martes, 31 de octubre de 2017

El ardor de la sospecha (duodécima y última entrega)

Mercedes Concepción lo esperaba en la sala, en la mecedora, desde el momento en que lo sintió llegar y subió a la habitación para meter dos mudas de ropa, el cepillo de dientes y el dentífrico en un morral, apenas ordenar el cuarto y echarle una mirada, sin acercarse, al celular y al reloj despertador con sus agujas fosforescentes, y bajar. La puerta de entrada a la casa estaba entreabierta, la empujó suavemente con dos dedos.
-Pasa, muchacho.
Luis Eugenio se timbró por segundos y entró. Se sentó en una butaca, frente a ella.
-A ver, ¿en qué andas?- la pregunta era pura formalidad; ella esperaba oír lo consabido.
Luis Eugenio se sintió transparente, que ella podía ver dentro y a través de él. Desechó la vanidad de representar un papel ante ella: ella, de un modo muy distinto y agudo al del doctor Jordán, lo conocía; si no llegaba al punto de leerle los pensamientos, se enteraba de sus intenciones: quizás él, sin darse cuenta, se las revelaba sin palabras.
-Voy a estar fuera de la ciudad por un tiempo…
-¿Por un tiempo?- sonrió con evidente incredulidad.
-Sí, por un tiempo. Y, para ser sincero, no estoy seguro de regresar. Por eso, si llegara a pasar de los tres meses correspondientes al depósito, puede dar por cerrado el trato y disponer de la habitación. Todo depende, aunque no sé de qué. Dejo ahí unas pocas cosas mías y si no vuelvo haga con ellas lo que quiera.
Mercedes Concepción juntó las manos y se las llevó al pecho: miró fijo a Luis Eugenio, otra vez con esa mirada que lo desencajaba pero también le infundía una serenidad súbita.
-Que sea lo que Dios disponga. Así como de rara fue tu llegada, así de rara es esta despedida que, según tú, no sabes si es definitiva- ella albergaba su certeza y prefirió guardársela-. Ahora, si no tienes idea de cuánto vas a estar fuera o no vuelves, ¿por qué llevas tan poco equipaje?- apuntó con los labios al morral que él tenía sobre las piernas; se rió y no lo dejó contestar-. Tranquilo, son vainas mías. Soy curiosa, pero no entrépita.
Luis Eugenio se puso de pie. Con un gesto de la mano ella le pidió que se aproximara y le extendió los brazos: él se inclinó y ella lo abrazó fuerte; él sintió la fuerza de sus manos huesudas en la espalda; luego, ella le tomó la cara entre las manos, le besó la frente y le echó la bendición.

 Se detuvo a echar gasolina en una estación de servicio de la salida oeste de la ciudad; después estacionó el carro frente al shop (así decía un pretensioso letrero de neón) de la misma estación. Pidió un café negro, grande y cargado, para enfrentar el mundo sin sueño ni parpadeos. La decisión ya estaba en su pecho: enraizada y sin excusas. El mundo podía ser otro, pero no igual al que estaba condenado: cercado, monótono y en soledad. Ahora estaba ante otro mundo, fluyéndole en las venas y dueño de su corazón. Podía ser otro sueño o una extensión indecisa de la realidad entre los mundos posibles de su estrecha vigilia y la amplísima noche.
A un lado del shop, en un rectángulo de cerámica blancuzca, apenas elevado sobre el nivel del asfalto, había tres mesas desocupadas y muy juntas. Se sentó en la del medio. Al rato, un tipo alto y corpulento, con yines azul oscuro y una franela negra muy ancha, con algo estampado en el pecho, y lentes oscuros, le pasó por un lado y de pie se recostó de la pared, en el único espacio de sombra, un pequeño triángulo escaleno, encendió un cigarrillo y con la otra mano sostenía un celular. Luis Eugenio, a quien poco le importaba estar llevando sol en esa terraza, no lo tomó en cuenta al principio: aparentemente el tipo no lo miraba, pero Luis Eugenio, fingiendo estar concentrado en el paso de los carros por la avenida, lo observaba de reojo. Fumaba con parsimonia y deleite hasta llegar al filtro del cigarrillo. Después se dedicó al celular; sólo lo veía y pasando el pulgar sobre la pantalla. Luis Eugenio se preguntó si en el suyo, abandonado sobre la mesita de noche, junto al reloj despertador volteado, de espalda a la pared, estarían llegando mensajes anónimos o llamadas de un número desconocido sin que nadie hablara desde el otro lado de la línea. Como no estaba apurado, se propuso no moverse de allí hasta que el tipo se fuera: ¿estaba ahí por él?, ¿sería este hombre de corte de cabello al rape y cara de aparente indiferencia quien le mandaba mensajes por encargo de alguien? Era lícito pensarlo. Total, no sabía quién lo acosaba. Esa silenciosa brega duró casi media hora: el tipo salió tan indiferente, en apariencia, como entró; caminó hacia la esquina inmediata y se fue por la calle transversal, detrás del shop.
Luis Eugenio volvió a su plan. ¿Hasta dónde llegaría?, ¿hasta dónde le aguantaría el Corsa del 2005 con tan poco mantenimiento en el último año y medio? Tomó la autopista hacia el occidente; el carro rodaba firme y parecía capaz de recorrer cientos de kilómetros. Iba por el canal derecho a ochenta y sin perder atención en la vía, sobre todo por el tránsito de muchos autobuses, camiones y gandolas. A pesar del intenso verano, pero con lluvias breves y ocasionales, a ambos lados de la autopista no era escaso el verdor, alternado con el colorido de algunos árboles de floración extemporánea y algunas matas que florean todo el año. De las pocas casas, aisladas, sobresalían, rebasando lar verjas o empalizadas, trinitarias blancas, fucsias, amarillas; aparecían extensos cuadrados de girasoles mecidos desordenadamente por las brisas encontradas; luego cañaverales limitados por estrechos cortafuegos y carreteras a la vez; surgían intercalados, en plenitud de floración, apamates, flamboyanes, araguaneyes, nazarenos, veras y plumerias; y de nuevo aparecieron casas, pero esta vez todas iguales, de estructura prefabricada, en las que contrastaban colores intensos, brillantes por el sol; un cementerio pequeño, de cruces desvaídas y flores de plástico decoloradas en las tumbas; cerros de vegetación seca con lejanos puntos de verdor; vendedores apostados en el hombrillo ofreciendo mangos, jalea de mango, galletas de elaboración casera. Una suave pendiente y el carro perdió fuerza en su empuje. Esa lentitud le permitió apreciar que de una inmensa nube algodonada se desprendían cuatro franjas de luz blanquísima, equidistantes entre sí, hasta difuminarse en el cielo azul nítido de la tarde. Una camioneta pick up blanca, sin placas, con vidrios oscuros que impedían ver hacia dentro, llevaba rato detrás del Corsa acezante de Luis Eugenio, y casi en lo más alto de la pendiente lo rebasó y volvió al canal derecho, delante del Corsa; vio en el retrovisor que otra camioneta, igual en todo pero negra, lo seguía por el mismo canal.
En una como esa me trasladaron para el tercer y último interrogatorio en Ciudad Zamora.
La pendiente terminó y ya rodaba en plano. A la derecha era mayor la altura que separaba la autopista de los matorrales y unos terrenos recién arados. Se animó a rebasar la camioneta blanca y exigiéndole más de la cuenta al motor del Corsa lo hizo y volvió al canal derecho; de inmediato la camioneta negra pasó a la blanca y al Corsa y aminoró la velocidad para quedar delante de éste en el mismo canal.

¿Iban por él? Ya no resultaba coincidencia que tuviese que avanzar con una camioneta delante y otra a la zaga. Si se propusiera rebasar a la negra, de seguro la blanca pasaría a toda marcha para ponerse delante del Corsa: sería como un juego vano y fatigoso y para qué exigirle más al motor, ¿para quedarse accidentado? Después de un par de kilómetros amagó con pasar al canal izquierdo y pudo ver en el retrovisor cómo la camioneta de atrás se asomó impetuosa al canal izquierdo, y apenas él volvió al canal derecho, también lo hizo la camioneta blanca. Podía seguir rodando así… ¿hasta dónde?, ¿hasta cuándo?, o se lanzaría a toda velocidad, cruzando el hombrillo, hacia el voladero, en picada, y estrellarse contra algún ancho y recio samán o caer en un trecho de tierra dura, sin monte, o en una de esas angostas carreteras asfaltadas que  atraviesan la autopista por debajo. Sería eso o qué: lo que fuera, lo que viniese, lo predestinado quién sabe por quién o por qué, lo que fuese, pero decisivo, y no sentiría más el ardor de la sospecha y su nombre y su cuerpo y su espíritu desaparecerían en el inmenso lodazal de las opresiones e injusticias humanas, donde suelen ahogarse las redenciones y las esperanzas.

miércoles, 25 de octubre de 2017

El ardor de la sospecha (undécima entrega)

