¿Era
Emilia la que estaba a un paso detrás de él, a la izquierda? Nunca llega a
saber si es Emilia o si es que él quiere que sea Emilia. Si era ella o no, lo
siguió por un pasillo sombrío que termina en un espejo ovalado que ocupa toda
la pared del fondo. Como otras veces, no llega al final del pasillo: teme lo
que puede ver reflejado en ese espejo. Y es cuando se ve de nuevo en esa
habitación, en un piso muy alto, que es dormitorio, cocina, sala y comedor a la
vez; y ahí está ella (esa ella que nunca sabe quién es, pero siempre cree o
quiere suponer que es Emilia), sentada en un taburete alto y hurgando en un
cofre redondo, pequeño, sobre las piernas. Alguien lo llama y él se asoma a la
única ventana de la habitación y ve una calle de tierra creciendo hacia la
derecha, en pendiente, entre árboles pequeños y arbustos resecos. No conoce a
quien lo llama, ni se le parece a ningún conocido suyo. Baja por unas escaleras
estrechas y de huella corta; sale a la calle. Quien lo estaba llamando ya no
está. Salen a su encuentro tres perros flacos meneando la cola. Lo rodean y
rodeado por ellos se echa a andar por la calle escarpada. La mujer lo mira por
la ventana, lo saluda con la mano. A un lado de la calle, unos diez metros más
abajo del nivel de ésta, hay una casa de bahareque y el techo es grisáceo, de
un material irreconocible; los vanos de la única puerta y las dos ventanas, sin
hoja alguna, son romboides. Entra a la casa, los perros se quedan afuera; no
sabe cuánto duró en ella ni qué había ni para qué entró. Ahora está afuera,
junto a una altísima ceiba, al lado de la casa. Allí se queda, con la certeza
de que nadie puede verlo, excepto los tres perros, echados en torno a él,
formando un triángulo. Esa invisibilidad parece corroborarla una turba
enardecida buscando a alguien para lincharlo. Teme que los perros lo delaten
porque se han levantado y lo olisquean. ¿A quién buscaba él? ¿Para qué alguien
lo llamaba? ¿Por qué entró a esa casa y salió de ella sin darse cuenta? Ha
vuelto al primer piso de la otra casa, pero ya no está la mujer. Allí, sentados
a una mesa oblonga, están cinco hombres comiendo de varios platos, con las
manos toman los bocados, le parecen exageradamente garosos; pero al menos no le
muestran ojeriza. Uno de ellos se le parece a uno de los varios policías que lo
interrogaron la primera vez que cumplían con la formalidad de una citación,
nada por lo cual preocuparse. Pasa a otra habitación; “su habitación”, le
dice una voz. La habitación está desordenada: hay ropa tirada en el piso, no
sabe si limpia o sucia; hay un colchón matrimonial sobre cuatro bloques de
cemento, uno en cada esquina. Siente que lo miran, aunque está solo. Voltea
hacia la puerta y, como un celaje, ve pasar a la mujer que podría ser Emilia.
Se apresura a seguirla; nota que hay más hombres en torno a la mesa oblonga,
tal vez once. La mujer no está por ninguna parte.
Acurrucado sobre el lado izquierdo, aún desnudo, sin
siquiera arroparse con la única y casi transparente sábana que posee, abrió los
ojos. Miró hacia la mesa de noche para
ver la hora en la esfera del reloj despertador: estaba como siempre, de cara a
la pared con sus agujas de verde fosforescente. Serían las cuatro o cinco de la
madrugada: eso lo dejaban suponer los sonidos tempraneros en la cocina de
Mercedes Concepción.
