jueves, 8 de junio de 2017

Los forasteros (texto completo).

Los forasteros


Mario Amengual




Aunque nacidos en la misma casa, los dos forasteros tardaron años en encontrarse.
Quizás, mucho antes de su encuentro, en el recibo o en el estrecho patio de su casa se manifestó, sin que se dieran cuenta, la afinidad que los esperaba. ¿Quién sabe? Pero cuando el mayor de los forasteros se iniciaba en la borrachera y los burdeles, el otro jugaba en el jardín creyéndose un héroe impecable y solitario. ¿Quién sabe? Pero en una fotografía el menor aparece en los brazos del otro con un gesto torpe detenido.
No basta saber de sangres para elucidar su condición de forasteros.


Aquella casa, aún en pie, ya no es la misma.
Del círculo de seis que en ella se cerró, ahora quedan cuatro.
El círculo comenzó con hombre y mujer de infancias atribuladas. El hombre era parco. A veces parecía sabio, a veces parecía egoísta. La mujer era generosa, aunque vivía como si pendiera de un trapecio. Entre ambos mediaban las palabras y los gestos necesarios: entre ellos el silencio voceaba sugerencias.
El círculo comenzó en el tribunal de un pueblo, entre documentos e intrigas. Allí comenzaron las miradas mutuas, los paseos por calles angostas que sombreaban los aleros de las casas. Bastaron una pregunta al vuelo y una afirmación pronta para que el círculo comenzara.
Hubo muchas casas para ellos, muchos cuartos para ocultar el llanto y la indignación y el goce íntimo. Pero sólo en aquella casa, aún en pie y que ya no es la misma, se completó el círculo de seis.

Seis reticencias, seis desasosiegos, seis pasiones diferentes y una misma pregunta asediando en el desvelo. Seis ondas expandiéndose en un mismo pozo, cada una queriendo separarse de las otras, pero sometidas a una ley ineludible.
Y ellos lo sabían, aunque fuese por la voz turbadora de las pesadillas, y procuraron, cada uno por su cuenta, levantar su propio dominio.
Como un diamante en el centro de una creación recóndita, como una porción de tierra fértil en medio de un pantano, ella, la única mujer, era la fuerza que atraía y rechazaba.
El padre era un valle entre montañas distantes, un río que no quería padecer derivaciones; no quería ser sentido mientras estuviera presente para no doler cuando faltara. Él siempre se resintió por su temprana orfandad: en ese tiempo saboreaba el nombre de las cosas. Allí apareció el primer punto del círculo, pero él, el padre taciturno, lo supo muchos años después, en su agonía.


En el jardín se oían risas, las pelotas arrancaban hojas a los árboles, había peleas por reglas irrespetadas, se oían discusiones y gritos, se ostentaban disfraces.
¿Eran de fiesta las tardes en que hasta las carcajadas revelaban la melancolía?
Había dulces y tortas sobre la mesa del comedor y llegaban regalos de hombres agradecidos. También eran regalos los amigos del barrio y el cariño de los vecinos y los potreros cercanos donde abundaban los mangos y los imponentes cerros azules del norte y los cerros más pequeños donde se inventaban aventuras y las noches de conversa a la luz del poste público y las historias que se urdían en el vecindario y el descubrimiento de los cuerpos femeninos y era un regalo la brisa moviendo las ramas de los caobos y el olor del café en la mañana y el sueño con lugares desconocidos y era un regalo ser seis en el mundo.


La misma pregunta siempre. La misma pregunta insistiendo en el desvelo. La misma pregunta por años, apenas alejándose para volver como un río desbordado.
De nada les vale barajar respuestas, inventarlas para el alivio, ella los sofoca, no les permite refugios, corre por su sangre, va siempre con ellos como un ángel de la guarda.
La misma pregunta como un golpe repentino, a cualquier hora. Esperan encontrarle respuesta en conjunciones preteridas, cuando, en un desfiladero frente al mar, presientan la llegada de su hora.


Acodado en la ventana de su habitación, el mayor de los forasteros, aún sentido por muertes cercanas, recuerda:
Una noche me creí navegante solitario en un mar agitado, y poco sabía de vientos adversos y corrientes caprichosas. Apenas conocía el rigor de las contradicciones y no me envanecían los éxitos de mi precoz aprendizaje.
Una noche me creí navegante en un mar agitado y cuando una ola inmensa se venía sobre mí como una enorme mandíbula de agua oscura, desperté en los brazos de Ella, que ahora falta y me duele.
El círculo se acaba, sólo quedamos cuatro y de cuatro sólo dos erramos como despatriados.


