Mario Amengual
Sobre
el gusto literario
Padecen
muchos lectores y críticos profesionales de estricta parcialidad por un
escritor o una escuela literaria. Quienes, por ejemplo, son devotos de Valéry,
renuncian a la vigorosa voz de Whitman. Los predicadores de la poética de Pound
suelen sufrir la misma ceguedad, aun cuando el mismo Pound escribió A pact. En América del Sur los
seguidores de Neruda rara vez congenian con los de Vallejo, y viceversa: cada
quien pondera a “su poeta” sin reparar en las virtudes del otro. Parece que el
afán de formar bandos predomina sobre el gusto por la literatura.
La
vida (no pretendo dar una definición) es fiesta de la diversidad; la
literatura, una de sus formas, no es menos diversa. Paso por alto la pluralidad
de lenguas en que está escrita; pienso en las diferentes voces del Espíritu
(Valéry), en los muchos temas que son uno, en la búsqueda de un estilo
impecable y en “las travesuras tipográficas”. La literatura, lenguaje del orbe,
es también un orbe. Limitarse a una de sus tendencias no difiere del fanatismo
religioso o del nacionalismo. Creo que las metáforas de Eliot y los Pensamientos de D. H.
Lawrence pueden convivir sin disputa en nuestro gusto. Así como la admiración
del Génesis no debería excluir la del Tao Te Ching.
Recientemente
al azar me llevó a la relectura alternada de páginas de Borges y de Henry
Miller. Los laberintos, las espadas, los tigres, las notas eruditas, los juegos
con el tiempo, y el asco por el modo de vida estadounidense, los cuchitriles de
las prostitutas de París, el mar de los griegos, los cantos de Katsimbalis, la
prosa colmada de rabia y prédica, así lo sentí, no me parecieron distantes
entre sí. Vidas y literaturas tan disímiles, en una tarde de julio, derivaron
en coincidencias. Ambos, fieles lectores de Whitman, celebran la amistad, el
placer de conversar, el amor y sus noches, el don inefable y las novelas de
Conrad; ambos profesan su amor por los libros, y su repulsión por la guerra, su
enemistad con la barbarie tecnocrática. Cada uno a su manera y valiéndose de
recursos muy distintos, ciertamente, pero ¿debemos aspirar a una tediosa
uniformidad? ¿Acaso vivir no es compartir una historia, una tradición y estar
bajo el mismo cielo? Los hechos esenciales de la vida humana son los mismos en
cualquier parte: cambian el escenario y, no siempre, la época. Sólo el temor y
no sé cuántos prejuicios convierten a los seres humanos en ejecutores de la
locura ajena y no en seres leales a su condición, que, a veces, dejan de sentir
en las palabras.
No me
anima el prurito de encontrar afinidad. Apenas pretendo decir que el lector
puede encontrar ese otro rostro suyo, esa insinuación del “perfume de la
realidad”, en las páginas de cualquier escritor auténtico (valga el epíteto en
estos tiempos de tanta impostura y tanta palabrería), aunque los separen el mar
de muchos nombres, las distintas y en ocasiones antagónicas costumbres, las
traiciones de los traductores y la inagotable anécdota.
Alguien
alegará, sin demora, que el ciego de la calle Maipú era un “reaccionario” que
solía hacer travesuras pesadas (descreer de la democracia, subestimar a los
negros o exaltar a la pérfida
Albión),
mientras Henry Miller se opuso con odio al imperialismo de los Estados Unidos e
incansablemente invocó el nacimiento de una humanidad distinta. Peca, me atrevo
a decirlo, de ligereza en su juicio, tal como un reconocido poeta venezolano,
del cual estimo algunos poemas, que se negaba a leer a Whitman porque éste, en
su desaforada visión democrática, defendió la anexión de Texas al territorio
estadounidense. Es caso frecuente: cierta crítica esquemática y árida, atenta
únicamente a las desigualdades sociales, quiere empañar los ojos de aquellos
que jamás han visto en su propio corazón.
Corren
días en que llueve al revés: primero se analiza y después se busca sentir.
Quizás el propósito de la literatura sea más humilde:
Que cada palabra lleve
lo que dice
que sea como el temblor
que la sostiene.
