jueves, 29 de marzo de 2018

Una isla para siempre (primera entrega)

Proemio
Sabrán perdonarme el tiempo, y quienes concedan a leerme, esta insistencia de publicar mis relatos por entregas. Sin editor, sin plata y con puro empeño o necedad, me aventuro en estos tiempos desafortunados para Venezuela, donde se ofrece una joya con una mano y con la otra se aprieta un puñal, a cometer la impertinencia de afincarme en la silla y combinar letras con el teclado para urdir historias, cuando urgencias elementales mueven a quien esto escribe y a mis paisanos.

Muchas veces puede más la porfía que la desazón y, total, como suelen decir mis parientes más viejos: ¡pa cuatro días que vive uno! Vaya, entonces, Una isla para siempre, concebido en el desvelo, la angustia, las luchas de calle y ante las injusticias cotidianas en esta nave de locos, al garete y ensombrecida que es hoy Venezuela.




Parto, Eduardo Bárcenas.




A la memoria de Ligia Olivieri



Donde el cuco
desaparece
hay una isla

Basho




Hay una isla
 en la oscuridad y tú estarás allí
Mark Strand







Llevo tiempo aquí, en esta isla. Ya no sé si quiero volver a casa y no sé si puedo volver. De cómo llegué aquí recuerdo un antecedente en mi vida; por eso me pregunto, pese a las diferencias de las circunstancias, si aquella vez prefiguraba a ésta.
Aquella vez era un martes cerca del mediodía y yo vagaba por el centro de la ciudad, paseando el tedio y el sinsentido sin posibilidad de entrar a un bar o regalarme el cariño pagado y peregrino de una puta, cuando me encontré con Benito Briceño y José Espinoza, dos amigos que alguna vez me presentó mi primo Roberto. Son dos tipos sin profesión ni oficio determinado, pero se hacen llamar ingenieros y se dedican a contratar con instituciones del estado para cuanto ellas requieran: pueden vender desde una caja de bolígrafos hasta equipos de oficina y construir, con personal a su mando, carreteras, puentes, galpones y estadios de pueblos. Ya estaban achispados y por eso dadores de una amistad eufórica y generosa. Me invitaron a almorzar y entramos a uno de esos comederos concurridos, bulliciosos, baratos y frecuentados por toda clase de gente. Lo menos que pidieron fue comida. Las tandas de cervezas se sucedieron rápidas y sin reparos: después de quién sabe cuántas aparecieron en la mesa un plato de pepitonas picantes y unas galletas de soda. Fue lo único que comimos y mi estómago estragado y mi cerebro embotado más supieron de cervezas y cigarrillos como si no hubiese más nada en la vida que saborear.
A eso de las cinco de la tarde (supuse por el ajetreo de la ciudad) tomamos un taxi que entre colas y frecuentes mentadas de madre nos llevó a la casa de José Espinoza en un barrio inmediato al cementerio viejo de la ciudad. El anfitrión se dedicó a poner boleros en un reproductor de discos compactos, a servir taquitos de queso llanero, rebanadas de pan campesino y tragos de un ron oriental, supuestamente parecido al brandy, pero a mí me supo a cualquier lavagallos. Estábamos en el porche de la casa y nos separaba de la calle un angosto jardín de matas resecas y una verja baja de rejas oxidadas y columnas de concreto apenas frisadas. No sé a qué hora ni por qué, pero ya era de noche, se me antojó marcharme y no estaba ni borracho ni del todo sobrio, pero estaba en una especie de nube de indiferencia y lejanía en la cual ni la música ni los chistes ni las parrafadas politiqueras de José y Benito parecían provenir de un mundo cotidiano y necesario para la tranquilidad. Y aproveché que uno fue al baño y el otro a buscar más para picar y me escapé a la calle, abriendo la reja de la verja sin vueltas de llave, y caminé a capricho porque no sabía bien dónde estaba ni cómo llegar desde allí hasta mi casa, la casa de mis padres. Caminé varias cuadras, no sé cuántas, y me encontré ante la puerta principal del cementerio: no cargaba dinero ni pasaba un solo carro por esa calle y ahí me quedé, con la mirada fija en la puerta del cementerio, y supe otra vez de mí a una cuadra de mi casa, en la esquina del remate de caballos de Hugo Linares, sin saber cómo llegué hasta ahí sin caminar tan larga distancia ni montarme en vehículo alguno.
