Mario Amengual
1
Si la literatura se resiste a morir,
según como sea esa resistencia, ¿cuántas y cuáles páginas llevarán ese ardor
que provoca el dedo sobre la llaga? Sé que es inútil la pregunta; sé que de
nada vale formularla: la respuesta está en el futuro. Tampoco espero que
sobrevivan algunas de mis páginas predilectas, que son unas pocas en el
creciente río de las literaturas, y me atrevo a asegurar que entre esas páginas
sobrevivientes no estarán las de El gran
Meaulnes. Y no porque esa inspiración novelada del soldado Alain Fournier
no merezca más larga posteridad: ha corrido casi un siglo y aún se reedita,
pero comienza a ser antigualla, rareza de tiempos que no volverán, caduca
expresión del espíritu.
La aventura adolescente de Agustín
Meaulnes es una vigilia y un sueño provincianos que sólo puede atraer almas
afines, con experiencias similares, y no a jóvenes o maduros lectores de las
generaciones de las computadoras, los juegos de videos, las canciones de letras
violentas, la omnipresente televisión y la internet. Si no me equivoco, podría
ejercer su atracción, de hondas nostalgias y felicidades proclamadas, con la
sola condición de ser tenida como curiosidad literaria de principios del siglo
XX; pero tan afortunado destino significa bregar demasiado y en desventaja con
la sensibilidad (o insensibilidad) de estos días. Probablemente ése sea el reto
de toda la literatura y de toda la poesía en los días que corren, pero será más
difícil ese reto para libros como El gran
Meaulnes, por ser recreación de experiencias y ambientes casi
desaparecidos. La misma palabra aventura significa algo hoy muy distinto; hoy,
cuando toda experiencia o toda aventura es poca cosa si no es calificada de
“extrema”, ¿emocionará a algún adolescente la vivencia tocante e imborrable de
la extraña fiesta en la mansión sin nombre?
El
gran Meaulnes es la exaltación de un tiempo
de inocencia que con sus desengaños trae aparejadas la educación de los
sentidos, la ponderación de la memoria y la exaltación del amor como
imprescindibles fundamentos, aunque endebles, de la existencia. Crecen Agustín
Meaulnes y Francois Seurel, el uno como héroe melancólico y el otro como amigo
y admirador de aquél, y cuando Seurel cuenta la aventura de Meaulnes y refiere
sus estados de ánimo van uniéndose en un mundo y una sensibilidad que página
tras página van madurando desde el momento en que por primera vez Meaulnes sentía por dentro esa ligera
angustia que se apodera de nosotros al final de los días demasiado bellos.
La inocencia y la rutina provincianas se van desmoronando poco a poco, aunque
ese desmoronamiento se inicia con un suceso inesperado y la vida comienza a
mostrarse sin máscaras, con sus glorias y sus caídas. Se equivocan, por eso,
quienes confunden en El gran Meaulnes inocencia con
ingenuidad: dije inocencia, que es estado del alma limpia de culpa, y no
ingenuidad, que es falta de malicia, porque Meaulnes, Seurel y Frantz e Ivonne
de Galais viven desafiando lo doloroso y feliz que puede ser encontrar (o
recibir) la belleza y padecen las trabas que el mundo opone a esa experiencia
trascendente. En ellos no late culpa alguna: sienten el dolor y la alegría de
vivir con el coraje y la entereza de quienes se sienten atraídos por aquello que es más serio y solemne de lo
común, de quienes sienten que su adolescencia se va alejando. Con ellos
vive y muere una experiencia que rebasa las fronteras temporales y psiquícas de
la adolescencia; sus encuentros y desencuentros los marcan en el corazón y les
dejan notables alteraciones en sus rostros y en sus miradas. Frantz de Galais
se convierte en saltimbanqui errabundo, Ivonne de Galais en una mujer de
sensibilidad anhelante y atormentada, Agustín Meaulnes en un buscador
desesperado de la belleza o la eternidad en el momento y Francois Seurel sabe
que su adolescencia se ha ido para siempre y sólo permanece, enaltecida, en la
memoria. Más que estar lejos de esas vivencias por el ámbito en que se
desarrollan, se está lejos de ellas por los cambios en el sentir de las
generaciones posteriores, aunque no puede ignorarse que ya en su época lo que
representa El gran Meaulnes es motivo
de discordancia. Eso ya lo sabía Fournier y se vale de las cartas de Meaulnes
para expresarlo: “... es la ciudad desierta, la noche interminable, el verano,
la fiebre... Seurel, amigo, estoy lleno de congoja”; “soy como aquella loca de
Santa Ágata que salía a cada minuto al umbral de la puerta y miraba, la mano
encima de los ojos, del lado de la estación, para ver si venía su hijo que
había muerto”.
