I
Sin ánimo ni credenciales de
filólogo, considero conveniente echarle un vistazo a las distintas acepciones
del verbo tolerar. Dice el Diccionario de la Real Academia: 1 Sufrir, llevar con paciencia. 2 Permitir algo que no se tiene por
lícito, sin aprobarlo expresamente. 3 Resistir,
soportar, especialmente un alimento, o una medicina. 4 Respetar las ideas, creencias o prácticas de los demás cuando son
diferentes o contrarias a las propias.
También vale la pena tener en cuenta
lo que de tolerar registra la
Enciclopedia del idioma de Martín Alonso, que “explica el significado y
evolución de cada palabra y cada acepción por siglos, con la autoridad de más
de mil quinientos autores medievales, renacentistas, modernos y contemporáneos”:
1 s. XVI al XX. Sufrir, llevar con
paciencia. Góngora: Obr., III-236. 2 s.
XVIII al XX. Disimular algunas cosas que no son lícitas, sin consentirlas
expresamente. Fdez. Moratín: Obr., IV-255. 3
s. XIX y XX Soportar, llevar, aguantar. Unamuno: Ensayos, 1942 ( y siguen las referencias a otros autores).
Vistas esas acepciones, cabe
preguntar: ¿cómo nosotros entendemos la tolerancia o qué creemos que es la
tolerancia? A excepción de la tercera del Diccionario
de la Real Academia, todas las demás son el tema de estas líneas y se
impone desgranarlas en relación con la vida política venezolana, para
mantenernos en fronteras más modestas y reflexionar sobre una realidad, si bien
no conocida del todo, al menos más familiar.
II
Si la tolerancia es sufrir, llevar
con paciencia, sin duda que en Venezuela hay bastante dicho y por decir. Salvo
algunos períodos de bonanza locuaz, nos hemos acostumbrado a soportar los
gobiernos, los partidos, el dictador o la clase dirigente. Si no me equivoco,
las dos primera décadas de la democracia puntofijista venezolana fueron, en
esta acepción, intolerables sólo para una minoría. Pero de pronto, como caen
las estructuras de bases débiles, en las décadas siguientes se hizo intolerable
para la mayoría porque una minoría se hizo intolerante en cuanto a aceptar que
la democracia es para todos y no sólo para ella, privilegiada y única
beneficiaria de sus libertades y su laxitud. Por más acomodos, reacomodos y
golpes de pecho, el mal llegó y se hizo poco o no se hizo nada para acabarlo.
Se acentuaron las desigualdades de toda índole, que era una forma de
intolerancia de quienes ejercían el poder: desantedieron reclamos, peticiones y
protestas, en nombre de una democracia sólo de vitrina, de pura exhibición y
apariencia. Al consolidarse los “cogollos” y dejar que la democracia se
limitara al sufragio, con su muy cuestionable limitación de apartar los cargos
de elección para quienes conformaban esos “cogollos”, poco quedaba por defender
o empeñarse en mantener, al menos para la mayoría que sufría o llevaba con
paciencia un sistema político cada vez más injusto y negado a los cambios
institucionales y a la ampliación de las oportunidades para los ciudadanos.
¿Y ahora qué? Los revolucionarios
bolivarianos, a pesar de sus prédicas a favor de la participación, no han
tardado en repetir la elección a dedo de
sus candidatos en franca contradicción con lo que esperan las bases de sus
partidos. No son pocas las entidades federales donde la militancia bolivariana
siente el peso de una minoría intolerante, guiada por las más cuestionables
conveniencias. Además, la revolución bolivariana ya no la toleran muchos
venezolanos (en el sentido de sufrir, llevar con paciencia): una buena parte se
le opone abiertamente y otra considera (los ni ni) que no ha hecho buen
gobierno, pero tampoco quiere nada con la Coordinadora Democrática, también
minada por la intolerancia.
