El
pueblo
Juan
Nuño
¿Qué sería de
políticos, oradores y demás charlatanes sin la recurrente palabreja «pueblo»? Es curioso que, de
quien dícese que tiene nada menos que la voz de Dios, todos se permitan hablar
en su nombre, como si fuera mudo.
Pueblo es
recurso teratológico antiquísimo, tan útil que, de los romanos a nuestros días, sigue proporcionando
beneficios a todo el que lo usa. Pero si el endriago se remonta cuando menos a Cicerón (Salus
populi suprema lex est) fue en la atosigante Revolución Francesa donde,
gracias a la nefasta combinación de Rousseau y el abate Sieyès, adoptó la forma
decididamente ectopágica que aún nos abruma. Llámese «pueblo» o «nación», es el
recurso final con que se acogotan todas las cacareadas libertades individuales. Por algo
la harto publicitada Declaración Universal de los Derechos del Hombre y del
Ciudadano encerraba un par de artículos insidiosos, el 3 y el 6, de efectos totalmente
nugatorios. Pedía el 3 que el origen de todo el poder residiera en la nación, agregando que
ningún grupo o individuo podía tener ni asomo de autoridad superior: forma
inapelable de acabar para siempre con los supuestos derechos de los individuos. La que manda
es la nación, es decir, el pueblo, es decir, el colectivo, es decir, algo monstruosamente
informe y jamás especificado: una quimera repantigada en la sombra de toda
Constitución. Mientras que, por su parte, el artículo 6 rezaba aquello, tan bonito como vacío,
de que «la ley es la expresión de la voluntad general». Como se puede ver, para eso
sirven las revoluciones: en lugar del poder absoluto de una persona (monarca), aparece una
misteriosa entidad irracional (volonté générale), no menos aplastante e
incontrovertible. Al menos con el Rey, sé quién me está oprimiendo; con la democracia, siempre es un
algo, indefinido. A partir de ahí, Robespierre y sus amigotes pudieron dedicarse a
hacer funcionar la guillotina con toda legalidad, en nombre del pueblo, de la nación y
la voluntad general. Debe ser muy diferente que no le corten a uno el cuello por orden
de una persona, con cara y nombre, sino por mandatode un concepto.
Más
tarde, Disraeli, Lincoln y todos los Próceres americanos de todas las independencias
habidas y por haber, no hicieron sino repetir el invento: de, por y para el pueblo, que
suena tan bien, aunque en verdad jamás se sepa a qué o a quién se están refiriendo.
Prueba de su vigorosa vitalidad es que en sucesos recientes ha vuelto a reaparecer,
agresivo y triunfante: se habla del despertar de los pueblos en 1989, tal y como hacia 1830,
con dieciocho años de adelanto profético, Ludwig Boerne hablara de una Voelkerfruehling,
una romántica «primavera de los pueblos», es decir, otra escabechina más
de la que de vez en cuanto es incapaz de privarse la humanidad. La verdad es que,
en tanto expediente social resulta de lo más socorrido: todo se hace en su nombre, nadie se
atrevería a ir en contra suya, entre otras cosas, porque orgullosamente se proclama de
labios para afuera que todos somos pueblo, aunque cada uno en su interior confíe
en realidad en que pueblo, pueblo, lo que se dice pueblo, municipal y espeso, sólo lo
son los otros. Los angloparlantes aún lo tienen peor, o será que de veras son más
democráticos, pues para ellos toda la gente es people, mientras que en
otras lenguas, un poco
más sutiles, menos bárbaras y simplificadas, suelen hacerse distinciones. Al
punto de darnos el lujo, en español, de emplear además un sabroso despectivo, el
«populacho», y de llamar «populistas» a ciertos profesionales de las promesas hechas
en representación de tan monstruosa entidad.
Sería
injusto olvidar que, por encima de todos, está el pueblo elegido, cuya sola mención pone a
dudar de la eficacia igualadora del método simplista que inventara Juan Jacobo a orillas
del Lemán, mientras se desnudaba para escándalo de las damiselas ginebrinas.
Schopenhauer, como buen alemán, lo veía de otra manera: «como los gustos difieren,
decididamente no son mi pueblo elegido. Son el pueblo elegido de su Dios y éste queda que
ni pintiparado para semejante pueblo». Parece un poco exagerado porque más bien entran
ganas de pensar al ver cómo les ha ido en la historia que con un Dios así no necesitan
más enemigos. Por aquello de que a veces los extremos se tocan, tampoco a los
nazis se les caía de la boca lo de «pueblo» (Volk) para todo, desde un periódico hasta
un repugnante automóvil.
Habría
que pedir menos pueblo y más respetos individuales, que en definitiva, comocasi
siempre, quien tenía razón era Oscar Wilde: «La única posible sociedad es uno mismo».
Tomado de “La escuela
de la sospecha. Nuevos ensayos polémicos”, Monte Ávila, 1990.
No hay comentarios:
Publicar un comentario