El otro forastero, aún fascinado por el rostro sereno de su padre al morir, se deja llevar en la neblina cerrada del anochecer lluvioso, buscando palabras que le deshagan el nudo que siente en la garganta.
Cualquiera lo dice: hay que seguir. Pero seguir sabiendo que es vano e inevitable todo paso, todo avance. Es hacer sin creer, pues ya no existen los predios de mi segura andanza.
Si erramos no es como antes, porque ya no hay quien nos espere y sabemos que no nos queda el recurso de los actos heroicos. Sólo intentos desesperados, movimientos en falso, terquedad de la memoria.
Somos vigías ciegos de un navío en fuga.


Los forasteros están solos con sus espejos.
Demasiadas discordias en sus vidas, firmes réplicas a quienes perdieron la franqueza a cambio de una exigua gloria (¿acaso alguna gloria es más que exigua?), palabras, ejercicios verbales descubiertos en arrogante impostura, complacencias sumisas después de perdidas las esperanzas en el triunfo redentor. Los forasteros se apartaron.
¿Vale la pena desdecir y desmentir si se pierden oportunidades de oro?, le preguntaron a los forasteros.
Y todavía su respuesta sigue siendo la de los que no comulgan en ningún altar. Cuando mucho, contestan con una pregunta: ¿vale la pena entregarse al mejor postor?


Una puerta se abre al amanecer. El joven forastero sale de la oscuridad de su casa a la luz que comienza a reavivar los colores. Va a la capilla donde se celebra el día del patrono de la parroquia y se anuncia la misa con sucesivos cohetes. Se detiene junto al árbol que lo ha acompañado con sus monólogos y arrecheras, vulnerado por la floración del instante: esa calle, esos árboles, esas casas tan conocidas dejan de ser familiares.
Una vez más está en un instante sin nombres: el don de vivir... sin conjeturas ni explicaciones.
Repican las campanas, revientan los cohetes; las mujeres lucen vestidos hermosos y sencillos, las galas de su pobreza, con el rosario en la mano convergen en la capilla. Los jóvenes sentados en la acera beben ron y cuentan chistes.
El día es una fiesta y el joven forastero lo siente. Mira en lo hondo de la gente y de las cosas. Se queda sin palabras; quiere regalar su secreto, gritarlo a toda voz, no quiere guardar para sí ese incontenible licor de hora espléndida; pero también sabe que sus palabras pueden morir en sus labios y no llevar a los otros la savia de lo sentido.
Desde entonces, el joven forastero se adentró en su desarmonía.


Resultan hermosas las ciudades cuando no se las conoce bien. La gente va y viene bajo luces de colores; cada esquina es un nuevo horizonte; las mujeres exhiben una gracia de ideales y conquistas épicas; toda conversación parece insólita, digna de ser transcrita para una posteridad anhelante; los niños dominan el lenguaje de las máquinas y hablan como hombres de películas; los parques parecen propiedad de los amantes, de los amantes que se besan como si el Paraíso quedara a la vuelta de la esquina.
Son hermosas las ciudades para quienes sólo se regocijan mirando y no conocen a nadie. Son hermosas las ciudades, aunque muchos, entre rejas y paredes, viven y mueren en ellas sin darse cuenta.
Son hermosas las grandes ciudades, las grandes ciudades de circos, estadios, teatros, cines, discotecas, tascas, librerías, ferias, festivales; son hermosas las grandes ciudades, porque en ellas es más sencillo ser nadie, ser uno más, ser uno y muchos como los forasteros que jamás hallan la calma, los del círculo de seis, los de una cayena reseca en la mano, lejos del elogio y la humillación en una barra donde se exaltan y se celebran los afectos.


