Volví
aterrado a mi habitación.
Me
tocó regresar por una carretera de tierra, larga, de muchas curvas, flanqueada
por un lado, a mi derecha, por árboles de hojas de verde pálido y ramas y
troncos retorcidos y brillantes, como si una luz sin origen los alumbrara sólo
a ellos. Sentí mareo y ganas de vomitar, pero en ningún momento me detuve;
después me sobrevino una inmensa y despiadada nostalgia de no sé qué… tal vez
de algo olvidado o de un tiempo intuido o nunca realizado. Todo pasado se me
hizo espejismo, hechos improbables o sólo imaginados; igual daba un sueño o un
coito con Sonia o una conversación con mi mamá o una pelea en el patio de la
escuela primaria: todo momento y toda vivencia se hicieron vapor intangible,
aire de imaginación y sueño y soledad. Nada era real ni comprobable: todo podía
ser tan falso como verdadero o sólo materia de los sueños. Nada se podía
constatar. Recuerdos, sueños y fantasías conforman, desde entonces, una sola
masa, una especie de nebulosa en mi cabeza y cualquiera puede ser tan real como
ficticio.
Y
la nostalgia seguía envolviéndome, como si todo lo cierto de mi vida, como el
amor de Sonia, se disolvía en las aguas que circundan la isla, esta isla que no
termino de entender. (¿Estaré todavía en mi cama, en la casa de mis padres? ¿Me
dieron alguna droga, o es la emetina, que ha roto mi conciencia?, me
preguntaba.)
Si
nada parecía cierto (o no vivido, o dudosamente vivido, o soñado), si la
realidad era un mosaico de episodios en un juego de espejos, al punto de
convertirlos en irreales, ¿no estaba soñando o imaginando que había salido de
mi casa y me hallaba atrapado en una isla de caminos cambiantes?
Esa
pregunta me empujó al casino por desesperación de hablar con alguien, para
arrancármela de la cabeza con las garras de la distracción. Y ahí estaba Defresne,
sentado al final de la barra, muy cerca de la mesa de Billie Queen: vestía un
traje azul oscuro y una camisa beis, sin corbata; ahora tenía el cabello muy
negro, como plumaje de tordito, todo peinado hacia atrás, y la barba también
muy negra y recortada; su rostro lucía la frescura, se me ocurrió, como la de
los muertos después de que alcanzan la paz y los arreglan. Bebía el aguardiente
ese, que aún no sé qué es, y fumaba un cigarrillo marrón, largo y delgado, como
esos que en una época fumaba mi papá por moda y por dárselas de galán, imitando
a un policía de una serie de televisión. Me ofreció un trago. No quise. Le
conté lo que me pasó en la carretera, lo que sentí y sigo sintiendo, ahora
menoscabado.
-Aún
no determino si eres muy inocente o un soberano pendejo, pero no te molestes
por eso- me puso la mano en el hombro para evitar que me levantara-. Y a decir
verdad, no estoy aquí para explicaciones. Ya llegará el momento en que
entiendas que al llegar aquí todo pasado es como una película, casi siempre
mala, y digo casi siempre sin conocer la primera excepción, para no parecer
dogmático. Estás, como yo, como todos aquí, confinado en esta isla, por más que
intentes volver a tu casa. No pierdas el tiempo en eso.
“Fíjate, ahí tienes a la
gorda Nubia, que seguramente está brava contigo porque fuiste solo al centro de
la isla con una segunda intención. Ahora ella sabe que amas y añoras a otra
mujer…
-Defresne,
eso no me parece. Lo de ella es pura lujuria.
-Sí,
es cierto, pero a cambio de esa lujuria ella quiere amor. No sabe expresarse de
otra manera, aparte de una ternura insinuante.
-Vamos
por partes, Defresne. ¿Confinados en esta isla? ¿Eso dijo?
