Manuel Jordán, sentado en un
banco de la Plaza de los Caídos, fumando un cigarrillo tras otro, esperaba que
en cualquier momento apareciera Luis Eugenio Manzo. Aún Jonás Mata no le había
adelantado ninguna información importante: llamó un par de veces, más que nada
para aplacar la consabida impaciencia del doctor Jordán, con la excusa de,
llegado el momento, darle un informe completo y definitivo, y no por partes
como una telenovela. Por esa parte estaba tranquilo y con mayor confianza
en su pupilo.
Cuando vio llegar a Luis Eugenio, simulando aplomo, no
esperaba de él nada particular y menos aún tenía algún punto específico para
darle rienda a la conversación. Decidió dejarlo hablar, pese a las dudas que le
dejaban poca paz a su carácter obsesivo. Se saludaron cordialmente y el solo
preguntarle, por mera formalidad, cómo has estado, bastó para que Luis Eugenio
se soltara a hablar con un dejo de resignación.
-Por esta situación que estoy viviendo he caído en cuenta
de que todas las horas y todos los días son iguales. Los sábados y los domingos
perdieron su esplendor de días de ocio. Y eso no es todo: ahora me puedo llamar
de cualquier manera, da igual que tenga otros nombres y otros apellidos.
Fue evidente el sobresalto del doctor Jordán.
-No se asuste. Hablo en sentido figurado.
-¿Pero eres quien has dicho ser? ¿Eres Luis Eugenio
Manzo? -más que con rabia, preguntó con un temor inocultable.
Luis Eugenio, como si estuviera descubierto en medio de
una mentira o hubiese cometido una grave torpeza, se restregaba la cara y miró
hacia otro lado, donde dos iguanas comían de una pila de mangos podridos, de
los que solía dejarle un bondadoso vecino para ellas; después miró a la cara al doctor Jordán con una expresión
de incipiente desconsuelo.
-Doctor, yo no le he mentido. Y lo peor que podría
pasarme es que usted no creyera en mí -su tono se hizo suplicante, pero sin
aspavientos: Usted es la única persona en esta ciudad… y en este mundo, a la
que le he contado mi historia. Créame.
Manuel Jordán sintió una oleada de compasión, a pesar de
no saber si estaba ante un redomado farsante o un pobre demente que lo había
escogido para convertirlo en el juguete de sus delirantes caprichos. No
obstante, llevado por esa compasión repentina, poco afín a su naturaleza y a
sus principios, optó por volver al hilo interrumpido de la historia de ese
joven que parecía desmoronarse ante él, o por la amargura de una verdadera
condena o por el inminente desplome de una farsa.
-Perdóname la insistencia, pero ¿qué más hiciste aparte
de la pregunta impertinente? Porque, siendo periodista, es de suponer que
indagaste algo más sobre el diputado o ex diputado Isnardo Salas –encendió un
cigarrillo y adoptó, con los brazos cruzados sobre las piernas, una actitud de
paciente espera. Por segundos, Luis Eugenio estuvo mirando hacia la avenida, hacia
el punto de su bifurcación. ¿Busca en la memoria algún indicio perdido o
procura reconstruir sin fallas ni inflexiones dudosas su drama imaginario?,
se preguntaba Manuel Jordán.
