viernes, 15 de septiembre de 2017

El ardor de la sospecha (segunda entrega)

En este ámbito, el hombre de la plaza, sin cordialidad afectada, lo acompañó a pie por varias cuadras y antes de seguir hacia otro lugar cuyo nombre no le entendió, le dijo:
-Ahora estarás en un sitio mejor y otra gente te acompañará en tu trayecto.
Luego se vio rodeado de perros y gatos callejeros; después se le acercó Emilia, espantando a perros y gatos y aunque parecía dispuesta a confiarle algo definitivo, se marchó en su carro por una calle empinada, hacia la izquierda, cuya punto más alto parecía el comienzo de un voladero; él supo que las otras dos calles, la del centro y la de la izquierda no le convenían, ni a ella ni a él; aquella calle terminaba en una encrucijada.
Nadie puede separarme de las decisiones que tomo. ¿Se lo dijo alguien o lo pensó él? No lo supo… ni lo sabría.
¿Era o no el cielo de Ciudad Zamora, de clarísimo azul sobre las copas de esos árboles de hojas de verde oscuro y frutos parecidos a cemerucas, pero más grandes?
Y se quedó en la orilla del dique seco en cuya arena negruzca y picosa se revolcaban unos perros de patas muy largas y ojos desorbitados. Él prefirió mirar hacia la cortina grisácea de la ciudad más cercana, pensando en las palabras del hombre de la plaza.


El hombre de la plaza tenía razón. Ahora era otro su lugar; más nunca podría volver a Ciudad Zamora, ni siquiera podría salir de San José de Tucupío y, por miedo, ni escondido ni disfrazado se atrevería a hacerlo.
En Ciudad Zamora estaban Emilia y sus dos hijas; pero Emilia no quería saber nada de él y había conseguido apartarlo de sus hijas, aunque no era esa la única razón de ese distanciamiento forzoso. Eso se veía venir desde que Emilia comenzó a trabajar como asistente del secretario de gobierno de Zamora: hacía tiempo que ella quería separarse de él.
Y todo se precipitó por una pregunta, esa pregunta soltada sin malicia, sin doble intención (al menos él estaba convencido de ello): una pregunta que sólo pretendía animar una conversación, dejar abierta otra posible causa de lo que llevó a Isnardo Salas a hacer lo que hizo -hasta en la intimidad de su pensamiento le costaba llamar a aquello por su crudo e irrefutable nombre.
Fue en una reunión en el salón de fiestas de la sede regional del colegio de periodistas. Ya no recordaba cuál de sus colegas sacó a relucir el caso de Isnardo Salas, pero sí recordaba que Xiomara Abreu, de la emisora Ondas Zamoranas, argumentó que le parecía correcto que el gobernador hubiese exigido retractarse al corresponsal de un periódico de la capital  por el titular amarillista en la página de sucesos: Diputado “endemoniado” mata a su esposa, a sus dos hijos y luego se suicida. Xiomara Abreu juzgó irrespetuoso tildar de endemoniado a Isnardo Salas. Nunca olvidaría Luis Eugenio el tono categórico y altanero de Xiomara Abreu:
-Aunque condenable lo que hizo Salas, la investigación determinó que a ello lo llevó una profunda crisis depresiva que tuvo su origen cuando se le diagnosticó una enfermedad terminal.
Entonces, después de unos momentos de silencio, que ahora Luis Eugenio percibía cargados de miedo, se le ocurrió a él preguntar:
-¿Y será ésa la verdadera razón de lo que hizo el diputado Salas?
El silencio, el vacío, el aislamiento fueron inmediatos. No se habló más del asunto: los tragos ayudaron a preferir los chistes procaces y los comentarios insulsos sobre modas y aparatos de última generación. Y para Luis Eugenio comenzaron los golpes bajos, sucesivos, certeros.