Calificar de relato juvenil a El gran Meaulnes es igual de inexacto y
apresurado que cuando así se etiqueta a Demian
o Peter Camezind, de Herman Hesse, o El juguete rabioso de Roberto Artl;
limitar a El gran Meaulnes a novela
de aventura no difiere de la ceguera que sólo ve relatos de marinería en El corazón de las tinieblas o La línea de sombra de Joseph Conrad.
Claro que El gran Meaulnes es obra de
juventud y aventura, pero en un orden muy distinto al de los libros que sólo
procuran entretenimiento o roban nuestra atención con prosa tensa y sugestiva,
aunque ésta sea una de sus virtudes. Detrás de su aparente sencillez se
representa una aventura vital nada frecuente, y Meaulnes y Seurel lo saben y
por eso preguntan y repreguntan acerca
de ella, muchas veces con desesperanza o con la inconfesada convicción de que
la respuesta les huye o no les será fácilmente concedida a sus razonamientos:
“Quizá cuando estemos muertos, quizá sólo la muerte nos dará la clave y la
continuación de esta aventura fallida”, escribe Meaulnes a Seurel, cuando
desolado en París le parece que nunca sabrá otra vez de la mansión misteriosa y
de la gente que allí conoció. Cierto que el joven Seurel, llegado el momento,
toma una determinación que trae el desenlace esperado: “Así como hasta entonces
había sido un niño triste y soñador y ensimismado, así mismo me volví resuelto
y, como dicen entre nosotros ‘decidido’, cuando sentí que dependía de mí la
resolución de esta grave aventura”. Pero ese desenlace, que comienza con esa
resolución y por ello conoce, en casa de su tío Florentino, a Ivonne de Galais
y al padre de ella, no resuelve el drama de Meaulnes ni de ninguno de ellos.
Sabe desde entonces, eso sí, que la mansión perdida ya no es una mansión... lo vendieron todo, los compradores, unos cazadores,
hicieron tumbar las viejas edificaciones para agrandar sus terrenos de caza; el
gran patio de recepción no es ya más que un erial de brezos y retamas... Los
antiguos dueños no han conservado sino una pequeña casa de dos pisos y la
granja. También sabe desde entonces que en las relaciones entre los seres
humanos median otras afinidades, no sólo las que engrandece la fantasía; sabe
Seurel esas sutilezas y a través de él Fournier comienza a revelar su
conmovedor sentido poético: “Estábamos incómodos los tres [Seurel, su tía Julia
e Ivonne de Galais] por esa soltura para hablar de las cosas delicadas, de lo
que es secreto, sutil y de lo cual no se habla bien más que en los libros”. Y
en esa misma conversación Fournier pone en boca de Ivonne de Galais, que
manifiesta su vocación de maestra, lo que él mismo alcanzó con El gran Meaulnes y es su propósito
fundamental: “Les enseñaría [a los muchachos] a encontrar la felicidad que está
ahí cerca de ellos sin que lo parezca...”. Al momento de despedirse en ese
primer encuentro con Ivonne de Galais, Seurel cobra conciencia del destino que
comenzó el domingo de noviembre de 189..
cuando Agustín Meaulnes llegó a su casa, la Escuela Normal de Santa Ágata; y
sabe que es así porque “cuando me tendió la mano, para irse, había entre
nosotros, más claramente que si nos hubiésemos dicho muchas palabras, un
entendimiento secreto que sólo la muerte iba a romper y una amistad más
patética que un gran amor”.