-Primero que nada, después de la pregunta impertinente,
como usted dice –mostró una sonrisa ladeada y no hablaba con el nerviosismo de
hombre atormentado por elucubraciones, y ese cambio brusco alebrestó la
suspicacia de Manuel Jordán-, sentí miedo por prudencia, no por cobardía, y
cuanto sé de Isnardo Salas, por referencias inmediatas y de oídas es esto –se
le dibujó un rictus de orgullosa satisfacción de insospechado origen:
-Como tantos otros de su partido, venía de abajo y llegó
a cargos de poder siendo un limpio, un soberano pelabola. Fue secretario de seguridad del gobierno de Zamora durante
un período completo. Después fue diputado a la asamblea regional por dos
períodos consecutivos. Pasó de una de esas urbanizaciones populares construidas
por gobiernos anteriores, de otros partidos, como correspondía a un modesto profesor
de educación media, a una de esas de casas de dos plantas, vigilancia privada,
hermosos jardines de grama siempre verde, a pesar del solazo y la poca lluvia
en Ciudad Zamora. Al principio, esa mudanza quedó encubierta y a salvo de
cualquier rumor por el cargo que ocupaba para entonces, secretario de
seguridad; pero malicias y sospechas se alborotaron al seguir allí, siendo
diputado y después sin ocupar ningún cargo público, y anexarle la casa de al
lado y un terreno baldío, separado del patio trasero por una pared de tres
metros de altura, donde mandó construir un amplio caney con dos parrilleras
grandes, una barra en curva como para ocho personas, junto a una piscina de
forma irregular que, según algunos era la forma del estado Zamora tal como se
le representa en los mapas, y en cuyo centro del fondo azul, destacaba la
reproducción, a todo color, con cerámica importada, de una fotografía de
familia: él, su esposa y su dos hijos. El retrato de una familia feliz… -notó
que el doctor Jordán enarcaba las cejas, seguido de una serie de ademanes que
le ocupaban toda la cara, antes de preguntarle:
-¿Y cómo sabes tantos detalles de esa casa? Según eso no
era tan ajena esa familia.
Luis Eugenio sonrió, entrelazó los dedos de las manos a
la altura del pecho y con la seguridad de tener la respuesta y apartar
sospechas sobre su sinceridad, respondió:
-No, doctor, nunca estuve en esa casa, pero los detalles
de los que le hablo se los debo a mi hija menor. Ella y la hija de Salas fueron
condiscípulas durante tres años de la educación media y se hicieron amigas. Es
por ella, por mi hija, como supe del ascenso económico de Salas –hizo unas
comillas en el aire con ambas manos, acompañadas de una sonrisa maliciosa que
el doctor Jordán imitó-. Mi hija estuvo en cumpleaños, en piscinadas, en muchas
celebraciones en esa casa y estuvo en esa casa, sobre todo, por razones de los
estudios. Como usted verá, mi hija, la pasó muy mal cuando supo de esa
tragedia. Tuvimos que darle tranquilizantes y mantenerla con la asistencia de
un psicólogo por meses. Para ella fue devastador y sé que aún no ha superado
ese dolor, esa impresión funesta, esa amargura, pero ahora, menos que nunca,
puedo hacer algo por ella. No puedo llevarla al cine o de paseo para
distraerla, ni siquiera puedo hablar con ella por teléfono u otro medio. Eso me
atormenta y también me quita el sueño –se llevó las manos a la cara, pero no
pudo evitar que unas lágrimas apuradas se le escaparan, ni siquiera el intento
de enjugarlas. Manuel Jordán le vio un grueso nudo en el cuello y pudo
escuchar, conmovido, unos rápidos sollozos apenas sofrenados; entonces le
palmeó la cabeza y poniéndose de pie le dijo con afecto:
-Ya vengo, voy a buscarte un café. No te vayas.
Recordar el pesar de su hija por la
amiga muerta no era, probablemente, lo que le dolía hasta sacarle lágrimas: ese
pesar estaba para siempre en el corazón de Angélica y ningún esfuerzo de su
padre, de padre protector, como lo había sido con poca constancia, podía
apartarlo; más le dolía a Luis Eugenio, aún sollozando en la Plaza de los
Caídos, era que su propio padecer mantuvo en el olvido, hasta ese momento, el
pesar de su hija: se veía como un egoísta por cuyas inconsecuencias como esposo
había perdido toda posibilidad de abrazar a Angélica y consolarla o simplemente
regalarle unos momentos de modesta felicidad; estaba en otra ciudad, lejos de
ella, quizás odiado por ella, y el mundo se le hizo una boca desaforada que lo
iba sorbiendo poco a poco, para que el sufrimiento fuera proporcional en
intensidad a la culpa.
