miércoles, 14 de febrero de 2018

Acerca de la tolerancia en la política


I
Sin ánimo ni credenciales de filólogo, considero conveniente echarle un vistazo a las distintas acepciones del verbo tolerar. Dice el Diccionario de la Real Academia: 1 Sufrir, llevar con paciencia. 2 Permitir algo que no se tiene por lícito, sin aprobarlo expresamente. 3 Resistir, soportar, especialmente un alimento, o una medicina. 4 Respetar las ideas, creencias o prácticas de los demás cuando son diferentes o contrarias a las propias.
También vale la pena tener en cuenta lo que de tolerar registra la Enciclopedia del idioma de Martín Alonso, que “explica el significado y evolución de cada palabra y cada acepción por siglos, con la autoridad de más de mil quinientos autores medievales, renacentistas, modernos y contemporáneos”: 1 s. XVI al XX. Sufrir, llevar con paciencia. Góngora: Obr., III-236. 2 s. XVIII al XX. Disimular algunas cosas que no son lícitas, sin consentirlas expresamente. Fdez. Moratín: Obr., IV-255. 3 s. XIX y XX Soportar, llevar, aguantar. Unamuno: Ensayos, 1942 ( y siguen las referencias a otros autores).
Vistas esas acepciones, cabe preguntar: ¿cómo nosotros entendemos la tolerancia o qué creemos que es la tolerancia? A excepción de la tercera del Diccionario de la Real Academia, todas las demás son el tema de estas líneas y se impone desgranarlas en relación con la vida política venezolana, para mantenernos en fronteras más modestas y reflexionar sobre una realidad, si bien no conocida del todo, al menos más familiar.

II

Si la tolerancia es sufrir, llevar con paciencia, sin duda que en Venezuela hay bastante dicho y por decir. Salvo algunos períodos de bonanza locuaz, nos hemos acostumbrado a soportar los gobiernos, los partidos, el dictador o la clase dirigente. Si no me equivoco, las dos primera décadas de la democracia puntofijista venezolana fueron, en esta acepción, intolerables sólo para una minoría. Pero de pronto, como caen las estructuras de bases débiles, en las décadas siguientes se hizo intolerable para la mayoría porque una minoría se hizo intolerante en cuanto a aceptar que la democracia es para todos y no sólo para ella, privilegiada y única beneficiaria de sus libertades y su laxitud. Por más acomodos, reacomodos y golpes de pecho, el mal llegó y se hizo poco o no se hizo nada para acabarlo. Se acentuaron las desigualdades de toda índole, que era una forma de intolerancia de quienes ejercían el poder: desantedieron reclamos, peticiones y protestas, en nombre de una democracia sólo de vitrina, de pura exhibición y apariencia. Al consolidarse los “cogollos” y dejar que la democracia se limitara al sufragio, con su muy cuestionable limitación de apartar los cargos de elección para quienes conformaban esos “cogollos”, poco quedaba por defender o empeñarse en mantener, al menos para la mayoría que sufría o llevaba con paciencia un sistema político cada vez más injusto y negado a los cambios institucionales y a la ampliación de las oportunidades para los ciudadanos.
¿Y ahora qué? Los revolucionarios bolivarianos, a pesar de sus prédicas a favor de la participación, no han tardado en repetir  la elección a dedo de sus candidatos en franca contradicción con lo que esperan las bases de sus partidos. No son pocas las entidades federales donde la militancia bolivariana siente el peso de una minoría intolerante, guiada por las más cuestionables conveniencias. Además, la revolución bolivariana ya no la toleran muchos venezolanos (en el sentido de sufrir, llevar con paciencia): una buena parte se le opone abiertamente y otra considera (los ni ni) que no ha hecho buen gobierno, pero tampoco quiere nada con la Coordinadora Democrática, también minada por la intolerancia.
Pero, a mi juicio, la peor muestra de intolerancia de la revolución bolivariana (algunos juzgarán que son otras y más evidentes) es la que han padecido y padecen muchos ciudadanos que habiendo cumplido los requisitos legales y económicos para ser beneficiarios de los planes de vivienda instrumentados por una institución del Estado, cuando les toca recibir su vivienda se encuentran con que no le ha sido asignada por la única razón de haber firmado para la revocación del mandato del Presidente. Alguien, me adelanto, me dirá que los planes de vivienda de la Cuarta República privilegiaban a los militantes del partido de gobierno o que si alguien no está de acuerdo con el gobierno bolivariano por qué espera ser beneficiado por él. Entonces, respondo, como ya lo he hecho en varias ocasiones, por qué la revolución bolivariana repite uno de los malos ejemplos de sus predecesores en el poder y por qué contradice de manera tan reprochable el artículo 82 de su propia Constitución, el cual dice en su segundo párrafo, para no citarlo todo: “El Estado dará prioridad a las familias y garantizará los medios para que éstas y especialmente las de escasos recursos, puedan acceder a las políticas sociales y al crédito para la construcción, adquisición o ampliación de viviendas”.