2
¿Dónde
estuvo Agustín Meaulnes cuando se pierde en los cruces del camino que conduce a
Vierzon?, ¿en la mansión perdida?, ¿en un dominio misterioso? Estos son los
nombres que él y Seurel le dan, los que universalmente ubican, en el Viejo
Nancay, el lugar donde Agustín Meaulnes vive su “grave” o “extraña” aventura, pero
él sabe que son meras denominaciones que encubren la verdad de su experiencia:
“un hombre que una vez entró de repente
en el Paraíso, ¿cómo podría acomodarse después a la vida de todo el mundo? Lo
que constituye la felicidad de los otros me pareció irrisorio”. A diferencia
del hombre de la especulación de Coleridge, que sueña que estuvo en el paraíso
y despierta con una flor en la mano como prueba de ello, Meaulnes entra
despierto al paraíso y la flor que lo prueba brota y perdura en su memoria, lo
desespera, lo hace maduro y como Don Genaro (ese singular maestro brujo de los
libros de Carlos Castaneda) siente que en el camino iniciático a Ixtlán él y a quienes se encuentra ya no son los
mismos. Agustín Meaulnes, como un iluminado, le confiesa a Seurel que “ahora
estoy persuadido de que, cuando descubrí la Mansión sin nombre, yo estaba a una
altura, en un grado de perfección y de pureza que ya nunca volveré a alcanzar.
En la muerte solamente, como te lo escribí un día, volveré otra vez a encontrar
la belleza de aquel tiempo”.
Al menos Agustín Meaulnes no está
completamente solo; su amigo Seurel es su alma afín, influido (o contaminado)
por la experiencia de Meaulnes, por la fuerza expresiva con que la refiere.
Gradualmente Seurel, puede decirse, también “entra en el Paraíso”: sus sentidos
se van aguzando, la melancolía y la nostalgia lo acompañan y le enseñan otro
modo de ver el mundo; contempla reposadamente la belleza de Ivonne de Galais,
sus amables gestos y palabras; sabe que ya no es un joven provinciano más y no
se envanece de ello. Sólo alguien “tocado”
por la gracia de vivir, imbuido de sentido poético, puede hablar así:
“Habíamos llegado a este sitio por un
dédalo de caminitos, a veces erizados de piedrecilla blanca, a veces llenos de
sal; caminos que los manantiales transformaban en arroyos al llegar a las
inmediaciones del río. Al pasar, las ramas de los groselleros silvestres nos
agarraban por la manga. Y a veces estábamos sumergidos en la fresca oscuridad
de los fondos de los barrancos, a veces al contrario, al interrumpirse los
setos, nos bañaba la clara luz de todo el valle. A lo lejos, sobre la otra
orilla, cuando nos acercamos, un hombre encaramado en las rocas, con un gesto
lento, tendía cuerdas para peces. ¡Qué hermoso era todo, Dios mío!”.
Francois
Seurel ya no es el muchacho emocionado con la aventura de su querido y admirado
amigo, él también “recibe” la gracia; la recibe con suficiente aplomo para
lograr que Ivonne de Galais y Agustín Meaulnes se reencuentren y consagren su
amor. En adelante actúa con decisión para alcanzar cuantos fines relacionados
con la extraña aventura se propone, sin ignorar la presencia constante (la otra
gran presencia en sus vidas) de la orgullosa hermana muerte, como la llamó
Thomas Wolfe. No sólo la adolescencia se va, sino la vida misma; en su
transcurrir las pasiones, las alegrías y los desengaños nos mueven: vale la
pena amar, celebrar la amistad, caminar por los campos, jugar a héroes y
malvados, procrear, ver morir a los padres y al final, como varias veces lo
repiten Meaulnes y Seurel, tal vez esté
la clave. Eso aprende Francois Seurel... y no es poca cosa.
3
Desde la primera vez que leí El gran Meaulnes me causó curiosidad la
imponente presencia de la muerte: ¿no es raro que tratándose de una novela juvenil,
sus protagonistas la sientan tan cerca como la felicidad con sus vaivenes? Más
raro aún es que esa presencia de la muerte no les provoca pavor y, por el
contrario, la encaran con un valor del todo inusual en los adolescentes. En
ellos la muerte no los ronda como en esas novelas de aventura en que los héroes
están a punto de morir en las garras de un animal feroz o sobreviven
milagrosamente al caer por un despeñadero; no, Seurel, Meaulnes y los Galais,
se refieren a ella, la muerte, con inusual y triste naturalidad, aunque sus
vicisitudes no entrañan peligros mortales. Ni siquiera la previsible muerte de
Ivonne de Galais llega a convertirse en pretexto para sensiblerías comunes
cuando muere un ser humano joven y hermoso. Seurel es testigo de la agonía de Ivonne de Galais,
y de una de sus crisis refiere, con tono sombrío pero firme ante el
presentimiento del momento indeseado y doloroso: “La enferma pudo respirar un
poco, pero siguió medio ahogada, los ojos en blanco, la cabeza echada hacia
atrás, siempre luchando, pero incapaz, así fuera por un instante, de mirarme o
hablarme, de salir del abismo en que estaba cayendo”. La misma noticia de la
muerte de Ivonne de Galais se ajusta a la profunda sencillez que es el aire y
el corazón de El gran Meaulnes; llega
con las palabras de un niño que venia a
decirme que “la joven señora de Sablonnières había muerto ayer al anochecer”.
