Subí
a la azotea de La Herradura; caminé hasta el extremo del brazo oeste y de
inmediato volví sobre mis pasos, poco a poco: una claridad crepuscular me
permitió, por primera vez, ver mejor este mundo, con tranquilidad amenazada,
algunos de sus detalles y los distantes límites de su entorno.
En
el centro del pretil de la curva interior de La Herradura destacaba la cabeza
de león, de tamaño natural, tallada en piedra y en el extremo de cada brazo una
cabeza de leona: parecía que en cualquier momento serían piel, carne y huesos
de leones verdaderos con toda la furia de sus instintos.
El
límite sur de La Herradura y de toda la isla (el voladero de los ruines) es una
inmensa pared de piedra lisa, sin una grieta ni un saliente, de unos doscientos
metros de altura y en cuyo pie pude discernir una delgada franja de tierra
negruzca como una serpiente en reposo, a ratos bañada por las aguas oscuras y
de silenciosa inquietud del lago.
En
el horizonte, más allá del lago y de una planicie desértica, unos cerros
rojizos, recostados del cielo crepuscular, como recién paridos por las entrañas
de la tierra, daban una sensación de angustiosa lejanía.
En
las muchas isletas desperdigadas en el lago, como manchas de moho sobre un
encerado oscuro de ligeras ondulaciones, podían verse claros iluminados por
pequeñas fogatas en torno a las cuales se agitaban figuras humanas. Me han
dicho que son los ruines con incesantes rituales; de ellos también me han dicho
que el lago no les da buena pesca o casi nada, que se alimentan de los pocos
frutos no venenosos y algunas raíces, que sus mujeres se dan con frecuencia al
sexo oral para alimentarse con el semen de esos varones implacables y desarraigados,
y por eso algunas, solitarias y errabundas, los asaltan en los estrechos
senderos apenas permitidos por la tupida vegetación para succionarlos con feroz
fruición.
-Nadie
puede bañarse en el lago. Todas esas algas y matas que apenas se asoman a la
superficie alguna vez fueron brazos y manos de gente enloquecida o despiadada
que jalan hacia las profundidades, hacia el lecho lodoso, y si alguien logra
sobrevivir, ya las aguas del lago lo han dejado sin memoria y nunca recordará
quien era en cada momento de su antes, ni siquiera un segundo. Eso no logro
entenderlo, pero dicen que es así- eso me dijo el maestro Losada, un anciano de
poco hablar y mirada hundida que ocasionalmente se sienta a un lado del portón
de La Herradura.
Caminé
hasta el extremo este y antes de llegar y poder tocar con tímida reverencia la
cabeza de la otra leona, este mundo volvió a su oscuridad habitual. Según me
dijeron, la claridad crepuscular anunciaba que la Señora partía hacia el mundo
de su padre, como corresponde por el convenio entre éste y el Señor. Y el Señor
se enfurece cada vez que eso sucede, pero no puede faltar a su palabra y la
Señora parte con una comitiva de cuatro muchachas y con ellas vuelve cuando le
toca.
Muchos
aquí creen que en algún lugar de la carretera se me apareció el Señor cuando
volvía del centro de la isla y por eso mi semblante de hombre aterrado, según
se encargaron de difundir las Morales. Y creen eso porque el Señor descarga su
furia por la partida de la Señora, incluso en vísperas de su inevitable y
riguroso cumplimiento, mostrando su peor rostro a los caminantes solitarios. De
nada me vale desmentir esa temida aparición: todos aquí están convencidos de
que por orgullo no lo reconozco.
La
oscuridad se hizo más cerrada y se oían gritos lejanos, como aullidos de perros
tristes, ascendiendo por el voladero de los ruines. Pensé que yo podía ser uno
de ellos, de esos ruines, a la intemperie, como ellos, porque la gorda Nubia no
me buscaba, se negaba a verme y nadie me daba razón de ella. Así fue hasta que,
saliendo del sueño, la sentí desnuda y cálida a mi lado. El regreso de la gorda
Nubia impidió que la posibilidad de huir hacia alguna isleta me obsesionara,
aunque no contara con la más rudimentaria embarcación ni supiera por cuál punto
de la isla podía emprender esa peligrosa travesía.
