martes, 17 de abril de 2018

Una isla para siempre (sexta entrega)

Subí a la azotea de La Herradura; caminé hasta el extremo del brazo oeste y de inmediato volví sobre mis pasos, poco a poco: una claridad crepuscular me permitió, por primera vez, ver mejor este mundo, con tranquilidad amenazada, algunos de sus detalles y los distantes límites de su entorno.
En el centro del pretil de la curva interior de La Herradura destacaba la cabeza de león, de tamaño natural, tallada en piedra y en el extremo de cada brazo una cabeza de leona: parecía que en cualquier momento serían piel, carne y huesos de leones verdaderos con toda la furia de sus instintos.
El límite sur de La Herradura y de toda la isla (el voladero de los ruines) es una inmensa pared de piedra lisa, sin una grieta ni un saliente, de unos doscientos metros de altura y en cuyo pie pude discernir una delgada franja de tierra negruzca como una serpiente en reposo, a ratos bañada por las aguas oscuras y de silenciosa inquietud del lago.
En el horizonte, más allá del lago y de una planicie desértica, unos cerros rojizos, recostados del cielo crepuscular, como recién paridos por las entrañas de la tierra, daban una sensación de angustiosa lejanía.
En las muchas isletas desperdigadas en el lago, como manchas de moho sobre un encerado oscuro de ligeras ondulaciones, podían verse claros iluminados por pequeñas fogatas en torno a las cuales se agitaban figuras humanas. Me han dicho que son los ruines con incesantes rituales; de ellos también me han dicho que el lago no les da buena pesca o casi nada, que se alimentan de los pocos frutos no venenosos y algunas raíces, que sus mujeres se dan con frecuencia al sexo oral para alimentarse con el semen de esos varones implacables y desarraigados, y por eso algunas, solitarias y errabundas, los asaltan en los estrechos senderos apenas permitidos por la tupida vegetación para succionarlos con feroz fruición.
-Nadie puede bañarse en el lago. Todas esas algas y matas que apenas se asoman a la superficie alguna vez fueron brazos y manos de gente enloquecida o despiadada que jalan hacia las profundidades, hacia el lecho lodoso, y si alguien logra sobrevivir, ya las aguas del lago lo han dejado sin memoria y nunca recordará quien era en cada momento de su antes, ni siquiera un segundo. Eso no logro entenderlo, pero dicen que es así- eso me dijo el maestro Losada, un anciano de poco hablar y mirada hundida que ocasionalmente se sienta a un lado del portón de La Herradura.
Caminé hasta el extremo este y antes de llegar y poder tocar con tímida reverencia la cabeza de la otra leona, este mundo volvió a su oscuridad habitual. Según me dijeron, la claridad crepuscular anunciaba que la Señora partía hacia el mundo de su padre, como corresponde por el convenio entre éste y el Señor. Y el Señor se enfurece cada vez que eso sucede, pero no puede faltar a su palabra y la Señora parte con una comitiva de cuatro muchachas y con ellas vuelve cuando le toca.
Muchos aquí creen que en algún lugar de la carretera se me apareció el Señor cuando volvía del centro de la isla y por eso mi semblante de hombre aterrado, según se encargaron de difundir las Morales. Y creen eso porque el Señor descarga su furia por la partida de la Señora, incluso en vísperas de su inevitable y riguroso cumplimiento, mostrando su peor rostro a los caminantes solitarios. De nada me vale desmentir esa temida aparición: todos aquí están convencidos de que por orgullo no lo reconozco.

La oscuridad se hizo más cerrada y se oían gritos lejanos, como aullidos de perros tristes, ascendiendo por el voladero de los ruines. Pensé que yo podía ser uno de ellos, de esos ruines, a la intemperie, como ellos, porque la gorda Nubia no me buscaba, se negaba a verme y nadie me daba razón de ella. Así fue hasta que, saliendo del sueño, la sentí desnuda y cálida a mi lado. El regreso de la gorda Nubia impidió que la posibilidad de huir hacia alguna isleta me obsesionara, aunque no contara con la más rudimentaria embarcación ni supiera por cuál punto de la isla podía emprender esa peligrosa travesía.
Algo más me sucedió en la azotea después de la claridad crepuscular. Esa vez no sentí miedo; ni los gritos como aullidos de perros tristes, ni las fogatas dispersas en las isletas de los ruines, alentaron terribles suposiciones ni horrendas fantasías. Recosté el pecho del pretil, junto a la vívida cabeza del león. Me dediqué a lentas y pausadas respiraciones para evitar la permanencia de cualquier pensamiento o recuerdo y abstraído en esa oscuridad cósmica sin el destello, al menos lejano, de alguna estrella u otro cuerpo celeste, una mano tibia se posó en mi hombro. Volteé, confiado en que esa mano y esa presencia a mi izquierda, percibida con todo el cuerpo, eran de la Señora. Y no fue así: era la Pepa.
-Y tú jurabas que era la Señora- acompañó esas palabras burlonas con una amplia sonrisa de irresponsable provocación.
-Además de bella, eres jodedora.
-Sólo con quienes me caen bien- se recostó del pretil, muy cerca de mí, sin quitarme la mirada. Me puse nervioso y eso le complacía.
-Cuando estuviste en la barra del casino hablando con ese poeta loco, el tal Defresne, estuviste muy cerca de mí y no volteaste a mirarme ni una sola vez- era un reproche sarcástico y sensual.
-Ya sabes lo que pasó por una mirada.
-Eso, mi querido, fue más que una mirada- rió, conteniendo las carcajadas-, pero no te culpo. Es un don que yo tengo.
-Un don muy bien administrado.
-Sí, no lo niego.
Como yo no dejaba de mirar hacia la puerta que da al casino por temor al gorila de Billie Queen, quiso calmarme:
-Billie está en el quinto sueño de la borrachera, así que deja los nervios- acercó su rostro al mío y pude percibir su olor de mujer fogosa y un discreto perfume dulzón. Sospeché que me estaba poniendo a prueba-. Podemos estar aquí con tranquilidad, porque, aparte de ti, a nadie le gusta este lugar donde casi no se ve nada.
-Pero las paredes tienen ojos.
-Sí, así es, pero sólo te verán a ti y no pierdas el tiempo preguntándome por qué.
-Si tú lo dices- no otra cosa se me ocurrió ante esa mentira tonta.
Las llamas temblorosas de unas lámparas de querosén, una sobre la puerta que da al casino y otra sobre el techo del “salón inaccesible”, daban la mínima luz que permitía vernos. La Pepa me tomó por los hombros y me recostó de la cabeza del león y estrechó toda la voluptuosidad de su cuerpo contra el mío, y sólo un dedo separaba nuestras bocas.
-Si quieres, puedes besarme. Pero si lo haces no podrás detenerte y no impediré que me tomes toda. Así realizaríamos tu deseo y yo no te negaría ningún goce, pero más nunca tendrás ojos ni varonía para ninguna otra mujer en todos los mundos del mundo y yo seguiría siendo la Pepa de Billie Queen, porque nuestros destinos están unidos para siempre. Yo soy su diosa y él mi eterno y principal adorador, aunque yo me entregara a ti ocasionalmente. Aquí donde estamos todo es definitivo. Tú decides.
La abracé por la cintura, con fuerza delicada, sintiéndola toda, sus senos latiendo en mi pecho, su abultado don contra la dureza enhiesta de mi deseo; ya nada separaba nuestros labios, en un roce más letal que un beso profundo; aspiré su aliento cálido y ya me perdía en la oscuridad del entorno y en la despiadada carnalidad de su arrobadora presencia…  y la aparte de mí. Supe que no mentía, que si me adentraba en el gozoso martirio de sus placeres, más nunca podría renunciar a sus encantos y estaría condenado a sus inconstancias y a sus caprichos.

Me sopló un beso y se fue.

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