El mayor de los forasteros, el de mirada melancólica, habla con su sombra, asido al borde de un voladero.
Otra vez la noche en que las presencias invisibles franquean el umbral de mi frágil cordura, me palmean los hombros y hablan con las voces de algunos muertos a quienes no puedo olvidar.
En el sueño de a ratos veo peleas sangrientas, la insurrección de los hambrientos; hay fuego en las calles y humo y disparos y cadáveres. Una mujer de recio talante me guía entre ruinas y escombros, pero no sé adónde quiere llevarme, ni comprendo sus palabras las pocas veces que me habla.


El otro, el más joven, se detiene en medio de una calle que frecuenta, alentado por el don que lo posee repentinamente. Siente ganas de cantar, pero no sabe qué, no encuentra palabras y apenas murmura:
Otra vez, otra vez aquí... soy un poco todo y no soy nada... otra vez caen las apariencias seductoras... otra vez el silencio que suspende la fuga continua... ¡bendito seas, momento espléndido!


Los forasteros descienden por las escaleras angostas y empinadas de un bar de mala muerte. Se sientan en una mesa del fondo, donde apenas los alcanza la luz de un bombillo grasiento.
Hombres de sombría calaña hablan en voz alta: despotrican del gobierno, presumen de levantadores, pronostican los ganadores en las carreras de caballos, comentan con resentimiento sus desventuras laborales.
Los forasteros oyen y observan hasta que el mayor, una vez asentada la primera cerveza en su cuerpo, pregunta:
-¿Recuerdas aquellos días de lluvia y larga agonía?
-Nunca los olvido -responde el otro, mirando hacia un rincón donde husmea una cucaracha.
-No paraba de llover y por toda la casa había goteras. Las paredes se desmoronaban lentamente. Sólo esperábamos. Las calles parecían ríos de tanta agua que corría por ellas; el jardín era un solo charco.
-El olor de la muerte impregnaba toda la casa. Algunos vecinos insistían en poner rosas amarillas en la mesa del recibo. No sé quién puso un crucifijo junto a la cama de ella.
-Ella le hablaba a sus fantasmas; para entonces andaba en una realidad distinta a la nuestra y veía terribles sucesos: ¿acaso nos estaba contando la historia por venir de este país?
-Su cuerpo se secó rápidamente. Sus manos tan activas sólo gesticulaban su desesperación.
«La casa se nos venía encima y nosotros esperábamos; también nosotros agonizábamos, para comenzar, vacilantes, un ciclo más soledoso.
-Ese año fue nueve, la suma definitiva de sus cifras era nueve. Ese año, es cierto, comenzamos otro ciclo de nuestras vidas. Fíjate, también suman nueve las cifras de su último día.
-También fue nueve el año de él, porque fue el mismo año.
-Tú viste una lechuza al amanecer, volando en círculos cerca de la ventana de su cuarto.
-Sí, y había trazos de rojo pálido en el cielo, hacia el horizonte, el mismo rojo de su sangre acuosa. Él también hablaba con seres de otros espacios. Su tiempo era muchos tiempos, un tiempo de fronteras abiertas.
-Yo lo vi solo en un malecón despidiéndose del mar, del mar que tanto reverenciaba. Me detuve a su lado y sin mirarme me dijo: «Pronto lloverá sobre el mar y yo no dejaré huellas en la arena por más firmes que sean mis pasos». Cuando desperté, ya su hora había llegado.
-Aquella serenidad en sus ojos, aquella despedida silenciosa con un rictus de gratitud... después de todo murió en su ley.
-En cambio, ella no. Sí, ella quería contrariar su destino, a pesar de que para sus adentros, mucho antes había declarado su renuncia. Sus últimos días fueron el encuentro de dos vientos opuestos, de dos impetuosas corrientes oceánicas.
-Y las lluvias duraron hasta que no pudo resistir las contradicciones de su voluntad.
Callaron los forasteros, ebrios y acusando los azotes de la memoria.
En la calle, como extraviados en un parque de diversiones, eran dos siluetas anónimas que vislumbraban el curso de sus estrellas.