Algo
más me sucedió en la azotea después de la claridad crepuscular. Esa vez no
sentí miedo; ni los gritos como aullidos de perros tristes, ni las fogatas
dispersas en las isletas de los ruines, alentaron terribles suposiciones ni
horrendas fantasías. Recosté el pecho del pretil, junto a la vívida cabeza del
león. Me dediqué a lentas y pausadas respiraciones para evitar la permanencia
de cualquier pensamiento o recuerdo y abstraído en esa oscuridad cósmica sin el
destello, al menos lejano, de alguna estrella u otro cuerpo celeste, una mano
tibia se posó en mi hombro. Volteé, confiado en que esa mano y esa presencia a
mi izquierda, percibida con todo el cuerpo, eran de la Señora. Y no fue así:
era la Pepa.
-Y
tú jurabas que era la Señora- acompañó esas palabras burlonas con una amplia
sonrisa de irresponsable provocación.
-Además
de bella, eres jodedora.
-Sólo
con quienes me caen bien- se recostó del pretil, muy cerca de mí, sin quitarme
la mirada. Me puse nervioso y eso le complacía.
-Cuando
estuviste en la barra del casino hablando con ese poeta loco, el tal Defresne,
estuviste muy cerca de mí y no volteaste a mirarme ni una sola vez- era un
reproche sarcástico y sensual.
-Ya
sabes lo que pasó por una mirada.
-Eso,
mi querido, fue más que una mirada- rió, conteniendo las carcajadas-, pero no
te culpo. Es un don que yo tengo.
-Un
don muy bien administrado.
-Sí,
no lo niego.
Como
yo no dejaba de mirar hacia la puerta que da al casino por temor al gorila de
Billie Queen, quiso calmarme:
-Billie
está en el quinto sueño de la borrachera, así que deja los nervios- acercó su
rostro al mío y pude percibir su olor de mujer fogosa y un discreto perfume
dulzón. Sospeché que me estaba poniendo a prueba-. Podemos estar aquí con
tranquilidad, porque, aparte de ti, a nadie le gusta este lugar donde casi no
se ve nada.
-Pero
las paredes tienen ojos.
-Sí,
así es, pero sólo te verán a ti y no pierdas el tiempo preguntándome por qué.
-Si
tú lo dices- no otra cosa se me ocurrió ante esa mentira tonta.
Las
llamas temblorosas de unas lámparas de querosén, una sobre la puerta que da al
casino y otra sobre el techo del “salón inaccesible”, daban la mínima luz que
permitía vernos. La Pepa me tomó por los hombros y me recostó de la cabeza del
león y estrechó toda la voluptuosidad de su cuerpo contra el mío, y sólo un
dedo separaba nuestras bocas.
-Si
quieres, puedes besarme. Pero si lo haces no podrás detenerte y no impediré que
me tomes toda. Así realizaríamos tu deseo y yo no te negaría ningún goce, pero
más nunca tendrás ojos ni varonía para ninguna otra mujer en todos los mundos
del mundo y yo seguiría siendo la Pepa de Billie Queen, porque nuestros
destinos están unidos para siempre. Yo soy su diosa y él mi eterno y principal
adorador, aunque yo me entregara a ti ocasionalmente. Aquí donde estamos todo
es definitivo. Tú decides.
La
abracé por la cintura, con fuerza delicada, sintiéndola toda, sus senos
latiendo en mi pecho, su abultado don contra la dureza enhiesta de mi deseo; ya
nada separaba nuestros labios, en un roce más letal que un beso profundo;
aspiré su aliento cálido y ya me perdía en la oscuridad del entorno y en la
despiadada carnalidad de su arrobadora presencia… y la aparte de mí. Supe que no mentía, que si
me adentraba en el gozoso martirio de sus placeres, más nunca podría renunciar
a sus encantos y estaría condenado a sus inconstancias y a sus caprichos.
Me
sopló un beso y se fue.
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