La revolución bolivariana será “bonita”, según la define su líder, pero también en este punto es intolerante y ha obligado a mucha gente a practicar la tolerancia, como sufrir o llevar con paciencia, aunque a algunos los ha desmadrado su ambiciosa impaciencia.

III

Dice la segunda acepción del DRAE: “Permitir algo que no se tiene por lícito, sin aprobarlo expresamente”.
Como me sobran los ejemplos, voy a prescindir de ellos. En Venezuela los tenemos, más que petróleo, para regalar. Una secular tradición de ese azote llamado corrupción administrativa, sumada a la muy venezolana costumbre de hacernos los pendejos, da para escribir una enciclopedia venezolana de esta forma de tolerancia.
Permitir lo que no se tiene por lícito, sin aprobarlo expresamente, nos ha convertido en una sociedad de cómplices, aunque es justo reconocer que a veces se trata de una complicidad forzada. En todo caso, ni la actual república ni las precedentes se salvan de esta tolerancia que saquea y ha saqueado el erario, y ha convertido la justicia en una señora que hace mucho botó la balanza y anda con la mano extendida y una venda transparente cubriéndole los ojos. Permitir lo ilícito, o al menos lo inconveniente para la mayoría, primero quebrantó la misión fundamental de nuestras instituciones y, al paso de los años, de tanto dejarse correr la arruga, terminó por provocarle la degeneración que hoy ostentan. Cuando cualquier venezolano declaraba alegremente que “a mí que me pongan donde haiga” o “bien pendejo es el que llega al gobierno y no sale lleno”, definía nuestro carácter político y decretaba la principal tara de nuestra institucionalidad. De hecho, en Venezuela ha sido y es imposible gobernar sin permitir que algunos o muchos copartidarios se dediquen al “guiso”, al cobro de comisiones o a la trácala. Y quien quiera mantenerse en el poder, según hasta ahora se ha urdido nuestra historia, debe tolerar a sus corruptos o a corruptos de anteriores administraciones si las conveniencias (las suyas o las de su minoría) se lo imponen.
De nada han valido ni valen las denuncias de la gente honrada o perjudicada por las trampas; tal es así, que en varias décadas de aprovechamiento ilícito de los dineros públicos, sólo se recuerda a un solo preso por ese delito. No podemos decir, entonces, que no somos un país de gente tolerante, porque ya vimos que si de sufrir o llevar con paciencia gobiernos o de permitir actos ilícitos se trata, aquí no ha cambiado nada y la misma realidad se encarga de demostrar que somos duchos en ambas formas de tolerancia. Pero podremos superar el marasmo de esas tolerancias pasivas o, si se quiere, negativas, para llegar a la tolerancia que estos tiempos nos exigen.
Quizás ya no es tiempo de poner la otra mejilla, ni mucho menos de dejar que otros hagan y deshagan, según hacia donde sople la brisa.