Donde había gamelote, piras, mangos, corocillo, ahora hay una ancha avenida para la prisa de las ambulancias y los motorizados, para las raudas glorias del automóvil.
Ya los forasteros, a veces muy inclinados a la nostalgia, no encuentran los lugares que mal recrea la memoria.
-Es verdad que nada dura para siempre, pero ahora todo es efímero.
-Todos somos extraños. En donde estemos somos desconocidos. A donde vayamos somos número y volumen.
-Siempre somos extraños; quiero decir, absolutamente todos.
«Aunque vivimos de nombres, cifras, referencias, imágenes, recuerdos, conceptos, fechas, horas, datos, reliquias... siempre somos extraños.
-Aunque seamos dueños, amos, propietarios, señores, tengamos algo o no tengamos nada, somos extraños. Alucinamos, otorgamos demasiado prestigio a nuestra ilusión, abrazamos la neblina y la creemos nuestra, nos envanecemos por ostentar un disfraz y ponderamos sus alardes, y somos tan poco y sólo sabemos de nuestros adornos.
-¿Quién sabe de sí mismo, de la calle que pisa, de la estrella cuyo nombre registra la astronomía, de su propio origen, de las razones que lo acompañan, del fuego que lo seduce, de la oscuridad que lo acecha?, ¿quién sabe algo?, ¿quién posee algo?
-Somos forasteros. El mar, que siempre está ahí, cuando se levanta y cuando se aplaca, es y no es el mar. No sabemos nada de él, salvo que lo llamamos mar.


El mercado libre es un buen sitio para un hombre triste. Allí late la vida, allí se resuelven conflictos elementales, allí se opaca cualquier arrogancia, allí toda complejidad es inútil.
El menor de los forasteros camina pausadamente por el mercado. Le gustan los puestos de especias y los puestos de los verduleros, donde los olores se conjugan en generosa frescura. Los puestos de frutas despiertan los goces del paladar y de la vista. Luce bondadosa la rudeza de los carniceros con sus batas salpicadas de sangre animal. En las ventas de empanadas, arepas y jugos, los comensales hablan como personajes de leyendas retocadas jocosamente por muchas generaciones.
La tristeza no encuentra acomodo en el mercado libre. Uno se da cuenta -piensa el menor de los forasteros— de lo poco que es y de lo mucho que es la llaneza.
El mercado es puro presente y necesidad primitiva, astucia y simpatía. De nada sirve llevar penas al mercado libre, porque en él uno verifica cabalmente su condición.
Uno cree únicos y extraordinarios sus dudas y pesares, más aún si se tiene la pretensión de ser poeta o filósofo incomprendido, favorito de los dioses. Pero aquí, en el mercado libre, cualquier amistad, comercio o amor es capítulo de novela, puede ser celebrado con el silencio o con versos perecederos.
El mercado libre es un paraíso de pecadores, donde aun la peor de las bajezas es un antídoto contra el engreimiento y contra los seductores ardides del éxito.
Por estar aquí, en esta fiesta del vivir, he renunciado a premios y privilegios.


Hay un farallón frente a la playa ocre adonde suele ir el mayor de los forasteros. Ése es su sitio. Ahí encuentra la calma.
Los recuerdos insisten como las olas contra las rocas de la orilla. Horas, días y meses que no quieren buscar su lugar en el olvido, me obseden con lujo de detalles.
Sin embargo, la ineludible subsistencia, con sus obligaciones, logra ayudar al olvido. Pero sólo en este sitio de fuerza telúrica mi corazón se aplaca. Desde aquí veo mis recuerdos como si fueran navíos a pique; aquí siento que mis recuerdos se desprenden de mí como llamas de fuego atizado.
Aquí soy un guerrero que marcha junto a la muerte; nada me ofende ni nada me enaltece, cualquier pasión parece poca cosa, aquí el oleaje incesante invoca la realidad preterida.
También uno es el mar.


Los retratos de los antepasados comienzan a borrarse. Sus rasgos van desapareciendo en un fondo de papel amarillento, pero perduran en sus descendientes.
Ya no retumban sus pasos en el zaguán, no se oyen sus voces en el traspatio, no suspiran en sus cuartos de techos altos, ni siquiera están sus ropas en los escaparates. ¿Quién, ahora, es el relator de sus alegrías y sus desconsuelos?
-¿De ellos, de los antepasados perdidos en historias rurales, nos viene este estremecimiento ante el misterio que nos rodea y nosotros también somos?
-He soñado con otros tiempos en esta singular ilusión del tiempo. He vivido en otros cuerpos en el límite del sueño y la vigilia. Por momentos que las palabras no trasuntan he vivido la gloria de un mundo sin nombres.
El menor de los forasteros lleva la cabeza a sus manos, el otro sigue el curso del humo de su cigarrillo.
La noche está cargada de tensiones por una virtual revuelta política. El temor por más batallas insensatas se siente en el aire, en las miradas esquivas de los pocos noctámbulos que caminan apresurados.
-A todos los hombres les tocan malos tiempos en que vivir.
-Intervendré en política. Me habré salvado.
-Falsa salvación.
-¿Para qué salvarnos?
-¿De qué nos salvamos?
-Salvadores buscando salvación.
Se oyen disparos, ráfagas de ametralladoras. Nadie grita, no se oye más nada en la noche que precede a la violencia de fuerzas desatadas.
-¿Será suficiente con los retoques a las apariencias?
-Rendimos pleitesía al verbo eficaz, letárgico, convincente.
-Constantemente llevamos las manos al pozo seco de nuestras certidumbres.


El tiempo de las falsas fronteras ha terminado.
-Nosotros mismos somos las fronteras, pero sólo ahora sabemos que ellas nos ceñían. No se puede vivir deshaciendo límites.
-No huyamos; sólo se huye de uno mismo. Se trata de recuperar un dominio perdido, de encontrar un rastro cubierto por la maleza. Han pasado muchos años de encuentros y desavenencias; han pasado años de golpes fuertes en las sienes y cigarrillos fumados hasta el filtro.
-Estamos donde empezamos y aún cargamos con la misma pregunta.
-Volvemos al punto de donde nunca nos hemos movido.
-En los predios del alma no hay distancias; en los predios del alma ir hacia adelante no es avanzar, la experiencia no es progreso y el conocer no es sólo adición.
-Volvemos sin habernos ido. Nuestra condición de forasteros se revela sin rodeos. No más el laberinto de las falsas dichas ni los amores comprables ni los placeres canjeables ni el deleznable éxito en cenáculos de estéticas excluyentes.
-Es otro nuestro rumbo. Aquí, en esta gran ciudad, ni perdimos ni ganamos. Fuimos testigos y parte. Tocamos fondo, nos metimos de lleno, creímos, adoramos dioses de altares ajenos, vaciamos todas las copas, oímos a otros corazones, rendimos culto a los cuerpos de mujeres que después renegaron de nosotros. Dejamos un rastro de existencia gozada hasta la saciedad.
-Nos vamos.


La calle está sola y apenas la iluminan las luces de las casas que la flanquean. Caen frías y gruesas gotas de lluvia, lentamente, como si se resistieran a tocar el asfalto.
El mayor de los forasteros siente que antes ha vivido ese momento; por eso adivina lo que pronto le sucederá. Está íngrimo y solo; sabe que entrará a su casa y no encontrará a nadie y sabe que debe buscar un sitio en ella donde una vez vio un océano. Siente que alguien, a quien no podrá ver, lo acompaña.
La puerta principal está abierta. Ahí está el jardín convertido en matorral. Adentro, los mismos muebles y los mismos adornos de hace veinte años atrás. Se deja caer en la que fue su silla favorita. Siente una mano cariñosa en el hombro. Aprieta los ojos, cruza las manos, deja que el cuerpo se afloje.
¿Cuándo y dónde perdí esta hora de cordial vivencia? ¿Cómo pude haberla arrojado entre tantos desechos superpuestos en mi ceguedad?
El espejo del tiempo se ha roto, se ha vuelto materia quebradiza en la conciencia; un río turbio se aclara, un navío perdido sale de la bruma.
Ya el puñal ha hendido el río, voy al encuentro de mis sombras, los números de mi nacimiento se traducen en augurios. Que esta hora sea principio de una ventura que acaba en el morir.


