el reencuentro con ese otro que a veces se le
insinuaba en sueños. Él también lanzó su graznido salvaje sobre los tejados del
mundo, porque el don, el regalo inexplicable de estar aquí es demasiado breve
para concedérselo al impostor que pugna por dominarnos. Recordó que una vez en
un carro por puesto lo visitó el asombro al ver a una mujer amamantando a su
hijo. Whitman, en uno de esos poemas que suelen juzgarse menores en su obra, le
confirmó ese esplendor de lo trivial.
Veo al niño que duerme en el regazo de su madre,
La madre y el niño duermen –los observo largo tiempo
en silencio.
Aquel cuya vida es andar hacia sí mismo
puede expresar (o no expresarlo, si no lo seduce el arte o lo ignora) la
multiplicidad, la variedad del orbe. Él ha reído en un bar con los marineros de
países remotos, él ama a una mujer única que es todas las mujeres, él es el
delator y el delatado en un deshonroso proceso, él fue el nómada que erraba por
inmensas llanuras inhóspitas, él es el hombre que riega las matas de su jardín…
Su contemplación es la misma que la del joven enredado en sus incertidumbres y
a quien el azar o una gracia del destino lo llevó a leer una página decisiva en
su vida.
Me siento a contemplar todos los dolores del mundo,
y toda la opresión y toda la vergüenza,
Oigo los sollozos convulsivos, secretos, de los jóvenes
en conflicto consigo mismos, arrepentidos de sus actos,
Veo en el arroyo a la madre ultrajada por sus hijos,
que muere abandonada, extenuada, desesperada,
Veo a la mujer ultrajada por su marido, veo al seductor
infame de las jóvenes,
Observo el encono de los celos y del amor desdeñado
que intenta ocultarse, veo estos espectáculos sobre
la tierra,
Veo los efectos de las batallas, de la peste, de la
tiranía,
veo a los mártires y prisioneros,
Observo el hambre en el mar y a los marineros echando
suertes para ver cuál habrá de morir para
salvar la vida a los otros,
Observo las humillaciones y degradaciones impuestas
por los orgullosos a los pobres, a los negros;
Todas estas cosas, todas las vilezas y agonías sin fin
me siento a contemplar,
A ver, a oír, y permanezco mudo.
Y regresó a la ciudad de la que había
huido. Supo, desde aquella tarde diálogo con el poeta que declaró su vanidad y
su trascendencia, que para los ojos del amante de este milagro que somos y que
nos empeñamos en destruir no hay símbolos privilegiados ni paraísos perdidos;
sólo el ser humano que endiosa el cálculo y olvida el corazón del mundo
convierte el vivir en una sucesión de días mustios. Quizás este joven llegue a
decir su gran rechazo y su íntima devoción. Si no lo hace, el Universo no se
alterará por ello; quizás contribuya con un verso o viva en silencio su
desarmonía. Su vida será un desatino perenne y una pasión sin valor en el
negocio de las ideas. Por ahora está aquí, en esta Caracas de ríos ultrajados y
derechos perdidos, caminando con sus devociones, sus temores y sus demonios,
sabiéndose mortal y eterno a manos llenas.