Pero, a mi juicio, la peor muestra de
intolerancia de la revolución bolivariana (algunos juzgarán que son otras y más
evidentes) es la que han padecido y padecen muchos ciudadanos que habiendo
cumplido los requisitos legales y económicos para ser beneficiarios de los
planes de vivienda instrumentados por una institución del Estado, cuando les
toca recibir su vivienda se encuentran con que no le ha sido asignada por la
única razón de haber firmado para la revocación del mandato del Presidente.
Alguien, me adelanto, me dirá que los planes de vivienda de la Cuarta República
privilegiaban a los militantes del partido de gobierno o que si alguien no está
de acuerdo con el gobierno bolivariano por qué espera ser beneficiado por él.
Entonces, respondo, como ya lo he hecho en varias ocasiones, por qué la
revolución bolivariana repite uno de los malos ejemplos de sus predecesores en
el poder y por qué contradice de manera tan reprochable el artículo 82 de su
propia Constitución, el cual dice en su segundo párrafo, para no citarlo todo:
“El Estado dará prioridad a las familias y garantizará los medios para que
éstas y especialmente las de escasos recursos, puedan acceder a las políticas
sociales y al crédito para la construcción, adquisición o ampliación de
viviendas”.
La revolución bolivariana será
“bonita”, según la define su líder, pero también en este punto es intolerante y
ha obligado a mucha gente a practicar la tolerancia, como sufrir o llevar con
paciencia, aunque a algunos los ha desmadrado su ambiciosa impaciencia.
III
Dice la segunda acepción del DRAE:
“Permitir algo que no se tiene por lícito, sin aprobarlo expresamente”.
Como me sobran los ejemplos, voy a
prescindir de ellos. En Venezuela los tenemos, más que petróleo, para regalar.
Una secular tradición de ese azote llamado corrupción administrativa, sumada a
la muy venezolana costumbre de hacernos los pendejos, da para escribir una enciclopedia
venezolana de esta forma de tolerancia.
Permitir lo que no se tiene por
lícito, sin aprobarlo expresamente, nos ha convertido en una sociedad de
cómplices, aunque es justo reconocer que a veces se trata de una complicidad
forzada. En todo caso, ni la actual república ni las precedentes se salvan de
esta tolerancia que saquea y ha saqueado el erario, y ha convertido la justicia
en una señora que hace mucho botó la balanza y anda con la mano extendida y una
venda transparente cubriéndole los ojos. Permitir lo ilícito, o al menos lo
inconveniente para la mayoría, primero quebrantó la misión fundamental de
nuestras instituciones y, al paso de los años, de tanto dejarse correr la
arruga, terminó por provocarle la degeneración que hoy ostentan. Cuando cualquier
venezolano declaraba alegremente que “a mí que me pongan donde haiga” o “bien
pendejo es el que llega al gobierno y no sale lleno”, definía nuestro carácter
político y decretaba la principal tara de nuestra institucionalidad. De hecho,
en Venezuela ha sido y es imposible gobernar sin permitir que algunos o muchos
copartidarios se dediquen al “guiso”, al cobro de comisiones o a la trácala. Y
quien quiera mantenerse en el poder, según hasta ahora se ha urdido nuestra
historia, debe tolerar a sus corruptos o a corruptos de anteriores
administraciones si las conveniencias (las suyas o las de su minoría) se lo
imponen.
De nada han valido ni valen las
denuncias de la gente honrada o perjudicada por las trampas; tal es así, que en
varias décadas de aprovechamiento ilícito de los dineros públicos, sólo se
recuerda a un solo preso por ese delito. No podemos decir, entonces, que no
somos un país de gente tolerante, porque ya vimos que si de sufrir o llevar con
paciencia gobiernos o de permitir actos ilícitos se trata, aquí no ha cambiado
nada y la misma realidad se encarga de demostrar que somos duchos en ambas
formas de tolerancia. Pero podremos superar el marasmo de esas tolerancias
pasivas o, si se quiere, negativas, para llegar a la tolerancia que estos tiempos
nos exigen.
Quizás ya no es tiempo de poner la
otra mejilla, ni mucho menos de dejar que otros hagan y deshagan, según hacia
donde sople la brisa.