El menor de los forasteros, con un morral al hombro, sale de un edificio residencial donde vive mucha gente que jamás se relaciona entre sí. Baja por una calle escarpada a la que se asoman grandes helechos de un cerro inmediato. Más nunca volverá a ese edificio como antes, cuando parecía haber una esperanza de vida en común perdurable con la mujer que amaba. De todo aquel sentimiento que lo hizo emprender la búsqueda de la venerada seguridad económica, le queda una imponente sensación de inútil sacrificio.
«Otra vez a comenzar», se dice a sí mismo, pero como si hablara con un extraño.
¿Cuántas veces, joven forastero, te has visto en el comienzo de quién sabe qué? En ocasiones se te ha visto comportarte como un vehemente guerrero y has hablado con la firmeza de un hombre nacido para grandes tareas, y gesticulas con la fuerza de quien lucha a brazo partido con el mundo por un ideal escupido; pero ahora, sin exponer tus flaquezas, se adivina en tu rostro un pesar que durará meses. Joven forastero, otra vez encuentras tus manos vacías y verificas tu indigencia, aunque de ella, en anteriores oportunidades, ha salido esa riqueza que has tratado de poner en palabras.
Una vez más te quedas con tus queridas palabras, que, por cierto, no son muchas. Vuelves a ser real, no incrédulo o escéptico como otros creen. Solamente real: sin falsas expectativas ni aferrado a algunas de las ilusiones comunes.
Me toca atender a mi corazón, a su voz apagada en  la cotidianidad.
Otro ciclo comienza. Otros nueve años terminan. («¡Extraña relación entre las fechas y la existencia!») Recobra las imágenes que te iniciaron en el lenguaje preterido; hurga en los recuerdos de aquellas horas en que solías dejarte invadir por el aliento de las cosas, busca sin afán los cercos que limitan tus sentidos.
El joven forastero, mientras espera un autobús que lo lleve a su ciudad natal, recupera la convicción de su desarmonía.


Confirmados los desencuentros, las disoluciones, las renuncias, los propósitos de inaugurar otros caminos, la duda y el temor acosan a los forasteros como al hombre que espera la hora de iniciar una conspiración. Por las noches rememoran los años de las rumbas y las pasiones exaltadas. Fuman y conversan hasta la madrugada, cada uno con el mismo temblor en las entrañas.
-Cuando pienso en todos estos años, en todas mis andanzas en los años en que «el cobre se tornaba clarín», me parece que he insistido en repetir una vana maniobra, pero he vivido.
-Mientras otros se afanaban por conquistar posiciones, seguridad, techo y coraza, nosotros vivíamos entre el paroxismo y la recaída. De momento, estamos en un punto que nos obliga a encontrar armas útiles para el día a día.
-No perdimos el sentido de lo que llaman realidad, aunque hayamos divagado largamente y nos hayamos sometido a vaivenes casi letales.
-A veces quiero un signo, una señal que me indique un andar menos accidentado, aunque sé que es caer en trampas el pedir certezas, por más que hagan falta cuando uno queda rezagado en esta carrera en la que no quiero participar. Sólo pido, o quiero conseguir, un asidero... ¿estaré buscando mi ejecución?
-De antemano sabemos que toda certeza puede significar la muerte en vida. Entonces, ¿para qué buscarla? No podemos aspirar a vivir sin artimañas, sin artilugios, según reza el sentido común.
-No buscaremos, no exigiremos, y lo que venga será premio.
El diálogo de los forasteros termina en el sueño, donde es otro el lenguaje que dice o insinúa.
Tal vez en el sueño se presente la epifanía.


El mayor de los forasteros encuentra la casa en el suelo. Pocas paredes quedan en pie. Camina entre los escombros, aparta muebles y papeles rotos. Junto a un sofá partido en dos, halla un cuaderno suyo, escrito de la primera a la última hoja. Lee algunas líneas y reconoce su voz de adolescente, su voz ahogada de aquellos días.
...¿de dónde han salido estas deliberaciones sobre mi porvenir? Algunas veces preveo mi rumbo y me asusto, respiro con dificultad, corro en círculos y una voz que viene desde muy adentro de mí grita mi nombre... los cerros azules aparecen en sueños raros; los escalo con una facilidad asombrosa. Allí encuentro una casa deshabitada y mi carta astral está sobre una mesa... el león de arena ruge ante el mar, va de un lado a otro, inquieto y fúrico... dos espadas al chocar se parten, las hojas rotas brillan sobre la hierba húmeda y gotas de sangre las circundan...
...los ruidos que vienen de la calle, esta noche, me aterran: no puedo dormir y pienso en la muerte... en el cuarto contiguo, un hombre borracho duerme sobre sus ruinas: ¿acaso se fue por un despeñadero porque le parecieron absurdas sus ínfulas?... hace días que no quiero salir a la calle, prefiero mirar hacia el altísimo techo de este cuarto donde mi tatarabuelo exhibe su arrogancia en un retrato... es la muerte, es la calma. Todo lo contrario a este inllevable vivir, a esta gracia perdida... mi voz no se proyecta y las presencias invisibles me siguen... el tiempo se dilata, se hace insoportable... fumo, bebo el ron que un tío esconde en su escaparate. No quiero más nada: la realidad me agobia...