Ahí
estaba el doctor Manuel Felipe Jordán, en el extremo más sombreado de uno de
los bancos de la Plaza de los Caídos, fumando pausadamente, con unos lentes de
sol Ray Ban, una gorra de los Marlins de Florida, unos yines desteñidos, una
franela tal vez algún día azul claro, mocasines negros y sin medias: una pinta
extraña para quien sin vestir nunca ropa formal, le daba aires muy distintos a
los pocos que le conocía Luis Eugenio
Manzo, quien apenas al verlo a casi una cuadra de distancia, apuró el paso para
sentarse a su lado; lo saludó con un buen día entre jadeos.
-Viene usted con poco aire, amigo Manzo- el tono del doctor Jordán era jocoso y
amigable. A Luis Eugenio le costaba hablar.
-Así es- pudo decir al fin-, venía apurado, más el calor
y súmele, como dicen por ahí, oxidado de tanto sedentarismo.
Una fila rápida y ruidosa de cinco policías motorizados,
serpenteando entre los carros, le dio oportunidad a Luis Eugenio de pensar por segundos
en lo próximo que le diría al doctor Jordán.
-Y para rematar, no estoy durmiendo bien, duermo poco y
sueño mucho…
El doctor Jordán se sintió abismado por tan intempestiva
confidencia; apenas conocía a ese hombre y le confiaba eso, que él, si acaso a
su esposa se lo diría. Luis Eugenio se sintió
observado minuciosamente por el doctor Jordán a través de esos lentes
oscuros que lo hacían más impenetrable y luego, dándole una suave palmada en el
hombro, como si hubiera estado esperando ese momento para brindarle su
confianza a aquel joven que ya en su fuero interno lo juzgaba como un solitario
desesperado, le dijo, en un tono que quizás pretendía ser paternal:
-Hable, joven Manzo, diga lo que le salga, no se guarde
nada. Soy todo oídos.
Con un lento gesto de la mano derecha le dio a entender
que esperara, mientras buscaba por dónde empezar y mientras veía a dos iguanas
que, una tras la otra, iban comiendo los pequeños frutos rojos de un frondoso
ficus desperdigados en el piso a unos diez metros de ellos. El doctor Jordán
parecía dispuesto a esperar cuanto quisiera Luis Eugenio para decidirse a
hablar de aquello que sin duda le quitaba el sueño y en los pocos ratos en que
lo conseguía tal vez lo soñaba mucho.
-Doctor, yo no estoy aquí, en San José de Tucupío,
voluntariamente. No vine aquí porque quise, porque quería estar en esta ciudad
con la que, a pesar de todo, me estoy encariñando. Cuando me vi obligado a
salir de Ciudad Zamora, por razones que luego le contaré, lo hice porque soy un
desterrado dentro del mismo país. Es cierto que yo escogí esta ciudad, pero
también estoy obligado a no salir de ella- Luis Eugenio pasó una pierna sobre
el banco, para quedar sentado a horcajadas sobre éste y quedar de frente al
doctor Jordán, que rato antes había hecho lo mismo para poder escuchar mejor a
su interlocutor-. Estoy aquí porque fue la primera ciudad que señalé en el mapa
ante los que me expulsaron de Ciudad Zamora: era esto o aparecer tiroteado en
cualquier barranco o basurero de Ciudad Zamora con un mosquero encima. Aquí
estoy solo, sin mujer y sin mis hijas. La que era mi mujer ahora vive con otro
y me han prohibido contactar a mis hijas por cualquier medio, y si llegara a
hacerlo, a contravenir esa orden, ellos se enterarían y aunque buscara la
manera más subrepticia de hacerlo, no me atrevo para evitar que les pase algo a
ellas.
El doctor Jordán se quitó la gorra, se enjugó la frente
con el envés de la mano y luego, antes de decir algo a Luis Eugenio, que calló
y miraba con ojos muertos hacia el fragor de la avenida, se abanicó la cabeza
sudada con la gorra; volvió a ponérsela y en voz baja y acercándole la cara a
Luis Eugenio, le dijo:
-Si no estás loco y no estás inventando toda esa
historia, joven Manzo, estás metido en tremendo lío. Y si es así, me pones a
dudar en que yo sea tu confidente. Eso podría ponerme en aprietos, porque de
algo sí estoy seguro y si lo que hasta ahora me has contado es cierto, me lo
confirmaría: hoy en día, en este país, no se puede hablar muy duro y hasta las
paredes tienen oídos.
-Así es, doctor, aunque parezca exagerado. Yo le puedo
dar fe de ello, si no ¿cómo es que a mi celular llegan mensajes alusivos o
directamente relacionados con mi situación?
El doctor Jordán encendió un cigarrillo, le dio varios
jalones con fruición desesperada, seguidos de un breve acceso de tos bronca:
-Creo, Luis Eugenio, que deberías comenzar a ser más
explícito. Si quieres tener mi confianza, no debes guardarte nada. ¿Estamos de
acuerdo?
-Está bien, pero no es fácil para mí decirle tantas cosas
a usted, a quien apenas conozco. Mi confianza en usted oscila entre una
corazonada y la desesperación de un solitario.
El doctor Jordán se quedó mirándolo unos segundos,
mientras asentía con la cabeza, y al botar lejos de sí la colilla humeante del
cigarrillo y luego agitando la mano derecha con sólo el índice extendido, casi
tocándole el pecho a Luis Eugenio, le advirtió:
-Queda de mi parte, únicamente de mi parte, decidir el
momento, si así lo considero, en que deje de ser tu confidente, en el caso de
que ello ponga en peligro mi seguridad o la de mi familia, pues por lo poco que
hasta ahora me has dicho me permito suponer que llegaste a nadar entre peces
gordos… nada inocentes.
-La verdad, doctor, no veo en qué pueda perjudicarlo
saber la causa de esta mala jugada de mi destino, de este infortunio que no
termino de comprender- Luis Eugenio se mostró entre alarmado y molesto, pero el
doctor Jordán lo atajó en medio de esa moderada muestra de titubeante orgullo:
-Antes que nada te conviene no subestimar a nadie, incluido
yo, ni los alcances y complejidades de tu situación. Aunque es poco o casi nada
lo que me has dicho, mis años y mi intuición me llevan a suponer que en el
ejercicio de tu profesión tocaste un punto delicado del poder, de cualquier
poder, que en este país son muchos y el mismo. Es una trama complicada, más por
los vínculos y perversiones que por sus intenciones, que son una sola:
conservar y reafirmar ese poder- el doctor se puso de pie y con un gesto
entusiasta lo invitó a seguirlo y cambió el tercio de la conversación:
-Vamos a tomarnos un café y después volvemos a lo tuyo,
pero aquí en la plaza y en un banco donde sólo estemos nosotros y nadie cerca.
A Luis Eugenio le pareció exagerada e innecesaria esa
advertencia, pero prefirió no decir nada al respecto y dejarse llevar, en
silencio, por el momento. Le complació, aplacándole de momento algunas
sospechas sobre el doctor Jordán, que en el trecho que los separaba de la
panadería y luego ya sentados en una mesa de ésta, gente de distintas edades, desigual
educación y diferentes oficios, según pudo notar él mismo, saludaron a su
compañero con afecto y respeto, incluso con bromas ligeras, algunas rayanas a
la procacidad por lo de la plaza de “las caídas”.
Ahí sentados, tomando café y compartiendo un golfeado con
queso de mano, cuando el doctor Jordán se quitó la gorra y los lentes oscuros,
Luis Eugenio vio de soslayo, por segundos, esa mirada de inquietante melancolía
que le llamó la atención desde la primera vez que habló con el doctor Jordán, y
ahora esa mirada lo llevó a recordar el pozo de las luces del río Cuniaparo, a
las afueras de Ciudad Zamora: decía la gente de aquellos lados que algunas
noches sobre ese pozo, de unos veinte metros de diámetro y unos dos metros de
profundidad, se veían unas luces de amarillo intenso, inquietas y vertiginosas,
y aunque nunca llegó a verlas porque, aunque lo hubiese creído, jamás estuvo
allí de noche; pero sí podía asegurar que bañándose en ese pozo sintió varias
veces algo que al principio lo asustaba y luego una breve e intensa sensación
de potencia y serenidad. Debió de ser por eso que él sentía a su manera y de lo
cual se le dificultaba hablar, que en los últimos años el pozo de las luces se
convirtió en el predilecto lugar sagrado de santeros y de practicantes de otros
cultos similares: desde entonces no faltaban en su orillas animales
sacrificados, sobre todo palomas y gallos, cabos de tabacos, botellas de
aguardiente vacías, restos de pólvora quemada, yerbas secas y flores marchitas.
Unas palabras ininteligibles y las carcajadas contenidas del doctor Jordán lo
devolvieron al murmullo, al calor y al ajetreo de la panadería. Regresaron en
silencio a la plaza; el doctor Jordán lo condujo hasta el más sombreado de los
bancos del vértice noroeste; se sentaron muy cerca el uno del otro para poder
hablar en voz baja porque a pocos metros de ellos estaba un grupo de liceístas
formando un círculo, en diferentes posturas sobre el piso, en torno a dos
botellas de ron y parloteando todos al mismo tiempo.
-Habla, Luis Eugenio, di lo que tienes que contar. Los
dioses y yo te escuchamos- el doctor Jordán pronunció esas palabras con
serenidad, pausadamente y mostrándose dispuesto a la mayor comprensión de su
parte.
-¿Los dioses? ¿Por qué los dioses, doctor? ¿Cuáles
dioses?- nunca antes Luis Eugenio había oído incluir a los dioses en una
conversación de calle.
-Es una manera de decirte que puedes confiar en mí, sin
temores ni guardarte nada. Y dioses hay muchos en este mundo, pero están en
nosotros.
-Esa última frase me parece conocida.
-Tal vez porque es una paráfrasis de una muy conocida de
un poeta francés, Paul Éluard: Hay muchos mundos pero están en éste.
-Esa no la conocía, pero igual da. Voy a lo mío.
En ese momento la gritería de los estudiantes se hizo más
fuerte, ensordecedora, porque una de las muchachas, ya ebria y provocadora, al
ritmo de una pieza de reguetón, bailaba en el centro del círculo con tales
movimientos de cadera que mucho le envidiaría cualquier anfitriona de algunos
establecimientos de la vida nocturna. Pese a la bulla, Luis Eugenio prosiguió:
-Ahora no dejo de pensar en lo que significan las
palabras, en lo que pesan. Ahora estoy convencido de que las palabras, de
acuerdo cómo, cuándo y cómo se digan llevan consigo una carga, algo que puede
resultar demoledor…
-Estáis filosófico, pero sigue- interrumpió el doctor
Jordán, burlonamente.
-No voy a decirle que la mía fue una pregunta ingenua,
desprovista de inocencia, pero jamás pensé que podría llevarme hasta aquí,
hasta esta ciudad, hasta este momento en esta plaza, confesándome con usted-
Luis Eugenio, quien hasta ahora hablaba con la cabeza gacha, volteó a mirar de
frente al doctor Jordán: ¿Conoce usted el caso del Isnardo Salas, el político zamorano que mató a su familia
y después se suicidó?
-Sí, lo recuerdo. Hace año y medio de eso, si no me
equivoco.
-Con una pistola con silenciador mató a tiros a la esposa
y a la hija, de dieciocho años. Al hijo, de veinte, como se le encasquilló la
pistola, intentó estrangularlo, pero terminó matándolo a cachazos, golpes y
patadas. Después buscó un 38 que guardaba en alguna otra parte de la casa y se
voló los sesos. Así reseñó, según la hipótesis forense, la prensa regional y
nacional esa monstruosidad. El detalle de por qué lo hizo es lo que fue
sencillamente atribuido, sin mayores explicaciones, a una crisis depresiva por
problemas de salud… y así quedó, caso cerrado.
-Eso lo recuerdo muy bien y de buenas a primeras me
pareció que algo se ocultaba y no se habló más de ello.
-Exacto. Así fue. Y aquí viene lo que a mí atañe. Meses
después de lo que ya sabemos, estaba en una reunión informal en la sede
regional del colegio de periodistas tomándome unos tragos y conversando con
colegas de otros periódicos y emisoras de radio regionales. En algún momento,
lo juro que no premeditado, sólo se me ocurrió, asomando otro tema de
conversación y quizás, no lo niego, para tantear en busca de otras malicias o
suspicacias. Entonces, doctor, hice esta
pregunta, refiriéndome a lo que de manera unánime decía la prensa: ¿y será esa
la verdadera razón de lo que hizo el diputado Salas? Y esa pregunta fue como un
baño de agua fría, como suele decirse: la siguieron el silencio, el hablar de
otras cosas, nimiedades, y después me dejaron solo. Justo en ese momento, como
si mi situación familiar no fuera suficiente por ser un desastre, comenzó a
cambiar mi vida.
Después de encender un cigarrillo y un breve acceso de
tos, dijo el doctor Jordán:
-Fuiste imprudente, Luis Eugenio. Entiendo tu
preocupación y tu animada curiosidad, pero has debido tener en cuenta que nadie
quería tocar ese punto, sobre todo en un país en el que hablar mal del gobierno
o de algún funcionario del gobierno se ha vuelto, en la mayoría de los casos,
un delito. Y otra cosa: estén o no en el gobierno, con los mafiosos no se juega.
-Sí, doctor- interrumpió Luis Eugenio-, es cierto, pero
yo sólo estaba tratando de encontrar una explicación más convincente… veraz.
-Y escogiste el peor lugar y el peor momento. ¿O es que
tú crees que muchos de esos colegas tuyos no tenían o tienen sus sospechas,
como tú, de que hay algo más detrás de esos horrendos asesinatos y suicidio que
una crisis depresiva o un momento de locura o como se les haya ocurrido
llamarlo? Y las consecuencias de tu imprudencia eran del todo predecibles…
-Visto así, no le falta razón. A los dos días de aquello,
me transfirieron a la sección de deportes del periódico, con la excusa de que
allí hacía falta un periodista experimentado aunque no era esa mi especialidad
y que bastaba con mi afición por el béisbol y por el fútbol. De hecho, me
limitaron a reseñar los resultados del fútbol de primera división y, en
particular, los partidos del equipo del estado, el Deportivo Libertador, cuyo
dueño verdadero es el gobernador y no la fundación mampara Libertadores de
América.
-Algo más debes de haber hecho para que terminaras aquí.
Sí, estoy seguro, algo más. Esa pregunta fue el principio. Algo más debes de
haber dicho en otra parte, a otras
personas. Algo indagaste y no me digas que no.
El doctor Jordán se levantó y le puso una mano en el
hombro a Luis Eugenio, que cabizbajo miraba al piso como si en la dureza de
éste buscara recuerdos o algún hecho procurando salir a flote por las últimas
palabras de su interlocutor, y le dijo en tono adrede paternal:
-Como ya te he dicho, con la edad me he convertido en
hombre de hábitos precisos. Faltan veinte para las doce y me toca comprar el
pan para almorzar con mi esposa. Sigue buscando en tu memoria y no desprecies
ni subestimes el más banal de los hechos, aun cuando no lo creas relacionado
con lo que ahora es tu condena. Nos vemos mañana.
-Seguro, doctor, nos vemos mañana- Luis Eugenio lo vio
alejarse, sintiendo cariño por aquel hombre que, a su parecer, daba muestras
inequívocas de ser humano.
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