Proemio
Sabrán
perdonarme el tiempo, y quienes concedan a leerme, esta insistencia de publicar
mis relatos por entregas. Sin editor, sin plata y con puro empeño o necedad, me
aventuro en estos tiempos desafortunados para Venezuela, donde se ofrece una
joya con una mano y con la otra se aprieta un puñal, a cometer la impertinencia
de afincarme en la silla y combinar letras con el teclado para urdir historias,
cuando urgencias elementales mueven a quien esto escribe y a mis paisanos.
Muchas
veces puede más la porfía que la desazón y, total, como suelen decir mis
parientes más viejos: ¡pa cuatro días que vive uno! Vaya, entonces, Una isla para siempre, concebido en el
desvelo, la angustia, las luchas de calle y ante las injusticias cotidianas en
esta nave de locos, al garete y ensombrecida que es hoy Venezuela.
Parto, Eduardo Bárcenas.
A la memoria de Ligia Olivieri
Donde el cuco
desaparece
hay una isla
Basho
Hay una isla
en la
oscuridad y tú estarás allí…
Mark
Strand
Llevo
tiempo aquí, en esta isla. Ya no sé si quiero volver a casa y no sé si puedo
volver. De cómo llegué aquí recuerdo un antecedente en mi vida; por eso me
pregunto, pese a las diferencias de las circunstancias, si aquella vez
prefiguraba a ésta.
Aquella vez era un martes cerca del mediodía
y yo vagaba por el centro de la ciudad, paseando el tedio y el sinsentido sin
posibilidad de entrar a un bar o regalarme el cariño pagado y peregrino de una
puta, cuando me encontré con Benito Briceño y José Espinoza, dos amigos que
alguna vez me presentó mi primo Roberto. Son dos tipos sin profesión ni oficio
determinado, pero se hacen llamar ingenieros y se dedican a contratar con
instituciones del estado para cuanto ellas requieran: pueden vender desde una
caja de bolígrafos hasta equipos de oficina y construir, con personal a su mando,
carreteras, puentes, galpones y estadios de pueblos. Ya estaban achispados y
por eso dadores de una amistad eufórica y generosa. Me invitaron a almorzar y
entramos a uno de esos comederos concurridos, bulliciosos, baratos y
frecuentados por toda clase de gente. Lo menos que pidieron fue comida. Las
tandas de cervezas se sucedieron rápidas y sin reparos: después de quién sabe
cuántas aparecieron en la mesa un plato de pepitonas picantes y unas galletas
de soda. Fue lo único que comimos y mi estómago estragado y mi cerebro embotado
más supieron de cervezas y cigarrillos como si no hubiese más nada en la vida
que saborear.
A
eso de las cinco de la tarde (supuse por el ajetreo de la ciudad) tomamos un
taxi que entre colas y frecuentes mentadas de madre nos llevó a la casa de José
Espinoza en un barrio inmediato al cementerio viejo de la ciudad. El anfitrión
se dedicó a poner boleros en un reproductor de discos compactos, a servir
taquitos de queso llanero, rebanadas de pan campesino y tragos de un ron oriental,
supuestamente parecido al brandy, pero a mí me supo a cualquier lavagallos.
Estábamos en el porche de la casa y nos separaba de la calle un angosto jardín
de matas resecas y una verja baja de rejas oxidadas y columnas de concreto
apenas frisadas. No sé a qué hora ni por qué, pero ya era de noche, se me
antojó marcharme y no estaba ni borracho ni del todo sobrio, pero estaba en una
especie de nube de indiferencia y lejanía en la cual ni la música ni los
chistes ni las parrafadas politiqueras de José y Benito parecían provenir de un
mundo cotidiano y necesario para la tranquilidad. Y aproveché que uno fue al
baño y el otro a buscar más para picar y me escapé a la calle, abriendo la reja
de la verja sin vueltas de llave, y caminé a capricho porque no sabía bien
dónde estaba ni cómo llegar desde allí hasta mi casa, la casa de mis padres.
Caminé varias cuadras, no sé cuántas, y me encontré ante la puerta principal
del cementerio: no cargaba dinero ni pasaba un solo carro por esa calle y ahí
me quedé, con la mirada fija en la puerta del cementerio, y supe otra vez de mí
a una cuadra de mi casa, en la esquina del remate de caballos de Hugo Linares,
sin saber cómo llegué hasta ahí sin caminar tan larga distancia ni montarme en
vehículo alguno.
Tardé
rato en saber dónde estaba. El tiempo era un fluido ligero sobre el cual yo me
deslizaba. Entré al remate y le pedí a Hugo una cerveza: me voy a tomar tres
cuando mucho y te las pago mañana. Sonrió con amabilidad de acreedor confiado y
me la dio. Cuando iba por la segunda apareció Sonia en el umbral de una de las
puertas de esa taguara.
