miércoles, 4 de octubre de 2017

El ardor de la sospecha (quinta entrega)

¿Era Emilia la que estaba a un paso detrás de él, a la izquierda? Nunca llega a saber si es Emilia o si es que él quiere que sea Emilia. Si era ella o no, lo siguió por un pasillo sombrío que termina en un espejo ovalado que ocupa toda la pared del fondo. Como otras veces, no llega al final del pasillo: teme lo que puede ver reflejado en ese espejo. Y es cuando se ve de nuevo en esa habitación, en un piso muy alto, que es dormitorio, cocina, sala y comedor a la vez; y ahí está ella (esa ella que nunca sabe quién es, pero siempre cree o quiere suponer que es Emilia), sentada en un taburete alto y hurgando en un cofre redondo, pequeño, sobre las piernas. Alguien lo llama y él se asoma a la única ventana de la habitación y ve una calle de tierra creciendo hacia la derecha, en pendiente, entre árboles pequeños y arbustos resecos. No conoce a quien lo llama, ni se le parece a ningún conocido suyo. Baja por unas escaleras estrechas y de huella corta; sale a la calle. Quien lo estaba llamando ya no está. Salen a su encuentro tres perros flacos meneando la cola. Lo rodean y rodeado por ellos se echa a andar por la calle escarpada. La mujer lo mira por la ventana, lo saluda con la mano. A un lado de la calle, unos diez metros más abajo del nivel de ésta, hay una casa de bahareque y el techo es grisáceo, de un material irreconocible; los vanos de la única puerta y las dos ventanas, sin hoja alguna, son romboides. Entra a la casa, los perros se quedan afuera; no sabe cuánto duró en ella ni qué había ni para qué entró. Ahora está afuera, junto a una altísima ceiba, al lado de la casa. Allí se queda, con la certeza de que nadie puede verlo, excepto los tres perros, echados en torno a él, formando un triángulo. Esa invisibilidad parece corroborarla una turba enardecida buscando a alguien para lincharlo. Teme que los perros lo delaten porque se han levantado y lo olisquean. ¿A quién buscaba él? ¿Para qué alguien lo llamaba? ¿Por qué entró a esa casa y salió de ella sin darse cuenta? Ha vuelto al primer piso de la otra casa, pero ya no está la mujer. Allí, sentados a una mesa oblonga, están cinco hombres comiendo de varios platos, con las manos toman los bocados, le parecen exageradamente garosos; pero al menos no le muestran ojeriza. Uno de ellos se le parece a uno de los varios policías que lo interrogaron la primera vez que cumplían con la formalidad de una citación, nada por lo cual preocuparse. Pasa a otra habitación; “su habitación”, le dice una voz. La habitación está desordenada: hay ropa tirada en el piso, no sabe si limpia o sucia; hay un colchón matrimonial sobre cuatro bloques de cemento, uno en cada esquina. Siente que lo miran, aunque está solo. Voltea hacia la puerta y, como un celaje, ve pasar a la mujer que podría ser Emilia. Se apresura a seguirla; nota que hay más hombres en torno a la mesa oblonga, tal vez once. La mujer no está por ninguna parte.
Acurrucado sobre el lado izquierdo, aún desnudo, sin siquiera arroparse con la única y casi transparente sábana que posee, abrió los ojos. Miró  hacia la mesa de noche para ver la hora en la esfera del reloj despertador: estaba como siempre, de cara a la pared con sus agujas de verde fosforescente. Serían las cuatro o cinco de la madrugada: eso lo dejaban suponer los sonidos tempraneros en la cocina de Mercedes Concepción.


Ahí estaba el doctor Manuel Felipe Jordán, en el extremo más sombreado de uno de los bancos de la Plaza de los Caídos, fumando pausadamente, con unos lentes de sol Ray Ban, una gorra de los Marlins de Florida, unos yines desteñidos, una franela tal vez algún día azul claro, mocasines negros y sin medias: una pinta extraña para quien sin vestir nunca ropa formal, le daba aires muy distintos a los pocos que  le conocía Luis Eugenio Manzo, quien apenas al verlo a casi una cuadra de distancia, apuró el paso para sentarse a su lado; lo saludó con un buen día entre jadeos.
-Viene usted con poco aire, amigo Manzo-  el tono del doctor Jordán era jocoso y amigable. A Luis Eugenio le costaba hablar.
-Así es- pudo decir al fin-, venía apurado, más el calor y súmele, como dicen por ahí, oxidado de tanto sedentarismo.
Una fila rápida y ruidosa de cinco policías motorizados, serpenteando entre los carros, le dio oportunidad a Luis Eugenio de pensar por segundos en lo próximo que le diría al doctor Jordán.