El doctor Jordán regresó con un café
marrón grande y una botellita de agua; una junto al otro los puso en el banco,
al alcance de Luis Eugenio que, agradecido, le correspondió con una sonrisa
tristona. Mientras Luis Eugenio, callado y con la mirada perdida, alternaba el
café y el agua, el doctor Jordán fumaba concentrado en las ramas de los árboles
y las curvadas hojas de las palmas cola de pescado mecidas por la brisa.
-Discúlpeme, doctor- al fin sintió que
no se le quebraría la voz -, no era mi intención…
-No hay razón para disculparte- Manuel
Jordán recordó a sus hijos, quizás porque la reciente confesión de Luis Eugenio
los unía en el amor paternal: aunque por diferentes razones era igual la pena
de estar lejos de ellos.
-Volviendo a Isnardo Salas- ya serena
la voz y en tono más informativo y confidencial-, sé que hizo mucha plata y
tengo entendido que con una empresa de construcción y otra de importación de
alimentos. Hoy, ni siquiera ante usted, que es de mi confianza y nada tiene que
ver con ese personaje, me atrevo a conjeturar cómo ni dónde comenzó la bonanza
de Salas, en cuál punto de su carrera política, en cuál de los cargos que
ocupó, estaba el origen de su riqueza. Eso es lo que sé y no quiero saber nada
más, ni tampoco tengo manera de saberlo, pero nunca creí ni creo ni creeré que
mató a su familia y se suicidó por una crisis emocional o un enloquecimiento
repentino.
-No es improbable, pero lo que me hace
sospechar que la causa sea otra es lo que a ti te está pasando por tu pregunta
en esa reunión con tus colegas- Manuel Jordán aprovechó que encendía un
cigarrillo para sopesar sus próximas palabras; Luis Eugenio lo miraba, en tensa
expectación-. Lo que no me cuadra es que tú dices no saber más nada al
respecto, ni indagaste más, que sólo bastó esa pregunta para que comenzara tu
calvario. Insisto, eres periodista, eres inteligente y no careces de
perspicacia, entonces ¿no pensaste o trataste de averiguar si esa locura
repentina- enfatizó con sorna estas palabras- guardaba conexión con otro hecho
o con otros hechos? A veces, cuando pienso en tu situación, me parece imposible
que no haya nada más: que el hombre se volvió loco y que tú con tu pregunta
pusiste en entredicho o irrespetaste la memoria de un connotado líder político
del partido de gobierno. No, no me parece.
Luis Eugenio se vio ante un abismo de
desconfianza, recibiendo sin rodeos una artera acusación de mentiroso; tuvo
ganas de pararse y mandar al carajo al doctor Jordán, a ese viejo puntilloso y
desconfiado que con pocas palabras cuestionaba toda su vida, todo su
padecimiento; pero también entendió que no estaba en condiciones de aislarse
más y, además, para cualquier otra persona que no fuese su agudo interlocutor,
su historia pasaría por la de un loco de atar. ¿Qué pensaría, por ejemplo, Humberto
Moreno o alguno de los amigos de éste? Debía reconocer la abundancia de vacíos
en su historia y no poca gente la juzgaría increíble. Esos razonamientos
súbitos lo aquietaron.
-Sólo he supuesto que Isnardo Salas…
por cierto, ignoro por qué no se lanzó a la reelección ni aspiró a otro cargo
de elección, gobernador o diputado a la Asamblea Nacional, no sé si no quiso o
en el partido le cerraron el paso… Decía que supongo que en los cargos que
ocupó se hizo de muy buenas comisiones, sin necesidad de robar- lo invadió un
entusiasmo brusco y aunque no agregaba nada revelador, lo creía muy
importante-. Eso de la mordida, como la llaman los mejicanos, y por eso no es
nada raro que sus empresas eran una constructora, para licitar con ventaja en
obras públicas, muchas veces pagadas y sin concluirlas, y la otra, una
importadora de alimentos, uno de los negocios más lucrativos de este país que
no produce nada o muy poco. Entonces, cuando parecía haberse dado al bajo
perfil y dedicarse a disfrutar y aumentar su riqueza- chocó el puño de la mano
derecha contra la palma de la izquierda-, ¡pum!, la desgracia.
