miércoles, 25 de octubre de 2017

El ardor de la sospecha (undécima entrega)

¿Para qué renunciar a ese otro mundo cambiadizo y rara vez el mismo donde sólo se encontraba con desconocidos que solían tratarlo bien? Aunque nunca eran las mismas personas, le ofrecían una cordialidad gratuita, sin intenciones subalternas. Sí llegó a ver gente atemorizada, huyendo sin saber de qué o por qué.
Se acostumbró con agrado a la penumbra de salones amplios, a las habitaciones circulares y a veces movedizas, donde conversaba con alguien que era uno y varios; ya no temía caminar por calles interrumpidas abruptamente o que se prolongaban en senderos de tierra entre casas de ladrillos sin frisar; aprendió a evadir con soltura y aun burla a quienes lo acechaban y pretendían atraparlo; si quedaba descalzo, y nunca sabía por qué, no se desesperaba y seguía, aunque donde pisaba estuviese frío o un agua sucia y fétida le llegara a los tobillos.
Se propuso volver a algunos sitios que recordaba, sin nitidez, sólo en ráfagas de imágenes. Una vez consiguió algo similar, pero esa casa sobre una colina, algunas veces, y otras sobre un promontorio casi piramidal, por cuyo pie serpenteaba una carretera de tierra y pedruscos, se transformó, apenas al entrar en ella, en una sucesión de habitaciones desordenadas, con puertas grises de madera, de entrada a una y salida de otra. Si bien no logró estar donde se le antojara, al menos se paseaba por episodios en los que no sentía hostilidad hacia él.
El tipo que manejaba el carro no paraba de hablar, mirándolo, sin fijarse por donde iba: de todo cuanto le dijo, entendió a medias que se refería a sus hijas… falta de valor para buscarlas… el amor por sus hijas debería estar por encima de cualquier cosa… A los lados de la carretera, repentina y ocasionalmente, aparecían casas blancas, con techos de tejas, rodeadas de grama de verdor intenso; el carro perdió fuerza y velocidad en una cuesta muy pronunciada… el tipo no paraba de hablar… y él se fijó en una arboleda, a la izquierda, tupida y oscura… parecían eucaliptus y pinos, estrechándose hasta confundirse. Pudo bajarse del carro y se adentró en la arboleda: sintió frío, tiras de neblina corrían entre los árboles, evitaba pisar los abundantes helechos, variados y de diferentes gamas de verde… recordó la primera vez que oyó la palabra helecho… le pareció hermosa y en plena correspondencia con lo que nombra… al hombre del carro volvió a encontrarlo en el inmenso salón de piso de cemento pulido, grisáceo y negro, donde algo se celebraba… tal vez nada, sólo el estar ahí. Esta vez el hombre no hablaba, pero le indicó con un gesto cortés de la mano que se dirigiera a una habitación, al fondo, a la izquierda: allí, muchachas sonrientes iban de un lado a otro ofreciendo vasos de jugo de naranja pasteurizado. No pudo tomar ninguno y salió a la plaza, ese inmenso cuadrado de brillantes adoquines verdosos, sin bancos, sin árboles, sin una fuente, sin estatua ni busto de santo o gente ilustre: estaba muy oscuro y  cuantos pasaban muy cerca de él o se congregaban a lo lejos, más allá de la plaza, eran siluetas; ni un rostro particular y menos aún conocido. Lloviznaba y en el cielo, hacia el horizonte negro, un círculo de plata, como una moneda nueva, podía ser la luna. Tuvo la certeza de ir o estar donde quisiera: poseer el capricho, manejar la voluntad. Podía inventarse sus pasajes y escoger el momento en que cambiaría de uno a otro, pero decidió dejarse llevar y siguió un rayo de luz azulada entre dos jabillos y fue a dar a una avenida solitaria, flanqueada de terrenos baldíos, separados entre sí por cercas de estacas y alambre de púas. Extrañó a la mujer desconocida, deseó su compañía, sus palabras seductoras, su trato íntimo. Y ahí en la soledad de la avenida, inédita o recreada por él, como un barco asoma su proa en el extremo de una bahía, apareció esa recóndita decisión, esa única salida, al principio avizorada con temor, pero ya madurada como un propósito entre las turbaciones y las dilatadas horas inanes de su vida.
Al tercer día se levantó, se aseó con calma y demora, y salió poseído por el hambre. En esos tres días de encierro, gracias a la comprensión y bondad de Mercedes Concepción, tomó agua y café un par de veces, y comió sin apetito y en bocados entre horas distantes dos arepas con queso blanco. Dos veces subió ella con lentitud y mucho esfuerzo las escaleras, tocó la puerta y dejó en el piso, sin esperar que le abriera, los recipientes de plástico con eso poco que Luis Eugenio bebió y comió. Ella sabía que él quería estar encerrado, revolcándose en su soledad y en su tribulación; en ningún momento ella temió que hiciera algo más; ella, con su instinto cultivado, lo percibía vivo y eso le bastaba. Algo más percibió ella, pero esperaría a que en algún momento se lo confiara. Ese momento llegaría y no era necesario apurarlo.
Aquella mañana lo oyó salir: sintió todos sus movimientos, desde el momento en que se levantó de la cama, cogió la toalla y la pastilla de jabón puestas de cualquier manera sobre la única silla de la habitación, salió del cuarto y entró al baño; en fin, hasta que encendió el motor del carro y sin calentarlo mucho, arrancó; lo percibía como si lo estuviese viendo: incluidas esas variantes baladíes, pero significativas en la rutina de su inquilino, como dejar el celular sobre la mesita de noche y voltear el reloj despertador y no puesto, como siempre, con la esfera hacia la pared.
Luis Eugenio desayunó en una de las panaderías cercana a la Plaza de los Caídos; con refrenada voracidad se comió dos cachitos de jamón, acompañados de un marrón y una botellita de agua mineral. De ahí se encaminó a la plaza por el lado este y apenas la pisó pudo ver al doctor Jordán sentándose en un banco inmediato al vértice noroeste, a esa hora sombreado por el tupido ramaje de un mamón; llevaba puesta la gorra de los Marlins de Florida, lentes oscuros, una franela de algodón que alguna vez fue gris oscuro, unos yines desteñidos, casi blancos, y zapatos de suela, sin medias. El doctor Jordán lo vio aproximarse, como si lo esperara, como si ese encuentro estuviese concertado: se estrecharon las manos y se dieron los buenos días. Luis Eugenio se sentó junto a él: esa cercanía le reveló al doctor Jordán una exigencia de confianza y como estaba sin ánimo de rodeos, se adelantó:
-Ni poniéndonos de acuerdo habríamos coincidido con tanta exactitud y estas cosas no pasan por nada. En este mundo hay una trama que siempre escapa a nuestra voluntad y a cualquier propósito personal. Por muy razonado que sea -lo encaró con sus lentes oscuros y el poco rostro descubierto-. Aquí estás, como el día, como ese primer día que viniste a preguntarme por un lugar donde acomodar tus huesos, tu vida arruinada, tu soledad enjaulada, si, aquí estás, y debo por obligación y respeto conmigo, con lo poco que me queda de vida, volver a la misma pregunta, por la misma duda y por la misma sospecha- Manuel Jordán hablaba en tono de oratoria inspirada y Luis Eugenio lo escuchaba concentrado, sintiendo con cada palabra una filosa navaja y sorprendido porque aquel hombre al que consideraba su amigo se anticipaba, como si lo supiera, al discurso que traía entre ceja y ceja.
-Sí, aquí estás, joven Manzo. Aunque tasadas, te he brindado mi confianza y mi amistad. He sido contigo absolutamente receptivo y sincero, y por eso debes responderme con toda franqueza a lo que te pregunte -en ese momento recordó las prevenciones de Jonás Mata y aunque se reventaba de ganas de “pasárselas por el forro” y encarar de manera más directa a Luis Eugenio, se contuvo-. Tienes que decirme la verdad, si sobre Isnardo Salas y el motivo de tu particular condena no sabes más de lo que me has dicho. No espero menos de ti.
-El propósito de encontrarme con usted hoy es otro, al cual me siento obligado porque es la única persona a quien le he confiado… mi situación -aún le costaba denominar su condena con otro nombre: condena le parecía, a pesar de todo, un término exagerado-. Aquí estoy, como el primer día, y no le he negado nada en cuanto a Isnardo Salas se refiere, pero si usted me lo permite voy a recapitular, probablemente con detalles que la soledad de los últimos días ha refrescado, detalles más personales que relacionados de fondo con lo que usted cree que no he dicho por omisión o por no querer mencionarlos.
-Adelante, tiempo me sobra -ya aplacado el afán de deslenguarse en cuanto había averiguado Jonás Mata, se mostró hecho de paciencia y comprensión.
-He terminado pensando que lo que ahora padezco, llámese como se llame, está bien merecido. Fui un tipo cómodo, decidí no meterme en problemas, aunque usted no lo crea -rió con despreció de sí mismo-, no averiguar más de la cuenta, atenerme a lo que me ordenaban, seguir las pautas que me fijaban. En fin, ser un periodista sin voz propia en un periódico al servicio del gobierno de turno. Eso es así, doctor, y lo hice para seguir con mi vida de familia establecida, aparentemente, y seguir con mis aventuras amorosas, si así puede llamárseles, y beber y comer de gorra en buenos bares y restaurantes de Ciudad Zamora. Si sobre algún asunto escabroso en el mundo político había la posibilidad de profundizar, yo lo evadía y, sobre todo, si se trataba de gente del gobierno. Se trataba, para mí, aunque no lo razonara de ese modo, de vivir sin complicaciones, a sabiendas de lo riesgoso que significa en este país ser adversario del gobierno, así sea el feudo de un alcalde o de un gobernador. Ni siquiera fue cobardía, era la tranquilidad negociada de un cabrón…
-Y ahora eres duro contigo -creyó ver una nueva faceta de la locura de Luis Eugenio, pero a la vez se le insinuaba la compasión.
