viernes, 8 de septiembre de 2017

El ardor de la sospecha (primera entrega)





En la mayoría de los casos, uno no sabe nada.
Juan Sánchez Peláez.

¿Realmente existo?
Y, en verdad, ¿llegará la muerte?
Ossip Mandelstam


En la perplejidad del destierro encontraré un camino.
Rafael Cadenas




Mario Amengual



En San José de Tucupío son raras esas mañanas en que algunas nubes densas y blanquísimas y otras grisáceas matizan la intensidad del sol; son raras esas mañanas frescas y brisadas que invitan a caminar. Y eso sintió, una de esas mañanas, Luis Eugenio Manzo al apenas salir de la pensión donde se hospedaba, hacía un poco más de tres meses, cuando salió para siempre de Ciudad Zamora. Después de desayunar en la misma panadería de todos los días, se echó a andar con calma por la avenida Independencia hacia el norte; ganado por una alegría y una serenidad gratuitas, sin razones aparentes, le pareció que comenzaba a encariñarse con esa ciudad que antes sólo conocía de nombre y ni siquiera se había animado a visitarla. Siete cuadras más adelante se encontró ante la bifurcación de la avenida en uno de los vértices del triángulo equilátero que es la Plaza de los Caídos: cruzó la calle hasta ese vértice y ahí se detuvo a mirar con detalle: bastante sombreada por mamomes, mangos, ficus, caujaros, una ceiba altísima y entre ellos ya eran altas algunas palmas cola de pescado; en el centro de la plaza, sobresaliente, el Monumento a los Caídos, en memoria a los estudiantes revolucionarios muertos en protestas contra ominosos gobiernos del pasado: una recia estructura con base y una ancha columna de concreto, ésta como fondo, y tres figuras de hierro que muy bien había equilibrado el escultor de origen español Antonio Ríos: una enfurecida figura humana de edad indefinida arrojando una piedra y otra, de rodillas, tomando entre sus brazos a un compañero mortalmente herido; pero, a pesar del fervor revolucionario que inspiró a su autor, de la gravedad del asunto reseñado y de la mucha admiración y ponderación de esa obra por las autoridades locales y los críticos de arte de todo el país, el humor callejero, sin reparar en la dignidad  heroica conferida por el nombre de ese monumento a la plaza, consagró a ésta como la “plaza de las palomas caídas” o sólo de “las caídas”, por la cantidad de viejos que desde su inauguración ocupan sus bancos durante el día. Cuando Luis Eugenio supo de esa irreverente nominación, le agradeció una vez más al destino por haber nacido en un país en el cual su gente ha solido encontrar ante la adversidad y la veneración el resguardo de sus ocurrencias; pero ahora le complació conseguir puesto en un banco que sólo ocupaba un hombre de unos setenta años, trigueño, escaso cabello y bigote entrecanos y una mirada de inquietante melancolía. Lo saludó Luis Eugenio con un buen día susurrado y se dio a pensar en un tema para buscarle conversación a aquel hombre que, de buenas a primeras, parecía intratable. Se le ocurrió preguntarle si sabía de alguien que alquilara habitaciones o de alguna pensión cercana, pues en el poco rato de estar allí le agradaba la zona; se veía muy animada, al parecer casi todos los viandantes se conocían entre sí y alrededor de la plaza una buena cantidad y variedad de establecimientos comerciales que hacen más llevadera la vida citadina: dos panaderías, dos abastos, tres restaurantes de menú barato, una licorería, tres bares, dos ventas de empanadas y arepas, tres agencias de loterías y una lavandería.
-Disculpe señor, ¿usted vive por aquí?- se atrevió, por fin, en tono suave y de exagerada cortesía.
El hombre volteó a mirarlo, y después de unos segundos de recelosa observación, respondió con una pregunta, hosca y tajante:
-¿Y cómo para qué quiere saberlo?
Desde los días en que fue interrogado una y otra vez por policías de Ciudad Zamora y de, por lo menos, ocho agentes de la Policía de Seguridad Nacional, Luis Eugenio  no había recibido un trato tan poco amigable, pero no se dejó llevar por malos recuerdos y prefirió mantener el tono cortés y no perder la compostura.
-Es por si usted podría decirme si sabe de alguien que esté alquilando una habitación… llevo poco tiempo aquí, no conozco a nadie y quiero mudarme de la pensión donde estoy ahora… no me gusta el ambiente de ese lugar… por aquí se ve más tranquilo- Luis Eugenio se sintió titubeante, inseguro, aunque, en verdad, ya no estaba mintiendo.
Y aunque todavía se le notaba la desconfianza, al hombre le cambió la expresión del rostro a un aire más cordial, y después de encender un cigarrillo y ponerse de pie, sin mirar de frente a Luis Eugenio, dijo:
-Que yo sepa, quien alquila habitaciones por aquí es la señora Mercedes Concepción. Tres cuadras más arriba- señaló hacia la vertiente izquierda de la avenida, hacia el noroeste- cruza a la izquierda y a la cuadra y media, junto a un taller de motocicletas, está su casa. Es lo más que le puedo decir.
-Gracias- apenas alcanzó a murmurar Luis Eugenio, porque el hombre se fue y lo vio alejarse hasta que entró a una de las panaderías.
Y sin que mediara evocación alguna, se sintió como el día en que sus colegas periodistas del estado Zamora le hicieron un vacío de indiferencia unos y desprecio otros en la última fiesta de El Zamorano a la que asistió, pocas horas antes de que un mensajero apenado y nervioso le entregara la carta de despido: una carta impersonal y casi ofensiva firmada por el director de recursos humanos. Y ya no era un sueño estar paralizado de miedo ante un embalse inmenso, cenagoso y en buena parte cubierto por una bora de hojas exageradas y cortantes; ese embalse que tal vez le venía de pesadillas de la infancia y que se le hizo nítido y más temible desde el mismo momento en que su nombre quedó unido al fin de Isnardo Salas. Pero Luis Eugenio, sacudiendo la cabeza como un boxeador ganoso de gloria, se apartó de ese embalse recurrente y de algunos recuerdos detallados con morbo y por demasiado tiempo en su irremediable insomnio, y volvió a la Plaza de los Caídos de San José de Tucupío y se tomó en serio lo de buscar una nueva habitación “donde arrinconar su carne y sus huesos” (nunca recordaba de cuál libro o canción había tomado esa expresión tan fúnebre), y se enfiló a buscar la casa de Mercedes Concepción.