-Sí,
así es, muchacho. Pero olvídate de eso… por ahora. Busca a la gorda Nubia y
entrégate a su lujuria. No imaginas cuántos quieren estar en tu lugar.
El
pavor, en mí, comenzaba a darle paso a la rabia y a la desesperación, porque
cada vez me resultaba más complicado este mundo, la isla, La Herradura y no
pude evitar decirle a Defresne:
-No
sé si usted es un loco de remate o simplemente se burla de mí.
El
buen ánimo de Defresne era inquebrantable, de seguro ayudado por el aguardiente
sin nombre; ya llevaba media botella.
--Ser
tan joven como tú y estar aquí no es para nada un privilegio. Yo no sé desde
cuándo estoy aquí y no quiero saberlo. Total, ser profesor de literatura
jubilado y escritor de dudosos méritos entre una minoría de sobradas
arrogancias en un país saqueado por los políticos de izquierda y de derecha, y
marchitándome en bares y tascas de Sabana Grande no era mejor que esto. Por eso
no me amargo… ¿y tú?
-Quise
estudiar una carrera corta en un tecnológico y, de hecho, la comencé:
administración de personal, pero apenas llegué al segundo semestre y por
flojera mía y necesidades de la casa, terminé de mesonero en un restaurante de
comida italiana y después en una tasca y no me iba mal. Pero, dígame, ¿qué
cosas escribía o escribe usted?
-¿Cosas?-
sonrió con burla, supuse que por mi ignorancia y llamarles cosas a sus
escritos-. Un poco de todo, pero cosas- recalcó esta palabra- que, salvo dos o
tres conocidos y yo, más nadie leía. Es la verdad. Y no llegué a creerme el
genio incomprendido, pero sí estaba seguro, y lo sigo estando, de que esas
cosas poseen cierto valor literario. Ahora no me importa.
-No
sé cómo haré, señor Defresne, pero intentaré volver a casa.
-No
lo dudo, porque el amor te ata, porque sólo concibes el amor como una atadura.
¿No has pensado que al pasar el tiempo ella…
-Sonia-
interrumpí.
-
… ella, Sonia, no sienta lo mismo que tú, no se sienta atada a ti, como tú,
atado a ella?
-Es
posible, pero la última vez que creo haberla visto apenas quiso hablarme.
-¿Que
crees haberla visto? Oye, no te me pongas misterioso, pero déjalo así. No me
expliques nada, si acaso puedes explicarlo- se empinó un buen trago, encendió
un cigarrillo y no dejaba de verme con un asombro risueño.
Le
conté cómo conocí a Sonia y la promesa que me hice una tarde, cuando la vi
pasar por mi casa con una falda muy
corta, para gracia y privilegio de mis ojos, el poder contemplar sus hermosas
piernas: algún día y muchos más- me dije- estaré entre esas piernas. Y así fue
y quizás sea con esas piernas, además del lunar junto al filtro, que me ata su
amor. Defresne me escuchaba con verdadera atención, paciencia y compasión; hizo
un gesto cortés para callarme y después de un breve silencio recitó un poema, o
parte de un poema, como me dijo después, cuando le pedí que lo repitiera para
yo memorizarlo:
Ni en
el llegar, ni en el hallazgo
tiene
el amor su cima:
es en
la resistencia a separarse
en
donde se le siente,
desnudo,
altísimo, temblando.
Y la
separación no es el momento
cuando
brazos, o voces,
se
despiden con señas materiales:
es de
antes, de después.
Si se
estrechan las manos, si se abraza,
nunca
es para apartarse,
es
porque el alma ciegamente siente
que la
forma posible de estar juntos
es una
despedida larga, clara.
Y que
lo más seguro es el adiós.
-¿Es
suyo?
-No.
¡Qué más quisiera yo! Es de un poeta español. Pedro Salinas.
Y
se fue con los ojos vidriosos y a mí me dejó con el sentimiento de la verdad y la belleza en las palabras.
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