Volví
a la terraza de la azotea, pero en esa oportunidad sin pasar por el casino. Fue
por otra puerta, grande, de dos hojas, de madera tallada con la representación
de leones y toros enfurecidos y hombres temerosos. Caminé hasta el pretil colindante con la
oscuridad cerrada. Una cabeza de león rugiendo, tallada en piedra, corona el centro
de la terraza. Estuve detallándola por un rato: me inspiró miedo y me aparté de
ella. Entonces apareció la Señora, como
la llaman todos aquí. No me pareció hermosa, pero sí muy atractiva: algo en
ella seduce y encanta, pero infunde un respeto temible.
-El
frente de La Herradura, la curva, da hacia el norte. Sus brazos apuntan hacia
el sur. Y hacia el sur está el voladero donde deambulan los ruines, esos que
algunas veces intentan entrar aquí y arrasarnos, pero nunca lo lograrán. Por
esos los tres leones, dos hembras y un macho, fuertes y fieros, custodian
nuestro límite con el voladero. Los tres leones, de vez en cuando, eso es
impredecible, entran al patio central de La Herradura saltando la cerca que nos
protege. No sé cómo, pero lo hacen. Rondan cuanto se les antoje por allí
–señaló hacia el centro oscuro de La Herradura-, incluso se pasean por el
pasillo externo de la planta baja y así como vienen, vuelven a su territorio,
cuya extensión nadie conoce.
Me
extendió la mano izquierda y la tomé con mi derecha. Caminamos muy juntos hasta
el extremo del brazo este de La Herradura, después de atravesar un umbral
insospechado en el rectángulo de la terraza.
-Se
supone que del este siempre viene la luz- dijo, señalando con la derecha hacia
esa dirección. Aún seguíamos tomados de las manos. Muchas preguntas me
asediaban, pero no me atrevía a pronunciarlas: me sentía lleno de miedo y
devoción por ella. Su rostro cobrizo, delineado en medio de su largo cabello
negro y lacio, sólo pude mirarlo por segundos.
-Cándida
Hesperia puede alumbrarte si sabes cómo ganarte su afecto. Ella nunca te
buscará. De ti depende encontrarla- me soltó la mano y se fue.
Regresé
al centro de la terraza. Pude ver algunas luces vertiginosas en el voladero. Seguí hasta el casino y me
planté junto a la Pepa, casi rozando su brazo. Míster Queen me miró de mala
gana y me pidió un trago del aguardiente raro. Se lo serví con estudiada
cortesía y me planté de nuevo junto a la Pepa. Ella volteó a mirarme y me
sonrió y con los labios me hizo un gesto de sensualidad cómplice y más atrás,
sin mediar palabras, el puño enorme de míster Queen se estrelló justo debajo de
mi oreja derecha y caí de largo a largo en el piso inmundo.
Desperté
en el regazo de la gorda Nubia. Me besaba la frente y me acariciaba la cabeza. Cuando abrí los ojos me
besó en los labios. Me consentía. Nubia es dulce, simpática e inagotable. Es la
única persona en esta isla con alma de gente. No se altera ni se ofende por
tonterías. Da lo que es a corazón abierto.
-No
repitas esa estupidez. Míster Queen es un enfermo celoso. La Pepa es su diosa…
¿y cómo te atreves a estar junto a ella con tu virilidad alborotada?- eso me
dijo la gorda Nubia después de besarme una y otra vez en la frente.
Estábamos
en un pasillo de La Herradura, apenas alumbrados por las quietas llamas de unos
velones negros, como los hay a mitad de pared sobre angostas repisas, en todo
el interior de La Herradura. La miré con cariño y agradecimiento. Me levantó y
nos fuimos al Paseo de las Escaleras. Ella seguía besándome en el cuello y me
susurraba palabras amorosas al oído. Bajábamos y bajábamos por escalones de
mármol, de blanco y negro intercalados, como si el mundo fuera nuevo y lo
descubríamos con nuestros limitados sentidos. A uno y otro lado se oían gritos
de gente, no sé si eufórica o torturada o desesperada, pero tomado de la mano
con ella era como avanzar en un prado benévolo y generoso con la alegría de
vivir. Seguimos con pasos firmes bajando esas amplias escaleras y, al fondo, en un aire apenumbrado, como un
recuerdo lejano, había huellas exactas de grandes seres sobre la tierra seca y,
a los lados, lápidas irregulares en granito y mármol, se extendían como
monumentos a ídolos inmemoriales: eran, quizás, tumbas sin nombres, sin
dedicatorias de sus dolientes. Me sentí en un mundo donde nunca quise estar,
mientras la gorda Nubia me besaba el
cuello con fruición y como único destino.
Más
allá de mi pobre vista, bajo una oscuridad indecisa, se abrían campos en formas
irregulares, pero delimitados en perfección geométrica, y ya no podía más ante
tan calculadas maneras de ver el mundo y pensé: este es el único mundo en el
cual ya sólo sé estar y ver, sin afirmar
nada ni rebotar preguntas. Sólo sé de la heteróclita hermosura de ese recorrido
y de esas impresiones sugestivas a cada paso. Y así anduve con el cariño de la
gorda Nubia y los ojos más abiertos que nunca ante la realidad de esos momentos
raros.
-Aquí
estamos, en el punto de partida- dijo ella.