 Al Luis Eugenio bajarse del carro, ella lo miró por encima de la mata de poleo; él avanzó hacia la puerta de la verja; ella salió de entre las matas, dejando caer la manguera de la que apenas salía un hilo de agua: ahora Luis Eugenio se daba cuenta de que entre el espacio encementado del garaje y la entrada principal, detrás del limonero recostado de la verja, había un cuadrado de tierra en cuyos ángulos estaban plantadas sendas zábilas, en el centro el poleo y en torno a éste, sin orden aparente, alguna matas de rompepiedras o flor escondida, cariaquito morado, malojillo, oreganón y coquetas.
Sin quitarle la mirada a Luis Eugenio, Mercedes Concepción abrió la reja de entrada con dos vueltas de llave y halándola con firmeza: Mercedes Concepción, de mediana estatura y tal vez de ochenta o más años, morena clara, rasgos aindiados, cabello negro largo, sin una cana, recogido en cola de caballo, lucía un vestido a media pierna de flores como calas y aves del paraíso rojas, anaranjadas y amarillas sobre un fondo azul marino.
-Usted debe de ser el señor interesado en la habitación.
Luis Eugenio sintió esas palabras como un fluido ligero entre los dientes parejos y amarillentos y los labios delgados y pintados de rojo de Mercedes Concepción.
-Sí, señora- en ese momento notó que el taller de motos y bicicletas estaba cerrado y la calle más sola.
Con un gesto de exagerada cortesía y risueña cordialidad lo invitó a pasar, al tiempo que le entregaba dos llaves en un aro de metal.
-Suba y véala- le señaló la escalera externa-. La llave rojiza es la de la puerta de entrada a la segunda planta, y la otra, la de la tercera habitación a la derecha, junto al baño- sonrió y agregó con picardía: Si le gusta le doy la tercera llave.
A menos que el techo estuviese lleno de troneras y hubiera unas cuantas ratas bailando como caballos de un circo y el colchón de la única cama fuese mansión de ladillas o garrapatas, no la habría alquilado: apenas entreabrió la puerta, supo que estaría allí un buen tiempo, y le agradó que el piso rojizo de cemento pulido oliera a una penetrante mezcla de cloro y desinfectante perfumado. Además, Mercedes Concepción, ya esa primera vez, le hizo sentir el agrado que depara un paisaje tranquilo y de fresco verdor, que fue con los días dejándole comprender que no se trataba de una sensación momentánea y caprichosa: algo en ella, y también de su casa, lo acercaba a un asombro sin razón, despertaba en él algo relegado.
Después de la inmediata aprobación de Luis Eugenio, Mercedes Concepción lo invitó a tomar café en la sala de la casa: allí, mientras ella estaba en la cocina, Luis Eugenio se sintió cómodo en una de las butacas negras del juego de recibo, en ese espacio apenas iluminado por los rayos de luz que se filtraban por las rendijas de las persianas de las dos únicas ventanas, una al frente y otra hacia el lado del garaje; se fijó en las fotografías retocadas de, como supo después, la madre y los tres hermanos; en un rincón, entre el sofá de tres puestos y la otra butaca, sobre una mesita redonda, cubierta con un paño púrpura tejido, una imagen de la Virgen de la Mercedes, rodeada de ocho palomitas blancas de cerámica de molde.
Tomaron el café aguarapado y comieron galletas de avena preparadas por ella misma; Luis Eugenio no supo bien por qué, a ratos concentrado en el rápido brillo de una pulsera de plata en la muñeca izquierda de Mercedes Concepción, respondió a precisas y discretas preguntas sobre su vida; cerraron el trato en los términos acordados y ya en la noche de ese día Luis Eugenio Manzo ocupaba con sus pocas cosas su nuevo refugio.


 Desde siempre de poco dormir y de menos aún cuando por diferentes medios le llegaron amenazas anónimas, en las que la heteróclita polisemia del verbo joder podía incluir el asesinato, se dedicó a atender el silencio y los sonidos nocturnos. Supo entonces que, aparte de haber padecido una lamentable desatención, el silencio no es igual en todas partes ni a todas horas; el silencio no es único: hay muchos silencios en el mundo, quizás como tantos sonidos: el silencio de la pausa del canto de los grillos, el silencio que sigue al detener una rata su paso rápido y sigiloso, el silencio entre los ladridos de los perros, el silencio después del alargado y veloz estruendo de un motor de carro o moto, el silencio de la noche de luna llena, el silencio después del aguacero, el silencio de una despedida, el silencio de cierta música… el silencio que recién había conocido, el del aislado, el del renegado cuya vida corre peligro. Por eso se aquerenció  con los sonidos y el silencio nocturnos en casa de Mercedes Concepción: el silencio de la sala y los sonidos que le llegaban desde la cocina, como el de aquella primera vez mientras ella montaba el café; y le gustó el silencio de su primera noche allí, en una de las tantas casas del barrio Libertador de San José de Tucupío.
Ahora vivía el silencio y las voces gárrulas de quien no tiene con quien hablar, evitando recordar a Emilia, la “traición de Emilia”, como resumía su divorcio de ella en su fuero interno. Luis Eugenio volvió a preguntarse, como desde hacía un año, ¿qué haría con sus huesos, con su cadáver adelantado?: le urgía hacerse una rutina, alterable de vez en cuando; le urgía hacer amistades, así fuese de necios y de conversaciones banales.
Ahora el único silencio era el que precedía y seguía a sus preguntas, a su voz desterrada, a su voz confinada a otra ciudad que no era la suya.
Al amanecer, su primer amanecer en casa de Mercedes Concepción, lo sacaron de sí mismo o lo despertaron (no estaba seguro) el alboroto de los pericos y de las guacharacas en los árboles de los patios del vecindario, el canto inmemorial de los cristofués, los graznidos de los torditos, los perros ladrándole con hambre a la mañana.


 Como si lo estuviesen vigilando, al levantarse de la cama recibió un mensaje de texto en el celular, el cual, por cierto, nunca debía apagarlo ni dejar que la batería se descargara: El campeonato sigue y aunque cambie el manager, las estrategias y los jugadores del equipo son los mismos. Era de suponer lo que querían decirle desde ese número desconocido, de suscriptor anónimo, del cual nunca recibió respuesta las pocas veces que se atrevió, sólo al principio, a llamar o dejar un mensaje escrito.
-¿El manager?, ¿otro manager? ¿A quién será que no le conviene la verdad? Total, que en paz descanse el que fue el diputado Isnardo Salas... y a mí me jodieron la vida.
¿Adónde llevaría esa mañana a su cadáver adelantado? ¿Por dónde pasearía sus huesos? Buscar al hombre de la plaza le pareció la mejor alternativa (era la única, pero aún le quedaban restos de autoengaño), al menos para agradecerle por ayudarlo a conseguir una nueva residencia: una buena excusa para salir y hablar con alguien.
Cuando salía, poco antes de las ocho, estaba Mercedes Concepción en el pequeño jardín de la entrada hablándole a las matas y regándolas con un delgado hilo de agua que salía de una manguera verdosa bastante tostada por el sol y los años. Se dieron los buenos días y ella le ofreció café. El rato que ella tardó en buscarlo en la cocina, Luis Eugenio vio las palabras del mensaje recién recibido serpenteando entre el malojillo, el oreganón, las zábilas, el poleo y el cariaquito y luego subieron al limonero y se enrollaron en una de las ramas. Al sentir los pasos de ella, a sus espaldas, volteó a mirarla y ella le entregó el pocillo con el café humeante, brindándole una sonrisa igual a la de alguien con quien alguna vez soñó, ¿o la misma de esa mujer que no conoce y se le ha presentado en muchos sueños, casi siempre al borde del amanecer?

Se tomaron el café en silencio: él, ensimismado, y ella mirando y acariciando las matas; después ella siguió regándolas y canturreando algo que a Luis Eugenio le pareció más un rezo y él salió decidido hacia la Plaza de los Caídos, a pie, dejando el carro para salidas hacia lugares más distantes.

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