Aquel vecindario, poco comercial y poco transitado, al menos a esa hora, le resultó menos vivaz y por eso más tranquilo y ajustado a lo que ahora pretendía: uno de esos barrios que van formándose por una larga lucha contra la pobreza y con el esfuerzo y habilidades de sus propios habitantes. Se detuvo frente a la casa indicada por el hombre de la plaza, al lado del taller de motocicletas y también de bicicletas, como pudo constatarlo en ese momento. Un muchacho del taller, aunque afanado buscándole el espiche a una tripa de bicicleta, sumergiéndola parte por parte en un tobo con agua, se le quedó mirando de reojo cuando Luis Eugenio, a la sombra de un tupido limonero, se recostó de una de las columnas de la verja de la casa. Sin importarle la mal disimulada e indiscreta desconfianza del muchacho, antes de llamar a la puerta se puso a detallarla: le calculó unos quince metros al frente, separado de la acera por rejas, entre cuatro delgadas columnas de concreto, de tubos cuadrados, rematados en puntas de lanza y asentados sobre un pretil de un metro de altura; una puerta angosta para las personas y otra ancha y corrediza para dar paso a un carro en el único puesto de estacionamiento; una segunda planta, con techo de acerolite y acceso por una escalera externa de metal, construida seguramente mucho después de la de abajo, con cuatro ventanas en arco de medio punto y las hojas de éstas con vidrios esmerilados azul oscuro y anaranjado, le daban, según Luis Eugenio, un aire de tiradero de carretera; y ya se disponía a detallar el breve jardín, entre la planta baja y la verja, cuando del taller salió un hombre de unos cuarenta años, trigueño claro, un poco más de 1,60 de estatura, de brazos fibrosos y rasgos aindiados, cuya indumentaria de trabajo (botas escarapeladas y quién sabe qué color  tuvieron algún día, yines mugrientos y ahuecados en las rodillas y los bolsillos) estaba coronada con un sincretismo de dos iconos deportivos del mundo globalizado: una gorra de los Yanquis y una franela del Barcelona, ambas curtidas de grasa mecánica y seguramente de la de empanadas y arepas rellenas de diversos guisos.
-¿Qué se le ofrece al señor?- le preguntó a Luis Eugenio en un tono que tenía más de amenaza que de trato servicial.
Sin asociación aparente recordó la expresión y la actitud del subdirector de El Zamorano cuando le notificó que de la sección de política “se decidió” transferirlo a la de deportes, “para inyectarle experiencia y oficio a esta sección”.  ¿A cuenta de qué le venía a la memoria la cara de hipócrita inexperto del subdirector con la del tipo que ahora se le plantaba enfrente con cara de intimidarlo? Algo muy dentro de él lo sabría.
-¿Me decía?- preguntó el hombre ante la alelada tardanza de Luis Eugenio en responder.
-¡Ah!, disculpe… es el calor que me tiene lento. Me dijeron que aquí alquilan habitaciones- señaló la casa.
-Así es- dijo el otro, ya con voz más relajada y esbozando una incipiente sonrisa comercial y luego le extendió la mano a Luis Eugenio, quien se la estrechó aún pensando en el subdirector de El Zamorano, y se presentó: Omar Concepción, sobrino de la señora Mercedes Concepción, dueña de la casa.
-Luis Eugenio Manzo- murmuró, volviendo al momento y al lugar donde estaba.
-Señor Manzo, justamente no hace ni una semana que desocuparon una habitación. Sí, un colombiano que volvió a su tierra por una herencia, según le dijo a mi tía, pero yo creo que –sonrió con malicia- o salió huyendo de la justicia o de una mujer.
Toca decir que, a veces, aquello que consideramos suerte, buena suerte, por la satisfacción inmediata de una necesidad o capricho o deseo, a la larga es sólo parte de la trama del destino, sin importar el equilibrio entre las adversidades y las venturas, y sólo dependerá del individuo la comprensión de esas vicisitudes y ganar o perder es cosa del momento: el destino puede urdirse sin pretender resultado alguno, si entendemos que el desenlace favorable o desfavorable no son las únicas opciones, y más allá de ellas está, sea en una simple vida humana o en el universo, el equilibrio. Y ello viene al caso porque Luis Eugenio consiguió de una ocurrencia, de un pretexto para buscarle conversación a alguien para distraer su soledad, un nuevo lugar donde vivir sin pasarle por la cabeza que, como en una partida de dominó o de barajas, iniciaba una nueva mano.
Luis Eugenio estuvo de acuerdo con el monto del alquiler y las condiciones de pago, sin siquiera haber visto la habitación que ocuparía. Omar Concepción le dijo que debía esperar tres días, cuando llegara la tía Mercedes, para entrar a la casa, ver la habitación y cerrar el trato, porque él no estaba autorizado para hacerlo.
-Por más que yo le diga lo que le he dicho y usted esté de acuerdo, mi tía tiene la última palabra. Ella tiene que conocerlo y con solo verlo, aunque usted le cuente su vida desde que nació hasta hoy, ella verá en usted lo que le interesa saber.
-Está bien, así será- aceptó Luis Eugenio la enigmática aclaratoria.

En eso quedaron y Omar Concepción volvió a su taller y Luis Eugenio a su cuarto en la pensión del centro, a terminar de pasar el día resolviendo crucigramas de periódicos viejos y a ratos viendo alguna serie de televisión.

3 comentarios:

  1. La cotidianidad expresada en esta anécdota en la que muchos guiños de la ciudad nos hacen ver como el personaje.

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    1. Un guiño que en mí, como el personaje, adquiere matices de realidad. Muy bien, estimado amigo Mario.

      **Alberto Hernández**

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