Tardé rato en saber dónde estaba. El tiempo era un fluido ligero sobre el cual yo me deslizaba. Entré al remate y le pedí a Hugo una cerveza: me voy a tomar tres cuando mucho y te las pago mañana. Sonrió con amabilidad de acreedor confiado y me la dio. Cuando iba por la segunda apareció Sonia en el umbral de una de las puertas de esa taguara.
-¿Dónde estabas? Te he buscado todo el día. ¿No te acuerdas del compromiso de hoy?
La miré como si la estuviese soñando. Me fijé en ese lunar junto al filtro; ese lunar, en el borde del labio superior, redondo y apenas abultado, lo miraba como se mira a la luna llena. Un vez más me perdí en ese cautivador lunar, centro de atracción de mi corazón sonámbulo.
-Creí que tus padres, para variar, te estaban negando. ¿Estabas dormido?
No sé qué le dije, pero me levanté, pedí otra cerveza, me la tomé en dos tragos y le dije que la amaba. Sonia es indiferente ante esas declaraciones de amor, actúa y responde, yéndose por otro lado, como aquella noche:
-Ven, mi amor. Nos están esperando.
Y nos fuimos a casa de una tía de ella a cantarle cumpleaños a una muchachita, a una prima, creo, mientras hablábamos de nuestro amor y nos besábamos. Otra vez no sabía dónde estaba ni cómo llegué a estar junto a ella, mi amor.
Te amo, le dije. La noche se convirtió en un orbe sin seguridad y sin razón de estar vivo. Después, al salir de la fiesta, pasamos largo rato encerrados en su carro, frente a mi casa, besándonos y tocándonos con la promesa de un día mejor. Le dije: sabes lo que pasa cuando a uno lo tocan demasiado y no se desahoga. Lo sé, hasta mañana, me susurró al oído. Nos besamos y volví mío, una vez más, ese lunar en su labio superior, más cerca de mi corazón que sus palabras.
Yo seguía como si estuviese soñando.
Pero esta vez, de este sin saber cómo y por qué estoy en esta isla ha pasado tiempo; ni largo ni corto, sólo ha pasado. Podría ser por la emetina: fue lo único que impidió que las amibas me destrozaran el hígado después de convertirlo en su provechosa morada. Una vecina del barrio, María la enfermera, era la encargada de inyectarme ese veneno cada dos días: deliraba, me volvía otro, pronunciaba largas parrafadas incoherentes, según me dijeron María y mi mamá. Sé que por varios minutos me ausentaba de mí y luego regresaba extenuado y sudoroso. Tal vez fue por ese ingrato remedio: la noche antes de salir de casa, Sonia pudo ofrendarme los encantos de su boca y pudo cabalgarme hasta el cansancio, hasta inundarla con un semen espeso y quemante, a pesar de mi debilidad.
En la madrugada me levanté y caminé hasta la sala y me puse a mirar por la ventana hacia el patio umbroso: un viento húmedo y frío hacía murmurar en un lenguaje universal y rara vez comprensible a las matas de los porrones y a los árboles. Me dieron ganas de fumar y sentí que ya no me repugnaría el humo del cigarrillo y así como aquella vez que después de un día de farra, lejos de mi casa, aparecí a una cuadra de ella sin aún encontrarle explicación a ese inconcebible traslado, así me encontré aquella madrugada al borde del lago, de pie a la mitad de un estrecho muelle de unos veinte metros de largo.
Una voz a mi izquierda se impuso al ruido de las aguas del lago estrellándose contra los postes del muelle:
-Llegaste a tiempo. Ya estaba por irme.
Apenas pronunció esas palabras, encendió el motor del peñero. Con un gesto de la mano me invitó a abordarlo. Era un hombre viejo, calvo, de mirada fruncida, nariz prominente y boca ancha de labios gruesos. No hablamos en todo el trayecto y al llegar a la isla me dijo, en un tono de fingida cordialidad:
-Espero que disfrutes tu estadía en esta isla. Adiós.
Me encaminé por un sendero resbaloso, cubierto de corocillo rociado. A todo lo ancho de la costa había numerosas fogatas dispersas en torno a las cuales pude notar siluetas humanas inertes y otras moviéndose con lentitud. No sabía adónde iba,  pero nada en mí contravino a mis pasos. Caminé, calculo, algo más de una hora hasta plantarme ante un edificio de cuatro pisos, de frente curvado, todo en obra gris y angostas ventanas verticales separadas entre sí unos cuatro metros. Empujé la hoja entreabierta del inmenso portón de metal: en el vestíbulo estaban tres ancianas de porte y vestimenta antigua conversando en voz baja. Me paré ante ellas y la más alta, de rostro severo y muy arrugado me dijo, mirándome a los ojos:
-Eres más joven de lo que pensábamos, pero igual eres bienvenido a La Herradura.
-¿La Herradura?- pregunté, pensando en que ese nombre me sonaba a castigo.
-Así es, La Herradura. Ese es el nombre de este edificio, por su forma- dijo otra de las ancianas, una encorvada, sin mirarme.
Y luego la otra, que daba la impresión de pasar los cien años y me hizo recordar a mi abuela paterna, me dijo, señalando la escalera que se abre paso por todo el medio del edificio:
-Tu habitación está en el cuarto piso. La séptima a la izquierda.
La más alta, la de rostro severo y muy arrugado me advirtió, cuando yo pisaba el primer peldaño:
-Después de que reposes  te diremos cuáles son tus obligaciones. Hasta luego.
Dormí muchas horas, eso creo, toda una eternidad, diría mi mamá, como si algún ser humano puede sentir o razonar ese tiempo abstracto, que es todos los tiempos y ningún tiempo. La eternidad: algo imposible de entender para el ser humano. Por lo menos sé que hay palabras sin sentido, que son sólo necesarias para no enloquecer. La eternidad es una de ellas. Creo que nada ni nadie quiere ser eterno. Yo menos.
Me levanté y bajé al vestíbulo: no había nadie. A la entrada estaban  las tres Morales, como ahora sé que así las llaman a las tres hermanas, y Tarenco, el barquero que me trajo a esta isla (si él no es maracucho,  Tarenco ha de ser un apodo). No era de día ni tampoco estaba tan oscuro como para llamarla noche: la propia penumbra.
Me acerqué a las Morales y a Tarenco. La más alta de las Morales, casi escupiéndome y empujándome me mandó al casino, en el extremo derecho  de La Herradura, en el único espacio techado de la azotea, aparte del “salón inaccesible”.
-Ahí te entenderás- me dijo.
El casino me pareció el sitio más indeseable de La Herradura: bulla en exceso, todo revuelto, el piso sembrado de colillas de cigarrillos, gargajos abundantes gruesos y sanguinolentos por todos lados, vasos y  botellas tirados en el piso. Todos gritaban, mujeres casi desnudas iban de un lado a otro y tipos  bastos y ofensivos les apretaban las nalgas o groseramente les tocaban la entrepierna; en un rincón, un tipo famélico le besaba y le mordisqueaba las tetas enormes a una muchacha pálida y drogada; pero me llamó la atención una mesa, al fondo, donde jugaban cartas. No me era un juego conocido ni quise saber cuál: apostaban fuerte, sobre todo míster Queen, un catire tosco y descomunal que mantenía abrazando por la cintura a una negra hermosísima y sensual por demás. Según supe después, ella es el amuleto de míster Queen: la llaman la Pepa de Billie Queen, porque ella le da suerte y cada vez que gana una mano le besa el ombligo siempre descubierto (siempre lleva puesta una blusa muy corta y escotada), y cuantas veces lo he visto cumplir ese ritual me lleno de envidia y deseo. Nadie sabe su nombre, sólo la llaman la Pepa y sólo sé que en La Herradura y en todo cuanto he podido conocer en la isla es la única mujer capaz de “levantar el ánimo” nada más de verla.
Aún no sé cuáles son mis obligaciones en el casino ni he tratado con nadie acuerdo de pago alguno al respecto. Supongo que como toda mi vida he sido mesonero, debo hacer lo mismo en el casino y ocasionalmente así lo he hecho: he servido tragos y pasapalos, además de ayudar un poco en la limpieza junto con las dos encargadas del mantenimiento: dos mujeres flacuchentas y desaliñadas, cuyo afán es limpiar vanamente el demencial casino, del cual salí espantado, la primera vez que estuve allí, por una puerta estrecha del fondo hacia la terraza de la azotea. Me recosté  del pretil que limitaba con la noche oscurísima de un cielo sin estrellas: me sentí en una noche cerrada en altamar. Era un mundo gélido y sin insectos nocturnos, confabulado contra la calma y la cordura. Nada daba muestras de haber  sospechas de vida más allá del pretil del cual me descubrí aferrado con toda mi fuerza, por miedo a caerme en esa oscuridad que ni en el recuerdo da tregua al asombro.
Volví a mi habitación después de subir y bajar decenas de escaleras, muchas de las cuales terminaban en recias paredes o en el principio de otra escalera ciega, pero al fin pude encontrar la habitación y echarme a dormir no sé por cuánto tiempo.

jueves, 22 de marzo de 2018

Nunca y siempre es tiempo de la poesía

A una convicción que me hizo suya en mi adolescencia y a la lectura de los discursos de algunos escritores al momento de recibir el Premio Nobel de Literatura, se deben estas líneas que corren a partir de un título paradójico. Se trata, si acaso es necesario denominarlo, de un ejercicio en el que tomo prestadas las palabras de indudables poetas de nuestro tiempo o, visto de otro modo, con legítimo derecho de lector las hago mías y procuro conjugarlas con palabras menos afortunadas: las que, para bien o para mal, me han asistido.
Primero, éstas de Derek Walcott: “La Historia es una olvidada noche de insomnio. La Historia y el temor primigenio son siempre nuestro origen, porque el destino de la poesía es enamorarse del mundo, a pesar de la Historia”[1].
¿Cómo no sentir ante ellas (las palabras de Walcott) el drama y la contradicción que todo aquel que emprende la aventura poética adopta como conclusión inevitable, impregnada de toda la fuerza de su veracidad? Bastaría con apenas asomarse a la vida de Francois Villon, tan sólo leer algunos pasajes de Una temporada en el infierno o simplemente recordar el Cántico espiritual de San Juan de la Cruz. ¿Y olvidaríamos a Georg Trakl y a Apollinaire, ambos marcados por el desenfreno bélico de sus días? ¿No fue ese el dolor individual e histórico de César Vallejo? ¿Acaso no supo Whitman de esos desencuentros de historia y poesía, aunque quiso aunarlas? ¿No fue ese el abismo por el que se precipitó la cordura de Hölderlin? Pero de poco servirán las enumeraciones, aunque digan mucho. Tal vez sea suficiente opinar sobre nuestra época, en la que, por cierto, el azote de la economía y el culto al progreso infinito tornan más comprometida la situación de la poesía y de sus aislados amanuenses.
La sucesión de conquistas de la inteligencia y de ruinas espirituales, debidas a la alianza entre la técnica y la política, pretenden no dejar espacio para todo aquello que no sea la fascinación por los artilugios relucientes y de pronta obsolescencia. No pocas veces la vida misma parece ínfima, mercancía de poco valor, ante el pujo humano por alcanzar fronteras y rebasarlas, sin descanso, sin límites y con insaciable afán. ¿Cómo pretender que la poesía sea un bien o una aspiración común si ya el asombro (o la capacidad de asombrarnos) se reduce al incesante interés por las maravillas de la técnica y los privilegios que otorga el poder en sus diversas pero unidimensionales formas? Por eso, no era para extrañarnos cuando apareció un escribiente de los poderes económicos y militares dominantes declarando el fin de la Historia; sí, esa misma Historia que Walcott sintió inevitable y pese a la cual la poesía se enamora del mundo. Hoy, el optimismo de aquel escribiente ni siquiera resulta risible; cuando mucho, sólo debería provocar un rictus condescendiente. En su momento, se sumaron en apresurada alharaca, como siempre, los infaltables epígonos de todo el mundo, permanentes ansiosos para adherirse a una tendencia de moda.
En 1990, dijo Octavio Paz ante la Academia Sueca: “La historia es imprevisible porque su agente, el hombre, es la indeterminación en persona”. Pero ya sabemos que el mundo no escucha a los poetas. De todos modos, ¿de dónde salieron tanto barullo triunfalista y tantas fanfarrias por el fin de la Historia? Obviamente de quienes quieren llevar el mundo a su antojo; ya no sólo la economía, sino las ideas, los pensamientos, los sentimientos y las conciencias. Y aún me consuela presumir que no lo lograrán. No será fácil mientras en cualquier parte de este planeta enloquecido arda la llama de la poesía, así como en la ficción de Bradbury (Fahrenheit 451) los libros, todos proscritos, sobreviven en la memoria de algunos seres humanos. Ese es un legado y más que eso: es una condición indestructible. Así lo dijo Faulkner y lo repitió García Márquez, ambos, también, ante la Academia Sueca.
El capitalismo reinante y el socialismo anunciado por algunos, con mucha insistencia hoy desde América Latina, son sistemas totalitarios porque, en esencia, no aceptan la libertad o autonomía del individuo, por más que éste demuestre su voluntad y capacidad para colaborar y asimilarse a la experiencia de proyectos colectivos. Los dos sistemas procuran, aunque lo disfracen sus proclamas y sus constituciones, que ningún hijo de vecino sea quien quiere ser ni haga carne y espíritu lo que Tales de Mileto, primero, y después Jesús de Nazareth, predicaron: “No hagas a otro lo que no quieres que a ti te hagan”. Sin esa tensión necesaria y predestinada entre el individuo y las masas uniformes el mundo de seguro sería un Paraíso; claro, sería el reino de los bostezos que, por abundantes, no competirían entre sí. En cambio, la poesía, cuyo tiempo nunca y siempre es, florece y se desparrama en la diversidad, en las contradicciones y en las oposiciones, y se asoma en todo horizonte que amenace con desaparecerla de la faz de la Tierra.
Para Saint John Perse “el poeta existía en el hombre de las cavernas y también existirá en el hombre de las edades atómicas; pues es parte irreductible de lo humano”. Mientras tanto no faltarán paredes ni páginas, incluidas las de internet, en las que el espíritu pueda expresarse: eso sí, el espíritu, no quienes pretenden sustituirlo con la hipócrita intención de disensos benevolentes, hoy proliferantes en todas las sociedades. No podemos negarnos a reconocer la abundancia de los que queriendo dar certidumbres sólo consiguen agrandar los desconciertos. ¿Cómo pueden los atesoradores de poder (y adoradores del poder) tropezar, sin molestias ni dudas, cuando no las esquivan, con frases lacerantes como éstas: “El poeta puede decir que el hombre comienza hoy; el político puede decir, y de hecho dice, que el hombre ha estado y siempre estará cautivo en la trampa de su cimiento moral; una estructura que no es congénita sino implantada por una infección secular lenta. Esta verdad, escondida tras las actitudes poco asequibles de la sabiduría política, sugiere como primera conclusión, que el poeta sólo puede hablar en tiempo de anarquía. La resistencia es una certeza moral, no una poética. El verdadero poeta nunca usa palabras para castigar a alguien. Su juicio pertenece a un orden creativo; no está formulado como una escritura profética”. (Quasimodo)
De ninguna manera se trata de propiciar o ejercer la rebeldía, más bien en el mundo hay demasiados rebeldes: algunos armados; otros disfrazados con el atuendo de cantantes estrafalarios; otros despotricando de sus rivales políticos… La lista es larga y no vale la pena ni viene el caso seguir nombrándolos. El asunto es sencillo, aunque por ello no deja de ser inquietante y profundo: los poetas, escriban o no, tienen que seguir siendo poetas, sean cuales fueren las convulsiones históricas que les toque vivir. Un buen ejemplo de esa “resistencia” de la poesía, de los poetas, es la Danza de la muerte castellana y también las Coplas de Mingo Revulgo y las Coplas del Provincial, y podrían darse más ejemplos. En todo caso, el poeta no puede (y me atrevo a decir que tampoco debería pretenderlo) vivir al margen de la Historia; de hecho, muchas veces su alimento, su único alimento, es la Historia y de nada valen los esfuerzos desmedidos de algunos por sólo labrar poesía de puro presente. Sería necesario despojarla de su intenso humanismo, de su mirada agradecida, de sus palabras y gestos  celebrantes para no afirmar junto con Neruda: “Sólo por ese camino inalienable de ser hombres comunes llegaremos a restituirle a la poesía el anchuroso espacio que le van recortando en cada época, que le vamos recortando en cada época nosotros mismos”.
En nuestros días, la advertencia de Neruda se ha hecho imposición, entre otras y muchísimas razones, porque la novela como género más dúctil y conveniente para el mercado deja a la poesía aún más rezagada, arrumada entre los trastos que el progreso y la globalización arrojan al basurero. Si la poesía en la palabra escrita logra abrirse paso en la ficción de las novelas, no hay duda de que lo consigue a duras penas y con escasas posibilidades de conquistar a la mayoría de los compradores de libros, aun cuando algunos cálculos y cifras permitan alentar cualquier esperanza al respecto. Sólo cuando la novela rebasa el límite de su función recreativa y supera la tentación de tratar sólo temas de moda o que por su naturaleza llaman fácilmente la atención del gran público, su código apuntará a otras realidades oportunamente obviadas (por los medios de comunicación, los políticos y los intelectuales) o simplemente reprimidas por el común de los mortales. Pero la trampa está armada y no es fácil caer en cuenta de ello, sobre todo si arrecia entre quienes escriben el regusto por la notoriedad y los aplausos. El éxito literario también tiene sus fórmulas, con o sin clichés.
La poesía que aquí se procura destacar, sea cual fuere el género literario en que aparezca, es aquella que, según Burckhardt, “aporta más que la historia al conocimiento de lo que es la humanidad”. Y a ella, insiste, la historia tiene que agradecerle “el conocimiento de lo que es la humanidad en general” y “los ricos elementos que le da para comprender las épocas y las naciones”[2]. No me refiero, y salgo al paso a la confusión, al abuso contemporáneo de la “novela histórica”, subgénero que en muchos casos ha servido para tergiversar la historia o para ofrecer una visión parcializada de alguna época y otras veces para infamar o exaltar a algún personaje o alguna clase social o algún grupo político. La poesía, en todo caso, ve lo imperecedero en medio de la Historia, por decirlo de alguna manera. En algunos casos, tal vez más de lo que comúnmente se piensa, adquiere su compromiso histórico para luchar solitaria y desoída contra los desastres que suelen acaecer durante y después del apogeo de la literatura propagandística que anuncia regímenes mesiánicos, los defiende (a cambio de dinero, cargos y privilegios) cuando se instauran y con ellos muere y queda en la historia como un sabor amargo en el paladar. Me aventuro a asegurar que la poesía, cuando lo es de verdad, es inevitablemente disidente: no se enamora del éxito o triunfo de cualquier índole; no se regodea en el fracaso, aunque lo padezca; por más que se intente, no está hecha para ser recibida con aplausos en los palacios de gobierno; menos todavía debe condenarse a su forma épica, ya superada y sustituida por la novela. Por algo Saint John Perse afirmó para siempre: “Y ya es bastante, para el poeta, ser la mala conciencia de su tiempo”.
A la interpretación interesada o errónea de palabras como ésas se debe la confusión entre responsabilidad, o compromiso, y militancia. Así sea muy elaborada y llamativa, no puede ser la poesía vocera de partidos ni de gobierno alguno: semejante creencia sólo es posible en sociedades adoctrinadas y fanáticas. Es de por sí la poesía voz discorde, incluso respuesta artificiosa o rayana al panfleto cuando toda forma de opresión y de fuerzas uniformadoras pretenden anular las contradicciones ínsitas del ser humano. Es inmedible el espacio y permanente el tiempo de la poesía; es incesante su combate contra las tendencias avasallantes que procuran neutralizarla, abierta o subrepticiamente. Se baña en las aguas de la Historia, toca el fondo de sus cauces y cuando sale a tomar aire sus bocas disconformes dejan el legado, su único propósito y su razón de ser. Si alguien desinteresado escucha sus palabras y se detiene y se estremece, luego las lleva consigo y las repite y las acaricia en su memoria, y corren por sus venas como su propia sangre; puede decirse, entonces, que la poesía ha “hecho su trabajo”, ha cumplido en las honduras renegadas del ser humano. Ese alguien, ese individuo, sabrá que “la Historia es una olvidada noche de insomnio” y difícilmente se comprometerá con redentores urgentes, y de asistir al mercado de los credos y las salvaciones, podrá sonreír con la benevolencia de un moribundo satisfecho.
Nunca serán suficientes la arrogancia del olvido, ni los brazos armados de los dogmas, ni las incesantes seducciones de la técnica, ni las profusas parrafadas de la demagogia para sacar a la poesía del corazón del ser humano y condenarla a los arrabales de la Historia, porque aun en las peores pesadillas de ésta, encontrará voces doctas o ignorantes para advertir de su presencia en todos los tiempos y presentarse con el ropaje que encuentre en la soledad y el silencio de quienes lleguen a dar con ella, al margen de las fraseologías dominantes y el ciego progreso.



[1] Esta y las siguientes citas de escritores y poetas que han recibido el Premio Nobel de Literatura las he tomado de: Discursos Premio Nobel, Colección Los conjurados, Volumen 1, Común Presencia Editores, Bogotá, 2003.
[2] Jacob Burckhardt, Reflexiones sobre la historia universal, Fondo de Cultura Económica, Colección Popular, p. 116.

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