El mayor de los forasteros camina por un matorral seco. Se aleja de la casa derruida y sabe que sólo en la vigilia podrá encontrarla tal como es, cuando se conjuguen todos sus pensamientos, la visión de sus diferentes edades y las intuiciones que le depara el insomnio. Sabe que sólo en su corazón recobrará la imagen auténtica de la casa.
En la lejanía, despierta.


El mayor de los forasteros ha vuelto a su sitio.
Frente al mar sabrás, forastero, de tu verdadera suerte. Allí sabrás la razón de tus ascensos y de tus caídas. Leerás en la espuma de las olas el cabal sentido de tu época, el lugar que en ella te ha tocado y las palabras vendrán solas a tu boca para expresar tu testimonio, tu disconformidad, el sentido íntimo de tu aventura vital.
Hablarás, forastero, como el que no tiene nada que ocultar ni nada que perder. Ejercerás el despreciado privilegio de convertir tu sinsentido en palabras que a otros llegarán provistas de sugerencias.


Las acacias han florecido, ya han madurado los mangos, los gajos de mamones comienzan a crecer, el monte brota por todos lados, los caobos se ven más robustos y frondosos. El mayor de los forasteros siente una correspondencia entre la estación y el estado de su alma. Nuevamente quiere escribir, devora libros hasta la madrugada, se adentra en los secretos de la cábala, lee y relee páginas que refieren los viejos misterios del mundo. Su habitación podría ser un templo, pero un templo muy íntimo, donde sólo él sabe los ritos y las ceremonias.
Ha comprendido la gran ofensa que significa negociar con las artes ocultas y la doctrina esotérica. No quiere engatusar a nadie: quiere saber. Si le pidieran la lectura del Tarot, se negaría sin dudarlo, porque busca para sí, no busca para ganar ni para alentar vanidades.
En su habitación están las cartas, los talismanes, las piedras recogidas en lugares de poder, las páginas subrayadas, los poemas copiados, la imagen de una virgen, los libros de maestros olvidados, las hojas donde escribe y reescribe sus poemas.
¿Qué espera? ¿Adónde va? ¿Qué quiere?
Ni él mismo lo sabe, sólo busca, abre puertas, tropieza con malos ratos, da tumbos en sus borracheras, en sueños le hablan sus padres, oye voces desconocidas, camina, fuma, escribe algunas líneas, no se siente muy a gusto en lo que convenimos en llamar realidad.
Sobrevive.


El joven forastero se halla en una oportuna encrucijada. La fiebre lo quema, su boca reseca es como una esponja al sol, siente un agudo dolor en el costado derecho, enflaquece, su piel se torna amarillenta... anda en la niebla, en la espesa niebla de los que van perdiendo la vida.
-Es la niebla; no veo a nadie, no sé adónde voy: es la niebla. Conozco esta niebla, la he soñado, la vi cuando mi padre agonizaba, la vi cuando mi madre también agonizaba. Es la niebla que viene cuando faltan las fuerzas, hermano, es la misma niebla que me inquietaba en las noches de mi niñez y cuando pensaba en algo semejante a la eternidad. Hermano, no quiero que me dejes solo en esta niebla, aunque sé que no puedes hacer nada.
Y el mayor de los forasteros mira a su hermano debatirse con su enfermedad y sabe que debe padecerla hasta el agotamiento, hasta el límite donde es posible que lo aniquile.
-Hermano, es tu niebla, es la niebla de un ciclo que termina. Expulsa de tu cuerpo todo cuanto impida el paso decisivo que ahora debes dar. En algún lugar verás un resplandor. Sí, de pronto, entre la niebla puede aparecer un resplandor. Es el resplandor que necesitas para salir de la niebla. No lo busques, anda a tientas y no te dejes fascinar por la niebla.