-Y para rematar, no estoy durmiendo bien, duermo poco y sueño mucho…
El doctor Jordán se sintió abismado por tan intempestiva confidencia; apenas conocía a ese hombre y le confiaba eso, que él, si acaso a su esposa se lo diría. Luis Eugenio se sintió  observado minuciosamente por el doctor Jordán a través de esos lentes oscuros que lo hacían más impenetrable y luego, dándole una suave palmada en el hombro, como si hubiera estado esperando ese momento para brindarle su confianza a aquel joven que ya en su fuero interno lo juzgaba como un solitario desesperado, le dijo, en un tono que quizás pretendía ser paternal:
-Hable, joven Manzo, diga lo que le salga, no se guarde nada. Soy todo oídos.
Con un lento gesto de la mano derecha le dio a entender que esperara, mientras buscaba por dónde empezar y mientras veía a dos iguanas que, una tras la otra, iban comiendo los pequeños frutos rojos de un frondoso ficus desperdigados en el piso a unos diez metros de ellos. El doctor Jordán parecía dispuesto a esperar cuanto quisiera Luis Eugenio para decidirse a hablar de aquello que sin duda le quitaba el sueño y en los pocos ratos en que lo conseguía tal vez lo soñaba mucho.
-Doctor, yo no estoy aquí, en San José de Tucupío, voluntariamente. No vine aquí porque quise, porque quería estar en esta ciudad con la que, a pesar de todo, me estoy encariñando. Cuando me vi obligado a salir de Ciudad Zamora, por razones que luego le contaré, lo hice porque soy un desterrado dentro del mismo país. Es cierto que yo escogí esta ciudad, pero también estoy obligado a no salir de ella- Luis Eugenio pasó una pierna sobre el banco, para quedar sentado a horcajadas sobre éste y quedar de frente al doctor Jordán, que rato antes había hecho lo mismo para poder escuchar mejor a su interlocutor-. Estoy aquí porque fue la primera ciudad que señalé en el mapa ante los que me expulsaron de Ciudad Zamora: era esto o aparecer tiroteado en cualquier barranco o basurero de Ciudad Zamora con un mosquero encima. Aquí estoy solo, sin mujer y sin mis hijas. La que era mi mujer ahora vive con otro y me han prohibido contactar a mis hijas por cualquier medio, y si llegara a hacerlo, a contravenir esa orden, ellos se enterarían y aunque buscara la manera más subrepticia de hacerlo, no me atrevo para evitar que les pase algo a ellas.
El doctor Jordán se quitó la gorra, se enjugó la frente con el envés de la mano y luego, antes de decir algo a Luis Eugenio, que calló y miraba con ojos muertos hacia el fragor de la avenida, se abanicó la cabeza sudada con la gorra; volvió a ponérsela y en voz baja y acercándole la cara a Luis Eugenio, le dijo:
-Si no estás loco y no estás inventando toda esa historia, joven Manzo, estás metido en tremendo lío. Y si es así, me pones a dudar en que yo sea tu confidente. Eso podría ponerme en aprietos, porque de algo sí estoy seguro y si lo que hasta ahora me has contado es cierto, me lo confirmaría: hoy en día, en este país, no se puede hablar muy duro y hasta las paredes tienen oídos.
-Así es, doctor, aunque parezca exagerado. Yo le puedo dar fe de ello, si no ¿cómo es que a mi celular llegan mensajes alusivos o directamente relacionados con mi situación?
El doctor Jordán encendió un cigarrillo, le dio varios jalones con fruición desesperada, seguidos de un breve acceso de tos bronca:
-Creo, Luis Eugenio, que deberías comenzar a ser más explícito. Si quieres tener mi confianza, no debes guardarte nada. ¿Estamos de acuerdo?
-Está bien, pero no es fácil para mí decirle tantas cosas a usted, a quien apenas conozco. Mi confianza en usted oscila entre una corazonada y la desesperación de un solitario.
El doctor Jordán se quedó mirándolo unos segundos, mientras asentía con la cabeza, y al botar lejos de sí la colilla humeante del cigarrillo y luego agitando la mano derecha con sólo el índice extendido, casi tocándole el pecho a Luis Eugenio, le advirtió:
-Queda de mi parte, únicamente de mi parte, decidir el momento, si así lo considero, en que deje de ser tu confidente, en el caso de que ello ponga en peligro mi seguridad o la de mi familia, pues por lo poco que hasta ahora me has dicho me permito suponer que llegaste a nadar entre peces gordos… nada inocentes.
-La verdad, doctor, no veo en qué pueda perjudicarlo saber la causa de esta mala jugada de mi destino, de este infortunio que no termino de comprender- Luis Eugenio se mostró entre alarmado y molesto, pero el doctor Jordán lo atajó en medio de esa moderada muestra de titubeante orgullo:
-Antes que nada te conviene no subestimar a nadie, incluido yo, ni los alcances y complejidades de tu situación. Aunque es poco o casi nada lo que me has dicho, mis años y mi intuición me llevan a suponer que en el ejercicio de tu profesión tocaste un punto delicado del poder, de cualquier poder, que en este país son muchos y el mismo. Es una trama complicada, más por los vínculos y perversiones que por sus intenciones, que son una sola: conservar y reafirmar ese poder- el doctor se puso de pie y con un gesto entusiasta lo invitó a seguirlo y cambió el tercio de la conversación:
-Vamos a tomarnos un café y después volvemos a lo tuyo, pero aquí en la plaza y en un banco donde sólo estemos nosotros y nadie cerca.
A Luis Eugenio le pareció exagerada e innecesaria esa advertencia, pero prefirió no decir nada al respecto y dejarse llevar, en silencio, por el momento. Le complació, aplacándole de momento algunas sospechas sobre el doctor Jordán, que en el trecho que los separaba de la panadería y luego ya sentados en una mesa de ésta, gente de distintas edades, desigual educación y diferentes oficios, según pudo notar él mismo, saludaron a su compañero con afecto y respeto, incluso con bromas ligeras, algunas rayanas a la procacidad por lo de la plaza de “las caídas”.
Ahí sentados, tomando café y compartiendo un golfeado con queso de mano, cuando el doctor Jordán se quitó la gorra y los lentes oscuros, Luis Eugenio vio de soslayo, por segundos, esa mirada de inquietante melancolía que le llamó la atención desde la primera vez que habló con el doctor Jordán, y ahora esa mirada lo llevó a recordar el pozo de las luces del río Cuniaparo, a las afueras de Ciudad Zamora: decía la gente de aquellos lados que algunas noches sobre ese pozo, de unos veinte metros de diámetro y unos dos metros de profundidad, se veían unas luces de amarillo intenso, inquietas y vertiginosas, y aunque nunca llegó a verlas porque, aunque lo hubiese creído, jamás estuvo allí de noche; pero sí podía asegurar que bañándose en ese pozo sintió varias veces algo que al principio lo asustaba y luego una breve e intensa sensación de potencia y serenidad. Debió de ser por eso que él sentía a su manera y de lo cual se le dificultaba hablar, que en los últimos años el pozo de las luces se convirtió en el predilecto lugar sagrado de santeros y de practicantes de otros cultos similares: desde entonces no faltaban en su orillas animales sacrificados, sobre todo palomas y gallos, cabos de tabacos, botellas de aguardiente vacías, restos de pólvora quemada, yerbas secas y flores marchitas. Unas palabras ininteligibles y las carcajadas contenidas del doctor Jordán lo devolvieron al murmullo, al calor y al ajetreo de la panadería. Regresaron en silencio a la plaza; el doctor Jordán lo condujo hasta el más sombreado de los bancos del vértice noroeste; se sentaron muy cerca el uno del otro para poder hablar en voz baja porque a pocos metros de ellos estaba un grupo de liceístas formando un círculo, en diferentes posturas sobre el piso, en torno a dos botellas de ron y parloteando todos al mismo tiempo.
-Habla, Luis Eugenio, di lo que tienes que contar. Los dioses y yo te escuchamos- el doctor Jordán pronunció esas palabras con serenidad, pausadamente y mostrándose dispuesto a la mayor comprensión de su parte.
-¿Los dioses? ¿Por qué los dioses, doctor? ¿Cuáles dioses?- nunca antes Luis Eugenio había oído incluir a los dioses en una conversación de calle.
-Es una manera de decirte que puedes confiar en mí, sin temores ni guardarte nada. Y dioses hay muchos en este mundo, pero están en nosotros.
-Esa última frase me parece conocida.
-Tal vez porque es una paráfrasis de una muy conocida de un poeta francés, Paul Éluard: Hay muchos mundos pero están en éste.
-Esa no la conocía, pero igual da. Voy a lo mío.
En ese momento la gritería de los estudiantes se hizo más fuerte, ensordecedora, porque una de las muchachas, ya ebria y provocadora, al ritmo de una pieza de reguetón, bailaba en el centro del círculo con tales movimientos de cadera que mucho le envidiaría cualquier anfitriona de algunos establecimientos de la vida nocturna. Pese a la bulla, Luis Eugenio prosiguió:
-Ahora no dejo de pensar en lo que significan las palabras, en lo que pesan. Ahora estoy convencido de que las palabras, de acuerdo cómo, cuándo y cómo se digan llevan consigo una carga, algo que puede resultar demoledor…
-Estáis filosófico, pero sigue- interrumpió el doctor Jordán, burlonamente.
-No voy a decirle que la mía fue una pregunta ingenua, desprovista de inocencia, pero jamás pensé que podría llevarme hasta aquí, hasta esta ciudad, hasta este momento en esta plaza, confesándome con usted- Luis Eugenio, quien hasta ahora hablaba con la cabeza gacha, volteó a mirar de frente al doctor Jordán: ¿Conoce usted el caso del Isnardo  Salas, el político zamorano que mató a su familia y después se suicidó?
-Sí, lo recuerdo. Hace año y medio de eso, si no me equivoco.
-Con una pistola con silenciador mató a tiros a la esposa y a la hija, de dieciocho años. Al hijo, de veinte, como se le encasquilló la pistola, intentó estrangularlo, pero terminó matándolo a cachazos, golpes y patadas. Después buscó un 38 que guardaba en alguna otra parte de la casa y se voló los sesos. Así reseñó, según la hipótesis forense, la prensa regional y nacional esa monstruosidad. El detalle de por qué lo hizo es lo que fue sencillamente atribuido, sin mayores explicaciones, a una crisis depresiva por problemas de salud… y así quedó, caso cerrado.
-Eso lo recuerdo muy bien y de buenas a primeras me pareció que algo se ocultaba y no se habló más de ello.
-Exacto. Así fue. Y aquí viene lo que a mí atañe. Meses después de lo que ya sabemos, estaba en una reunión informal en la sede regional del colegio de periodistas tomándome unos tragos y conversando con colegas de otros periódicos y emisoras de radio regionales. En algún momento, lo juro que no premeditado, sólo se me ocurrió, asomando otro tema de conversación y quizás, no lo niego, para tantear en busca de otras malicias o suspicacias.  Entonces, doctor, hice esta pregunta, refiriéndome a lo que de manera unánime decía la prensa: ¿y será esa la verdadera razón de lo que hizo el diputado Salas? Y esa pregunta fue como un baño de agua fría, como suele decirse: la siguieron el silencio, el hablar de otras cosas, nimiedades, y después me dejaron solo. Justo en ese momento, como si mi situación familiar no fuera suficiente por ser un desastre, comenzó a cambiar mi vida.
Después de encender un cigarrillo y un breve acceso de tos, dijo el doctor Jordán:
-Fuiste imprudente, Luis Eugenio. Entiendo tu preocupación y tu animada curiosidad, pero has debido tener en cuenta que nadie quería tocar ese punto, sobre todo en un país en el que hablar mal del gobierno o de algún funcionario del gobierno se ha vuelto, en la mayoría de los casos, un delito. Y otra cosa: estén o no en el gobierno, con los mafiosos no se juega.
-Sí, doctor- interrumpió Luis Eugenio-, es cierto, pero yo sólo estaba tratando de encontrar una explicación más convincente… veraz.
-Y escogiste el peor lugar y el peor momento. ¿O es que tú crees que muchos de esos colegas tuyos no tenían o tienen sus sospechas, como tú, de que hay algo más detrás de esos horrendos asesinatos y suicidio que una crisis depresiva o un momento de locura o como se les haya ocurrido llamarlo? Y las consecuencias de tu imprudencia eran del todo predecibles…
-Visto así, no le falta razón. A los dos días de aquello, me transfirieron a la sección de deportes del periódico, con la excusa de que allí hacía falta un periodista experimentado aunque no era esa mi especialidad y que bastaba con mi afición por el béisbol y por el fútbol. De hecho, me limitaron a reseñar los resultados del fútbol de primera división y, en particular, los partidos del equipo del estado, el Deportivo Libertador, cuyo dueño verdadero es el gobernador y no la fundación mampara Libertadores de América.
-Algo más debes de haber hecho para que terminaras aquí. Sí, estoy seguro, algo más. Esa pregunta fue el principio. Algo más debes de haber  dicho en otra parte, a otras personas. Algo indagaste y no me digas que no.
El doctor Jordán se levantó y le puso una mano en el hombro a Luis Eugenio, que cabizbajo miraba al piso como si en la dureza de éste buscara recuerdos o algún hecho procurando salir a flote por las últimas palabras de su interlocutor, y le dijo en tono adrede paternal:
-Como ya te he dicho, con la edad me he convertido en hombre de hábitos precisos. Faltan veinte para las doce y me toca comprar el pan para almorzar con mi esposa. Sigue buscando en tu memoria y no desprecies ni subestimes el más banal de los hechos, aun cuando no lo creas relacionado con lo que ahora es tu condena. Nos vemos mañana.

-Seguro, doctor, nos vemos mañana- Luis Eugenio lo vio alejarse, sintiendo cariño por aquel hombre que, a su parecer, daba muestras inequívocas de ser humano.

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