jueves, 12 de abril de 2018

Una isla para siempre (quinta entrega)




Volví aterrado a mi habitación.
Me tocó regresar por una carretera de tierra, larga, de muchas curvas, flanqueada por un lado, a mi derecha, por árboles de hojas de verde pálido y ramas y troncos retorcidos y brillantes, como si una luz sin origen los alumbrara sólo a ellos. Sentí mareo y ganas de vomitar, pero en ningún momento me detuve; después me sobrevino una inmensa y despiadada nostalgia de no sé qué… tal vez de algo olvidado o de un tiempo intuido o nunca realizado. Todo pasado se me hizo espejismo, hechos improbables o sólo imaginados; igual daba un sueño o un coito con Sonia o una conversación con mi mamá o una pelea en el patio de la escuela primaria: todo momento y toda vivencia se hicieron vapor intangible, aire de imaginación y sueño y soledad. Nada era real ni comprobable: todo podía ser tan falso como verdadero o sólo materia de los sueños. Nada se podía constatar. Recuerdos, sueños y fantasías conforman, desde entonces, una sola masa, una especie de nebulosa en mi cabeza y cualquiera puede ser tan real como ficticio.
Y la nostalgia seguía envolviéndome, como si todo lo cierto de mi vida, como el amor de Sonia, se disolvía en las aguas que circundan la isla, esta isla que no termino de entender. (¿Estaré todavía en mi cama, en la casa de mis padres? ¿Me dieron alguna droga, o es la emetina, que ha roto mi conciencia?, me preguntaba.)
Si nada parecía cierto (o no vivido, o dudosamente vivido, o soñado), si la realidad era un mosaico de episodios en un juego de espejos, al punto de convertirlos en irreales, ¿no estaba soñando o imaginando que había salido de mi casa y me hallaba atrapado en una isla de caminos cambiantes?
Esa pregunta me empujó al casino por desesperación de hablar con alguien, para arrancármela de la cabeza con las garras de la distracción. Y ahí estaba Defresne, sentado al final de la barra, muy cerca de la mesa de Billie Queen: vestía un traje azul oscuro y una camisa beis, sin corbata; ahora tenía el cabello muy negro, como plumaje de tordito, todo peinado hacia atrás, y la barba también muy negra y recortada; su rostro lucía la frescura, se me ocurrió, como la de los muertos después de que alcanzan la paz y los arreglan. Bebía el aguardiente ese, que aún no sé qué es, y fumaba un cigarrillo marrón, largo y delgado, como esos que en una época fumaba mi papá por moda y por dárselas de galán, imitando a un policía de una serie de televisión. Me ofreció un trago. No quise. Le conté lo que me pasó en la carretera, lo que sentí y sigo sintiendo, ahora menoscabado.
-Aún no determino si eres muy inocente o un soberano pendejo, pero no te molestes por eso- me puso la mano en el hombro para evitar que me levantara-. Y a decir verdad, no estoy aquí para explicaciones. Ya llegará el momento en que entiendas que al llegar aquí todo pasado es como una película, casi siempre mala, y digo casi siempre sin conocer la primera excepción, para no parecer dogmático. Estás, como yo, como todos aquí, confinado en esta isla, por más que intentes volver a tu casa. No pierdas el tiempo en eso.
Fíjate, ahí tienes a la gorda Nubia, que seguramente está brava contigo porque fuiste solo al centro de la isla con una segunda intención. Ahora ella sabe que amas y añoras a otra mujer…
-Defresne, eso no me parece. Lo de ella es pura lujuria.
-Sí, es cierto, pero a cambio de esa lujuria ella quiere amor. No sabe expresarse de otra manera, aparte de una ternura insinuante.
-Vamos por partes, Defresne. ¿Confinados en esta isla? ¿Eso dijo?
-Sí, así es, muchacho. Pero olvídate de eso… por ahora. Busca a la gorda Nubia y entrégate a su lujuria. No imaginas cuántos quieren estar en tu lugar.
El pavor, en mí, comenzaba a darle paso a la rabia y a la desesperación, porque cada vez me resultaba más complicado este mundo, la isla, La Herradura y no pude evitar decirle a Defresne:
-No sé si usted es un loco de remate o simplemente se burla de mí.
El buen ánimo de Defresne era inquebrantable, de seguro ayudado por el aguardiente sin nombre; ya llevaba media botella.
--Ser tan joven como tú y estar aquí no es para nada un privilegio. Yo no sé desde cuándo estoy aquí y no quiero saberlo. Total, ser profesor de literatura jubilado y escritor de dudosos méritos entre una minoría de sobradas arrogancias en un país saqueado por los políticos de izquierda y de derecha, y marchitándome en bares y tascas de Sabana Grande no era mejor que esto. Por eso no me amargo… ¿y tú?
-Quise estudiar una carrera corta en un tecnológico y, de hecho, la comencé: administración de personal, pero apenas llegué al segundo semestre y por flojera mía y necesidades de la casa, terminé de mesonero en un restaurante de comida italiana y después en una tasca y no me iba mal. Pero, dígame, ¿qué cosas escribía o escribe usted?
-¿Cosas?- sonrió con burla, supuse que por mi ignorancia y llamarles cosas a sus escritos-. Un poco de todo, pero cosas- recalcó esta palabra- que, salvo dos o tres conocidos y yo, más nadie leía. Es la verdad. Y no llegué a creerme el genio incomprendido, pero sí estaba seguro, y lo sigo estando, de que esas cosas poseen cierto valor literario. Ahora no me importa.
-No sé cómo haré, señor Defresne, pero intentaré volver a casa.
-No lo dudo, porque el amor te ata, porque sólo concibes el amor como una atadura. ¿No has pensado que al pasar el tiempo ella…
-Sonia- interrumpí.
- … ella, Sonia, no sienta lo mismo que tú, no se sienta atada a ti, como tú, atado a ella?
-Es posible, pero la última vez que creo haberla visto apenas quiso hablarme.
-¿Que crees haberla visto? Oye, no te me pongas misterioso, pero déjalo así. No me expliques nada, si acaso puedes explicarlo- se empinó un buen trago, encendió un cigarrillo y no dejaba de verme con un asombro risueño.


Le conté cómo conocí a Sonia y la promesa que me hice una tarde, cuando la vi pasar por  mi casa con una falda muy corta, para gracia y privilegio de mis ojos, el poder contemplar sus hermosas piernas: algún día y muchos más- me dije- estaré entre esas piernas. Y así fue y quizás sea con esas piernas, además del lunar junto al filtro, que me ata su amor. Defresne me escuchaba con verdadera atención, paciencia y compasión; hizo un gesto cortés para callarme y después de un breve silencio recitó un poema, o parte de un poema, como me dijo después, cuando le pedí que lo repitiera para yo memorizarlo:

Ni en el llegar, ni en el hallazgo
tiene el amor su cima:
es en la resistencia a separarse
en donde se le siente,
desnudo, altísimo, temblando.
Y la separación no es el momento
cuando brazos, o voces,
se despiden con señas materiales:
es de antes, de después.
Si se estrechan las manos, si se abraza,
nunca es para apartarse,
es porque el alma ciegamente siente
que la forma posible de estar juntos
es una despedida larga, clara.
Y que lo más seguro es el adiós.

-¿Es suyo?
-No. ¡Qué más quisiera yo! Es de un poeta español. Pedro Salinas.

Y se fue con los ojos vidriosos y a mí me dejó con el sentimiento de la  verdad y la belleza en las palabras.

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