martes, 31 de octubre de 2017

El ardor de la sospecha (duodécima y última entrega)

Mercedes Concepción lo esperaba en la sala, en la mecedora, desde el momento en que lo sintió llegar y subió a la habitación para meter dos mudas de ropa, el cepillo de dientes y el dentífrico en un morral, apenas ordenar el cuarto y echarle una mirada, sin acercarse, al celular y al reloj despertador con sus agujas fosforescentes, y bajar. La puerta de entrada a la casa estaba entreabierta, la empujó suavemente con dos dedos.
-Pasa, muchacho.
Luis Eugenio se timbró por segundos y entró. Se sentó en una butaca, frente a ella.
-A ver, ¿en qué andas?- la pregunta era pura formalidad; ella esperaba oír lo consabido.
Luis Eugenio se sintió transparente, que ella podía ver dentro y a través de él. Desechó la vanidad de representar un papel ante ella: ella, de un modo muy distinto y agudo al del doctor Jordán, lo conocía; si no llegaba al punto de leerle los pensamientos, se enteraba de sus intenciones: quizás él, sin darse cuenta, se las revelaba sin palabras.
-Voy a estar fuera de la ciudad por un tiempo…
-¿Por un tiempo?- sonrió con evidente incredulidad.
-Sí, por un tiempo. Y, para ser sincero, no estoy seguro de regresar. Por eso, si llegara a pasar de los tres meses correspondientes al depósito, puede dar por cerrado el trato y disponer de la habitación. Todo depende, aunque no sé de qué. Dejo ahí unas pocas cosas mías y si no vuelvo haga con ellas lo que quiera.
Mercedes Concepción juntó las manos y se las llevó al pecho: miró fijo a Luis Eugenio, otra vez con esa mirada que lo desencajaba pero también le infundía una serenidad súbita.
-Que sea lo que Dios disponga. Así como de rara fue tu llegada, así de rara es esta despedida que, según tú, no sabes si es definitiva- ella albergaba su certeza y prefirió guardársela-. Ahora, si no tienes idea de cuánto vas a estar fuera o no vuelves, ¿por qué llevas tan poco equipaje?- apuntó con los labios al morral que él tenía sobre las piernas; se rió y no lo dejó contestar-. Tranquilo, son vainas mías. Soy curiosa, pero no entrépita.
Luis Eugenio se puso de pie. Con un gesto de la mano ella le pidió que se aproximara y le extendió los brazos: él se inclinó y ella lo abrazó fuerte; él sintió la fuerza de sus manos huesudas en la espalda; luego, ella le tomó la cara entre las manos, le besó la frente y le echó la bendición.

 Se detuvo a echar gasolina en una estación de servicio de la salida oeste de la ciudad; después estacionó el carro frente al shop (así decía un pretensioso letrero de neón) de la misma estación. Pidió un café negro, grande y cargado, para enfrentar el mundo sin sueño ni parpadeos. La decisión ya estaba en su pecho: enraizada y sin excusas. El mundo podía ser otro, pero no igual al que estaba condenado: cercado, monótono y en soledad. Ahora estaba ante otro mundo, fluyéndole en las venas y dueño de su corazón. Podía ser otro sueño o una extensión indecisa de la realidad entre los mundos posibles de su estrecha vigilia y la amplísima noche.
A un lado del shop, en un rectángulo de cerámica blancuzca, apenas elevado sobre el nivel del asfalto, había tres mesas desocupadas y muy juntas. Se sentó en la del medio. Al rato, un tipo alto y corpulento, con yines azul oscuro y una franela negra muy ancha, con algo estampado en el pecho, y lentes oscuros, le pasó por un lado y de pie se recostó de la pared, en el único espacio de sombra, un pequeño triángulo escaleno, encendió un cigarrillo y con la otra mano sostenía un celular. Luis Eugenio, a quien poco le importaba estar llevando sol en esa terraza, no lo tomó en cuenta al principio: aparentemente el tipo no lo miraba, pero Luis Eugenio, fingiendo estar concentrado en el paso de los carros por la avenida, lo observaba de reojo. Fumaba con parsimonia y deleite hasta llegar al filtro del cigarrillo. Después se dedicó al celular; sólo lo veía y pasando el pulgar sobre la pantalla. Luis Eugenio se preguntó si en el suyo, abandonado sobre la mesita de noche, junto al reloj despertador volteado, de espalda a la pared, estarían llegando mensajes anónimos o llamadas de un número desconocido sin que nadie hablara desde el otro lado de la línea. Como no estaba apurado, se propuso no moverse de allí hasta que el tipo se fuera: ¿estaba ahí por él?, ¿sería este hombre de corte de cabello al rape y cara de aparente indiferencia quien le mandaba mensajes por encargo de alguien? Era lícito pensarlo. Total, no sabía quién lo acosaba. Esa silenciosa brega duró casi media hora: el tipo salió tan indiferente, en apariencia, como entró; caminó hacia la esquina inmediata y se fue por la calle transversal, detrás del shop.
Luis Eugenio volvió a su plan. ¿Hasta dónde llegaría?, ¿hasta dónde le aguantaría el Corsa del 2005 con tan poco mantenimiento en el último año y medio? Tomó la autopista hacia el occidente; el carro rodaba firme y parecía capaz de recorrer cientos de kilómetros. Iba por el canal derecho a ochenta y sin perder atención en la vía, sobre todo por el tránsito de muchos autobuses, camiones y gandolas. A pesar del intenso verano, pero con lluvias breves y ocasionales, a ambos lados de la autopista no era escaso el verdor, alternado con el colorido de algunos árboles de floración extemporánea y algunas matas que florean todo el año. De las pocas casas, aisladas, sobresalían, rebasando lar verjas o empalizadas, trinitarias blancas, fucsias, amarillas; aparecían extensos cuadrados de girasoles mecidos desordenadamente por las brisas encontradas; luego cañaverales limitados por estrechos cortafuegos y carreteras a la vez; surgían intercalados, en plenitud de floración, apamates, flamboyanes, araguaneyes, nazarenos, veras y plumerias; y de nuevo aparecieron casas, pero esta vez todas iguales, de estructura prefabricada, en las que contrastaban colores intensos, brillantes por el sol; un cementerio pequeño, de cruces desvaídas y flores de plástico decoloradas en las tumbas; cerros de vegetación seca con lejanos puntos de verdor; vendedores apostados en el hombrillo ofreciendo mangos, jalea de mango, galletas de elaboración casera. Una suave pendiente y el carro perdió fuerza en su empuje. Esa lentitud le permitió apreciar que de una inmensa nube algodonada se desprendían cuatro franjas de luz blanquísima, equidistantes entre sí, hasta difuminarse en el cielo azul nítido de la tarde. Una camioneta pick up blanca, sin placas, con vidrios oscuros que impedían ver hacia dentro, llevaba rato detrás del Corsa acezante de Luis Eugenio, y casi en lo más alto de la pendiente lo rebasó y volvió al canal derecho, delante del Corsa; vio en el retrovisor que otra camioneta, igual en todo pero negra, lo seguía por el mismo canal.
En una como esa me trasladaron para el tercer y último interrogatorio en Ciudad Zamora.
La pendiente terminó y ya rodaba en plano. A la derecha era mayor la altura que separaba la autopista de los matorrales y unos terrenos recién arados. Se animó a rebasar la camioneta blanca y exigiéndole más de la cuenta al motor del Corsa lo hizo y volvió al canal derecho; de inmediato la camioneta negra pasó a la blanca y al Corsa y aminoró la velocidad para quedar delante de éste en el mismo canal.

¿Iban por él? Ya no resultaba coincidencia que tuviese que avanzar con una camioneta delante y otra a la zaga. Si se propusiera rebasar a la negra, de seguro la blanca pasaría a toda marcha para ponerse delante del Corsa: sería como un juego vano y fatigoso y para qué exigirle más al motor, ¿para quedarse accidentado? Después de un par de kilómetros amagó con pasar al canal izquierdo y pudo ver en el retrovisor cómo la camioneta de atrás se asomó impetuosa al canal izquierdo, y apenas él volvió al canal derecho, también lo hizo la camioneta blanca. Podía seguir rodando así… ¿hasta dónde?, ¿hasta cuándo?, o se lanzaría a toda velocidad, cruzando el hombrillo, hacia el voladero, en picada, y estrellarse contra algún ancho y recio samán o caer en un trecho de tierra dura, sin monte, o en una de esas angostas carreteras asfaltadas que  atraviesan la autopista por debajo. Sería eso o qué: lo que fuera, lo que viniese, lo predestinado quién sabe por quién o por qué, lo que fuese, pero decisivo, y no sentiría más el ardor de la sospecha y su nombre y su cuerpo y su espíritu desaparecerían en el inmenso lodazal de las opresiones e injusticias humanas, donde suelen ahogarse las redenciones y las esperanzas.

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