jueves, 29 de marzo de 2018

Una isla para siempre (primera entrega)

Proemio
Sabrán perdonarme el tiempo, y quienes concedan a leerme, esta insistencia de publicar mis relatos por entregas. Sin editor, sin plata y con puro empeño o necedad, me aventuro en estos tiempos desafortunados para Venezuela, donde se ofrece una joya con una mano y con la otra se aprieta un puñal, a cometer la impertinencia de afincarme en la silla y combinar letras con el teclado para urdir historias, cuando urgencias elementales mueven a quien esto escribe y a mis paisanos.

Muchas veces puede más la porfía que la desazón y, total, como suelen decir mis parientes más viejos: ¡pa cuatro días que vive uno! Vaya, entonces, Una isla para siempre, concebido en el desvelo, la angustia, las luchas de calle y ante las injusticias cotidianas en esta nave de locos, al garete y ensombrecida que es hoy Venezuela.




Parto, Eduardo Bárcenas.




A la memoria de Ligia Olivieri



Donde el cuco
desaparece
hay una isla

Basho




Hay una isla
 en la oscuridad y tú estarás allí
Mark Strand







Llevo tiempo aquí, en esta isla. Ya no sé si quiero volver a casa y no sé si puedo volver. De cómo llegué aquí recuerdo un antecedente en mi vida; por eso me pregunto, pese a las diferencias de las circunstancias, si aquella vez prefiguraba a ésta.
Aquella vez era un martes cerca del mediodía y yo vagaba por el centro de la ciudad, paseando el tedio y el sinsentido sin posibilidad de entrar a un bar o regalarme el cariño pagado y peregrino de una puta, cuando me encontré con Benito Briceño y José Espinoza, dos amigos que alguna vez me presentó mi primo Roberto. Son dos tipos sin profesión ni oficio determinado, pero se hacen llamar ingenieros y se dedican a contratar con instituciones del estado para cuanto ellas requieran: pueden vender desde una caja de bolígrafos hasta equipos de oficina y construir, con personal a su mando, carreteras, puentes, galpones y estadios de pueblos. Ya estaban achispados y por eso dadores de una amistad eufórica y generosa. Me invitaron a almorzar y entramos a uno de esos comederos concurridos, bulliciosos, baratos y frecuentados por toda clase de gente. Lo menos que pidieron fue comida. Las tandas de cervezas se sucedieron rápidas y sin reparos: después de quién sabe cuántas aparecieron en la mesa un plato de pepitonas picantes y unas galletas de soda. Fue lo único que comimos y mi estómago estragado y mi cerebro embotado más supieron de cervezas y cigarrillos como si no hubiese más nada en la vida que saborear.
A eso de las cinco de la tarde (supuse por el ajetreo de la ciudad) tomamos un taxi que entre colas y frecuentes mentadas de madre nos llevó a la casa de José Espinoza en un barrio inmediato al cementerio viejo de la ciudad. El anfitrión se dedicó a poner boleros en un reproductor de discos compactos, a servir taquitos de queso llanero, rebanadas de pan campesino y tragos de un ron oriental, supuestamente parecido al brandy, pero a mí me supo a cualquier lavagallos. Estábamos en el porche de la casa y nos separaba de la calle un angosto jardín de matas resecas y una verja baja de rejas oxidadas y columnas de concreto apenas frisadas. No sé a qué hora ni por qué, pero ya era de noche, se me antojó marcharme y no estaba ni borracho ni del todo sobrio, pero estaba en una especie de nube de indiferencia y lejanía en la cual ni la música ni los chistes ni las parrafadas politiqueras de José y Benito parecían provenir de un mundo cotidiano y necesario para la tranquilidad. Y aproveché que uno fue al baño y el otro a buscar más para picar y me escapé a la calle, abriendo la reja de la verja sin vueltas de llave, y caminé a capricho porque no sabía bien dónde estaba ni cómo llegar desde allí hasta mi casa, la casa de mis padres. Caminé varias cuadras, no sé cuántas, y me encontré ante la puerta principal del cementerio: no cargaba dinero ni pasaba un solo carro por esa calle y ahí me quedé, con la mirada fija en la puerta del cementerio, y supe otra vez de mí a una cuadra de mi casa, en la esquina del remate de caballos de Hugo Linares, sin saber cómo llegué hasta ahí sin caminar tan larga distancia ni montarme en vehículo alguno.