-No es dureza, es cruda sinceridad. Sinceridad que antes me negaba y, peor aún, no me importaba. Sólo quería seguir con mis citas semanales con la colega Xiomara Abreu, con ese hermoso cuerpo bien proporcionado, todo en su lugar, hecho a mano para el goce, para gozarlo. Sólo quería seguir entrando a cuantos actos oficiales me lo permitían mis credenciales de El Zamorano, pasarla bien, cumplir con unas cuartillas insustanciales y con mis obligaciones económicas de padre, aunque mi sueldo no era de gran monto, pero disfrutaba de otros beneficios como adquirir bienes y alimentos con instituciones del estado o, más bien, del partido, por ser una voz sumisa, obediente. Por eso, doctor, por eso no indagué nada sobre Isnardo Salas. Sabía, como cualquier hijo de vecino y como ya le he contado, de su enriquecimiento súbito, de sus alardes de nuevo rico, de recién vestido, de sus compañías prósperas a costa de los dineros públicos, y aunque se me hubiera ocurrido  saber más de lo que en la calle se rumoraba, no eran pocas las barreras que encontraría a cada paso. Créame, ni en la soledad de mis pensamientos me atrevía a hilvanar conjeturas sobre él y otros políticos y militares y su descarada riqueza de la noche a la mañana. Yo era un amanuense del poder regional y no pocas veces del poder nacional de un partido. La libertad de expresión y cualquier ideal similar me parecían soberanas pendejadas, y me siguen pareciendo, pero ahora por otras razones… desde otro punto de vista.
Nunca creí en los riesgos calculados, y menos en intentarlos. Me propuse no transgredir las reglas, tácitas, de mi profesión. Eso creía yo o eso me hice creer. Lo mío era pasar por debajo de la mesa y no comprometerme, y recién caigo en cuenta de que entre los vaivenes conyugales con mi esposa y los lujuriosos y sentimentales con Xiomara Abreu, revueltos todos ellos con unos tragos de ron, me sacaron esa pregunta impertinente del fondo de mi alma prosaica, de esa miseria humana de vida acomodaticia que yo tenía. Y no, no doctor Jordán -agitó los brazos y alzó la voz-, ni sabía ni sé nada más sobre Isnardo Salas de lo que le he dicho… y ahora menos quiero saberlo.
Todo ese tiempo, Luis Eugenio, inclinado hacia adelante, hablaba mirando al suelo, como si en vez de dirigirse al doctor Jordán lo hiciera a un ser subterráneo salido de su conciencia.
El doctor Jordán desistió de luchar con las ganas de decirle cuanto sabía sobre el milagro de la cocaína trasmutada en harina de maíz por obra y gracia de un coronel de la Guardia Nacional y del político venal que fue Isnardo Salas: por gente como este joven hay una camarilla instalada en el poder de todo el país, una camarilla que se sirve de sanguijuelas necesarias como este que ahora nada en el veneno derivado de su complacencia, del hacerse el pendejo y dejar que todo pase, mientras otros jóvenes, como mis hijos, se han ido del país para encontrar mejores oportunidades. Y no fue necesario despedirse de él para siempre, como pensaba hacerlo en los mejores términos, incluidas muestras de afecto inusuales en su proceder, porque Luis Eugenio volteó a mirarlo, a los ojos detrás de esos lentes oscuros.
-Al principio le dije que quería encontrarlo por otra razón. He venido a despedirme. Por eso estoy aquí. Me siento acogotado en esta ciudad -estuvo a punto de decir aprisionado- y me estoy quedando sin dinero y no sé qué hacer, ni cambiándome la cara y el nombre. ¿Cuánto tiempo pasaré vegetando? A menos que pretendan que me dedique a cualquier oficio infame o me degrade hasta terminar en indigente, durmiendo en la calle y pidiendo limosna. Sí, eso creo, a eso me quieren llevar. Esto es como pelear con el viento. Lo cierto es que no puedo seguir así. Ya llevo meses en esto y viviendo bajo la sospecha de saber más de lo que dije y no lo digo o no puedo decirlo.
A Manuel Jordán le pareció que Luis Eugenio comenzaba a delirar y que su poca cordura se iba a pique.
-Sí, doctor, vine a despedirme. Le agradezco que me haya permitido abusar de su tiempo y de su paciencia. No sé qué piensa usted de mí, pero créame que siento mucho aprecio por usted.
Manuel, Jordán, hombre nada sentimental, le palmeó la espalda, carraspeó, confundido entre la misericordia y la rabia por aquel joven recién arrepentido de su vida entregada y de sus inconsecuencias; pero descubrió en esos segundos que se había encariñado con él y no se le hizo difícil suponer que muchos jóvenes del país estaban en circunstancias similares o a punto de desembocar en ellas, y fueron sinceras sus palabras.
-Yo también lo aprecio, joven Manzo. Siempre te recordaré y espero que sea lo que sea que hagas con tu vida, lo respetaré. No tengo nada que reprocharte.
-Gracias, doctor- se puso de pie y se marchó.

Manuel Jordán lo vio llegar hasta el carro, montarse y arrancar, mientras recordaba a sus hijos y luego a los nietos, de cuya existencia sólo sabía por fotos y videos: nada de la cercanía del calor humano.

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