¿Para qué renunciar a ese otro mundo cambiadizo y rara vez el mismo donde sólo se encontraba con desconocidos que solían tratarlo bien? Aunque nunca eran las mismas personas, le ofrecían una cordialidad gratuita, sin intenciones subalternas. Sí llegó a ver gente atemorizada, huyendo sin saber de qué o por qué.
Se acostumbró con agrado a la penumbra de salones amplios, a las habitaciones circulares y a veces movedizas, donde conversaba con alguien que era uno y varios; ya no temía caminar por calles interrumpidas abruptamente o que se prolongaban en senderos de tierra entre casas de ladrillos sin frisar; aprendió a evadir con soltura y aun burla a quienes lo acechaban y pretendían atraparlo; si quedaba descalzo, y nunca sabía por qué, no se desesperaba y seguía, aunque donde pisaba estuviese frío o un agua sucia y fétida le llegara a los tobillos.
Se propuso volver a algunos sitios que recordaba, sin nitidez, sólo en ráfagas de imágenes. Una vez consiguió algo similar, pero esa casa sobre una colina, algunas veces, y otras sobre un promontorio casi piramidal, por cuyo pie serpenteaba una carretera de tierra y pedruscos, se transformó, apenas al entrar en ella, en una sucesión de habitaciones desordenadas, con puertas grises de madera, de entrada a una y salida de otra. Si bien no logró estar donde se le antojara, al menos se paseaba por episodios en los que no sentía hostilidad hacia él.
El tipo que manejaba el carro no paraba de hablar, mirándolo, sin fijarse por donde iba: de todo cuanto le dijo, entendió a medias que se refería a sus hijas… falta de valor para buscarlas… el amor por sus hijas debería estar por encima de cualquier cosa… A los lados de la carretera, repentina y ocasionalmente, aparecían casas blancas, con techos de tejas, rodeadas de grama de verdor intenso; el carro perdió fuerza y velocidad en una cuesta muy pronunciada… el tipo no paraba de hablar… y él se fijó en una arboleda, a la izquierda, tupida y oscura… parecían eucaliptus y pinos, estrechándose hasta confundirse. Pudo bajarse del carro y se adentró en la arboleda: sintió frío, tiras de neblina corrían entre los árboles, evitaba pisar los abundantes helechos, variados y de diferentes gamas de verde… recordó la primera vez que oyó la palabra helecho… le pareció hermosa y en plena correspondencia con lo que nombra… al hombre del carro volvió a encontrarlo en el inmenso salón de piso de cemento pulido, grisáceo y negro, donde algo se celebraba… tal vez nada, sólo el estar ahí. Esta vez el hombre no hablaba, pero le indicó con un gesto cortés de la mano que se dirigiera a una habitación, al fondo, a la izquierda: allí, muchachas sonrientes iban de un lado a otro ofreciendo vasos de jugo de naranja pasteurizado. No pudo tomar ninguno y salió a la plaza, ese inmenso cuadrado de brillantes adoquines verdosos, sin bancos, sin árboles, sin una fuente, sin estatua ni busto de santo o gente ilustre: estaba muy oscuro y  cuantos pasaban muy cerca de él o se congregaban a lo lejos, más allá de la plaza, eran siluetas; ni un rostro particular y menos aún conocido. Lloviznaba y en el cielo, hacia el horizonte negro, un círculo de plata, como una moneda nueva, podía ser la luna. Tuvo la certeza de ir o estar donde quisiera: poseer el capricho, manejar la voluntad. Podía inventarse sus pasajes y escoger el momento en que cambiaría de uno a otro, pero decidió dejarse llevar y siguió un rayo de luz azulada entre dos jabillos y fue a dar a una avenida solitaria, flanqueada de terrenos baldíos, separados entre sí por cercas de estacas y alambre de púas. Extrañó a la mujer desconocida, deseó su compañía, sus palabras seductoras, su trato íntimo. Y ahí en la soledad de la avenida, inédita o recreada por él, como un barco asoma su proa en el extremo de una bahía, apareció esa recóndita decisión, esa única salida, al principio avizorada con temor, pero ya madurada como un propósito entre las turbaciones y las dilatadas horas inanes de su vida.
Al tercer día se levantó, se aseó con calma y demora, y salió poseído por el hambre. En esos tres días de encierro, gracias a la comprensión y bondad de Mercedes Concepción, tomó agua y café un par de veces, y comió sin apetito y en bocados entre horas distantes dos arepas con queso blanco. Dos veces subió ella con lentitud y mucho esfuerzo las escaleras, tocó la puerta y dejó en el piso, sin esperar que le abriera, los recipientes de plástico con eso poco que Luis Eugenio bebió y comió. Ella sabía que él quería estar encerrado, revolcándose en su soledad y en su tribulación; en ningún momento ella temió que hiciera algo más; ella, con su instinto cultivado, lo percibía vivo y eso le bastaba. Algo más percibió ella, pero esperaría a que en algún momento se lo confiara. Ese momento llegaría y no era necesario apurarlo.
Aquella mañana lo oyó salir: sintió todos sus movimientos, desde el momento en que se levantó de la cama, cogió la toalla y la pastilla de jabón puestas de cualquier manera sobre la única silla de la habitación, salió del cuarto y entró al baño; en fin, hasta que encendió el motor del carro y sin calentarlo mucho, arrancó; lo percibía como si lo estuviese viendo: incluidas esas variantes baladíes, pero significativas en la rutina de su inquilino, como dejar el celular sobre la mesita de noche y voltear el reloj despertador y no puesto, como siempre, con la esfera hacia la pared.
Luis Eugenio desayunó en una de las panaderías cercana a la Plaza de los Caídos; con refrenada voracidad se comió dos cachitos de jamón, acompañados de un marrón y una botellita de agua mineral. De ahí se encaminó a la plaza por el lado este y apenas la pisó pudo ver al doctor Jordán sentándose en un banco inmediato al vértice noroeste, a esa hora sombreado por el tupido ramaje de un mamón; llevaba puesta la gorra de los Marlins de Florida, lentes oscuros, una franela de algodón que alguna vez fue gris oscuro, unos yines desteñidos, casi blancos, y zapatos de suela, sin medias. El doctor Jordán lo vio aproximarse, como si lo esperara, como si ese encuentro estuviese concertado: se estrecharon las manos y se dieron los buenos días. Luis Eugenio se sentó junto a él: esa cercanía le reveló al doctor Jordán una exigencia de confianza y como estaba sin ánimo de rodeos, se adelantó:
-Ni poniéndonos de acuerdo habríamos coincidido con tanta exactitud y estas cosas no pasan por nada. En este mundo hay una trama que siempre escapa a nuestra voluntad y a cualquier propósito personal. Por muy razonado que sea -lo encaró con sus lentes oscuros y el poco rostro descubierto-. Aquí estás, como el día, como ese primer día que viniste a preguntarme por un lugar donde acomodar tus huesos, tu vida arruinada, tu soledad enjaulada, si, aquí estás, y debo por obligación y respeto conmigo, con lo poco que me queda de vida, volver a la misma pregunta, por la misma duda y por la misma sospecha- Manuel Jordán hablaba en tono de oratoria inspirada y Luis Eugenio lo escuchaba concentrado, sintiendo con cada palabra una filosa navaja y sorprendido porque aquel hombre al que consideraba su amigo se anticipaba, como si lo supiera, al discurso que traía entre ceja y ceja.
-Sí, aquí estás, joven Manzo. Aunque tasadas, te he brindado mi confianza y mi amistad. He sido contigo absolutamente receptivo y sincero, y por eso debes responderme con toda franqueza a lo que te pregunte -en ese momento recordó las prevenciones de Jonás Mata y aunque se reventaba de ganas de “pasárselas por el forro” y encarar de manera más directa a Luis Eugenio, se contuvo-. Tienes que decirme la verdad, si sobre Isnardo Salas y el motivo de tu particular condena no sabes más de lo que me has dicho. No espero menos de ti.
-El propósito de encontrarme con usted hoy es otro, al cual me siento obligado porque es la única persona a quien le he confiado… mi situación -aún le costaba denominar su condena con otro nombre: condena le parecía, a pesar de todo, un término exagerado-. Aquí estoy, como el primer día, y no le he negado nada en cuanto a Isnardo Salas se refiere, pero si usted me lo permite voy a recapitular, probablemente con detalles que la soledad de los últimos días ha refrescado, detalles más personales que relacionados de fondo con lo que usted cree que no he dicho por omisión o por no querer mencionarlos.
-Adelante, tiempo me sobra -ya aplacado el afán de deslenguarse en cuanto había averiguado Jonás Mata, se mostró hecho de paciencia y comprensión.
-He terminado pensando que lo que ahora padezco, llámese como se llame, está bien merecido. Fui un tipo cómodo, decidí no meterme en problemas, aunque usted no lo crea -rió con despreció de sí mismo-, no averiguar más de la cuenta, atenerme a lo que me ordenaban, seguir las pautas que me fijaban. En fin, ser un periodista sin voz propia en un periódico al servicio del gobierno de turno. Eso es así, doctor, y lo hice para seguir con mi vida de familia establecida, aparentemente, y seguir con mis aventuras amorosas, si así puede llamárseles, y beber y comer de gorra en buenos bares y restaurantes de Ciudad Zamora. Si sobre algún asunto escabroso en el mundo político había la posibilidad de profundizar, yo lo evadía y, sobre todo, si se trataba de gente del gobierno. Se trataba, para mí, aunque no lo razonara de ese modo, de vivir sin complicaciones, a sabiendas de lo riesgoso que significa en este país ser adversario del gobierno, así sea el feudo de un alcalde o de un gobernador. Ni siquiera fue cobardía, era la tranquilidad negociada de un cabrón…
-Y ahora eres duro contigo -creyó ver una nueva faceta de la locura de Luis Eugenio, pero a la vez se le insinuaba la compasión.
-No es dureza, es cruda sinceridad. Sinceridad que antes me negaba y, peor aún, no me importaba. Sólo quería seguir con mis citas semanales con la colega Xiomara Abreu, con ese hermoso cuerpo bien proporcionado, todo en su lugar, hecho a mano para el goce, para gozarlo. Sólo quería seguir entrando a cuantos actos oficiales me lo permitían mis credenciales de El Zamorano, pasarla bien, cumplir con unas cuartillas insustanciales y con mis obligaciones económicas de padre, aunque mi sueldo no era de gran monto, pero disfrutaba de otros beneficios como adquirir bienes y alimentos con instituciones del estado o, más bien, del partido, por ser una voz sumisa, obediente. Por eso, doctor, por eso no indagué nada sobre Isnardo Salas. Sabía, como cualquier hijo de vecino y como ya le he contado, de su enriquecimiento súbito, de sus alardes de nuevo rico, de recién vestido, de sus compañías prósperas a costa de los dineros públicos, y aunque se me hubiera ocurrido  saber más de lo que en la calle se rumoraba, no eran pocas las barreras que encontraría a cada paso. Créame, ni en la soledad de mis pensamientos me atrevía a hilvanar conjeturas sobre él y otros políticos y militares y su descarada riqueza de la noche a la mañana. Yo era un amanuense del poder regional y no pocas veces del poder nacional de un partido. La libertad de expresión y cualquier ideal similar me parecían soberanas pendejadas, y me siguen pareciendo, pero ahora por otras razones… desde otro punto de vista.
Nunca creí en los riesgos calculados, y menos en intentarlos. Me propuse no transgredir las reglas, tácitas, de mi profesión. Eso creía yo o eso me hice creer. Lo mío era pasar por debajo de la mesa y no comprometerme, y recién caigo en cuenta de que entre los vaivenes conyugales con mi esposa y los lujuriosos y sentimentales con Xiomara Abreu, revueltos todos ellos con unos tragos de ron, me sacaron esa pregunta impertinente del fondo de mi alma prosaica, de esa miseria humana de vida acomodaticia que yo tenía. Y no, no doctor Jordán -agitó los brazos y alzó la voz-, ni sabía ni sé nada más sobre Isnardo Salas de lo que le he dicho… y ahora menos quiero saberlo.
Todo ese tiempo, Luis Eugenio, inclinado hacia adelante, hablaba mirando al suelo, como si en vez de dirigirse al doctor Jordán lo hiciera a un ser subterráneo salido de su conciencia.
El doctor Jordán desistió de luchar con las ganas de decirle cuanto sabía sobre el milagro de la cocaína trasmutada en harina de maíz por obra y gracia de un coronel de la Guardia Nacional y del político venal que fue Isnardo Salas: por gente como este joven hay una camarilla instalada en el poder de todo el país, una camarilla que se sirve de sanguijuelas necesarias como este que ahora nada en el veneno derivado de su complacencia, del hacerse el pendejo y dejar que todo pase, mientras otros jóvenes, como mis hijos, se han ido del país para encontrar mejores oportunidades. Y no fue necesario despedirse de él para siempre, como pensaba hacerlo en los mejores términos, incluidas muestras de afecto inusuales en su proceder, porque Luis Eugenio volteó a mirarlo, a los ojos detrás de esos lentes oscuros.
-Al principio le dije que quería encontrarlo por otra razón. He venido a despedirme. Por eso estoy aquí. Me siento acogotado en esta ciudad -estuvo a punto de decir aprisionado- y me estoy quedando sin dinero y no sé qué hacer, ni cambiándome la cara y el nombre. ¿Cuánto tiempo pasaré vegetando? A menos que pretendan que me dedique a cualquier oficio infame o me degrade hasta terminar en indigente, durmiendo en la calle y pidiendo limosna. Sí, eso creo, a eso me quieren llevar. Esto es como pelear con el viento. Lo cierto es que no puedo seguir así. Ya llevo meses en esto y viviendo bajo la sospecha de saber más de lo que dije y no lo digo o no puedo decirlo.
A Manuel Jordán le pareció que Luis Eugenio comenzaba a delirar y que su poca cordura se iba a pique.
-Sí, doctor, vine a despedirme. Le agradezco que me haya permitido abusar de su tiempo y de su paciencia. No sé qué piensa usted de mí, pero créame que siento mucho aprecio por usted.
Manuel, Jordán, hombre nada sentimental, le palmeó la espalda, carraspeó, confundido entre la misericordia y la rabia por aquel joven recién arrepentido de su vida entregada y de sus inconsecuencias; pero descubrió en esos segundos que se había encariñado con él y no se le hizo difícil suponer que muchos jóvenes del país estaban en circunstancias similares o a punto de desembocar en ellas, y fueron sinceras sus palabras.
-Yo también lo aprecio, joven Manzo. Siempre te recordaré y espero que sea lo que sea que hagas con tu vida, lo respetaré. No tengo nada que reprocharte.
-Gracias, doctor- se puso de pie y se marchó.

Manuel Jordán lo vio llegar hasta el carro, montarse y arrancar, mientras recordaba a sus hijos y luego a los nietos, de cuya existencia sólo sabía por fotos y videos: nada de la cercanía del calor humano.

sábado, 21 de octubre de 2017

El ardor de la sospecha (décima entrega)

Un sábado, al final de la tarde, previo acuerdo por teléfono la víspera, Jonás Mata llegaba al apartamento de Manuel Jordán y doña Luisa con una botella de güisqui de doce años y otra de vino blanco chileno, especial para doña Luisa porque era la única bebida alcohólica que toleraba su paladar; y completaban el bastimento del joven abogado, merey y maní tostados y salados, como le gustaban a sus anfitriones, a pesar de las prevenciones del cardiólogo de ambos. Mientras servían las bebidas y acomodaban los pasapalos en los recipientes que doña Luisa sacó de una vitrina donde guardaba sus viejas y hermosas vajillas de porcelana, Jonás Mata, como acostumbraba con su colega y mentor, le daba cuenta de la indetenible corrupción y decadencia del sistema judicial del país con detalles verificados por la rutinaria experiencia personal y agregó que, pese a todos esos flagelos y la preponderancia de la injusticia y la venalidad de los jueces, no le iba mal económicamente, gracias a una clientela, en su mayoría testaferros y familiares de jerarcas del gobierno y oficiales de la Fuerza Armada, desaforada en la adquisición de inmuebles y otras propiedades. Luego pasaron a la sala; los esposos se sentaron muy juntos en el sofá y Jonás Mata, frente a ellos, en una de las butacas del juego de recibo. Brindaron por el momento y Jonás Mata fue a lo que iba:
-Créanme que este país no deja de sorprenderme y cada día que pasa uno puede enterarse por otras personas o por experiencia propia de hechos cada vez más escabrosos. Por usted, doctor Jordán, por el inmenso respeto y por el inmenso aprecio que siento por usted, me atreví a indagar en parte por mi cuenta y con mucha ayuda de Cóndor, alguien a quien suelo contratar en casos en los que su experiencia policial lo requieren –sorbió un poco del güisqui sour, puso el vaso en la mesa de centro y se restregó las manos, como si amasara y sopesara las palabras necesarias-. Este asunto de Isnardo Salas, llegado a su vida por pura casualidad con ese periodista con el cual usted ha tenido trato, es un asunto muy delicado y por eso, más adelante, en su momento, me veré obligado a indicarle algunas precauciones. Trataré de ir por parte, desde un principio, para no perderme en detalles que me distraigan de lo esencial.
Desde sus días de estudiante de educación media, Isnardo Salas era militante del partido Fuerza Democrática, dedicado al trabajo de base en un suburbio bastante pobre de Ciudad Zamora y así siguió hasta ingresar a un instituto de educación superior donde comenzó y nunca terminó  la carrera de técnico  medio en administración. Era líder de la juventud de Fuerza Democrática en todo el estado, pero tuvo olfato político: se dio cuenta de cómo en los barrios iba creciendo el descontento y la rabia con los sucesivos gobiernos del partido en que militaba y, al mismo tiempo, ganaba simpatía y apoyo Poder Revolucionario; entonces renunció a uno y pasó a las filas del otro… y esa parte de la historia del país, de unos depredadores a otros, ya ustedes la conocen de sobra. Lo que importa es cómo Isnardo Salas, el diputado Salas, como solían llamarlo, aunque ya no lo era, supo integrarse a su nuevo partido y escalar posiciones en éste, y el destino, que nunca falta, lo puso, por nexos familiares por parte de padre, en el camino de los García Tirado, la familia más influyente en aquellos lados. Y digo en aquellos lados, porque su poder e influencia llega a los estados vecinos.
Salas se convirtió, entonces, con astucia y servilismo en el pupilo y mano derecha de Simón García Tirado, primer gobernador de Poder Revolucionario en Zamora y por dos períodos consecutivos. Durante el primer período de García Tirado, Salas ocupó algunos cargos de mediana importancia; para el segundo, lo nombró secretario de seguridad, lo que fue motivo de discordias solapadas en el partido porque los más radicales no lo miraban, y con razón, como un militante revolucionario original. Después aspiraba a ser candidato a la gobernación, pero eso ya estaba decidido: el candidato y sucesor en la gobernación fue un hermano de García Tirado. Salas tuvo que conformarse a ser postulado en voto lista como diputado al Consejo Legislativo de Zamora, porque a la Asamblea Nacional también le cerraron el paso los camaradas radicales; alegaron que un paracaidista como él no podía llegar tan lejos. Fue diputado regional por dos períodos seguidos y tengo entendido que no quiso más cargos públicos y se dedicó a sus negocios, bastante prósperos por lo demás. Palabras más, palabras menos, este era su currículo político. Ahora vamos a lo otro.
Jonás Mata se terminó el trago, también el doctor Jordán, y doña Luisa, muy atenta a la relación, hacía rato que sostenía entre sus manos ansiosas la copa vacía. El doctor Jordán fue a la cocina y sirvió otra ronda; volvió a su puesto sin decir una palabra. Conociendo a Jonás, no dudaba de que vendrían datos insospechados.
-Ahora entramos en el terreno de algunas informaciones verificadas por Cóndor, de deducciones y de conjeturas. Cuando Salas era secretario de seguridad, se decomisó en la frontera occidental de Zamora un alijo de trescientos kilos de cocaína de alta pureza. Las estrellas, por decirlo de alguna manera, de “ese golpe al flagelo del narcotráfico”, como lo resaltaron los titulares de la prensa, fueron un coronel de la Guardia Nacional e Isnardo Salas, porque fue una acción combinada de esa fuerza militar con la policía regional. Y fue Salas, más que el gobernador, quien destacó por el hábil aprovechamiento de relaciones personales y aparecer en el lugar indicado a la hora precisa, para llevarse el mérito civil y los aplausos del partido y de la comunidad zamorana. El decomiso de esos trescientos kilos de cocaína dio motivo para un acto pomposo, patriotero y de mucho provecho para Poder Revolucionario. Teatralmente fueron incinerados y se predijeron nuevos decomisos y con el mismo “éxito y determinación que ha demostrado  el poder revolucionario de un pueblo libre, justo y eterno contra todas las plagas de la sociedad de consumo”, como dijo Salas en su largo y celebrado discurso de ese día. A la par de ese glorioso acontecimiento, Salas fue medrando con una empresa importadora de alimentos y una compañía constructora, ambas, por supuesto, con multimillonarios contratos con los gobiernos nacional y regional. Ya sabemos por boca del periodista, según me ha dicho usted, doctor, de la riqueza, la ostentación de ella y de las excentricidades de recién vestido de Salas. Pero –miró hacia el techo como si buscara aire o algo que lo animara más que el trago que ya había despachado y esperando un tercero-, pero… ¿qué pasó con Salas? Y en este punto debo decir que Cóndor comenzó a titubear, a insinuarme que quería dejar la investigación y no lo hizo de buenas a primeras porque con otros trabajos que le he encomendado, algunos todavía sin concluir, ha ganado más dinero que el miedo que comenzó a cercarlo en éste. Cuando desistió, cuando todo su coraje de policía no resistió más, me pidió que por el bien mío y por el suyo, y de todo aquel vinculado con este caso, diera la espalda y caminara en dirección contraria – miró uno a uno a los esposos: doña Luisa apretaba la copa con sus largos dedos blancos hasta enrojecerlos; el doctor Jordán se restregaba la barbilla con una mano y con la otra campaneaba el vaso en el que los cubos de hielo casi derretidos tintineaban, pero no se atrevía a hablar, quizás pensando en que su infrecuente cordialidad lo había hecho parte de una historia indeseable. Jonás Mata juzgó errado, a punto de arrepentimiento, el tono y la manera que imprimía a su relato: ya no podía retroceder y debía seguir.
-Cóndor pisó un poco más allá de su miedo y de su olfato, y obtuvo una confidencia bajo juramento de silencio eterno. De honor, digamos aunque cueste creerlo, entre policías. Y antes de negarse, prefirió escucharla. Aquel acto famoso, ejemplar, patriótico, difundido y celebrado por el gobierno encubría una burla despiadada a la verdad y el deshonroso beneficio crematístico de alguien… de algunos. En un operativo de incautación y traslado a un lugar seguro de esa cantidad de cocaína, específicamente a un galpón de la Guardia Nacional para fines como ése, y luego un nuevo traslado a un espacio abierto y distante de cualquier centro poblado para incinerarla, según reza la nota de prensa oficial, han debido de participar un numeroso grupo de efectivos militares y policiales, pero supongo que al momento de hacerlo se redujo a unos pocos, los de más confianza, y ya verán por qué. Sí, decidieron incinerarla a espacio abierto y de noche; pero a alguien, tiempo después, uno o dos años o menos, no lo sabemos, no se sabrá nunca, a alguien se le fue la lengua. Y entonces, con el perdón de su fe cristiana, doña Luisa –la miró con ironía cariñosa-, se hizo un milagro: esos trescientos kilos de cocaína que originalmente quisieron pasar, burlando alcabalas y requisas en carreteras perdidas y solitarias, como trescientos kilos de harina de maíz en empaques de un kilo de Maizarina, de la noche a la mañana o de la mañana a la noche –soltó dos carcajadas sobreactuadas- se convirtieron en harina de maíz de verdad. Eso fue lo que incineraron.
En esta pausa, doña Luisa se encargó de los tragos; la curiosidad insatisfecha y el asombro la apuraron.
-Piquemos algo, que esto es para rato y tomémoslo con calma- dijo ella.
-Esto, esto es un mierdero- dijo el doctor Jordán, mirándose las manos como si con ellas sostuviera un cadáver ensangrentado.
-Un mierdero, doctor, un mierdero de punta a punta. Y por eso estamos obligados a mantenerlo alejado- se frotó las manos, luego estiró el torso hacia adelante, con la cabeza erguida, y se bajó medio vaso de güisqui-. ¿Quién hizo el milagro?, ¿quién transformó tanta cocaína en harina de maíz? ¿Adónde fueron a parar esos trescientos kilos de cocaína? Eso es imposible saberlo, al menos para nosotros que no nos movemos en ese mundo.
Ya les dije que Cóndor no quiso seguir investigando, no quiso adentrarse más en esa maraña. Y lo veo clarito ante mí, en mi oficina, con cara de muchacho regañado, pasándose las manos por la cabeza, alisando más su cabello negro y lacio, restregándose la nariz y mirando hacia todos lados, inquieto, como un perseguido. Estaba asustado y vaya que él sabe de basura y mierderos. Cóndor ha nadado en la mierda y sabe lo que es rematar a un moribundo con un tiro en la cabeza.
Cóndor me dijo: ‘dejemos eso así, este pozo es demasiado hondo y está lleno de podredumbre. En esto hay demasiado real de por medio, hay mucho real pendiente, como un tesoro enterrado. Aquí pasó algo que se extendió por años, por otras y muchas maneras de riqueza ilícita y ese pendejo de periodista ni siquiera sabe lo que removió con su pregunta estúpida, si me atengo a lo que usted me ha contado, doctor Mata’.
Un día, como ya les dije, alguien soltó la lengua, a alguien se le fue el yoyo, para decirlo en lenguaje de malandros. Unos seis meses antes, más o menos, de lo que hizo y deshizo Isnardo Salas, el coronel que lo acompañó en su gesta heroica contra el tráfico de drogas, el coronel José Antonio Araujo, estaba en un convite en la finca de un general, al mejor estilo de los militares: carne en vara, música llanera, güisqui dieciocho años a raudales y putas, putas caras. El coronel recibió una llamada a su celular y apenas la atendió se apartó del grupo, se alejó más y más, y sólo se le veía manotear como si discutiera con alguien, dándole la espalda a los concurrentes, tal vez para evitar que le leyeran los labios. Al rato volvió al grupo y dijo que debía resolver un asunto y no tardaría en volver; incluso, a su puta le acarició la cabeza y la besó de piquito como a una noviecita, asegurándole que no tardaría. Y discúlpeme, doña Luisa, lo estoy contando con las mismas palabras con las que se las contaron a Cóndor.
Salió el coronel en su Tahoe, picando cauchos… y no volvió. Menos de  cuarenta y ocho horas después lo encontraron calcinado con todo y camioneta en una carretera de tierra, aislada, entre el caserío de Aguas Calientes y Ciudad Zamora. La versión oficial le atribuyó ‘el horrendo crimen a paramilitares de ultraderecha’, pero Cóndor y yo creemos que esa versión resultaba la menos comprometedora para el gobierno y la más útil para sus fines de propaganda revolucionaria. Como era de esperarse, el coronel o lo que de él quedaba, fue enterrado con todos los honores. Casi seis meses después sucede la tragedia de Isnardo Salas y aquí entramos por completo, como les dije, en el terreno de las deducciones y las conjeturas, apenas basadas en informaciones obtenidas en las sombras del miedo y de algo de dinero a cambio de unas pocas palabras arriesgadas.
Cóndor está convencido de que el coronel Araujo y Salas fueron los autores del milagro de la conversión de la cocaína en harina de maíz y negociaron ese cargamento a espaldas de sus verdaderos dueños y esa trampa les funcionó mientras éstos no lo sabían o simplemente lo supieron desde un principio y dejaron correr el tiempo de cobrar la cuenta o tomar venganza. Ellos, Salas y el coronel, no pudieron haber realizado el milagro solos. Imposible. De modo que algún cómplice soltó la lengua por alguna razón, menos por cargo de conciencia o conflicto moral.
Cóndor supone que después del asesinato del coronel, Isnardo Salas entró en crisis. No tenemos manera de saber, ni conviene intentarlo, si recibieron advertencias o amenazas simultáneas y pudieron comentarlo entre ellos o si primero procedieron con el coronel y luego se dedicaron a Salas. Una cosa sí es cierta: las notas de prensa sobre los asesinatos y el suicidio de Salas decían que cerca de seis meses antes de su fatal determinación se le había diagnosticado una grave enfermedad y eso le causó una crisis depresiva, y ese lapso coincide con el de la muerte del coronel y la de Salas.
-¿No puede ser casualidad? ¿Cóndor y tú no estarán especulando demasiado?- interrumpió el doctor Jordán.
-No, doctor, porque hay un elemento más. Cóndor pudo enterarse de que por ahí se habla del “tesoro perdido de Salas”, de una inmensa fortuna en dólares que nadie sabe dónde está. Y dice Cóndor que, al parecer, a Salas querían “limpiarlo”, o sea, quitarle esa fortuna o buena parte de ella a cambio de perdonarlo por su trampa o cobrarle la cuenta con altos intereses, y de allí, probablemente, el que no lo ajusticiaran de inmediato. De hecho, esa fortuna hay quienes la siguen buscando, pero no sabemos quiénes. Del tesoro perdido de Salas suponemos que pueden saber de su paradero dos de sus allegados y testaferros: un abogado de la capital y un compadre. A Cóndor le dijeron que altos oficiales de la Guardia Nacional y funcionarios del gobierno andan tras esa fortuna, quizás porque han ido deshilvanando el complejo tejido de los negocios ilícitos de Salas, cuyas dimensiones se pierden de vista. Lo visible, dicen, en jerga de hampones, es para los caramelos.
-No era ningún pajarito- dijo doña Luisa, en cuyo honrado corazón se revolvían las más encontradas incertidumbres y el más repulsivo asombro.
-En todo caso un gavilán, doña Luisa –Jonás Mata sintió que había perturbado más de la cuenta a tan manso espíritu-, pero a eso estamos acostumbrados de cuantos llegan al poder en este país, de casi todos, para no generalizar. Depredadores absolutos.
Jonás Mata empuñó una buena cantidad de mereyes y los engulló apurados con güisqui, mientras pensaba en cómo matizar la crudeza de lo siguiente en su informe, y ahí y en ese momento esta palabra le pareció pedante y risible.
-Salas escogió lo mejor en medio de esa podredumbre en la que estaba sumido…
-¿Cómo dices?, ¿por esa locura tan abominable dices que escogió lo mejor? ¿Qué te pasa, Jonás? –el doctor Jordán, indignado, se levantó, y dio dos vueltas en el pequeño espacio que lo separaba de la mesa de centro y volvió a sentarse.
-Tranquilo, doctor. En medio de tanta basura y de tanto asco se puede hablar de una especie de heroísmo trágico, sacando la cabeza del mierdero. Con todo lo execrable e imperdonable que ustedes, cualquier mortal y yo veamos en esto, a Salas no le quedaba otra elección.
Con un gesto apaciguador de la mano derecha, Jonás Mata evitó que el doctor se parara otra vez y vociferara en nombre del honor y la decencia.
-Quédese ahí, quieto. Usted sabe que yo lo respeto como a nadie en este mundo, pero esto que le voy a decir es la vida, es nuestra realidad.
-Lo acepto porque creo en ti –murmuró el doctor Jordán.
Doña Luisa parecía confundida, como si fuese la impotente espectadora de pesadillas entrelazadas.
-Acorralado, absolutamente acorralado, poseedor de una gran fortuna, sin siquiera poder sacar a su familia del país con cualquier excusa, Salas pensó en lo único que lo redimiría y le daría paz. ¿Abominable lo que hizo? Sí lo es, sin duda. Y en este punto, una vez más, estoy pensando como Cóndor y siguiendo sus deducciones y conjeturas. Si Salas se mataba, a su mujer y a sus hijos los torturarían, los mutilarían vivos y conscientes, y les dirían quién era él de verdad. Les harían de su vida el más cruel y pavoroso infierno. Uno puede imaginar que aún muerto sufriría por el dolor de su familia y por las verdades sobre él que dolorosamente conocerían. Atormentados por las más sádicas torturas, en larga agonía y a punto de morir, cada uno de ellos sabría la clase de persona que era Isnardo Salas, el padre bondadoso y el marido complaciente y generoso: un político oportunista, un tramposo, un miserable que para procurarle mejor vida material a su familia y, por supuesto, a él mismo, se había degradado, se había hundido en el más putrefacto pozo de la miseria humana. Y antes que eso, los mató y se mató él, para que no hubiera sufrimiento, reproche, tacha, condena ni detestable recuerdo en su familia. Esa es la única verdad de su decisión fatal. No hay otra.
Se redimió y los redimió. Y entre cielo y tierra, ¿quién puede condenarlo? Cometió un horrible crimen ante nuestros ojos y los de Dios, pero ¿quién dice que no hizo lo correcto, lo único sensato que podía hacer una vez recorrido tan largo camino de la vileza?
-Mancharse las manos de sangre de quien sea, por la razón que sea, es locura y pecado –le temblaron los labios a doña Luisa, su rostro palideció.
-Pero no tuvo otra opción, doña Luisa. Si eso le gana el perdón divino, no lo sé. Yo tampoco lo justifico. Hablo como si fuera otro, hago de abogado del diablo. Desde que aceptó corromperse, la corrupción se hizo su vida. De ahí en adelante lo que pasara lo situaba en una encrucijada ética para la que nadie, creo yo, está preparado. Mató y se suicidó. Averió el barco y se hundió con él.
-A todas estas, ¿cómo quedo yo? –preguntó el doctor Jordán con inevitable y prudente egoísmo.
-¿Cómo queda usted, mi querido doctor?
-Dímelo tú, Jonás, porque ahora no sé a qué atenerme con Luis Eugenio Manzo.
-Nada, no haga nada, pero desaparezca de su vista a ese tonto periodista. Primero, porque puede ser un gran riesgo seguir tratándolo y, segundo, porque creo que tiene mucho de farsante y de irresponsable. Por más que lo niegue, él tiene que saber dónde se metió. Él no se merece su compasión y menos su amistad.
-La verdad, Jonás, Luis Eugenio Manzo no me parece un farsante. Ahora que has verificado su identidad, me parece que es una víctima con la que se han ensañado. No creo que haya mentido en cuanto a lo que sabe sobre Isnardo Salas. Sigo pensando que su único error es haber sido imprudente.
-Está bien, doctor –se mostró conciliador-, pero eso no invalida mi recomendación. Aléjese de él y no le diga nada de lo que hoy hemos hablado. Sencillamente, usted no sabe nada de él, como el primer día que lo trató. Y, sobre todo, por lo que voy a agregar. Es una presunción de Cóndor, a la cual no le doy mucha credibilidad porque no logra superar su divorcio traumático que prácticamente lo dejó en la calle y ello lo obnubila por resentimiento: Cóndor presume que la ex esposa de Manzo es, de algún modo, responsable de su exilio, digámoslo así, y del asedio que padece. Ella, me dijo Cóndor, aprovechó todo ese lío por lo de Salas para darle a su ex marido una estocada definitiva, amparada en el poder de su nuevo esposo. En todo caso, sea cierta o no esa presunción de Cóndor, aléjese de ese hombre.
-Así lo haré, pero hablaré una vez más con él, cuando aparezca, y ya me las arreglaré para quitármelo de encima.

Un prolongado silencio hizo notoria la incipiente oscuridad, anuncio de la partida de Jonás Mata. Después de las invariables muestras de cariño y respeto, al despedirse, entre los esposos y el joven abogado que ocasionalmente compensaba la ausencia de los hijos distantes, el doctor Jordán prefirió el silencio y la cerrada oscuridad de su cuarto, y doña Luisa, agobiado su corazón noble y su ser ajeno a toda mala intención, se dedicó a ordenar la cocina y la sala, pensando en las atrocidades que propicia y urde la irrefrenable ambición de algunos seres humanos.

miércoles, 18 de octubre de 2017

El ardor de la sospecha (novena entrega)

Lo despertó ese detestable repique de zumbido de mosquito del celular; lo dejó repicar dos veces más y sin levantarse, extendiendo el brazo, lo agarró y pudo leer en la pantalla iluminada: número desconocido; se lo llevó al oído, con miedo: un pito agudo lo aturdió, lo apartó de sí hasta que oyó que comenzaba una canción, y volvió a ponerse el aparato al oído:
...esperanza inútil
flor del desconsuelo
por qué me persigues
en mi soledad
por qué no me dejas
ahogar mis anhelos
en la amarga copa de la realidad…

Cortó la llamada y puso el teléfono sobre la mesa de noche; sintió odio y miedo revueltos. Ahora esto, ya no les basta con esos mensajes burlones y perversos o amenazantes. Ahora una canción. ¿Significaba algo para él esa canción? Sí, sin duda: en sus circunstancias, mucho. ¿Quién se empeñaba a esa hora de la madrugada en molestarlo?, ¿por qué?, ¿para qué?, ¿era esa una forma de tortura? De entrada descartó a Emilia: ¿cuál razón podía tener ella para molestarlo, para burlarse, para torturarlo, si todo cuanto quería y no quería de él estaba consumado? Sólo esa gente sin rostro, pertinaz, por puras ganas de atormentarlo, sería capaz de eso… ¿y de mucho más? ¿Acaso no estaba neutralizado por completo, anulado en todos los aspectos de su vida, en esa ceñida forma de sobrevivencia? No quiso fijarse en la hora: ¿para qué?  E insistió en decirlo en voz baja, pero con ganas de gritarlo: no tengo horas ni días ni semanas. Y recordó a Pablo Benítez… ¿a cuenta de qué? Sólo sabía que lo recordaba.
A la última persona que llamó antes de que se le prohibiera realizar llamadas, fue a Pablo Benítez. Tres veces marcó su número y no le atendió. Era de suponerse: ocupaba el cargo de director de algo, de cualquier cosa burocrática, en el Ministerio de Información, además de ser amigo y “viejo compañero de luchas” del sempiterno ministro Vladimir Vivas, del cual  supo que era su socio en una agencia de publicidad encargada de manejar un buen número de cuentas de instituciones del gobierno en su avasallante propaganda.
A Benítez lo conoció en la universidad: coincidieron en la misma sección del primer semestre de la carrera y desde entonces se hicieron compañeros de estudios, rumbas y tragos. Benítez, nacido y criado en la capital, se encargó de ser el baquiano del joven provinciano Luis Eugenio. Bares de toda índole, prostíbulos, taguaras y comederos de trasnochados, de este a oeste y de norte a sur, conoció Luis Eugenio gracias a la experta y paciente guía del siempre jovial Pablo Benítez. Llegó a tanto el aprecio entre ambos que Benítez, casi al término de la carrera, el mismo día de su matrimonio apresurado por el embarazo de su novia, le dio el primogénito como ahijado a Luis Eugenio.
Esa amistad de años, que la distancia no alteró cuando Luis Eugenio regresó graduado a Ciudad Zamora, o uno iba a esta ciudad o el otro a la capital varias veces al año, comenzó a disiparse cuando Benítez empezaba a medrar, no por el sueldo nada despreciable de director en el Ministerio de Información, sino por la provechosa sociedad con el ministro. Sin embargo, hablaban por teléfono con relativa frecuencia, en ocasiones por más de una hora. Pero una vez que Luis Eugenio cayó en desgracia fue evidente cómo Pablo Benítez se tornó parco y siempre apurado en sus ya escasas conversaciones por teléfono, hasta el día de las tres llamadas sin respuesta: ya no contaba con el consejo, la ayuda o el consuelo de su compadre.
El recuerdo ingrato de esa amistad perdida fue también librarse del impedimento de reflexionar sobre algunos hechos: no por considerarlos baladíes sino por una amnesia acarreada por la indiferencia y la ligereza de juicio. Tal vez porque por primera vez en su vida avizoraba algunos rasgos de la naturaleza humana, de la suya. Veía que el alejamiento de Xiomara Abreu no respondía a la interrupción del acuerdo con ella de verse una o dos veces por semana con el único propósito de pasarla bien: ella por recién divorciada y sin ánimo de enfrascarse en otra relación de pareja con todos sus compromisos y concesiones, y él por su inveterada costumbre de la infidelidad a su esposa. No, el alejamiento de Xiomara no se debía a la falta de promesa entre amantes: era una muy conveniente actitud para salvar su pellejo, aun cuando sabía que él era el blanco de una injusticia y de una arbitrariedad, desde el mismo momento en que lo pasaron a la sección de deportes de El Zamorano, fácilmente calificable de despido indirecto.
Del mismo modo, asomándose a esa ventana de riguroso e incómodo resplandor que le brindaba la infranqueable soledad de aquella madrugada, miraba su amistad con Pablo Benítez. Cierto que Benítez le había demostrado un afecto sincero y lo había socorrido económicamente en decenas de ocasiones, sin exigirle retribución alguna y no por hallarse libre de preocupaciones financieras: sólo por ser su amigo, su compadre, por el mutuo aprecio, se permitía una generosidad sin reparos. Pero no fue la distancia geográfica ni el trabajo de los años para el olvido y el desafecto, tampoco el abismo de la desigualdad económica: es más que eso, algo más, repetía Luis Eugenio. Imaginó un largo y sólido puente con un punto frágil y defectuoso; a eso podría comparársele con lo que en la vida humana podría ser un gesto, una palabra, un segundo de desavenencia, suficientes para que el puente se desplome y todo cuanto unía quede separado sin remedio. Y así, esas llamadas desatendidas confirmaban la caída del puente: mientras Pablo Benítez, emprendedor nato, al acecho de buenas oportunidades, aumentaba su riqueza y ampliaba su horizonte de relaciones personales y matizaba su vida con viajes a otros países y fama de esmerarse en alcanzar el calificativo de gourmet, Luis Eugenio se conformaba con ser el redactor de notas políticas al compás de la línea editorial de un periódico de provincia de clarísima parcialidad por el gobierno, lo cual objetaba, si acaso, en la intimidad de su pensamiento o en la mermada confianza de Emilia, dándose con frecuencia a la bohemia o más bien a la ligereza de carácter en clubes y restaurantes de Ciudad Zamora, sin mostrar ningún interés en superar los banales límites del chiste fácil y vulgar y los acoplamientos de paso o cuando mucho el pacto carnal con Xiomara Abreu, cuyo desenlace coronó con una pregunta impertinente, más aliñada por la malicia de quienes la oyeron que por las intenciones suyas. Entonces el puente caería y Pablo Benítez no podía exponerse, ni siquiera arriesgarse a justificar a su amigo  por los efectos del alcohol y alegando años de servicio sin haber dado un solo motivo de queja en su proceder, ni menos una frase o una palabra “discordante” en sus reseñas diarias.
Sin saberlo, me venía labrando un destino y bastó con equivocarme una vez ante la gente y en el momento menos indicados.
Hundió la cara en la almohada y se le escaparon unas lágrimas y unos sollozos de los que sólo él podía dar constancia.

 Al salir de la casa bajó por una pendiente de tierra de unos veinte metros, recién aplanada, al igual que la carretera por donde caminaba casi en el aire. Iba por el medio de esa carretera sin aceras: a la izquierda, cuatro casas pequeñas, de estructura y diseño de viviendas rurales, con techos a dos aguas, sin verjas ni paredes medianeras entre ellas. Nada las separaba de la carretera. ¿Estaban deshabitadas o nadie quería salir de ellas? ¿De qué se protegían? A la derecha, una cerrada arboleda, ¿pinos y eucaliptus?; la hora podía ser la aurora o el ocaso. Con temores primitivos se perdía la mirada al final de la carretera, en un horizonte marino, en el estrecho de un golfo. Se detuvo en la esquina, la de la izquierda, y vio esa larguísima recta ante él, pero a la izquierda, una calle también muy larga, después de una llanura cubierta de gamelote y piras, y a los lados veras frondosas, y al final de esa calle, ¿o a la mitad?, una confusión de gente, peleando o en una celebración eufórica. De pronto, lo que fuera, se aquietó volviéndose una fotografía de cuerpos indefinibles, confundidos entre sí. Lo miraban con hostilidad; arrancaron a correr hacia él; intentó volver sobre sus pasos, asustado, y no podía correr, como si una cuerda invisible lo sostuviera por la cintura, y esos seres que al principio eran perros, acezaban y gruñían muy cerca de él y podía elevarse, eso se le ocurrió, y pudo elevarse hasta las ramas más altas de los árboles cercanos, apenas sobrevolando sobre ellos; sintió en la espalda lo resoplidos calientes y furiosos de esos…. ¿perros? Y lo eran, gordos y de abundante pelaje castaño claro… las tres mujeres estaban ahí, apoyadas en un carrito como los que se usan las camareras de los hoteles para transportar la lencería y los productos de limpieza; una, la única que hablaba, era baja y regordeta, de espalda ancha y brazos gruesos, la piel grisácea; las otras dos, que sólo reían y gimoteaban, parecían gemelas: altas, muy flacas, de cara alargada y piel amarillenta. Las tres tenían el cabello desgreñado, de textura gruesa, como  alambres ondulados; él estaba sentado en un tramo de una breve escalera, cuyo pasamanos de tubos de aluminio le oprimía el brazo izquierdo. Las mujeres hablaban en lengua inentendible; de pronto, la más baja y regordeta se bajó el pantalón hasta la mitad de los muslos y se dio a menearse como si cabalgara a un hombre: sus movimientos eran de una lujuria grotesca y de vulgaridad en demasía; las otras dos aplaudían y chillaban como ratas juguetonas. Al rato la regordeta volteó a mirarlo: sus ojos negros y opacos, un poco desorbitados, no lo atemorizaron, le parecieron las ilustraciones de asteroides que alguna vez vio en un libro de astronomía… él entró de defensa central, junto a Miguel, su compañero en el Libertadores de Zamora; apenas comenzó el juego y pudo detener el avance de un delantero más joven y más rápido que él, reparó en el uniforme del equipo contrario: chores y medias blancas; blanca también la camiseta con una franja roja diagonal del hombro derecho a la cintura y sobre ella, en letras azules, el nombre: No Dome. Nunca había visto un equipo de fútbol con ese nombre. La cancha fue estrechándose a medida que corría el partido y no llegó a ver más el balón, ni sabía por dónde andaba; se estrechó la cancha hasta convertirse en el pasillo de un ambulatorio de uno de los barrios de Ciudad Zamora… Llegó la mañana con el alborozo de las guacharacas, los pericos, los cristofués, los canarios, las paraulatas y los sonidos cotidianos en la casa de Mercedes Concepción.

La reflexión, los avistamientos internos, ya no se contenían en parajes o rutas escogidas: desde alguna madrugada tomaron sus propios senderos; se iban por veredas, vericuetos y atajos imprevistos. Por sí solas caían ante él apreciaciones de momentos, vivencias, presunciones, palabras: nada de su vida quedaba fuera del alcance de esos fogonazos de certidumbre, de visiones desnudas, ya sin las máscaras que algún empeño suyo quisiera imponerle. Esa labor que suelen cumplir cierta educación encubridora y no pocas costumbres,  cediendo con lentitud, al principio, menos de un año atrás, terminó desmoronándose en la ineludible soledad y por la falta de distracciones en el ocio impuesto. La altivez de Xiomara Abreu, tan bien sostenida por esas deseables piernas largas y robustas, no era otra cosa que desprecio sufragado con gestos de indiferencia; la sonrisa condescendiente de Pablo Benítez era una forma velada de la compasión; la aparente resignación y el silencio conforme de Emilia eran el preámbulo de una celada y la paciente espera para una ruptura definitiva. Ni en el brumoso o sombrío o cambiadizo o absurdo mundo de la realidad paralela de los sueños, de la cual solía renegar, escapaba a los destellos del desengaño, de rasgaduras en el lienzo de su realidad.
Se le presentaron, entonces, aquellas palabras de Humberto Moreno el día en que lo convidó a tomar con sus amigos en la plazoleta inmediata a La Pradera. En aquel momento las oyó sin preocuparse por sus referencias o alusiones; las había soslayado, las había ahogado en las cervezas y el cocuy. ¿A quién se refería Humberto Moreno con su lengua estropajosa y su sonrisa discontinua cuando hablaba de una ella, recalcándola con un gesto de la mano como si estuviera espantando a un perro imaginario? ¿Por qué él y sus amigos juraron o se prometieron no hablar de esa ella con su propio nombre? ¿debía ser demasiado obvio a quién se referían? ¿Por qué un tipo al que había tratado pocas veces se permitió esa confidencia que incluía a otros a quienes apenas conocía sólo de presentación?
Y la vio ante él; le erizaron la piel sus rasgos crueles y la sonrisa desdeñosa de sobrada arrogancia, pero ni en su fuero interno quiso nominarla y sólo se atrevió a musitar: es ella. Por primera vez, desde un infeliz día de la infancia, vio ese extremo de la vida en el que nadie quiere pensar y para el cual las religiones y las ciencias ocultas ofrecen los más encantadores consuelos. Y prefirió volver sus pensamientos hacia Humberto Moreno, a su pronta confianza y llana sinceridad; ya vería cuándo pasaba de nuevo por La Pradera y preguntarle algo más sobre ella. Y en esa sucesión de aclaraciones y destellos, se asomó una decisión hasta darse completa, firme, sin dudas: sólo le faltaba ponerle fecha.

De momento, pasaría unos días en la habitación, en su único refugio.

sábado, 14 de octubre de 2017

El ardor de la sospecha (octava entrega)