Manuel Jordán lo estuvo mirando más
atento que nunca hasta el momento en que, adiestrado por la rutina, sacó el
celular de un bolsillo del pantalón, vio la hora y esforzándose en conjugar la
voz y el semblante en ánimo conciliatorio, le extendió la mano y Luis Eugenio
se la estrechó con visible agradecimiento.
-Ya sabremos, joven Manzo, qué pasó,
si pasó algo que encubre esa monstruosidad… o tal vez nunca lo sepamos, pero
ahora lo más importante es qué piensas hacer con tu vida. Ahora el dinero rinde
cada vez menos y tú sin trabajo ni ingreso alguno, según tengo entendido.
-Tiene razón, eso es lo más
importante, pero como le dije antes, horas, días, semanas, meses son nada o lo
mismo para mí y puedo llamarme como quiera y ser otro… aún no lo sé- bajó la
cabeza y alzó la mano derecha en señal de despedida.
Manuel Jordán caminó contra la brisa y
entre hojas cayendo de los árboles hacia su panadería favorita, para un día más
cumplir puntualmente el ritual del almuerzo con su esposa en el aire de soledad
compartida y de añoranza de sus hijos.
Permaneció en la plaza una hora más,
casi paralizado, en un estado similar al que quedamos después de una pesadilla
en la cual luchamos para zafarnos de una presencia fuerte e invisible; ni
siquiera notó que en el banco donde estaba el sol le daba de lleno. Pudo haber
llegado un malandro y atracarlo, sin ofrecer resistencia o, peor aún, sin
haberse dado cuenta: algo en él habían removido ciertas palabras del doctor
Jordán, y ese algo pujaba por salir a flote en el pozo de una sustancia más
densa y pesada que el olvido. ¿Sería ese algo una suma de detalles, de actos en
apariencia insignificantes, cuya importancia él se negaba a reconocer, o había
subestimado algunos elementos consustanciales a su condena? Ese relámpago de
una ardorosa sospecha lo impulsó hasta el carro, estacionado a cuadra y media
de la plaza, y sin prisa, pero con determinación, manejó por las vías que lo
conducirían a la avenida principal del norte, como si tuviera intenciones de
ascender por las montañas superpuestas que anteceden a la costa.
Esta vez fue más allá que las dos
veces anteriores, en sus primeros días en San José de Tucupío, antes de mudarse
a casa de Mercedes Concepción; sólo había llegado hasta una zona de centros
comerciales y restaurantes caros. Siguió, aprovechando el poco tráfico, hasta
donde se alternaban quintas y casas modestas y edificios de cuatro pisos, y,
entre éstos, canchas de usos múltiples y campos de fútbol y béisbol. De éstos,
le atrajo uno circundado por una caminería a cuyos lados abundaban bancos de
metal con respaldar, casi todos a las sombras de ficus, veras y jabillos.
Consiguió donde estacionar el carro, a cuatro pasos de un banco desocupado y
sombreado. Se dejó caer en el banco y se dedicó a observar el entorno: se
sintió tranquilo, entregado al puro gusto de ver, y le dio contentura y a la
vez una envidia placentera los niños, de ocho a diez años, que a las órdenes de
un entrenador panzudo y gritón llevaban la pelota cuanto más rápido podían
desde la media cancha hasta el borde del área grande para patear al arco. Quiso
ser alguno de esos padres que aupaban a sus hijos y aplaudían emocionados
cuando lograban meter gol. Recordó cuando llevaba a sus hijas a clases de
natación, en unas de sus pocas veces de padre constante, y ese solo recuerdo
con inevitables lágrimas lo puso de nuevo ante sí mismo, ante lo que en la
mañana despuntó cuando estaba en la plaza.