Del aire cargado de una habitación polvorienta y oscura sale el joven forastero, después de haberse encontrado repetidas veces con su sombra.
Afuera respira el olor de la hierba recién mojada por la lluvia, y recuerda una tarde en que corría bajo un aguacero que hizo crecer ríos y quebradas, y cuando llegó a su casa, pese a los regaños de su madre, se sintió como si acabara de llegar al mundo; muchos días le duró esa extraña frescura de los sentidos e intentó escribir algunas líneas que no le agradaron, pero un día, en un papel manchado con gotas de tinta y sudor, dejó estas palabras:
Toda esta fuerza viene sola. Viene y la recibo con los brazos abiertos.
Si intento darle un nombre mi boca se queda vacía.
Sé que viene y yo también soy ella. Cuando mucho puedo celebrarla, dejar que me invada, que sea mi propio cuerpo y mi alma y mi corazón.
Es un secreto que me rebosa y por más que quiera decirlo, no sé cómo decirlo.
Estas palabras son nada.


El mayor de los forasteros se inclina ante el vaso de licor.
Déjame dormir en la ausencia que tú me regalas. Dame el olvido pasajero, no me dejes solo con esta lucidez que me aterra, con la repentina presciencia que me doblega; dame ese olvido tuyo que me arroja al más profundo sueño; quiero tu desesperada alegría, la risa fácil y el chiste ligero que pones en mis labios.
Dame tu olvido, dame tu frágil tranquilidad, dame la cesantía de mi río interno; dame, querido licor, la ebriedad que me permite vivir.


La casa está cerca del río. En la casa no hay nadie. En el patio dormitan unos perros flacos. En un pozo del río se refleja un rostro orgulloso y asombrado.
Este sueño del joven forastero se le repite casi todas las noches. Cuando despierta, él es una gran pregunta que lo lleva y lo trae por las calles. Sólo sabe que se siente forastero en una realidad que le incomoda y apenas sobrelleva.


Ha caído la última gota de lluvia, se aclara el cielo, el amanecer brilla en las ventanas de la casa de los forasteros.
Han vuelto, han vuelto a la vieja casa donde se cerró el círculo de seis, donde se oían risas y se discutía por reglas alteradas del béisbol.
Ya no están las cayenas, quedan algunas orquídeas y de las rosas queda el recuerdo de sus diversos colores. Un gato arisco se despereza en el patio: es el único habitante del silencio y del abandono de la casa de los forasteros.
En su casa, los forasteros comprueban que también en ella son forasteros.
El exilio es del alma.


Ya ardieron las piedras de la certidumbre y los cimientos de las convenciones; quedan el humor y la simulación.
Llegó la hora de jugar con las apariencias.
¡Cuánto les importan a los hombres las apariencias, aunque el mundo se les esté cayendo!
-No nos quedaremos en una torre ni haremos de nuestras habitaciones el mundo.
-Ni tiraremos piedras a los dientes de los demás.
-La gema perdida está en nosotros, pero de nada vale afanarse para hallarla.
-Seremos el templo, la oración y el rito.
-Estamos en nuestra casa, estamos en el corazón del mundo; no estamos ni mejor ni peor que nadie. Somos forasteros... aquí.
-Que suene la música, que vengan los tragos, que adorables mujeres toquen a nuestra puerta, que vengan los amigos, que venga (en su momento) la propicia soledad, que vengan las formas y sus complejidades; amemos el mundo como si comiéramos un fruto, como si  pendiéramos de una rama a punto de partirse.
-No somos ayer ni mañana; estamos aquí y no tenemos patria ni nos incumben las fronteras, pero serviremos puntualmente a las reglas menos insensatas de la convivencia.
-Debemos parecer algo; no hay desnudez posible. Ser forasteros no es una condena, no es porfía del parecer. Ser forasteros es un acto de fe.


Se ha hecho un sendero en la arena, la luz destella en las hojas de los árboles, el agua ha tallado las piedras, los espejos reflejan el sentido oculto de las palabras, los colores determinan las formas, el oro se pudre en las bóvedas, los billetes amarran a la gente, los mendigos patean las bolas de cristal, los científicos prefieren jugar a los dados, las dimensiones han estallado en las manos de los artesanos, las bibliotecas vocean nuestra ignorancia.
Sólo perdura la vieja sabiduría.
Sin galas.
Sin artificios.
Despojada.
Bien dispuesta para quienes descubren que son forasteros y no tienen nada.




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