Manuel Jordán, sentado en un banco de la Plaza de los Caídos, fumando un cigarrillo tras otro, esperaba que en cualquier momento apareciera Luis Eugenio Manzo. Aún Jonás Mata no le había adelantado ninguna información importante: llamó un par de veces, más que nada para aplacar la consabida impaciencia del doctor Jordán, con la excusa de, llegado el momento, darle un informe completo y definitivo, y no por partes como una telenovela. Por esa parte estaba tranquilo y con mayor confianza en su pupilo.
Cuando vio llegar a Luis Eugenio, simulando aplomo, no esperaba de él nada particular y menos aún tenía algún punto específico para darle rienda a la conversación. Decidió dejarlo hablar, pese a las dudas que le dejaban poca paz a su carácter obsesivo. Se saludaron cordialmente y el solo preguntarle, por mera formalidad, cómo has estado, bastó para que Luis Eugenio se soltara a hablar con un dejo de resignación.
-Por esta situación que estoy viviendo he caído en cuenta de que todas las horas y todos los días son iguales. Los sábados y los domingos perdieron su esplendor de días de ocio. Y eso no es todo: ahora me puedo llamar de cualquier manera, da igual que tenga otros nombres y otros apellidos.
Fue evidente el sobresalto del doctor Jordán.
-No se asuste. Hablo en sentido figurado.
-¿Pero eres quien has dicho ser? ¿Eres Luis Eugenio Manzo? -más que con rabia, preguntó con un temor inocultable.
Luis Eugenio, como si estuviera descubierto en medio de una mentira o hubiese cometido una grave torpeza, se restregaba la cara y miró hacia otro lado, donde dos iguanas comían de una pila de mangos podridos, de los que solía dejarle un bondadoso vecino para ellas; después miró  a la cara al doctor Jordán con una expresión de incipiente desconsuelo.
-Doctor, yo no le he mentido. Y lo peor que podría pasarme es que usted no creyera en mí -su tono se hizo suplicante, pero sin aspavientos: Usted es la única persona en esta ciudad… y en este mundo, a la que le he contado mi historia. Créame.
Manuel Jordán sintió una oleada de compasión, a pesar de no saber si estaba ante un redomado farsante o un pobre demente que lo había escogido para convertirlo en el juguete de sus delirantes caprichos. No obstante, llevado por esa compasión repentina, poco afín a su naturaleza y a sus principios, optó por volver al hilo interrumpido de la historia de ese joven que parecía desmoronarse ante él, o por la amargura de una verdadera condena o por el inminente desplome de una farsa.
-Perdóname la insistencia, pero ¿qué más hiciste aparte de la pregunta impertinente? Porque, siendo periodista, es de suponer que indagaste algo más sobre el diputado o ex diputado Isnardo Salas –encendió un cigarrillo y adoptó, con los brazos cruzados sobre las piernas, una actitud de paciente espera. Por segundos, Luis Eugenio estuvo mirando hacia la avenida, hacia el punto de su bifurcación. ¿Busca en la memoria algún indicio perdido o procura reconstruir sin fallas ni inflexiones dudosas su drama imaginario?, se preguntaba Manuel Jordán.
-Primero que nada, después de la pregunta impertinente, como usted dice –mostró una sonrisa ladeada y no hablaba con el nerviosismo de hombre atormentado por elucubraciones, y ese cambio brusco alebrestó la suspicacia de Manuel Jordán-, sentí miedo por prudencia, no por cobardía, y cuanto sé de Isnardo Salas, por referencias inmediatas y de oídas es esto –se le dibujó un rictus de orgullosa satisfacción de insospechado origen:
-Como tantos otros de su partido, venía de abajo y llegó a cargos de poder siendo un limpio, un soberano pelabola. Fue secretario  de seguridad del gobierno de Zamora durante un período completo. Después fue diputado a la asamblea regional por dos períodos consecutivos. Pasó de una de esas urbanizaciones populares construidas por gobiernos anteriores, de otros partidos, como correspondía a un modesto profesor de educación media, a una de esas de casas de dos plantas, vigilancia privada, hermosos jardines de grama siempre verde, a pesar del solazo y la poca lluvia en Ciudad Zamora. Al principio, esa mudanza quedó encubierta y a salvo de cualquier rumor por el cargo que ocupaba para entonces, secretario de seguridad; pero malicias y sospechas se alborotaron al seguir allí, siendo diputado y después sin ocupar ningún cargo público, y anexarle la casa de al lado y un terreno baldío, separado del patio trasero por una pared de tres metros de altura, donde mandó construir un amplio caney con dos parrilleras grandes, una barra en curva como para ocho personas, junto a una piscina de forma irregular que, según algunos era la forma del estado Zamora tal como se le representa en los mapas, y en cuyo centro del fondo azul, destacaba la reproducción, a todo color, con cerámica importada, de una fotografía de familia: él, su esposa y su dos hijos. El retrato de una familia feliz… -notó que el doctor Jordán enarcaba las cejas, seguido de una serie de ademanes que le ocupaban toda la cara, antes de preguntarle:
-¿Y cómo sabes tantos detalles de esa casa? Según eso no era tan ajena esa familia.
Luis Eugenio sonrió, entrelazó los dedos de las manos a la altura del pecho y con la seguridad de tener la respuesta y apartar sospechas sobre su sinceridad, respondió:
-No, doctor, nunca estuve en esa casa, pero los detalles de los que le hablo se los debo a mi hija menor. Ella y la hija de Salas fueron condiscípulas durante tres años de la educación media y se hicieron amigas. Es por ella, por mi hija, como supe del ascenso económico de Salas –hizo unas comillas en el aire con ambas manos, acompañadas de una sonrisa maliciosa que el doctor Jordán imitó-. Mi hija estuvo en cumpleaños, en piscinadas, en muchas celebraciones en esa casa y estuvo en esa casa, sobre todo, por razones de los estudios. Como usted verá, mi hija, la pasó muy mal cuando supo de esa tragedia. Tuvimos que darle tranquilizantes y mantenerla con la asistencia de un psicólogo por meses. Para ella fue devastador y sé que aún no ha superado ese dolor, esa impresión funesta, esa amargura, pero ahora, menos que nunca, puedo hacer algo por ella. No puedo llevarla al cine o de paseo para distraerla, ni siquiera puedo hablar con ella por teléfono u otro medio. Eso me atormenta y también me quita el sueño –se llevó las manos a la cara, pero no pudo evitar que unas lágrimas apuradas se le escaparan, ni siquiera el intento de enjugarlas. Manuel Jordán le vio un grueso nudo en el cuello y pudo escuchar, conmovido, unos rápidos sollozos apenas sofrenados; entonces le palmeó la cabeza y poniéndose de pie le dijo con afecto:
-Ya vengo, voy a buscarte un café. No te vayas.
Recordar el pesar de su hija por la amiga muerta no era, probablemente, lo que le dolía hasta sacarle lágrimas: ese pesar estaba para siempre en el corazón de Angélica y ningún esfuerzo de su padre, de padre protector, como lo había sido con poca constancia, podía apartarlo; más le dolía a Luis Eugenio, aún sollozando en la Plaza de los Caídos, era que su propio padecer mantuvo en el olvido, hasta ese momento, el pesar de su hija: se veía como un egoísta por cuyas inconsecuencias como esposo había perdido toda posibilidad de abrazar a Angélica y consolarla o simplemente regalarle unos momentos de modesta felicidad; estaba en otra ciudad, lejos de ella, quizás odiado por ella, y el mundo se le hizo una boca desaforada que lo iba sorbiendo poco a poco, para que el sufrimiento fuera proporcional en intensidad a la culpa.
El doctor Jordán regresó con un café marrón grande y una botellita de agua; una junto al otro los puso en el banco, al alcance de Luis Eugenio que, agradecido, le correspondió con una sonrisa tristona. Mientras Luis Eugenio, callado y con la mirada perdida, alternaba el café y el agua, el doctor Jordán fumaba concentrado en las ramas de los árboles y las curvadas hojas de las palmas cola de pescado mecidas por la brisa.
-Discúlpeme, doctor- al fin sintió que no se le quebraría la voz -, no era mi intención…
-No hay razón para disculparte- Manuel Jordán recordó a sus hijos, quizás porque la reciente confesión de Luis Eugenio los unía en el amor paternal: aunque por diferentes razones era igual la pena de estar lejos de ellos.
-Volviendo a Isnardo Salas- ya serena la voz y en tono más informativo y confidencial-, sé que hizo mucha plata y tengo entendido que con una empresa de construcción y otra de importación de alimentos. Hoy, ni siquiera ante usted, que es de mi confianza y nada tiene que ver con ese personaje, me atrevo a conjeturar cómo ni dónde comenzó la bonanza de Salas, en cuál punto de su carrera política, en cuál de los cargos que ocupó, estaba el origen de su riqueza. Eso es lo que sé y no quiero saber nada más, ni tampoco tengo manera de saberlo, pero nunca creí ni creo ni creeré que mató a su familia y se suicidó por una crisis emocional o un enloquecimiento repentino.
-No es improbable, pero lo que me hace sospechar que la causa sea otra es lo que a ti te está pasando por tu pregunta en esa reunión con tus colegas- Manuel Jordán aprovechó que encendía un cigarrillo para sopesar sus próximas palabras; Luis Eugenio lo miraba, en tensa expectación-. Lo que no me cuadra es que tú dices no saber más nada al respecto, ni indagaste más, que sólo bastó esa pregunta para que comenzara tu calvario. Insisto, eres periodista, eres inteligente y no careces de perspicacia, entonces ¿no pensaste o trataste de averiguar si esa locura repentina- enfatizó con sorna estas palabras- guardaba conexión con otro hecho o con otros hechos? A veces, cuando pienso en tu situación, me parece imposible que no haya nada más: que el hombre se volvió loco y que tú con tu pregunta pusiste en entredicho o irrespetaste la memoria de un connotado líder político del partido de gobierno. No, no me parece.
Luis Eugenio se vio ante un abismo de desconfianza, recibiendo sin rodeos una artera acusación de mentiroso; tuvo ganas de pararse y mandar al carajo al doctor Jordán, a ese viejo puntilloso y desconfiado que con pocas palabras cuestionaba toda su vida, todo su padecimiento; pero también entendió que no estaba en condiciones de aislarse más y, además, para cualquier otra persona que no fuese su agudo interlocutor, su historia pasaría por la de un loco de atar. ¿Qué pensaría, por ejemplo, Humberto Moreno o alguno de los amigos de éste? Debía reconocer la abundancia de vacíos en su historia y no poca gente la juzgaría increíble. Esos razonamientos súbitos lo aquietaron.
-Sólo he supuesto que Isnardo Salas… por cierto, ignoro por qué no se lanzó a la reelección ni aspiró a otro cargo de elección, gobernador o diputado a la Asamblea Nacional, no sé si no quiso o en el partido le cerraron el paso… Decía que supongo que en los cargos que ocupó se hizo de muy buenas comisiones, sin necesidad de robar- lo invadió un entusiasmo brusco y aunque no agregaba nada revelador, lo creía muy importante-. Eso de la mordida, como la llaman los mejicanos, y por eso no es nada raro que sus empresas eran una constructora, para licitar con ventaja en obras públicas, muchas veces pagadas y sin concluirlas, y la otra, una importadora de alimentos, uno de los negocios más lucrativos de este país que no produce nada o muy poco. Entonces, cuando parecía haberse dado al bajo perfil y dedicarse a disfrutar y aumentar su riqueza- chocó el puño de la mano derecha contra la palma de la izquierda-, ¡pum!, la desgracia.
Manuel Jordán lo estuvo mirando más atento que nunca hasta el momento en que, adiestrado por la rutina, sacó el celular de un bolsillo del pantalón, vio la hora y esforzándose en conjugar la voz y el semblante en ánimo conciliatorio, le extendió la mano y Luis Eugenio se la estrechó con visible agradecimiento.
-Ya sabremos, joven Manzo, qué pasó, si pasó algo que encubre esa monstruosidad… o tal vez nunca lo sepamos, pero ahora lo más importante es qué piensas hacer con tu vida. Ahora el dinero rinde cada vez menos y tú sin trabajo ni ingreso alguno, según tengo entendido.
-Tiene razón, eso es lo más importante, pero como le dije antes, horas, días, semanas, meses son nada o lo mismo para mí y puedo llamarme como quiera y ser otro… aún no lo sé- bajó la cabeza y alzó la mano derecha en señal de despedida.
Manuel Jordán caminó contra la brisa y entre hojas cayendo de los árboles hacia su panadería favorita, para un día más cumplir puntualmente el ritual del almuerzo con su esposa en el aire de soledad compartida y de añoranza de sus hijos.