Sin dejar de ver con entusiasmo a los
pequeños futbolistas, atravesado por el recuerdo de sus hijas nadando en el
soleado rectángulo azulado de la piscina, respiró profundo y se propuso darle
una secuencia ininterrumpida a sus cavilaciones:
Nunca
se dijo en el caso de Isnardo Salas que fue un crimen pasional, como el de esos
hombres que arrebatados por los celos matan también a sus hijos; el móvil sigue
siendo un misterio para mí; ¿por qué mi pregunta desencadenó una serie de
hechos que me han traído a esto que soy ahora?; después de esa pregunta, a los
días, busqué en internet, por varios navegadores, solo en mi apartamento,
alguna información más sobre Salas, y siempre me topé con alabanzas de su
carrera política y lo único relacionado con su crimen fueron notas sobre sus exequias
y cualquier otra referencia terminaba en servidor no encontrado;
ni siquiera en mi casa hablé más de ese asunto; cuando me llevaron a la
comisaría por primera vez, de distintas formas y con todo tipo de rodeos me
instaban a declarar qué quería decir o qué insinuaba con mi pregunta
impertinente, como la llama el doctor Jordán, y siempre afirmé lo mismo: pura
curiosidad y nada de mala intención. La última vez que me interrogaron, unos
tipos de civil en el sótano de un edificio al que me llevaron acostado boca
abajo en el piso de una camioneta blanca y sin placas, mi respuesta fue la
misma y luego me impusieron las condiciones que a mi pesar y con miedo hoy
cumplo. Cuando me correspondía publicar un reportaje en El Zamorano, acorde con
mis obligaciones, el jefe de información se me adelantó con una nota pequeña en
la página de sucesos y lo que había escrito, apenas una parte y con pinzas para
no herir susceptibilidades, fue borrado. Después sólo he tocado el tema con el
doctor Jordán y gracias a él, a su carácter inquisitivo, se me ocurre que mis
pocas incursiones en internet para averiguar algo más sobre Salas precipitaron
mi condena… condena, porque esto es una condena. No creo que Emilia, por su
afán de separarse de mí y correr a los brazos del secretario de gobierno, tenga
que ver con esto, aunque nunca se sabe. O estoy totalmente equivocado y ella sí
está detrás de todo esto, pero lo hizo para protegerse ella y proteger a
nuestras hijas. ¿Acaso no he sido demasiado pasivo y cobarde y acepté esta condena
sin oponerme a ella, sin pelear con quienes me la impusieron?, y no sé quiénes
son porque, aparte de dos policías en el primer interrogatorio, nunca vi el
rostro de ninguno y de haber podido no lo hubiera hecho. No puedo negarlo: he
sido sumiso y he aceptado sin resistencia… pero ¿a quién podía recurrir a
sabiendas de que estaba y sigo estando en un cerco de silencio, subrepticia
represión y estricta vigilancia?, ¿acaso existo con mi nombre, mi crianza, mi
historia personal, mi familia, mis afectos? ¿Todavía existo? Los únicos que
podrían dar fe de ello, mis padres, murieron hace años y mi único hermano
renegó de este país para siempre e hizo su vida en México y no supe más de él.
Ni siquiera sé si vive.
Acompañado por la amable imagen de los
niños pateando el balón y las eufóricas celebraciones de ellos y sus padres
cuando metían gol, arrancó el carro y probó por otras calles que antes no había
transitado. Cinco cuadras más adelante se adentró en una calle angosta entre
dos hileras de edificios de cuatro pisos, a cuyos lados y frentes numerosos kioscos de periódicos, ventas de
loterías y diversos comederos, la mayoría de perros calientes y hamburguesas,
le daban el tráfago y el aire de vitalidad de los barrios populosos. Al final
de esa calle agitada por los muchos viandantes y gente de todas las edades en
motos y bicicletas, se vio forzado a doblar a la izquierda, hacia una calle en
ligera pendiente que terminaba entre dos recios y frondosos samanes que hacían
las veces de pórtico a una avenida ancha, de dos canales en los dos sentidos: a
ambos lados de esa avenida nueva, evidente por el asfalto todavía de negro
intenso y el rayado blanco con poco sucio y sin desgaste, había montones de
escombros separados con cálculo, altas paredes derribadas y chatarra oxidada y
retorcida, quizás de grandes tanques de productos químicos corrosivos, vigas
doble T, láminas de fórmica partidas o resquebrajadas; a la izquierda, en el
lado opuesto por donde iba Luis Eugenio, un inmenso edificio rectangular de una
planta, quizás de dos cuadras, según su cálculo poco confiable, del que sólo
quedaban el techo de platabanda y cientos de columnas, y esa avenida
desembocaba en una igual de ancha que sí le era conocida: en sus primeros días
en San José de Tucupío la había frecuentado por una panadería bien surtida y
cuyo café marrón espumoso resultó un placentero descubrimiento para su paladar
extraviado y ansioso.