-¿Dónde
estabas? Te he buscado todo el día. ¿No te acuerdas del compromiso de hoy?
La
miré como si la estuviese soñando. Me fijé en ese lunar junto al filtro; ese
lunar, en el borde del labio superior, redondo y apenas abultado, lo miraba
como se mira a la luna llena. Un vez más me perdí en ese cautivador lunar,
centro de atracción de mi corazón sonámbulo.
-Creí
que tus padres, para variar, te estaban negando. ¿Estabas dormido?
No
sé qué le dije, pero me levanté, pedí otra cerveza, me la tomé en dos tragos y
le dije que la amaba. Sonia es indiferente ante esas declaraciones de amor,
actúa y responde, yéndose por otro lado, como aquella noche:
-Ven,
mi amor. Nos están esperando.
Y
nos fuimos a casa de una tía de ella a cantarle cumpleaños a una muchachita, a
una prima, creo, mientras hablábamos de nuestro amor y nos besábamos. Otra vez
no sabía dónde estaba ni cómo llegué a estar junto a ella, mi amor.
Te
amo, le dije. La noche se convirtió en un orbe sin seguridad y sin razón de
estar vivo. Después, al salir de la fiesta, pasamos largo rato encerrados en su
carro, frente a mi casa, besándonos y tocándonos con la promesa de un día
mejor. Le dije: sabes lo que pasa cuando a uno lo tocan demasiado y no se
desahoga. Lo sé, hasta mañana, me susurró al oído. Nos besamos y volví mío, una
vez más, ese lunar en su labio superior, más cerca de mi corazón que sus
palabras.
Yo
seguía como si estuviese soñando.
Pero
esta vez, de este sin saber cómo y por qué estoy en esta isla ha pasado tiempo;
ni largo ni corto, sólo ha pasado. Podría ser por la emetina: fue lo único que
impidió que las amibas me destrozaran el hígado después de convertirlo en su
provechosa morada. Una vecina del barrio, María la enfermera, era la encargada
de inyectarme ese veneno cada dos días: deliraba, me volvía otro, pronunciaba
largas parrafadas incoherentes, según me dijeron
María y mi mamá. Sé que por varios minutos me ausentaba de mí y luego
regresaba
extenuado y sudoroso. Tal vez fue por ese ingrato
remedio: la noche antes de salir de casa, Sonia pudo ofrendarme los encantos de
su boca y pudo cabalgarme hasta el cansancio, hasta inundarla con un semen
espeso y quemante, a pesar de mi debilidad.
En
la madrugada me levanté y caminé hasta la sala y me puse a mirar por la ventana
hacia el patio umbroso: un viento húmedo y frío hacía murmurar en un lenguaje
universal y rara vez comprensible a las matas de los porrones y a los árboles.
Me dieron ganas de fumar y sentí que ya no me repugnaría el humo del cigarrillo
y así como aquella vez que después de un día de farra, lejos de mi casa,
aparecí a una cuadra de ella sin aún encontrarle explicación a ese inconcebible
traslado, así me encontré aquella madrugada al borde del lago, de pie a la
mitad de un estrecho muelle de unos veinte metros de largo.
Una
voz a mi izquierda se impuso al ruido de las aguas del lago estrellándose
contra los postes del muelle:
-Llegaste
a tiempo. Ya estaba por irme.
Apenas
pronunció esas palabras, encendió el motor del peñero. Con un gesto de la mano
me invitó a abordarlo. Era un hombre viejo, calvo, de mirada fruncida, nariz
prominente y boca ancha de labios gruesos. No hablamos en todo el trayecto y al
llegar a la isla me dijo, en un tono de fingida cordialidad:
-Espero
que disfrutes tu estadía en esta isla. Adiós.
Me
encaminé por un sendero resbaloso, cubierto de corocillo rociado. A todo lo
ancho de la costa había numerosas fogatas dispersas en torno a las cuales pude
notar siluetas humanas inertes y otras moviéndose con lentitud. No sabía adónde
iba, pero nada en mí contravino a mis
pasos. Caminé, calculo, algo más de una hora hasta plantarme ante un edificio
de cuatro pisos, de frente curvado, todo en obra gris y angostas ventanas
verticales separadas entre sí unos cuatro metros. Empujé la hoja entreabierta
del inmenso portón de metal: en el vestíbulo estaban tres ancianas de porte y
vestimenta antigua conversando en voz baja. Me paré ante ellas y la más alta,
de rostro severo y muy arrugado me dijo, mirándome a los ojos:
-Eres
más joven de lo que pensábamos, pero igual eres bienvenido a La Herradura.
-¿La
Herradura?- pregunté, pensando en que ese nombre me sonaba a castigo.
-Así
es, La Herradura. Ese es el nombre de este edificio, por su forma- dijo otra de
las ancianas, una encorvada, sin mirarme.
Y
luego la otra, que daba la impresión de pasar los cien años y me hizo recordar
a mi abuela paterna, me dijo, señalando la escalera que se abre paso por todo
el medio del edificio:
-Tu
habitación está en el cuarto piso. La séptima a la izquierda.
La
más alta, la de rostro severo y muy arrugado me advirtió, cuando yo pisaba el
primer peldaño:
-Después
de que reposes te diremos cuáles son tus
obligaciones. Hasta luego.
Dormí
muchas horas, eso creo, toda una eternidad, diría mi mamá, como si algún ser
humano puede sentir o razonar ese tiempo abstracto, que es todos los tiempos y
ningún tiempo. La eternidad: algo imposible de entender para el ser humano. Por
lo menos sé que hay palabras sin sentido, que son sólo necesarias para no
enloquecer. La eternidad es una de ellas. Creo que nada ni nadie quiere ser
eterno. Yo menos.
Me
levanté y bajé al vestíbulo: no había nadie. A la entrada estaban las tres Morales, como ahora sé que así las
llaman a las tres hermanas, y Tarenco, el barquero que me trajo a esta isla (si
él no es maracucho, Tarenco ha de ser un
apodo). No era de día ni tampoco estaba tan oscuro como para llamarla noche: la
propia penumbra.
Me
acerqué a las Morales y a Tarenco. La más alta de las Morales, casi escupiéndome
y empujándome me mandó al casino, en el extremo derecho de La Herradura, en el único espacio techado
de la azotea, aparte del “salón inaccesible”.
-Ahí
te entenderás- me dijo.
El
casino me pareció el sitio más indeseable de La Herradura: bulla en exceso,
todo revuelto, el piso sembrado de colillas de cigarrillos, gargajos abundantes
gruesos y sanguinolentos por todos lados, vasos y botellas tirados en el piso. Todos gritaban,
mujeres casi desnudas iban de un lado a otro y tipos bastos y ofensivos les apretaban las nalgas o
groseramente les tocaban la entrepierna; en un rincón, un tipo famélico le
besaba y le mordisqueaba las tetas enormes a una muchacha pálida y drogada;
pero me llamó la atención una mesa, al fondo, donde jugaban cartas. No me era
un juego conocido ni quise saber cuál: apostaban fuerte, sobre todo míster
Queen, un catire tosco y descomunal que mantenía abrazando por la cintura a una
negra hermosísima y sensual por demás. Según supe después, ella es el amuleto
de míster Queen: la llaman la Pepa de Billie Queen, porque ella le da suerte y
cada vez que gana una mano le besa el ombligo siempre descubierto (siempre
lleva puesta una blusa muy corta y escotada), y cuantas veces lo he visto
cumplir ese ritual me lleno de envidia y deseo. Nadie sabe su nombre, sólo la
llaman la Pepa y sólo sé que en La Herradura y en todo cuanto he podido conocer
en la isla es la única mujer capaz de “levantar el ánimo” nada más de verla.
Aún
no sé cuáles son mis obligaciones en el casino ni he tratado con nadie acuerdo
de pago alguno al respecto. Supongo que como toda mi vida he sido mesonero,
debo hacer lo mismo en el casino y ocasionalmente así lo he hecho: he servido
tragos y pasapalos, además de ayudar un poco en la limpieza junto con las dos
encargadas del mantenimiento: dos mujeres flacuchentas y desaliñadas, cuyo afán
es limpiar vanamente el demencial casino, del cual salí espantado, la primera
vez que estuve allí, por una puerta estrecha del fondo hacia la terraza de la
azotea. Me recosté del pretil que
limitaba con la noche oscurísima de un cielo sin estrellas: me sentí en una
noche cerrada en altamar. Era un mundo gélido y sin insectos nocturnos,
confabulado contra la calma y la cordura. Nada daba muestras de haber sospechas de vida más allá del pretil del
cual me descubrí aferrado con toda mi fuerza, por miedo a caerme en esa
oscuridad que ni en el recuerdo da tregua al asombro.
Volví
a mi habitación después de subir y bajar decenas de escaleras, muchas de las
cuales terminaban en recias paredes o en el principio de otra escalera ciega,
pero al fin pude encontrar la habitación y echarme a dormir no sé por cuánto
tiempo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario