miércoles, 18 de octubre de 2017

El ardor de la sospecha (novena entrega)

Lo despertó ese detestable repique de zumbido de mosquito del celular; lo dejó repicar dos veces más y sin levantarse, extendiendo el brazo, lo agarró y pudo leer en la pantalla iluminada: número desconocido; se lo llevó al oído, con miedo: un pito agudo lo aturdió, lo apartó de sí hasta que oyó que comenzaba una canción, y volvió a ponerse el aparato al oído:
...esperanza inútil
flor del desconsuelo
por qué me persigues
en mi soledad
por qué no me dejas
ahogar mis anhelos
en la amarga copa de la realidad…

Cortó la llamada y puso el teléfono sobre la mesa de noche; sintió odio y miedo revueltos. Ahora esto, ya no les basta con esos mensajes burlones y perversos o amenazantes. Ahora una canción. ¿Significaba algo para él esa canción? Sí, sin duda: en sus circunstancias, mucho. ¿Quién se empeñaba a esa hora de la madrugada en molestarlo?, ¿por qué?, ¿para qué?, ¿era esa una forma de tortura? De entrada descartó a Emilia: ¿cuál razón podía tener ella para molestarlo, para burlarse, para torturarlo, si todo cuanto quería y no quería de él estaba consumado? Sólo esa gente sin rostro, pertinaz, por puras ganas de atormentarlo, sería capaz de eso… ¿y de mucho más? ¿Acaso no estaba neutralizado por completo, anulado en todos los aspectos de su vida, en esa ceñida forma de sobrevivencia? No quiso fijarse en la hora: ¿para qué?  E insistió en decirlo en voz baja, pero con ganas de gritarlo: no tengo horas ni días ni semanas. Y recordó a Pablo Benítez… ¿a cuenta de qué? Sólo sabía que lo recordaba.
A la última persona que llamó antes de que se le prohibiera realizar llamadas, fue a Pablo Benítez. Tres veces marcó su número y no le atendió. Era de suponerse: ocupaba el cargo de director de algo, de cualquier cosa burocrática, en el Ministerio de Información, además de ser amigo y “viejo compañero de luchas” del sempiterno ministro Vladimir Vivas, del cual  supo que era su socio en una agencia de publicidad encargada de manejar un buen número de cuentas de instituciones del gobierno en su avasallante propaganda.
A Benítez lo conoció en la universidad: coincidieron en la misma sección del primer semestre de la carrera y desde entonces se hicieron compañeros de estudios, rumbas y tragos. Benítez, nacido y criado en la capital, se encargó de ser el baquiano del joven provinciano Luis Eugenio. Bares de toda índole, prostíbulos, taguaras y comederos de trasnochados, de este a oeste y de norte a sur, conoció Luis Eugenio gracias a la experta y paciente guía del siempre jovial Pablo Benítez. Llegó a tanto el aprecio entre ambos que Benítez, casi al término de la carrera, el mismo día de su matrimonio apresurado por el embarazo de su novia, le dio el primogénito como ahijado a Luis Eugenio.
Esa amistad de años, que la distancia no alteró cuando Luis Eugenio regresó graduado a Ciudad Zamora, o uno iba a esta ciudad o el otro a la capital varias veces al año, comenzó a disiparse cuando Benítez empezaba a medrar, no por el sueldo nada despreciable de director en el Ministerio de Información, sino por la provechosa sociedad con el ministro. Sin embargo, hablaban por teléfono con relativa frecuencia, en ocasiones por más de una hora. Pero una vez que Luis Eugenio cayó en desgracia fue evidente cómo Pablo Benítez se tornó parco y siempre apurado en sus ya escasas conversaciones por teléfono, hasta el día de las tres llamadas sin respuesta: ya no contaba con el consejo, la ayuda o el consuelo de su compadre.
El recuerdo ingrato de esa amistad perdida fue también librarse del impedimento de reflexionar sobre algunos hechos: no por considerarlos baladíes sino por una amnesia acarreada por la indiferencia y la ligereza de juicio. Tal vez porque por primera vez en su vida avizoraba algunos rasgos de la naturaleza humana, de la suya. Veía que el alejamiento de Xiomara Abreu no respondía a la interrupción del acuerdo con ella de verse una o dos veces por semana con el único propósito de pasarla bien: ella por recién divorciada y sin ánimo de enfrascarse en otra relación de pareja con todos sus compromisos y concesiones, y él por su inveterada costumbre de la infidelidad a su esposa. No, el alejamiento de Xiomara no se debía a la falta de promesa entre amantes: era una muy conveniente actitud para salvar su pellejo, aun cuando sabía que él era el blanco de una injusticia y de una arbitrariedad, desde el mismo momento en que lo pasaron a la sección de deportes de El Zamorano, fácilmente calificable de despido indirecto.
Del mismo modo, asomándose a esa ventana de riguroso e incómodo resplandor que le brindaba la infranqueable soledad de aquella madrugada, miraba su amistad con Pablo Benítez. Cierto que Benítez le había demostrado un afecto sincero y lo había socorrido económicamente en decenas de ocasiones, sin exigirle retribución alguna y no por hallarse libre de preocupaciones financieras: sólo por ser su amigo, su compadre, por el mutuo aprecio, se permitía una generosidad sin reparos. Pero no fue la distancia geográfica ni el trabajo de los años para el olvido y el desafecto, tampoco el abismo de la desigualdad económica: es más que eso, algo más, repetía Luis Eugenio. Imaginó un largo y sólido puente con un punto frágil y defectuoso; a eso podría comparársele con lo que en la vida humana podría ser un gesto, una palabra, un segundo de desavenencia, suficientes para que el puente se desplome y todo cuanto unía quede separado sin remedio. Y así, esas llamadas desatendidas confirmaban la caída del puente: mientras Pablo Benítez, emprendedor nato, al acecho de buenas oportunidades, aumentaba su riqueza y ampliaba su horizonte de relaciones personales y matizaba su vida con viajes a otros países y fama de esmerarse en alcanzar el calificativo de gourmet, Luis Eugenio se conformaba con ser el redactor de notas políticas al compás de la línea editorial de un periódico de provincia de clarísima parcialidad por el gobierno, lo cual objetaba, si acaso, en la intimidad de su pensamiento o en la mermada confianza de Emilia, dándose con frecuencia a la bohemia o más bien a la ligereza de carácter en clubes y restaurantes de Ciudad Zamora, sin mostrar ningún interés en superar los banales límites del chiste fácil y vulgar y los acoplamientos de paso o cuando mucho el pacto carnal con Xiomara Abreu, cuyo desenlace coronó con una pregunta impertinente, más aliñada por la malicia de quienes la oyeron que por las intenciones suyas. Entonces el puente caería y Pablo Benítez no podía exponerse, ni siquiera arriesgarse a justificar a su amigo  por los efectos del alcohol y alegando años de servicio sin haber dado un solo motivo de queja en su proceder, ni menos una frase o una palabra “discordante” en sus reseñas diarias.
Sin saberlo, me venía labrando un destino y bastó con equivocarme una vez ante la gente y en el momento menos indicados.
Hundió la cara en la almohada y se le escaparon unas lágrimas y unos sollozos de los que sólo él podía dar constancia.

 Al salir de la casa bajó por una pendiente de tierra de unos veinte metros, recién aplanada, al igual que la carretera por donde caminaba casi en el aire. Iba por el medio de esa carretera sin aceras: a la izquierda, cuatro casas pequeñas, de estructura y diseño de viviendas rurales, con techos a dos aguas, sin verjas ni paredes medianeras entre ellas. Nada las separaba de la carretera. ¿Estaban deshabitadas o nadie quería salir de ellas? ¿De qué se protegían? A la derecha, una cerrada arboleda, ¿pinos y eucaliptus?; la hora podía ser la aurora o el ocaso. Con temores primitivos se perdía la mirada al final de la carretera, en un horizonte marino, en el estrecho de un golfo. Se detuvo en la esquina, la de la izquierda, y vio esa larguísima recta ante él, pero a la izquierda, una calle también muy larga, después de una llanura cubierta de gamelote y piras, y a los lados veras frondosas, y al final de esa calle, ¿o a la mitad?, una confusión de gente, peleando o en una celebración eufórica. De pronto, lo que fuera, se aquietó volviéndose una fotografía de cuerpos indefinibles, confundidos entre sí. Lo miraban con hostilidad; arrancaron a correr hacia él; intentó volver sobre sus pasos, asustado, y no podía correr, como si una cuerda invisible lo sostuviera por la cintura, y esos seres que al principio eran perros, acezaban y gruñían muy cerca de él y podía elevarse, eso se le ocurrió, y pudo elevarse hasta las ramas más altas de los árboles cercanos, apenas sobrevolando sobre ellos; sintió en la espalda lo resoplidos calientes y furiosos de esos…. ¿perros? Y lo eran, gordos y de abundante pelaje castaño claro… las tres mujeres estaban ahí, apoyadas en un carrito como los que se usan las camareras de los hoteles para transportar la lencería y los productos de limpieza; una, la única que hablaba, era baja y regordeta, de espalda ancha y brazos gruesos, la piel grisácea; las otras dos, que sólo reían y gimoteaban, parecían gemelas: altas, muy flacas, de cara alargada y piel amarillenta. Las tres tenían el cabello desgreñado, de textura gruesa, como  alambres ondulados; él estaba sentado en un tramo de una breve escalera, cuyo pasamanos de tubos de aluminio le oprimía el brazo izquierdo. Las mujeres hablaban en lengua inentendible; de pronto, la más baja y regordeta se bajó el pantalón hasta la mitad de los muslos y se dio a menearse como si cabalgara a un hombre: sus movimientos eran de una lujuria grotesca y de vulgaridad en demasía; las otras dos aplaudían y chillaban como ratas juguetonas. Al rato la regordeta volteó a mirarlo: sus ojos negros y opacos, un poco desorbitados, no lo atemorizaron, le parecieron las ilustraciones de asteroides que alguna vez vio en un libro de astronomía… él entró de defensa central, junto a Miguel, su compañero en el Libertadores de Zamora; apenas comenzó el juego y pudo detener el avance de un delantero más joven y más rápido que él, reparó en el uniforme del equipo contrario: chores y medias blancas; blanca también la camiseta con una franja roja diagonal del hombro derecho a la cintura y sobre ella, en letras azules, el nombre: No Dome. Nunca había visto un equipo de fútbol con ese nombre. La cancha fue estrechándose a medida que corría el partido y no llegó a ver más el balón, ni sabía por dónde andaba; se estrechó la cancha hasta convertirse en el pasillo de un ambulatorio de uno de los barrios de Ciudad Zamora… Llegó la mañana con el alborozo de las guacharacas, los pericos, los cristofués, los canarios, las paraulatas y los sonidos cotidianos en la casa de Mercedes Concepción.

La reflexión, los avistamientos internos, ya no se contenían en parajes o rutas escogidas: desde alguna madrugada tomaron sus propios senderos; se iban por veredas, vericuetos y atajos imprevistos. Por sí solas caían ante él apreciaciones de momentos, vivencias, presunciones, palabras: nada de su vida quedaba fuera del alcance de esos fogonazos de certidumbre, de visiones desnudas, ya sin las máscaras que algún empeño suyo quisiera imponerle. Esa labor que suelen cumplir cierta educación encubridora y no pocas costumbres,  cediendo con lentitud, al principio, menos de un año atrás, terminó desmoronándose en la ineludible soledad y por la falta de distracciones en el ocio impuesto. La altivez de Xiomara Abreu, tan bien sostenida por esas deseables piernas largas y robustas, no era otra cosa que desprecio sufragado con gestos de indiferencia; la sonrisa condescendiente de Pablo Benítez era una forma velada de la compasión; la aparente resignación y el silencio conforme de Emilia eran el preámbulo de una celada y la paciente espera para una ruptura definitiva. Ni en el brumoso o sombrío o cambiadizo o absurdo mundo de la realidad paralela de los sueños, de la cual solía renegar, escapaba a los destellos del desengaño, de rasgaduras en el lienzo de su realidad.
Se le presentaron, entonces, aquellas palabras de Humberto Moreno el día en que lo convidó a tomar con sus amigos en la plazoleta inmediata a La Pradera. En aquel momento las oyó sin preocuparse por sus referencias o alusiones; las había soslayado, las había ahogado en las cervezas y el cocuy. ¿A quién se refería Humberto Moreno con su lengua estropajosa y su sonrisa discontinua cuando hablaba de una ella, recalcándola con un gesto de la mano como si estuviera espantando a un perro imaginario? ¿Por qué él y sus amigos juraron o se prometieron no hablar de esa ella con su propio nombre? ¿debía ser demasiado obvio a quién se referían? ¿Por qué un tipo al que había tratado pocas veces se permitió esa confidencia que incluía a otros a quienes apenas conocía sólo de presentación?
Y la vio ante él; le erizaron la piel sus rasgos crueles y la sonrisa desdeñosa de sobrada arrogancia, pero ni en su fuero interno quiso nominarla y sólo se atrevió a musitar: es ella. Por primera vez, desde un infeliz día de la infancia, vio ese extremo de la vida en el que nadie quiere pensar y para el cual las religiones y las ciencias ocultas ofrecen los más encantadores consuelos. Y prefirió volver sus pensamientos hacia Humberto Moreno, a su pronta confianza y llana sinceridad; ya vería cuándo pasaba de nuevo por La Pradera y preguntarle algo más sobre ella. Y en esa sucesión de aclaraciones y destellos, se asomó una decisión hasta darse completa, firme, sin dudas: sólo le faltaba ponerle fecha.

De momento, pasaría unos días en la habitación, en su único refugio.

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