viernes, 29 de septiembre de 2017

El ardor de la sospecha (cuarta entrega)

El agua con barro y ramas partidas baja por esa calle muy empinada; sus pies descalzos se lastiman con piedras invisibles. Oscar y Frank le ofrecieron llevarlo en un carro prestado de alguien cuyo nombre no pudo escuchar cuando se lo dijeron: ni Oscar ni Frank manejan… ¿cómo lo llevarán? Si de ida manejaría él, ¿cómo regresarán ellos? ¿Quiénes son Oscar y Frank?
Primero debe encontrar los zapatos: están en la casa sobresaliente en lo más alto de la calle muy empinada. ¿Quién estará ahí, en esa casa?, ¿por qué están sus zapatos en esa casa? ¿Adónde irá después de recuperar los zapatos?
¿Estará Emilia en esa casa?, ¿estará allí con sus hijas? No, ella no quiere verlo; no quiere hablarle. Ahora le siguen unos perros alborotados: son unos perros callejeros, ¿tres o cuatro?; están sucios, quizás algún día fueron de un color muy claro.
En la casa (llegó a ella muy cansado, siente que se ahoga) hay mucha gente: no conoce a nadie, pero hay una mujer que lo trata con mucho respeto y amabilidad: ella  le habla de varios asuntos, pero no le entiende ni una palabra. Sus zapatos están sobre una mesa en la que también hay bebidas y pasapalos: ahí están sus zapatos sucios y desgastados, y a ninguno de los  presentes les importan esos zapatos sobre la mesa. ¿Volverá a verla, a Emilia?, ¿verá otra vez a sus hijas, que no sea en fotografías?
Se queda solo con sus zapatos. La gente se ha ido. A Oscar y Frank los vio marcharse: Frank manejaba un carro de los cincuenta. De nada le valió llamarlos a gritos. Se fueron.
¿Era eso la luna ensangrentada lo que se veía entre dos cerros simétricos y solitarios en aquella llanura anegada?
¿Eran para él esos recados en un idioma incomprensible, escritos en papelitos amarillos y pegados en las puertas de las casas? De esas casas que desaparecían apenas las pasaba. ¿Eran también amenazas veladas de sus perseguidores, de sus jueces? ¿Acaso querían correrlo de San José de Tucupío?
¿Era Emilia quien estaba a punto de salir por una de esas puertas en las que estaban escritos los recados en un idioma incomprensible? ¿Quién era esa alguien? ¿Era sólo su miedo, el miedo a que ella le reprochara algo?
Aún seguía caminando por calles irreconocibles, calles empantanadas, a la orilla del amanecer.


Se vio con la ropa y las manos llenas de mierda, entonces despertó sobresaltado. Abrió los ojos y se abstrajo en dos rayas de luz en el techo que entraban por sendas rendijas de la persiana de la única ventana; se restregó las manos y luego las olió: percibió el olor salobre de sus manos sudadas. Volteó el reloj despertador (siempre lo ponía de cara a la pared) que estaba sobre la mesa de noche: eran las cinco y diez. Se levantó, caminó hasta la ventana, separó dos hojas de la persiana y miró la madrugada invadida por las luces pálidas de los bombillos del alumbrado público: dos cristofués alternaban su inconfundible canto; de alguna parte le llegó el olor de incienso de mandarina. Caminó de un extremo a otro del cuarto (recordó el tigre blanco del zoológico de Ciudad Zamora), tal vez unos quince minutos estuvo caminando como ese tigre enjaulado, hasta que notó que no había volteado de nuevo el reloj despertador, de cara a la pared. Volvió a la cama; un vago miedo, justificado con la comodidad, le impuso acostarse boca arriba. Con las manos entrelazadas en la nuca se quedó mirando el techo ondulado (antes lo había visto liso y oscuro). Pensó en la coincidencia de los cantos alternados de los cristofués y el olor a incienso de mandarina: supuso que éste provenía del pequeño altar de Mercedes Concepción: allí donde eran una y la misma Yemayá y la Virgen de la Mercedes. Aquella coincidencia se le presentó como un presagio, pero sólo sabría lo presagiado cuando ocurriera, sin importar cuán  baladí fuese.  Pensó en si ese día buscaba al doctor Jordán o se iba a La Pradera y sentarse en la barra a pasar la tarde. Una vez más le advino la certeza de que nunca dejaría de ser vigilado, de ser perseguido: era inevitable. Y en la imprecisa (o quizás inexistente) frontera entre el sueño y la vigilia alguien se le presentó: aunque el rostro le parecía familiar, no era alguien  conocido. Otras veces le había hablado ese alguien: su voz también le era familiar, pero tampoco la de ningún conocido suyo. Esta vez le habló de un hombre solo en un salón de espejos, tal vez porque en un salón de espejos uno es muchos y también ninguno, o muchos que son nadie. Le habló de largas soledades en esa y otras lentas madrugadas. Estaban cerca de la casa donde se crió, a media cuadra, aunque los árboles no eran acacias sino jabillos y cujíes, rodeados de coquetas y malojillo: Luis Eugenio quiso tocar a ese alguien, pero se alejó y era una mujer parecida a otra de un viejo sueño. Antes de desaparecer en la esquina de un edificio en ruinas le dijo un lento adiós con la mano izquierda. Y caminó descalzo, los pies adoloridos, por calles que eran y no eran las del barrio donde se crió, algunas de ellas atravesadas por lechos rocosos por los que fluían aguas grisáceas y le llegó el olor a café recién colado en la cocina de Mercedes Concepción. Comenzaba a clarear el día y se levantó para seguir a la mujer que no logró alcanzar y que no sabe quién es, aunque le parece conocida.
Una vez aseado y vestido dio algunas vueltas en el cuarto y de nuevo recordó el tigre blanco del zoológico de Ciudad Zamora; luego se sentó en la cama y cuando, según su cálculo y los ruidos provenientes de la planta baja, Mercedes Concepción ya estaría regando las matas y hablando con ellas, bajó. Ella lo sintió bajar por la escalera y sin voltear a mirarlo le dio los buenos días y le ofreció café; Luis Eugenio le respondió con voz aplomada y ya con más entusiasmo le agradeció el café. Mercedes Concepción entró a la casa y al poco  rato salió con el pocillo de café humeante y, al dárselo, le dijo:
-Usted anda como alma en pena desde muy temprano.
Mientras sorbía un poco de café, los ojos de Luis Eugenio la interrogaron, pero ella le vio la vergüenza de sentirse descubierto.
-Sentí sus pasos y hasta su respiración nerviosa. Dígame, licenciado, ¿qué le quita el sueño?- a él, ese licenciado, le sonó más a burla que respeto.
-Muchas cosas. Tal vez porque tengo que acostumbrarme a este nuevo… hogar- no encontró mejor respuesta y eso le dio rabia.
Ella lo miró entre comprensiva y burlona, pero de inmediato se mostró como una consejera cordial no sin intenciones de que aquel hombre, que en un principio le pareció buena gente y algo extraviado, soltara sin reparos su verdadera historia.
-A mí me quita el sueño la vejez, sobre todo. A veces los malos recuerdos o lo cerquita que estoy de la muerte o los achaques, que no son pocos, pero a usted ¿qué le quita el sueño y lo agita como tigre enjaulado?
Ella lo miró a los ojos; Luis Eugenio vio en los de ella una revelación incipiente… ¿o un presagio?  ¿Era pura casualidad que lo comparara con un tigre enjaulado, tal como él se había sentido momentos antes? Ella sabía que Luis Eugenio era un muro, aunque ahora se sentía acorralado, que las palabras de cualquier excusa o mentira u ocurrencia del momento le explotaban en la cabeza y lo llevaban a una irresistible zozobra.
-No, licenciado, no lo estoy precisando, no le pido que cuente nada. Sólo quiero decirle que esta vida está llena de pendientes muy resbalosas y uno no debe andar por ahí dándose cipotazos y dejando el alma en cada esquina.
Ella se le acercó, volvió a mirarlo de esa manera que  él no sabía interpretar y lo dejaba saltando entre preguntas, y con ternura calculada tomó con ambas manos el pocillo vacío y entró a la casa, despidiéndose con un pausado hasta pronto.


Dos veces más estuvo en La Pradera, a la hora del almuerzo, antes de decidirse a volver a la Plaza de los Caídos: allí servían un menú de los más baratos de la zona: precedidos de caldos claros en los que a veces flotaban algunas lentejas, solían ser los contornos del plato principal abundantes en arroz o pasta que arrinconaban a la carne con papas o al pollo guisado o al bisté encebollado. Igual Luis Eugenio los devoraba como si se tratara de proezas culinarias de Sumito Estévez, pues para su gusto en la vida que ahora llevaba la mejor sazón era el hambre, esa hambre azuzada por el desasosiego y la soledad. En esas dos primeras veces que almorzó en La Pradera, sesteó en la barra con lentes de sol puestos para que no le vieran los ojos cerrados, los párpados aplomados, y hasta le pareció que en ambas ocasiones, por la resequedad de la boca, había roncado. La segunda vez, aunque lo recordó con mayor claridad más tarde, cuando intentaba dormir en su habitación, estaba montándose en el carro cuando se acercó a saludarlo Paulo Matías, quien fue su entrenador en la categoría juvenil de Los Montoneros, un brasilero que nunca llegó a hablar español y más se le entendían sus intenciones y gestos que sus palabras, y un día, de la noche a la mañana dejó el fútbol por una iglesia evangélica y volvió a su pueblo natal, quién sabe cuál en el inmenso Brasil. Algo le dijo Paulo Matías, pero no le entendió, y siguió caminando y  a los pocos metros se detuvo a auxiliar a alguien que yacía boca arriba en el suelo. Paulo lo palpaba de pies a cabeza y algo le preguntaba y luego una salmodia que parecía en portugués. Hasta ahí lo vio Luis Eugenio y volvió a La Pradera: con los ojos entreabiertos pudo ver a Chela, de frente, del otro lado de la barra, sonriente, burlona; en la silla de al lado, a su izquierda, estaba el hombre que la primera vez que estuvo en La Pradera le pidió que se hiciera a un lado para poder acodarse en la barra y conversar con Chela.
-Saludos, caballero- le dijo el hombre, mostrándole una sonrisa de pocos dientes.
-Saludos- respondió Luis Eugenio, reprimiendo un bostezo.
-El día está pesao, muy pesao- el hombre insistía en mostrarse amistoso.
-Pesaísimo… demasiado pesao.
-Para la pesadez y la llenura es bueno un tres pasitos.
-¿Y eso no es un veneno para ratas?
El hombre rió a carcajadas y golpeó varias veces la barra con la mano derecha.
-No, este es otro tres pasitos, la especialidad de Chela para cualquier malestar.
Luis Eugenio, aún adormecido, giró en la silla para quedar de frente al hombre, para que éste supiera que se lo tomaba en serio, y ya que se mostraba amistoso, aprovechar la oportunidad para no sentirse tan solo.
-Un chorrito de ron, uno de anís y uno de ginebra, y unas goticas de limón y soda… y vuelve a la vida- dijo el hombre, entusiasmado.
-Con eso, hasta un carro prende- se le ocurrió a Luis Eugenio.
El hombre rió con ganas, mostrando sus pocos dientes y palmeándose la barriga. Luis Eugenio seguía pensando en Paulo Matías imponiéndole las manos a alguien. Ya no le extrañaban esas “apariciones: desde hacía un tiempo, sobre todo después de que lo botaron del periódico y Emilia lo dejó, a cualquier hora del día, agotado o con unos tragos encima, le sobrevenían los ensueños.
-Si no le importa, acepte que yo le brinde uno, un tres pasitos- el hombre seguía mostrándose amistoso y con este ofrecimiento se lo confirmaba, aunque Luis Eugenio lucía como alguien que no estaba allí del todo.
-Si es su gusto- se limitó a decirle, aunque ya quería marcharse; quería volver a su habitación y tal vez a los ensueños, pero era inapropiado, incluso inconveniente, no aceptar aquella invitación.
El hombre se presentó extendiéndole la mano a Luis Eugenio, y al estrecharla sintió la fuerza y callosidad de esa mano del maestro de albañilería Humberto Moreno; le agradeció el trago, al que se aficionaría con la excusa de cualquier malestar físico, pero no quiso aceptarle un segundo: alegó que alguien lo esperaba, un compromiso de trabajo. Se despidió con la promesa de volver pronto y compartir con él, con Humberto Moreno, unas cuantas cervezas o unos tres pasitos.
-El próximo viernes por la tarde- dijo Luis Eugenio, y salió a la calle soleada, con la insistente imagen de Paulo Matías imponiéndole las manos a un hombre acostado boca arriba en una calle desconocida o quizás la combinación de algunas calles ya olvidadas.
Cuando empezó a manejar se dio cuenta de que el tres pasitos le había hecho efecto; se sentía ligeramente prendido, dueño de una alegre indiferencia.
Si eso es con uno, cómo será con varios.
Manejó a capricho, demorando la llegada a su solitaria habitación: bordeó los suburbios del sur de la ciudad, pasó muy cerca de esos terrenos, en antes camburales y cañaverales, invadidos por cientos de familias amontonadas en ranchos de tablas o láminas de cinc o de letreros de hojalata robados o recogidos en basureros. Luego buscó el centro de la ciudad, a esa hora con mucho tráfico, más por el desorden y por el hago lo que me da la gana que por cantidad de carros; tal vez por el tres pasitos le advino una actitud y una percepción pacientes y desprendidas: no lo alteraban ni el ajetreo ni el ruido ni el calor pegajoso. Estuvo tentado a pasar por la Plaza de los Caídos, pero no se decidió a hacerlo porque, supuestamente, a esa hora no estaría allí el doctor Jordán. Al salir del centro, manejó un rato más hacia el noreste con intenciones de llegar hasta el límite con los cerros que separan a San José de Tucupío de la costa central; pero volvió a sentirse amodorrado y sorteando colas y trancas, metiéndose por algunas calles apenas conocidas y por otras que por primera vez recorría, llegó al frente de la casa de Mercedes Concepción.
Al bajarse del carro sintió con desagrado la camisa empapada de sudor pegada a la espalda; halándola por el extremo inferior de atrás y con movimientos de asco convulsivo logró separarla de la espalda caliente y mojada. Apresurado abrió la reja de la calle y caminó hasta el limonero y allí se quedó unos minutos, abstraído en el cuadrado de las plantas consentidas de Mercedes Concepción, el de una yerba para cada para  cada padecimiento o malestar, según ella, hasta que el penetrante olor de tabaco y de incienso de mandarina mezclados, proveniente  del interior de la casa, le provocó ruidosos y sucesivos estornudos. Oyó risas y comentarios ininteligibles de varias personas, de voces femeninas en la sala, de seguro frente al altar de la Virgen de la Mercedes. Caminó hacia la escalera y la subió al trote, recorrió el breve pasillo casi a oscuras, entró a su habitación, se desnudó rápido, se puso un paño a la cintura, tomó la pastilla de jabón que temprano había dejado sobre la mesa de noche, casi corrió al baño estrecho y siempre húmedo: disfrutó el agua fría estrellándose contra la cabeza, la espalda y el pecho, alternadamente; por  un momento pensó en masturbarse aunque sea fantaseando con Chela o con la muchacha delgada y de sonrisa pícara, encargada de limpiar las mesas en la panadería El Sol, pero recordó a Emilia, su desnudez semipálida, su cadera ancha, sus muslos gruesos, sus tetas redondas y generosas, y se le revolvieron sentimientos de rabia, traición, arrepentimiento, vergüenza, venganza… ¿Quién puede echarse un pajazo así, con tantos sentimientos revueltos?

Salió del baño con un incipiente dolor de cabeza; entró al cuarto, ya oscuro, aseguró la puerta, se quitó el paño y lo tiró sobre la única silla, se dio cuenta de que había dejado la pastilla de jabón en el baño, pero no le importó a cambio de esa intimidad apresurada; se echó boca arriba en la cama, la mano derecha jugueteando con el pene, luego acariciándolo, subiendo y bajando el prepucio, pensando en una mujer indefinida, de rostro vago, pero no pudo excitarse: ahí estaba ese ligero e intermitente dolor de cabeza y también Paulo Matías imponiéndole las manos a alguien (ya no importaba quién podría ser ni tampoco el lugar), Emilia con sus hijas en una buena casa con el secretario de gobierno del estado Zamora, el doctor Jordán, escurridizo y sin interés alguno en volver a conversar con él. Y ya era de noche, con el penetrante olor de tabaco y el de incienso de mandarina mezclados, entrando como un gusano por la ventana del cuarto.

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