IV
Al llegar a la tercera acepción de
tolerar según el DRAE, chocamos de lleno con todas las contradicciones,
discusiones y puntos de vistas o propósitos irreconciliables de la humanidad.
Quedarnos dentro de las fronteras venezolanas es imposible: la tan aplaudida,
publicitada y muy real globalización exige considerar nuestras disputas
internas como parte de un escenario (en sentido literal) mucho mayor.
Así como al principio advertí mi
falta de ánimo y de credenciales de filólogo, ahora me toca hacerlo con
cualquier intento de pasar por especialista en materia tan difundida como la
globalización, porque, de hecho, no soy especialista en nada. Más bien pretendo
compartir preguntas que no me abandonan y opiniones al respecto que me parecen
dignas de ser traídas a colación. Algunos autores venezolanos (conste que no
por nacionalismo intelectual) me auxilian; los cito y los comento a
continuación.
Si se pretende darle valor
universal a la tolerancia en el mundo globalizado, es obvio que sus alcances y
su práctica no presenten excepciones. Cabe tener presente las siguientes palabras de Antonio Pasquali*, que caracterizan acertadamente la
globalización vigente: “Una globalización espuria y compulsiva despachada por
natural, piloteada por oligarquías ahora todopoderosas y con poder militar de
disuasión; un lecho de Procuste en el que todos los valores deben alinearse al
valor dinero. Para legitimarse, le faltaría cumplir cuando menos con un
principio y un sentimiento, ambos kantianos y esenciales, que ella viola
sitemáticamente: el principio de comunidad o reciprocidad, esto es, la posibilidad abierta de todo paciente a
convertirse en agente (de pensado en pensante, de comprador en vendedor, de
mudo perceptor en comunicante emisor); el sentimiento de respeto sincero a
normas del coexistir éticamente justas. En realidad de verdad, nada de lo
añadido por el hombre a la naturaleza, ni siquiera las prodigiosas
comunicaciones actuales, puede aspirar en esta fase de la evolución de la
especie, y con pleno derecho, al atributo de ‘globalizador’; muchísimo menos la
economía de mercado, terreno más propicio al ejercicio del homo homini lupus que del ama
a tu prójimo como a ti mismo”.
Aunque las palabras de Pasquali no
necesitan explicación alguna, de ellas puede deducirse una intolerancia
globalizada, más que una globalización en términos de igualdad en todos sus
aspectos, pues es evidente que no respeta las diferencias ni las disidencias.
La opinión de un supuesto demócrata venezolano*
refuerza, desde su punto de vista y con intereses distintos, esta apreciación:
“Gústenos o no, y a mucha gente no le gusta, existe una superpotencia que
tiene, de acuerdo con sus propias circunstancias, distintos niveles de
tolerancia con la disidencia mundial sobre su rol dentro del concierto mundial
de las naciones”. Es decir, the big stick
juzga y es tolerante de acuerdo con sus intereses, que casi nunca son los de
otros, y puede permitirse, como es bien sabido, su alianza con una dictadura
que le es leal y su rechazo a una
democracia que cometa el error de contradecir sus políticas.
No habrá demorado el lector en
preguntarse por qué esta modesta reflexión sobre la tolerancia desembocó en
señalamientos a la globalización y opiniones opuestas a ella, tal y como se
está llevando a cabo. En Americanismo y
democracia*, de Enzo Del Bufalo, podemos
encontrar una respuesta: “la extensión de la democracia representativa en el
ámbito nacional no sólo no impide, sino que favorece la segmentación
aristocrática de la Comunidad
Internacional. Los nuevos foros de decisión de la Comunidad Internacional están restringidos a los líderes del polo
corporativo global –como es el caso del Grupo de los Siete que configura la
máxima instancia del poder ejecutivo mundial en la cual el presidente de los
Estados Unidos tiene poderes dictatoriales-, o son instituciones que tienen
representantes de todo el mundo, aunque el poder de decisión efectivo está en
manos de los miembros del polo corporativo”. Y más adelante: “Las ventajas que
el nuevo orden ofrece son sin duda una mejora frente a la barbarie despótica
arcaica, pero no hay que olvidar que todo poder despótico eficaz satisface
necesidades reales y en esta satisfacción está su base de sustentación
principal. Los derechos humanos no pueden hacernos perder de vista que quien
los defiende, aplicando una doble medida, es un nuevo poder despótico que se
denomina Comunidad Internacional.
Vale la pena recordar aquí que la caracterización clásica de poder despótico es
la de ser legibus absoluto; es decir,
absuelto, no vinculado por las leyes que garantiza, es un poder externo al
sistema que funda”.
Entonces, a los ciudadanos comunes
y corrientes, creyentes en los derechos humanos y deseosos de su instauración
definitiva en el mundo, que discurren sobre la tolerancia y con mucho esfuerzo
tratan de realizarla, los acogota una máxima popular: “Si no nos agarra el
chingo, nos agarra el sin nariz”. Y sabiduría popular aparte, pueden padecer un
enorme dilema al que los llevan los avatares políticos; o sea, o son víctimas
de la intolerancia local o de la intolerancia internacional señalada por
Pasquali y Del Bufalo, y muchísimos otros pensadores. Realizar la tolerancia en
sentido activo o positivo, la tolerancia como respeto y consideración de
opiniones y prácticas diferentes o contrarias a las propias, implica un desafío
mucho mayor y alude a una trascendencia que rebasa los límites de todo individuo
y de toda nación. Además, es urgente superar los clichés sobre la tolerancia,
tan fácilmente atribuida a todo el que se declare demócrata: no sólo los
dictadores, los fundamentalistas y los intransigentes de toda calaña son
intolerantes.
V
Ser tolerante, que es un ejercicio
de libertad y para la libertad, supone la enseñanza y práctica de ella. En su
famoso discurso Sobre la servidumbre
voluntaria (hacia 1548), afirma La Boétie que “bien advirtió el Gran Turco
que pueden más los libros y la instrucción que cualquier otra cosa para
fomentar entre los hombres el sentido de reconocerse y el odio a la tiranía”.
Claro, habría que discernir cuáles serían esos libros y cuál esa instrucción o
suplirlos, en esa frase, por la libre discusión de las ideas porque corremos el
riesgo de padecer algún adoctrinamiento (ya sea por la propaganda o por la letra con sangre entra) y de
confundir homogeneización de pareceres con acuerdos a pesar de las diferencias.
No es nada fácil el ejercicio de la tolerancia y sí muy peligroso reducirla a
valor universal sobre los supuestos de las bondades de la democracia sin
desenmarañar la trama de argumentos y conceptos que la envuelven en la
actualidad, porque “en las democracias con capitalismo de Estado, la arena
pública ha sido ampliada y enriquecida por la larga y enconada lucha popular. A
la vez, la concentración del poder privado ha procurado restringirla. Estos
conflictos constituyen una buena parte de la historia moderna. La manera más
eficaz de restringir la democracia es transferir la toma de decisiones, de la
arena pública, a instituciones que no responden ante nadie: reyes, príncipes,
castas sacerdotales, juntas militares, dictaduras partidistas o las modernas
sociedades anónimas” (Noam Chomsky, El
arma decisiva, rebelión.org /
chomsky.htm, 18 de junio de 2001). De manera que dar por sentado que la
democracia es el “ambiente” idóneo para la tolerancia puede ser una ligereza si
no se toca el fondo y no se lleva a cabo una especie de radiografía de la
democracia o de las democracias vigentes.
Si ya no es tiempo de poner la otra
mejilla, ni mucho menos de dejar que otros hagan y deshagan, según hacia donde
vaya el viento, ¿quiénes persistirán en la intransigencia?, ¿no hay manera
pacífica de superar las diferencias y las divergencias? Referendos y otras
consultas populares lucen poca cosa, pese a ser productos de grandes esfuerzos,
cuando se descubre que en la maraña de “nuestras democracias” hay demasiados
diablos detrás de las cortinas y que no parece suficiente con sólo declarar
respeto por las ideas, creencias o prácticas ajenas cuando son diferentes o
contrarias a las propias.
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