Ya en parte conocida de la ciudad,
supo por dónde dirigirse hasta su casa, la de Mercedes Concepción, la de él, la
de brazos acogedores. Comenzaba a oscurecer cuando cruzó el jardín de la
entrada, subió la escalera con pisadas lentas, procurando no hacer ruido en los
delatores peldaños de metal, para cumplir con lo que llevaba en mente sin ser
escuchado, aunque difícilmente a Mercedes Concepción le pasaba inadvertido
quien entrara a su casa. Con el mismo sigilo con que abrió la puerta del patio
delantero lo hizo con la de acceso a la segunda planta, girando despacio la
llave en la cerradura, sosteniendo con firmeza la puerta y empujándola a pulso
para abrirla y después cerrarla. En dos pasos largos estaba ante la puerta de
la primera habitación de la izquierda: acercó el oído a la puerta, giró el
picaporte, tocó tres veces, espaciadas y apenas audibles, con los nudillos: nada,
ni un respiro del otro lado; repitió el acecho en las otras dos habitaciones
supuestamente ocupadas: nada, ningún ruido, ninguna muestra de vida humana. Si
alguien las ocupaba: ¿a qué hora estaban allí?, ¿a qué se dedicaban?, ¿nunca
usaban el baño? Definitivamente no había indicio alguno de que hubiera otros
inquilinos y por eso decidió bajar y preguntarle a Mercedes Concepción por cuál
razón lo engañaba si, total, esa era su casa y a él le daba igual si esas
habitaciones las ocupaban gentes o sólo cucarachas.
Bajó impulsado por una curiosidad
rabiosa y cuando estaba a punto de tocar a la puerta, notó que estaba
entreabierta, y antes de decidir entre tocar o entrar sin hacerlo, escuchó la
calmada y halagadora voz de Mercedes Concepción:
-Pase, licenciado, está en su casa.
Entró a una de esas casas de sus
sueños, como aquella en la que encontró sus zapatos perdidos: esta vez la sala
y el comedor apenas iluminados por dos velones blancos que flanqueaban a la
Virgen de la Mercedes, en la mesita arrinconada, y una lámpara de pantalla
morada junto al sofá; olía a incienso de mandarina y a flores de jazmín, de
seguro recién puestas en la mesa de centro del juego de recibo. Mercedes
Concepción estaba sentada en una de las butacas y a su lado, en la mecedora,
una anciana muy parecida a ella, con abundante cabello todo blanco, recogido en
un esmerado moño en la nuca, sostenía entre sus manos huesudas de dedos muy
largos un pocillo de peltre con alguna bebida caliente. Con un gesto de la mano
(una garza descendiendo sin llegar al suelo) lo invitó a sentarse; él le dio
medio giro a la otra butaca para estar
de frente a las dos mujeres.
-Ella es mi hermana Lala, así la
conoce todo el mundo, más que por su nombre de pila, Edilia. Ya pasa de los
noventa años, pero aparte de casi ciega, que sí me consta, y sorda, según ella,
porque oye cuando le conviene, está más sana que yo, que soy mucho menor que
ella. De vez en cuando me la traigo a pasar unos días conmigo, porque no quiero
que sus hijos la arrumen en un asilo -mientras así se la presentaba a Luis
Eugenio, le acariciaba la cabeza y Lala sonreía con una viveza infantil
discordante con la circunstancia.