Y
los ciento cuarenta y siete escalones que descendí complacido con la gorda
Nubia fueron un episodio repetido una y otra vez. Aún no comprendo por qué al
caminar unos doscientos metros de
vuelta, estamos en el punto de partida sin subir ni un metro. Pero aquí, en
esta isla, todo es así. Las preguntas sobran y las respuestas faltan. No hay
respuestas para las preguntas.
Creo
que la gorda Nubia está enamorada de mí, pero yo sólo tengo cuerpo y
pensamientos para Sonia. La Pepa de Billie Queen me alborota la virilidad, pero
eso no es amor. Es la pura lujuria, el deseo que su ser de ricura alebresta. Ni
siquiera sé cómo llamar a Sonia: decirle que no me olvide, que estoy en este
mundo amándola; pero no sé cómo volver a sus brazos, a su lunar subyugante, a
su boca posesiva… a eso tan suyo, cálido y absorbente. Quiero tenerla a mi
lado, ratificarle mi amor y mi deseo; al menos espero que nuestros anhelos
coincidan en el espacio que nos separa, en el amor cuyas barreras casi nadie
conoce.

También
fue el tiempo en que mi tía Ada, la hermana menor de mi mamá, me llevó a un
río. Llegamos después de un largo y
alegre recorrido en un viejo autobús lleno de gente de todas las edades. Ella y yo nos separamos de los demás pasajeros y caminamos río
arriba, hasta un pozo llano. En una de las piedras que lo circundaban, la más
plana, estaba sentada una señora que nos recibió con mucha cordialidad y
cariño. Mi tía me mandó a bañarme en el pozo, mientras ella conversaba con
Julia (jamás olvidaré su nombre), y en cierto momento advertí que mi tía Ada
sollozaba abrazando a Julia. Meses después, no muchos, mi tía Ada murió, apenas
cumplidos treinta años. Siempre supe, sin que nadie me lo dijera o en aquel
momento escuchara alguna palabra, que aquella conversación entre ellas era una
despedida para siempre.
Así
hay un tiempo para cada uno de nosotros. Así somos, pero llegan los días de las
exigencias, las obligaciones y de eso abarcado con un término genérico: la
rutina. Y nada de eso sería de lamentar, si no fuese porque nos lleva a otro
extremo, olvidando aquello, lo otro, lo de ese otro tiempo: nos quedamos en el
extremo árido.
Algo
de eso perdido, difuminado en la cotidianidad, he reconocido en esta isla,
aunque no siempre en circunstancias agradables: han sido embates contra un
sólido muro de miseria humana. Aquí también me he elevado, en las únicas horas
claras en mi cabeza, aunque de cielo nublado: en el apogeo de la elevación
comprendí que el disfrute de la altura, el goce de mirar cuanto podía, lo es
todo y no importa si alguien más sabe de esa íntima y modesta satisfacción. Por
eso, mi permanencia en esta isla no me ha resultado tan pesarosa, aunque el
trato de las Morales, el golpe que me propinó míster Queen y el temor a un
ataque de los ruines parecieran suficientes para sentirme espantado. Y no puedo
negar que el cariño espontáneo e incondicional de la gorda Nubia y la arrobadora
hermosura y sensualidad de la Pepa han despertado y elevado mi gratitud.
Ya
en ese punto de compensación, me arriesgué a salir solo de La Herradura. La calle de enfrente no era la misma de otras
veces; al menos yo no la recordaba así. Esta no estaba asfaltada y no tenía
acera a uno y otro lado. El cruce más cercano estaba a una cuadra a la
izquierda y frente a La Herradura no había un parque con árboles y arbustos
frondosos, sino un zanjón en cuyo fondo estaba empozada un agua verdosa. Bajo
una luz indecisa de amanecer o atardecer caminé hasta el cruce de la izquierda,
donde comenzaba una larga calle también sin asfaltar y sin aceras: a la
izquierda una fila de bloques de catorce
pisos, de dos cuerpos unidos por una escalera central. De cada uno de los
apartamentos de esos tantos bloques
salía una música distinta a todo volumen; en las plantas bajas y en los estacionamientos
quién sabe cuánta gente hablaba o gritaba o cantaba o silbaba. De pronto se oían objetos de vidrio,
seguramente botellas de aguardiente o cerveza, estrellarse contra paredes o el
piso; se oían disparos, pitas e insultos, pero no tuve miedo: algo me aseguraba
que con sólo seguir mi camino y no acercarme a los edificios no correría
peligro.
Sólo
sé que iba hacia el norte de la isla, de acuerdo con lo que me había indicado
la Señora sobre la posición de La Herradura y según le había escuchado en el
casino a unos de sus disparatados huéspedes. Al final de esa prolongada calle, donde
también terminaba la hilera de bloques, al otro lado de una avenida en la que
aquélla desembocaba, pude ver, entre altos árboles de follaje oscuro, un
edificio de dos plantas abarcando toda una cuadra. En sus ventanales se
alternaban resplandores. Al principio me pareció un museo; luego, un palacio de
gobierno. No quise, no tuve valor para cruzar la avenida y allegarme hasta
alguno de sus pórticos; además, al llegar a ese punto algo negado a mi vista me
sujetaba con fuerza el tobillo derecho... una cuerda, una liana, un tentáculo.
Y
volví a La Herradura en menos tiempo del que tardé fuera de ella.
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