IV
Al llegar a la tercera acepción de tolerar según el DRAE, chocamos de lleno con todas las contradicciones, discusiones y puntos de vistas o propósitos irreconciliables de la humanidad. Quedarnos dentro de las fronteras venezolanas es imposible: la tan aplaudida, publicitada y muy real globalización exige considerar nuestras disputas internas como parte de un escenario (en sentido literal) mucho mayor.
Así como al principio advertí mi falta de ánimo y de credenciales de filólogo, ahora me toca hacerlo con cualquier intento de pasar por especialista en materia tan difundida como la globalización, porque, de hecho, no soy especialista en nada. Más bien pretendo compartir preguntas que no me abandonan y opiniones al respecto que me parecen dignas de ser traídas a colación. Algunos autores venezolanos (conste que no por nacionalismo intelectual) me auxilian; los cito y los comento a continuación.
Si se pretende darle valor universal a la tolerancia en el mundo globalizado, es obvio que sus alcances y su práctica no presenten excepciones. Cabe tener presente  las siguientes palabras de Antonio Pasquali*, que caracterizan acertadamente la globalización vigente: “Una globalización espuria y compulsiva despachada por natural, piloteada por oligarquías ahora todopoderosas y con poder militar de disuasión; un lecho de Procuste en el que todos los valores deben alinearse al valor dinero. Para legitimarse, le faltaría cumplir cuando menos con un principio y un sentimiento, ambos kantianos y esenciales, que ella viola sitemáticamente: el principio de comunidad o reciprocidad, esto es, la posibilidad abierta de todo paciente a convertirse en agente (de pensado en pensante, de comprador en vendedor, de mudo perceptor en comunicante emisor); el sentimiento de respeto sincero a normas del coexistir éticamente justas. En realidad de verdad, nada de lo añadido por el hombre a la naturaleza, ni siquiera las prodigiosas comunicaciones actuales, puede aspirar en esta fase de la evolución de la especie, y con pleno derecho, al atributo de ‘globalizador’; muchísimo menos la economía de mercado, terreno más propicio al ejercicio del homo homini lupus que del ama a tu prójimo como a ti mismo”.
Aunque las palabras de Pasquali no necesitan explicación alguna, de ellas puede deducirse una intolerancia globalizada, más que una globalización en términos de igualdad en todos sus aspectos, pues es evidente que no respeta las diferencias ni las disidencias. La opinión de un supuesto demócrata venezolano* refuerza, desde su punto de vista y con intereses distintos, esta apreciación: “Gústenos o no, y a mucha gente no le gusta, existe una superpotencia que tiene, de acuerdo con sus propias circunstancias, distintos niveles de tolerancia con la disidencia mundial sobre su rol dentro del concierto mundial de las naciones”. Es decir, the big stick juzga y es tolerante de acuerdo con sus intereses, que casi nunca son los de otros, y puede permitirse, como es bien sabido, su alianza con una dictadura que le es leal y  su rechazo a una democracia que cometa el error de contradecir sus políticas.
No habrá demorado el lector en preguntarse por qué esta modesta reflexión sobre la tolerancia desembocó en señalamientos a la globalización y opiniones opuestas a ella, tal y como se está llevando a cabo. En Americanismo y democracia*, de Enzo Del Bufalo, podemos encontrar una respuesta: “la extensión de la democracia representativa en el ámbito nacional no sólo no impide, sino que favorece la segmentación aristocrática de la Comunidad Internacional. Los nuevos foros de decisión de la Comunidad Internacional están restringidos a los líderes del polo corporativo global –como es el caso del Grupo de los Siete que configura la máxima instancia del poder ejecutivo mundial en la cual el presidente de los Estados Unidos tiene poderes dictatoriales-, o son instituciones que tienen representantes de todo el mundo, aunque el poder de decisión efectivo está en manos de los miembros del polo corporativo”. Y más adelante: “Las ventajas que el nuevo orden ofrece son sin duda una mejora frente a la barbarie despótica arcaica, pero no hay que olvidar que todo poder despótico eficaz satisface necesidades reales y en esta satisfacción está su base de sustentación principal. Los derechos humanos no pueden hacernos perder de vista que quien los defiende, aplicando una doble medida, es un nuevo poder despótico que se denomina Comunidad Internacional. Vale la pena recordar aquí que la caracterización clásica de poder despótico es la de ser legibus absoluto; es decir, absuelto, no vinculado por las leyes que garantiza, es un poder externo al sistema que funda”.
Entonces, a los ciudadanos comunes y corrientes, creyentes en los derechos humanos y deseosos de su instauración definitiva en el mundo, que discurren sobre la tolerancia y con mucho esfuerzo tratan de realizarla, los acogota una máxima popular: “Si no nos agarra el chingo, nos agarra el sin nariz”. Y sabiduría popular aparte, pueden padecer un enorme dilema al que los llevan los avatares políticos; o sea, o son víctimas de la intolerancia local o de la intolerancia internacional señalada por Pasquali y Del Bufalo, y muchísimos otros pensadores. Realizar la tolerancia en sentido activo o positivo, la tolerancia como respeto y consideración de opiniones y prácticas diferentes o contrarias a las propias, implica un desafío mucho mayor y alude a una trascendencia que rebasa los límites de todo individuo y de toda nación. Además, es urgente superar los clichés sobre la tolerancia, tan fácilmente atribuida a todo el que se declare demócrata: no sólo los dictadores, los fundamentalistas y los intransigentes de toda calaña son intolerantes.

V
Ser tolerante, que es un ejercicio de libertad y para la libertad, supone la enseñanza y práctica de ella. En su famoso discurso Sobre la servidumbre voluntaria (hacia 1548), afirma La Boétie que “bien advirtió el Gran Turco que pueden más los libros y la instrucción que cualquier otra cosa para fomentar entre los hombres el sentido de reconocerse y el odio a la tiranía”. Claro, habría que discernir cuáles serían esos libros y cuál esa instrucción o suplirlos, en esa frase, por la libre discusión de las ideas porque corremos el riesgo de padecer algún adoctrinamiento (ya sea por la propaganda o por la letra con sangre entra) y de confundir homogeneización de pareceres con acuerdos a pesar de las diferencias. No es nada fácil el ejercicio de la tolerancia y sí muy peligroso reducirla a valor universal sobre los supuestos de las bondades de la democracia sin desenmarañar la trama de argumentos y conceptos que la envuelven en la actualidad, porque “en las democracias con capitalismo de Estado, la arena pública ha sido ampliada y enriquecida por la larga y enconada lucha popular. A la vez, la concentración del poder privado ha procurado restringirla. Estos conflictos constituyen una buena parte de la historia moderna. La manera más eficaz de restringir la democracia es transferir la toma de decisiones, de la arena pública, a instituciones que no responden ante nadie: reyes, príncipes, castas sacerdotales, juntas militares, dictaduras partidistas o las modernas sociedades anónimas” (Noam Chomsky, El arma decisiva, rebelión.org / chomsky.htm, 18 de junio de 2001). De manera que dar por sentado que la democracia es el “ambiente” idóneo para la tolerancia puede ser una ligereza si no se toca el fondo y no se lleva a cabo una especie de radiografía de la democracia o de las democracias vigentes.
Si ya no es tiempo de poner la otra mejilla, ni mucho menos de dejar que otros hagan y deshagan, según hacia donde vaya el viento, ¿quiénes persistirán en la intransigencia?, ¿no hay manera pacífica de superar las diferencias y las divergencias? Referendos y otras consultas populares lucen poca cosa, pese a ser productos de grandes esfuerzos, cuando se descubre que en la maraña de “nuestras democracias” hay demasiados diablos detrás de las cortinas y que no parece suficiente con sólo declarar respeto por las ideas, creencias o prácticas ajenas cuando son diferentes o contrarias a las propias.
 






 



* Del futuro. Hechos, reflexiones, estrategias, Monte Ávila Editores Latinoamericana, Caracas, 2002.
* Alberto Quirós Corradi, “Cuatro píldoras de un mismo frasco”, El Nacional, 10 de febrero de 2002.
* Monte Ávila Editores Latinoamericana, Caracas, 2002.

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