lunes, 5 de agosto de 2019

Y aprendimos a decir adiós



Kokoschka, Los emigrantes

En este país más expoliado que nunca no es una historia nueva, es una más, una de tantas. Las razones o tal vez las sinrazones saltan a la vista, excepto para aquellos que padecen de esa nefasta forma de la ceguera, pródiga en asechanzas, que es el fanatismo.
He tratado de encontrar sin fortuna, aun en los más largos desvelos, una imagen similar o compatible con lo que siento. Y aunque muy lejos de mí se puede percibir algo parecido a un talante bélico, solo se me ocurre pensar que un inusitado y nunca previsto artefacto bélico ha explotado entre mis manos; pero en vez de ser ellas y sus dedos las que se han despegado de mí, son la gente de mi patrimonio de amor el que ha volado por los aires en casi incontables direcciones del mundo a miles de kilómetros.
Ciertas sabidurías ancestrales comparan al hombre que encara la realidad con la vida de un guerrero. Afirman que el guerrero  debe dominar el desprendimiento y el miedo, lo que no es lo mismo que carecer de sentimientos y no sentir miedo. En el camino de la vida, en el camino del guerrero, todo puede ser imprevisible e inseguro menos la constante presencia de la orgullosa hermana, como la llamó para siempre Thomas Wolfe en el título de uno de sus relatos.
Hoy, en una de las tantas formas de asumir el desprendimiento, no son pocas las imágenes concebidas por algunos poetas de mi más alta estima las que acuden a mi memoria. Se da el caso de que tal vez fueron escritas en situaciones distintas, pero por alguna razón la memoria las trae y llegan como aplacadas olas a las orillas de mi sentir. Pienso en mi compañera desde hace veintiséis años y desde esta mañana buscando futuro en Argentina con nuestro hijo menor, y me susurra Montale:
Del brazo tuyo he bajado por lo menos un millón de escaleras
y ahora que no estás cada escalón es un vacío…

Pero esta historia comenzó hace años entre las proclamas de la demencia empoderada y del mesianismo trajeado de ideología justiciera, esa patología incurable en el largo curso de la desazón humana. Ya son tres de mis hijos los que han emigrado y otros que en mi sentir y en el trato mutuo son como tales. Hermanos y hermanas que me han regalado lugares de trabajo, largas conversas y noches de bohemia también se han ido. Todo parece, como en un poema de Cadenas, tan causa perdida.
En compensación a todo este arrasamiento de la cotidianidad y del corazón, puedo dar fe y firme testimonio de la existencia de la solidaridad y de las más sinceras muestras de cariño. Por eso, no todo está perdido: algo destella más que otros mundos en la infinita o finita y eterna noche del universo. Y ese algo conforma el mundo que veo y siento, como en las Hojas de hierba de Whitman o en la divina locura de Hölderlin en la modesta morada del zapatero Zimmer o en el discurso al caballero del verde gabán que en una sacudida España dio a la luz el genio del soldado Miguel de Cervantes.
En esta tierra de gracia, como alguna vez se le llamó, no es improbable que sigan prosperando los odios, los resentimientos y la rapiña: a eso lleva los que ven la vida como un botín y a los congéneres como víctimas. Pero nada de esos males cultivados y no pocas veces revestidos de doctrinas, dogmas y filosofías me sacará de lo que le he ganado a pulso a las mezquindades y a las comparecencias ante las inquisiciones de los prejuicios y la falsedad.
Sé que  quienes se han ido de cuantos quiero tienen un mejor presente que el que estuvieran padeciendo en este país envilecido por una minoría avariciosa y despótica. Y no sé a cuántos de ellos podré volver a ver en persona y abrazarlos y brindar con ellos; no lo sé y no tengo manera de saberlo, pero sí sé que estarán en mi memoria y en mi corazón hasta el último de mis días con el amor y el inevitable desprendimiento de un guerrero que espera el amanecer en lo más alto de una montaña desde la cual solo se ve una línea curva donde coinciden el cielo y el mar.
Aprendimos a decir adiós. Antes decíamos hasta pronto o hasta luego, como el buen vecino al tomar unas vacaciones o pasar un fin de semana fuera de casa.
Aprendimos a decir adiós porque de alguna manera nos robaron el futuro y el destino, y decimos adiós porque solo a una fuerza superior e inescrutable se le confían las esperanzas.
Yo digo adiós porque es una fórmula de cortesía y no porque me despido para siempre. Digo adiós como decir hasta mañana o hasta pronto o hasta luego y prefiero repetir las palabras de Louis MacNeice:
Y si el mundo fuese blanco o negro por completo
y todos los mapas fueran claros,
en vez de un endemoniado embrollo de aguas feroces,
un prisma de dicha y dolor,
sabríamos con más certeza a dónde deseamos ir
o quizás sencillamente nos aburriríamos,
pero en la cruda realidad no hay
camino acertado por completo.




2 comentarios:

  1. Demasiado hermoso y realista....Solo agregaría que esta triste experiencia nos acerca en afectos, solidaridad, comprensión y esperanza del reencuentro.
    Un abrazo mi querido amigo....nos volveremos a encontrar y brindaremos de nuevo!

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  2. Tu texto, como acostumbras, deja en el papel jirones de lo que somos. Actores y testigos de una historia de penas y desazones, d empeños y derrotas, signadas por un exilio abierto que conocíamos por dentro, pero que nos ha lanzado a todas las coordenadas de la desesperanza y la tristeza. ero después de todo siempre hemos sido habitantes de esas batallas. Y si bien es cierto que la dimensión gigante de esta tragedia, disloca nuestros sentires, no lo es menos que ya conocíamos sus heridas. En vez de estar escribiendo y construyendo nuestra historia nos ha tocado el papel de levantarle el expediente al horror y la tristeza. Pero también sabemos que nunca nos damos por vencidos. que hace mucho desaparecieron las fronteras de nuestro alfabeto, aunque los otros las sigan levantando con más fuerza que nunca. Y que juntos nos encontramos donde quiera que sea, irrigando lo mejor que somos, como una frenda al vivir, en medio de este oscuro tiempo de muerte continuada. Mi abrazo inmenso.

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