¿Era un sueño repetido o que se
realizaba?: el olor de las flores de jazmín se tornó penetrante, la luz de la
lámpara iba perdiendo intensidad, las llamas de los velones blancos se agitaban
por una leve brisa o un soplo imperceptible, las dos mujeres eran dos estatuas
sedentes de rostros inexpresivos; él tenía en la mano izquierda, sin saber
cuándo lo agarró, un vaso de vidrio, pequeño, con dos dedos de cocuy; afuera
ladraban unos perros, según se le ocurrió, a una luna rojiza, ascendiendo entre
los más altos edificios del este de la ciudad.
-Tómate el cocuy- ordenó la voz de
Mercedes Concepción.
Se lo tomó y puso el vaso vacío en el
piso, junto a la butaca en que estaba sentado. En ese momento, el rostro de
Mercedes Concepción, por primera vez, no se le mostraba amable ni cordial: de
esa inexpresividad de estatua sedente, se transformó en extemporáneo y falto de
sentimiento; la hermana dormitaba por segundos y despertaba moviendo la cabeza
como quien saliendo de una fosa busca el aire. Mercedes Concepción se inclinó
hacia adelante, acercándose a Luis Eugenio, desconcertado y expectante, para
hablarle en voz baja, como si no quisiera que su hermana, de cuya sordera
descreía, no la oyera.
-No te mentí para engañarte y, aunque
no me creas, lo hice para protegerte. Hace algún tiempo decidí no alquilar más
esas habitaciones, por más falta que me hagan los reales que me entraban por ellas.
Cada vez era más difícil que los inquilinos me pagaran al día lo que pedía por
ellas y, para rematar, estaba ese colombiano o que decía ser colombiano, porque
no hablaba como colombiano y, según mi sobrino, algo de gocho tenía, pero lo
cierto es que ese hombre andaba en algo raro y aquí tenía su habitación para
enconcharse, porque casi nunca dormía aquí. Más venía de día para bañarse y
cambiarse la ropa -con lentitud se reclinó de lleno en el espaldar de la
butaca. Luis Eugenio prefirió el silencio; las preguntas se reflejaban en su
mirada.
-Si te decía desde un principio que
todas las habitaciones estaban desocupadas, eso te hubiera espantado, te iba a
dar mala espina. Te acepté a ti porque me diste buena impresión, aunque lucías
desesperado por más que tratabas de disimularlo, se te veía la necesidad de un
techo tranquilo y gente en la cual confiar, y eso es lo que tienes: techo
tranquilo, a pesar de que sea lo que sea que te pasa y más pareces un fugitivo
que hombre que vive en paz. Y con todo eso, no te tengo por mala persona -y
añadió exclamando: ¡Vainas de puro pálpito mío!
Estas palabras en voz alta sacaron a
la hermana de una de sus dormitadas: abrió los ojos, opacos y desorientados, y
preguntó algo que Luis Eugenio no entendió, quizás en una lengua inventada.
Mercedes Concepción se dedicó a la hermana, acariciándole la cabeza y
estrechándole una mano: daban la impresión de entenderse sin hablar. Luis
Eugenio se puso de pie y salió sin despedirse: dudaba entre lo imaginado y lo
vivido.
Entrando al cuarto repicó el celular.
Se asustó y le sobrevinieron atropelladas y diversas conjeturas, fogonazos de
sospechas, alarmas de inquietudes. Sacó el teléfono del bolsillo del pantalón y
atendió con un temeroso aló y de inmediato comenzó a sonar una pieza instrumental:
el tema de la película El Golpe, cuando mucho quince segundos y cortaron la
comunicación. Se quedó mirando el teléfono, pensando en cuánto tiempo hacía que
no llamaban por ese aparato inútil para él, pero que no le convenía desecharlo;
lo portaba como imposición y parte de su condena; miró ese aparato con
arrechera y con un caudal de ingratitudes removiéndose en su interior cayó en
cuenta de haber recibido dos mensajes de texto esa misma noche. Uno decía: no
hables más de la cuenta; el otro: nunca olvides tus límites. Los
borró, puso el teléfono sobre la mesa de noche, junto al reloj de espalda; de
éste comprobó su tic tac… seguía funcionando. Se quitó los
zapatos y la camisa y se dejó caer en la cama.
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