El
crítico y el ilustre desconocido
Creo en el misterioso
desconocido. Un día encontrará un libro en un anaquel y lo hojeará distraído:
de pronto ciertas palabras ordenadas de cierto modo harán estallar en su
interior un polvorín…
Aldo
Pellegrini
Hay
un tipo de crítico empeñado en agrandar el abismo entre los libros y los
posibles lectores. Es partidario de la disección: desmembra textos, los traduce
a sus esquemas, elabora gráficos que emulan los organigramas de complejas
burocracias.
Este
crítico, rara vez modesto, desde la cátedra pide a sus alumnos que olviden
vivencias y sentimientos. Es un fanático del análisis y un condenado a redactar
extensas notas a pie de página. Para él, el gallo del coronel Aureliano Buendía
puede ser un mero símbolo de la “revolución postergada”. Deduce que la rosa de
un poema representa a una burguesía decadente o la imagen baladí de un capricho
esteticista. No admite la existencia del simple y vulgar lector. Insiste en
predicar el estudio de las obras como quien pone una muestra de sangre bajo el
microscopio.
Suele
este crítico ir de un lado a otro con alegatos científicos y doctas
interpretaciones. Pero, muchas veces, sin reparar en contradicciones,
acostumbra arrimarse a la sombra del Estado (de cualquier Estado); practica la
discriminación de quien no se aviene con sus fórmulas, desdeña a los
descaminados que leen con agudeza vital y prefieren los manantiales y no
manuales para entendidos.
Este
crítico siempre paga su peaje a la moda. Le desespera que a la crítica
literaria le cueste desprenderse “de supersticiones, abominables esoterismos e
impresiones subjetivas”, según él define todo lo que no entra en su angosta
visión. Él, el crítico verdadero que va más allá, goza del dominio de la jerga
que lo enorgullece de pertenecer a un gremio de selectos miembros. Lejos está
el vulgo que ignora las claves de la crítica.
El
ilustre desconocido, aunque haya tolerado una escuela de Letras, no descome lo
que lee a su interlocutor; sabe que las tertulias literarias han degenerado en
torneos de monólogos y pocas veces son conversaciones animadas para
intercambiar sentires e ideas. El ilustre desconocido sabe que hoy el diálogo
es un hecho extraordinario.
El
ilustre desconocido, como Cortázar, puede conciliar la lectura de Mallarmé con
un programa boxístico; quizás lea a Proust con el mismo entusiasmo que lee a
Benedetti. Para él, el gusto literario no tiene caprichosas limitaciones.
El
ilustre desconocido no tiene por qué ser un lastimoso individuo, desgarbado,
pálido y ratón de biblioteca. Puede no pertenecer, por negarse a encarnar
rigurosos estereotipos, a una clase de gente que presume de artistas. Su mayor
aspiración, por lo general, consiste en encontrar esas palabras que le revelen
algo de su rostro escondido o de aquella realidad que los sueños le insinúan.
No es
sólo lector de literatura. Su silenciosa curiosidad puede fijarse en tesis de
ecología, manifiestos políticos, informes de mortalidad infantil por hambre,
biografías de poetas o científicos o deportistas… Su sabiduría, fundada en el
sentido común que exige la hostilidad cotidiana, le dice que la poesía es más
que un género literario, es más que un asunto de palabras y cacería de
conceptos.
Para
el ilustre desconocido las palabras son como las percepciones: lo devuelven a
un día, cercano o remoto, en que presintió el sentido de su existencia o pueden
convertirse en llama contra una sociedad avezada al flagelo y la demencia.
El
ilustre desconocido no vive por la ficción de la flaca inmortalidad dorada y negra que en seno
maternal torna la muerte. Ni fanático ni redentor, abre un libro en algún lugar del
mundo e inicia la aventura de un hombre o muchos hombres que son todos los
hombres y no pretende descifrar lo indescifrable; apenas conversa con otros
seres humanos a través de unas páginas debidas a la pasión, a la rabia, a la
desilusión, a la injusticia, a la belleza, a nuestra ignorancia esencial, nunca
a la intención de convertir la vida y esas mismas páginas en un difícil e
infecundo crucigrama.