Tardé rato en saber dónde estaba. El tiempo era un fluido ligero sobre el cual yo me deslizaba. Entré al remate y le pedí a Hugo una cerveza: me voy a tomar tres cuando mucho y te las pago mañana. Sonrió con amabilidad de acreedor confiado y me la dio. Cuando iba por la segunda apareció Sonia en el umbral de una de las puertas de esa taguara.
-¿Dónde estabas? Te he buscado todo el día. ¿No te acuerdas del compromiso de hoy?
La miré como si la estuviese soñando. Me fijé en ese lunar junto al filtro; ese lunar, en el borde del labio superior, redondo y apenas abultado, lo miraba como se mira a la luna llena. Un vez más me perdí en ese cautivador lunar, centro de atracción de mi corazón sonámbulo.
-Creí que tus padres, para variar, te estaban negando. ¿Estabas dormido?
No sé qué le dije, pero me levanté, pedí otra cerveza, me la tomé en dos tragos y le dije que la amaba. Sonia es indiferente ante esas declaraciones de amor, actúa y responde, yéndose por otro lado, como aquella noche:
-Ven, mi amor. Nos están esperando.
Y nos fuimos a casa de una tía de ella a cantarle cumpleaños a una muchachita, a una prima, creo, mientras hablábamos de nuestro amor y nos besábamos. Otra vez no sabía dónde estaba ni cómo llegué a estar junto a ella, mi amor.
Te amo, le dije. La noche se convirtió en un orbe sin seguridad y sin razón de estar vivo. Después, al salir de la fiesta, pasamos largo rato encerrados en su carro, frente a mi casa, besándonos y tocándonos con la promesa de un día mejor. Le dije: sabes lo que pasa cuando a uno lo tocan demasiado y no se desahoga. Lo sé, hasta mañana, me susurró al oído. Nos besamos y volví mío, una vez más, ese lunar en su labio superior, más cerca de mi corazón que sus palabras.
Yo seguía como si estuviese soñando.
Pero esta vez, de este sin saber cómo y por qué estoy en esta isla ha pasado tiempo; ni largo ni corto, sólo ha pasado. Podría ser por la emetina: fue lo único que impidió que las amibas me destrozaran el hígado después de convertirlo en su provechosa morada. Una vecina del barrio, María la enfermera, era la encargada de inyectarme ese veneno cada dos días: deliraba, me volvía otro, pronunciaba largas parrafadas incoherentes, según me dijeron María y mi mamá. Sé que por varios minutos me ausentaba de mí y luego regresaba extenuado y sudoroso. Tal vez fue por ese ingrato remedio: la noche antes de salir de casa, Sonia pudo ofrendarme los encantos de su boca y pudo cabalgarme hasta el cansancio, hasta inundarla con un semen espeso y quemante, a pesar de mi debilidad.
En la madrugada me levanté y caminé hasta la sala y me puse a mirar por la ventana hacia el patio umbroso: un viento húmedo y frío hacía murmurar en un lenguaje universal y rara vez comprensible a las matas de los porrones y a los árboles. Me dieron ganas de fumar y sentí que ya no me repugnaría el humo del cigarrillo y así como aquella vez que después de un día de farra, lejos de mi casa, aparecí a una cuadra de ella sin aún encontrarle explicación a ese inconcebible traslado, así me encontré aquella madrugada al borde del lago, de pie a la mitad de un estrecho muelle de unos veinte metros de largo.
Una voz a mi izquierda se impuso al ruido de las aguas del lago estrellándose contra los postes del muelle:
-Llegaste a tiempo. Ya estaba por irme.
Apenas pronunció esas palabras, encendió el motor del peñero. Con un gesto de la mano me invitó a abordarlo. Era un hombre viejo, calvo, de mirada fruncida, nariz prominente y boca ancha de labios gruesos. No hablamos en todo el trayecto y al llegar a la isla me dijo, en un tono de fingida cordialidad:
-Espero que disfrutes tu estadía en esta isla. Adiós.
Me encaminé por un sendero resbaloso, cubierto de corocillo rociado. A todo lo ancho de la costa había numerosas fogatas dispersas en torno a las cuales pude notar siluetas humanas inertes y otras moviéndose con lentitud. No sabía adónde iba,  pero nada en mí contravino a mis pasos. Caminé, calculo, algo más de una hora hasta plantarme ante un edificio de cuatro pisos, de frente curvado, todo en obra gris y angostas ventanas verticales separadas entre sí unos cuatro metros. Empujé la hoja entreabierta del inmenso portón de metal: en el vestíbulo estaban tres ancianas de porte y vestimenta antigua conversando en voz baja. Me paré ante ellas y la más alta, de rostro severo y muy arrugado me dijo, mirándome a los ojos:
-Eres más joven de lo que pensábamos, pero igual eres bienvenido a La Herradura.
-¿La Herradura?- pregunté, pensando en que ese nombre me sonaba a castigo.
-Así es, La Herradura. Ese es el nombre de este edificio, por su forma- dijo otra de las ancianas, una encorvada, sin mirarme.
Y luego la otra, que daba la impresión de pasar los cien años y me hizo recordar a mi abuela paterna, me dijo, señalando la escalera que se abre paso por todo el medio del edificio:
-Tu habitación está en el cuarto piso. La séptima a la izquierda.
La más alta, la de rostro severo y muy arrugado me advirtió, cuando yo pisaba el primer peldaño:
-Después de que reposes  te diremos cuáles son tus obligaciones. Hasta luego.
Dormí muchas horas, eso creo, toda una eternidad, diría mi mamá, como si algún ser humano puede sentir o razonar ese tiempo abstracto, que es todos los tiempos y ningún tiempo. La eternidad: algo imposible de entender para el ser humano. Por lo menos sé que hay palabras sin sentido, que son sólo necesarias para no enloquecer. La eternidad es una de ellas. Creo que nada ni nadie quiere ser eterno. Yo menos.
Me levanté y bajé al vestíbulo: no había nadie. A la entrada estaban  las tres Morales, como ahora sé que así las llaman a las tres hermanas, y Tarenco, el barquero que me trajo a esta isla (si él no es maracucho,  Tarenco ha de ser un apodo). No era de día ni tampoco estaba tan oscuro como para llamarla noche: la propia penumbra.
Me acerqué a las Morales y a Tarenco. La más alta de las Morales, casi escupiéndome y empujándome me mandó al casino, en el extremo derecho  de La Herradura, en el único espacio techado de la azotea, aparte del “salón inaccesible”.
-Ahí te entenderás- me dijo.
El casino me pareció el sitio más indeseable de La Herradura: bulla en exceso, todo revuelto, el piso sembrado de colillas de cigarrillos, gargajos abundantes gruesos y sanguinolentos por todos lados, vasos y  botellas tirados en el piso. Todos gritaban, mujeres casi desnudas iban de un lado a otro y tipos  bastos y ofensivos les apretaban las nalgas o groseramente les tocaban la entrepierna; en un rincón, un tipo famélico le besaba y le mordisqueaba las tetas enormes a una muchacha pálida y drogada; pero me llamó la atención una mesa, al fondo, donde jugaban cartas. No me era un juego conocido ni quise saber cuál: apostaban fuerte, sobre todo míster Queen, un catire tosco y descomunal que mantenía abrazando por la cintura a una negra hermosísima y sensual por demás. Según supe después, ella es el amuleto de míster Queen: la llaman la Pepa de Billie Queen, porque ella le da suerte y cada vez que gana una mano le besa el ombligo siempre descubierto (siempre lleva puesta una blusa muy corta y escotada), y cuantas veces lo he visto cumplir ese ritual me lleno de envidia y deseo. Nadie sabe su nombre, sólo la llaman la Pepa y sólo sé que en La Herradura y en todo cuanto he podido conocer en la isla es la única mujer capaz de “levantar el ánimo” nada más de verla.
Aún no sé cuáles son mis obligaciones en el casino ni he tratado con nadie acuerdo de pago alguno al respecto. Supongo que como toda mi vida he sido mesonero, debo hacer lo mismo en el casino y ocasionalmente así lo he hecho: he servido tragos y pasapalos, además de ayudar un poco en la limpieza junto con las dos encargadas del mantenimiento: dos mujeres flacuchentas y desaliñadas, cuyo afán es limpiar vanamente el demencial casino, del cual salí espantado, la primera vez que estuve allí, por una puerta estrecha del fondo hacia la terraza de la azotea. Me recosté  del pretil que limitaba con la noche oscurísima de un cielo sin estrellas: me sentí en una noche cerrada en altamar. Era un mundo gélido y sin insectos nocturnos, confabulado contra la calma y la cordura. Nada daba muestras de haber  sospechas de vida más allá del pretil del cual me descubrí aferrado con toda mi fuerza, por miedo a caerme en esa oscuridad que ni en el recuerdo da tregua al asombro.
Volví a mi habitación después de subir y bajar decenas de escaleras, muchas de las cuales terminaban en recias paredes o en el principio de otra escalera ciega, pero al fin pude encontrar la habitación y echarme a dormir no sé por cuánto tiempo.

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