Permaneció en la plaza una hora más, casi paralizado, en un estado similar al que quedamos después de una pesadilla en la cual luchamos para zafarnos de una presencia fuerte e invisible; ni siquiera notó que en el banco donde estaba el sol le daba de lleno. Pudo haber llegado un malandro y atracarlo, sin ofrecer resistencia o, peor aún, sin haberse dado cuenta: algo en él habían removido ciertas palabras del doctor Jordán, y ese algo pujaba por salir a flote en el pozo de una sustancia más densa y pesada que el olvido. ¿Sería ese algo una suma de detalles, de actos en apariencia insignificantes, cuya importancia él se negaba a reconocer, o había subestimado algunos elementos consustanciales a su condena? Ese relámpago de una ardorosa sospecha lo impulsó hasta el carro, estacionado a cuadra y media de la plaza, y sin prisa, pero con determinación, manejó por las vías que lo conducirían a la avenida principal del norte, como si tuviera intenciones de ascender por las montañas superpuestas que anteceden a la costa.
Esta vez fue más allá que las dos veces anteriores, en sus primeros días en San José de Tucupío, antes de mudarse a casa de Mercedes Concepción; sólo había llegado hasta una zona de centros comerciales y restaurantes caros. Siguió, aprovechando el poco tráfico, hasta donde se alternaban quintas y casas modestas y edificios de cuatro pisos, y, entre éstos, canchas de usos múltiples y campos de fútbol y béisbol. De éstos, le atrajo uno circundado por una caminería a cuyos lados abundaban bancos de metal con respaldar, casi todos a las sombras de ficus, veras y jabillos. Consiguió donde estacionar el carro, a cuatro pasos de un banco desocupado y sombreado. Se dejó caer en el banco y se dedicó a observar el entorno: se sintió tranquilo, entregado al puro gusto de ver, y le dio contentura y a la vez una envidia placentera los niños, de ocho a diez años, que a las órdenes de un entrenador panzudo y gritón llevaban la pelota cuanto más rápido podían desde la media cancha hasta el borde del área grande para patear al arco. Quiso ser alguno de esos padres que aupaban a sus hijos y aplaudían emocionados cuando lograban meter gol. Recordó cuando llevaba a sus hijas a clases de natación, en unas de sus pocas veces de padre constante, y ese solo recuerdo con inevitables lágrimas lo puso de nuevo ante sí mismo, ante lo que en la mañana despuntó cuando estaba en la plaza.
Sin dejar de ver con entusiasmo a los pequeños futbolistas, atravesado por el recuerdo de sus hijas nadando en el soleado rectángulo azulado de la piscina, respiró profundo y se propuso darle una secuencia ininterrumpida a sus cavilaciones:
Nunca se dijo en el caso de Isnardo Salas que fue un crimen pasional, como el de esos hombres que arrebatados por los celos matan también a sus hijos; el móvil sigue siendo un misterio para mí; ¿por qué mi pregunta desencadenó una serie de hechos que me han traído a esto que soy ahora?; después de esa pregunta, a los días, busqué en internet, por varios navegadores, solo en mi apartamento, alguna información más sobre Salas, y siempre me topé con alabanzas de su carrera política y lo único relacionado con su crimen fueron notas sobre sus exequias y cualquier otra referencia terminaba en servidor no encontrado; ni siquiera en mi casa hablé más de ese asunto; cuando me llevaron a la comisaría por primera vez, de distintas formas y con todo tipo de rodeos me instaban a declarar qué quería decir o qué insinuaba con mi pregunta impertinente, como la llama el doctor Jordán, y siempre afirmé lo mismo: pura curiosidad y nada de mala intención. La última vez que me interrogaron, unos tipos de civil en el sótano de un edificio al que me llevaron acostado boca abajo en el piso de una camioneta blanca y sin placas, mi respuesta fue la misma y luego me impusieron las condiciones que a mi pesar y con miedo hoy cumplo. Cuando me correspondía publicar un reportaje en El Zamorano, acorde con mis obligaciones, el jefe de información se me adelantó con una nota pequeña en la página de sucesos y lo que había escrito, apenas una parte y con pinzas para no herir susceptibilidades, fue borrado. Después sólo he tocado el tema con el doctor Jordán y gracias a él, a su carácter inquisitivo, se me ocurre que mis pocas incursiones en internet para averiguar algo más sobre Salas precipitaron mi condena… condena, porque esto es una condena. No creo que Emilia, por su afán de separarse de mí y correr a los brazos del secretario de gobierno, tenga que ver con esto, aunque nunca se sabe. O estoy totalmente equivocado y ella sí está detrás de todo esto, pero lo hizo para protegerse ella y proteger a nuestras hijas. ¿Acaso no he sido demasiado pasivo y cobarde y acepté esta condena sin oponerme a ella, sin pelear con quienes me la impusieron?, y no sé quiénes son porque, aparte de dos policías en el primer interrogatorio, nunca vi el rostro de ninguno y de haber podido no lo hubiera hecho. No puedo negarlo: he sido sumiso y he aceptado sin resistencia… pero ¿a quién podía recurrir a sabiendas de que estaba y sigo estando en un cerco de silencio, subrepticia represión y estricta vigilancia?, ¿acaso existo con mi nombre, mi crianza, mi historia personal, mi familia, mis afectos? ¿Todavía existo? Los únicos que podrían dar fe de ello, mis padres, murieron hace años y mi único hermano renegó de este país para siempre e hizo su vida en México y no supe más de él. Ni siquiera sé si vive.
Acompañado por la amable imagen de los niños pateando el balón y las eufóricas celebraciones de ellos y sus padres cuando metían gol, arrancó el carro y probó por otras calles que antes no había transitado. Cinco cuadras más adelante se adentró en una calle angosta entre dos hileras de edificios de cuatro pisos, a cuyos lados y frentes  numerosos kioscos de periódicos, ventas de loterías y diversos comederos, la mayoría de perros calientes y hamburguesas, le daban el tráfago y el aire de vitalidad de los barrios populosos. Al final de esa calle agitada por los muchos viandantes y gente de todas las edades en motos y bicicletas, se vio forzado a doblar a la izquierda, hacia una calle en ligera pendiente que terminaba entre dos recios y frondosos samanes que hacían las veces de pórtico a una avenida ancha, de dos canales en los dos sentidos: a ambos lados de esa avenida nueva, evidente por el asfalto todavía de negro intenso y el rayado blanco con poco sucio y sin desgaste, había montones de escombros separados con cálculo, altas paredes derribadas y chatarra oxidada y retorcida, quizás de grandes tanques de productos químicos corrosivos, vigas doble T, láminas de fórmica partidas o resquebrajadas; a la izquierda, en el lado opuesto por donde iba Luis Eugenio, un inmenso edificio rectangular de una planta, quizás de dos cuadras, según su cálculo poco confiable, del que sólo quedaban el techo de platabanda y cientos de columnas, y esa avenida desembocaba en una igual de ancha que sí le era conocida: en sus primeros días en San José de Tucupío la había frecuentado por una panadería bien surtida y cuyo café marrón espumoso resultó un placentero descubrimiento para su paladar extraviado y ansioso.
Ya en parte conocida de la ciudad, supo por dónde dirigirse hasta su casa, la de Mercedes Concepción, la de él, la de brazos acogedores. Comenzaba a oscurecer cuando cruzó el jardín de la entrada, subió la escalera con pisadas lentas, procurando no hacer ruido en los delatores peldaños de metal, para cumplir con lo que llevaba en mente sin ser escuchado, aunque difícilmente a Mercedes Concepción le pasaba inadvertido quien entrara a su casa. Con el mismo sigilo con que abrió la puerta del patio delantero lo hizo con la de acceso a la segunda planta, girando despacio la llave en la cerradura, sosteniendo con firmeza la puerta y empujándola a pulso para abrirla y después cerrarla. En dos pasos largos estaba ante la puerta de la primera habitación de la izquierda: acercó el oído a la puerta, giró el picaporte, tocó tres veces, espaciadas y apenas audibles, con los nudillos: nada, ni un respiro del otro lado; repitió el acecho en las otras dos habitaciones supuestamente ocupadas: nada, ningún ruido, ninguna muestra de vida humana. Si alguien las ocupaba: ¿a qué hora estaban allí?, ¿a qué se dedicaban?, ¿nunca usaban el baño? Definitivamente no había indicio alguno de que hubiera otros inquilinos y por eso decidió bajar y preguntarle a Mercedes Concepción por cuál razón lo engañaba si, total, esa era su casa y a él le daba igual si esas habitaciones las ocupaban gentes o sólo cucarachas.
Bajó impulsado por una curiosidad rabiosa y cuando estaba a punto de tocar a la puerta, notó que estaba entreabierta, y antes de decidir entre tocar o entrar sin hacerlo, escuchó la calmada y halagadora voz de Mercedes Concepción:
-Pase, licenciado, está en su casa.
Entró a una de esas casas de sus sueños, como aquella en la que encontró sus zapatos perdidos: esta vez la sala y el comedor apenas iluminados por dos velones blancos que flanqueaban a la Virgen de la Mercedes, en la mesita arrinconada, y una lámpara de pantalla morada junto al sofá; olía a incienso de mandarina y a flores de jazmín, de seguro recién puestas en la mesa de centro del juego de recibo. Mercedes Concepción estaba sentada en una de las butacas y a su lado, en la mecedora, una anciana muy parecida a ella, con abundante cabello todo blanco, recogido en un esmerado moño en la nuca, sostenía entre sus manos huesudas de dedos muy largos un pocillo de peltre con alguna bebida caliente. Con un gesto de la mano (una garza descendiendo sin llegar al suelo) lo invitó a sentarse; él le dio medio giro a la otra butaca para  estar de frente a las dos mujeres.
-Ella es mi hermana Lala, así la conoce todo el mundo, más que por su nombre de pila, Edilia. Ya pasa de los noventa años, pero aparte de casi ciega, que sí me consta, y sorda, según ella, porque oye cuando le conviene, está más sana que yo, que soy mucho menor que ella. De vez en cuando me la traigo a pasar unos días conmigo, porque no quiero que sus hijos la arrumen en un asilo -mientras así se la presentaba a Luis Eugenio, le acariciaba la cabeza y Lala sonreía con una viveza infantil discordante con la circunstancia.
¿Era un sueño repetido o que se realizaba?: el olor de las flores de jazmín se tornó penetrante, la luz de la lámpara iba perdiendo intensidad, las llamas de los velones blancos se agitaban por una leve brisa o un soplo imperceptible, las dos mujeres eran dos estatuas sedentes de rostros inexpresivos; él tenía en la mano izquierda, sin saber cuándo lo agarró, un vaso de vidrio, pequeño, con dos dedos de cocuy; afuera ladraban unos perros, según se le ocurrió, a una luna rojiza, ascendiendo entre los más altos edificios del este de la ciudad.
-Tómate el cocuy- ordenó la voz de Mercedes Concepción.
Se lo tomó y puso el vaso vacío en el piso, junto a la butaca en que estaba sentado. En ese momento, el rostro de Mercedes Concepción, por primera vez, no se le mostraba amable ni cordial: de esa inexpresividad de estatua sedente, se transformó en extemporáneo y falto de sentimiento; la hermana dormitaba por segundos y despertaba moviendo la cabeza como quien saliendo de una fosa busca el aire. Mercedes Concepción se inclinó hacia adelante, acercándose a Luis Eugenio, desconcertado y expectante, para hablarle en voz baja, como si no quisiera que su hermana, de cuya sordera descreía, no la oyera.
-No te mentí para engañarte y, aunque no me creas, lo hice para protegerte. Hace algún tiempo decidí no alquilar más esas habitaciones, por más falta que me hagan los reales que me entraban por ellas. Cada vez era más difícil que los inquilinos me pagaran al día lo que pedía por ellas y, para rematar, estaba ese colombiano o que decía ser colombiano, porque no hablaba como colombiano y, según mi sobrino, algo de gocho tenía, pero lo cierto es que ese hombre andaba en algo raro y aquí tenía su habitación para enconcharse, porque casi nunca dormía aquí. Más venía de día para bañarse y cambiarse la ropa -con lentitud se reclinó de lleno en el espaldar de la butaca. Luis Eugenio prefirió el silencio; las preguntas se reflejaban en su mirada.
-Si te decía desde un principio que todas las habitaciones estaban desocupadas, eso te hubiera espantado, te iba a dar mala espina. Te acepté a ti porque me diste buena impresión, aunque lucías desesperado por más que tratabas de disimularlo, se te veía la necesidad de un techo tranquilo y gente en la cual confiar, y eso es lo que tienes: techo tranquilo, a pesar de que sea lo que sea que te pasa y más pareces un fugitivo que hombre que vive en paz. Y con todo eso, no te tengo por mala persona -y añadió exclamando: ¡Vainas de puro pálpito mío!
Estas palabras en voz alta sacaron a la hermana de una de sus dormitadas: abrió los ojos, opacos y desorientados, y preguntó algo que Luis Eugenio no entendió, quizás en una lengua inventada. Mercedes Concepción se dedicó a la hermana, acariciándole la cabeza y estrechándole una mano: daban la impresión de entenderse sin hablar. Luis Eugenio se puso de pie y salió sin despedirse: dudaba entre lo imaginado y lo vivido.

Entrando al cuarto repicó el celular. Se asustó y le sobrevinieron atropelladas y diversas conjeturas, fogonazos de sospechas, alarmas de inquietudes. Sacó el teléfono del bolsillo del pantalón y atendió con un temeroso aló y de inmediato comenzó a sonar una pieza instrumental: el tema de la película El Golpe, cuando mucho quince segundos y cortaron la comunicación. Se quedó mirando el teléfono, pensando en cuánto tiempo hacía que no llamaban por ese aparato inútil para él, pero que no le convenía desecharlo; lo portaba como imposición y parte de su condena; miró ese aparato con arrechera y con un caudal de ingratitudes removiéndose en su interior cayó en cuenta de haber recibido dos mensajes de texto esa misma noche. Uno decía: no hables más de la cuenta; el otro: nunca olvides tus límites. Los borró, puso el teléfono sobre la mesa de noche, junto al reloj de espalda; de éste  comprobó  su tic tac… seguía funcionando. Se quitó los zapatos y la camisa y se dejó caer en la cama.

Horror por el tiempo: Juan Gabriel y María Zambrano

  Mario Amengual De inmediato, lo sé, el título que encabeza esta página apresurará juicios negativos o un rápido e indiscutible rechazo: ...