Le toca a Seurel bajar el cadáver desde su cuarto hasta el ataúd, en la planta
baja, y allí conoce, cara a cara, en la hermosa cara de Ivonne de Galais, ya no
en el presentimiento sino en un cuerpo ganado por ella, la muerte, la grande:
“Agarrado del cuerpo inerte y pesado, inclino la cabeza sobre la cabeza de
ella, respiro con fuerza y sus cabellos rubios aspirados me entran en la boca;
cabellos muertos que tienen un sabor a tierra. Ese sabor a tierra y a muerte,
ese peso sobre el corazón, es todo lo que queda para mí de la gran aventura, y
de ti, Ivonne de Galais, mujer a quien tanto buscamos, mujer tan amada...”.
Muere también el señor de Galais, se apaga pacíficamente; lo llora
serenamente Seurel, sentado a la cabecera
de ese viejo encantador, cuya manera de pensar indulgente y la fantasía aliada
a la de su hijo habían sido la causa de toda nuestra aventura. Con igual
firmeza, pese a su desesperanza y su errancia atormentada, se entera Agustín
Meaulnes , cuando por fin regresa a Sablonnières, de la muerte de Ivonne de
Galais:
“-¡Ah!- dijo con voz breve- Está
muerta, ¿no es cierto?”
Conocen el señorío de la muerte, vacilan por
momentos, aturdidos, y siguen su aventura vital. Ya son hombres, todavía con
aires infantiles, y comprenden que la felicidad y la muerte están a la vuelta
de la esquina o junto a ellos o andan con ellos todo el tiempo y ahora saben
más de la vida y aún saben muy poco.
4
Después de arreglar el encuentro de
Frantz de Galais y Valentina, la amada esquiva, después de unirlos tal vez para
siempre, Meaulnes regresa con ellos a Sablonnières, donde Seurel ya se ha
encariñado con la hija de Agustín e Ivonne. Sabe Seurel que tarde o temprano
Agustín envolverá a la niña en un abrigo y partirá con ella hacia nuevas
aventuras. De todas maneras, ya Meaulnes es un hombre que vive con el pensamiento horrible de que ha renunciado
al paraíso y da pasos de ciego a las
puertas del infierno. Quizás exagera Agustín Meaulnes, por la amargura del
momento, cuando ya no alberga esperanzas de encontrar a Valentina y juntarla
con Frantz, que entonces andaba de saltimbanqui de un pueblo a otro.
Seguramente se irá Meaulnes, como lo prevé su amigo del alma, pero ya la gran
aventura ha sido vivida, ninguna otra la superará. Si intentamos prolongar la
ficción de Alain Fournier, no hallaremos otro final superior al que él concibió
para El gran Meaulnes, y sabremos que
toda su intuición, todo su sentido poético, quedó en esas páginas porque le
tocaba morir pronto en un campo de batalla de la primera orgía tanática del
siglo XX. Al menos yo creo que el gran Meaulnes no volverá; estará conmigo, en
mi memoria entusiasmada por sus aventuras, hasta mi último día. Ojalá esa forma
de la belleza (por decir lo menos) que concibió el espíritu en los primeros
años del siglo pasado, perdure en otras memorias y en otros devotos de su
poesía donde inocencia, felicidad, muerte y belleza conviven en su propia
armonía y en sus propias conjunciones.
El gran Meaulnes no volverá, me
parece, a este mundo acelerado y cambiante por fuerzas de muy poca o ninguna
alma, donde poquísimas voces aisladas del decir cordial son desoídas. A un
mundo enloquecido por el poder político y económico no puede volver el gran
Meaulnes, tampoco su amada ni su amigo: sería demasiado para sus almas
provincianas y para sus sentidos exacerbados. Tal vez más adelante pueda
volver, con su intensidad juvenil, El
gran Meaulnes; por ahora, algunos dogmas endurecen los corazones y son
otros los motivos de las diversas literaturas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario