domingo, 14 de enero de 2018

Poetas del spray





Si sólo se oye el escándalo perenne de los medios de comunicación, si los intelectuales susurran desavenencias estimadas en el espectro de lo conveniente, si la política y la economía nos gobiernan, el orden establecido, aunque se le llame democracia, propicia la ocultación de la veracidad. Las palabras, medidas y sopesadas para no estremecer la frágil estructura vigente, son cristales opacos que no reflejan ni laceran sino adornan las ventanas de una casa cerrada, cuyos habitantes la consideran todo su universo. Por eso sus oposiciones apenas llegan a someras discordias entre cómplices que aspiran a regirla. Mientras tanto, el pensar (o lo que pretende suplirlo) se vuelve oficio de portavoces de la manera común de vivir: su finalidad es aplacar cualquier discrepancia y realizar la ansiada uniformidad de pareceres para perpetuar su dominio y acallar el corazón.
  Las posibilidades de expresar inconformidad o, al menos, una opinión distinta, están sometidas por muy bien disimuladas formas de la censura, pese a la más promocionada que cierta libertad de expresión, o la temerosa autocensura. No hace mucho, por ejemplo, el empeño en borrar toda frase adversa a la dilecta amiga del Presidente, denota, sin excusas, la insinceridad de “nuestros fundamentos democráticos”. Del mismo modo, los frecuentes alborotos por los continuos robos al erario, con sus dimes y diretes y sus diatribas, contribuyen a dar la idea de que la dialéctica es algarabía de gallera y tema de libros ilegibles.
  Al paso que vamos, sin subestimar algunos logros electorales y cierta agitación de la opinión pública, todo parece indicar que sólo las especies de literatura marginal hablarán de lo que rehuyen los voceros de la mentalidad complaciente. Por ahora, las paredes de la ciudad, a veces, nos devuelven el rigor de la protesta sentida y la esperanza de que la poesía puede ser hecha por todos o leída por muchos.
  No puedo negarme a la impresión de que algunos de los llamados poetas, intelectuales, escritores y “gente de la cultura”, antes de arriesgar una declaración comprometedora, prefieren acudir a los festines oficiales para celebrar la muerte de la duda, el olvido de la crítica y la consolidación de la “inteligencia reticente”; y otros de su misma especie ahora practican la oposición implacable, la que nunca antes ejercieron para no arruinar sus conveniencias. Una minoría silenciada, por el contrario, comienza a perfilarse en el estrecho círculo de su disidencia: el rechazo de todo cuanto consagra la barbarie común es considerado acto de locura. La poesía del verbo polémico suele ser rechazada por falta de lirismo, porque lirismo ya significa rebuscamiento, embalsamamiento o maquillaje de cadáveres.
  Aparte de unos pocos libros (cada día más caros) que intentan recordarnos nuestro lugar en el orden cósmico, nos quedan las iluminaciones, las ironías, la mordacidad y, a veces, le mot juste (que tanto desvela a escribidores de publicaciones especializadas) que nos depara la literatura callejera y nada pretensiosa de las pintas. Pero, como en todo arte, en el de las pintas abundan la mediocridad y sus vanidosos ejecutores. Desde el chamo cuyas máximas aspiraciones se resuelven con un carro último modelo y “vacilarse” bien el inglés para escribir “las propias” declaraciones de amor (I love you my sweet doll), hasta el engreído que (años atrás) quiso hacer de sus grillos obras de arte y propuso un monótono Museo de la Cola, pasando por las invariables consignas de la ultraizquierda y de la ultraderecha, y las declaraciones de bondad y grandeza de todos los partidos políticos, conforman la nulidad y desperdicio de espacio y pintura. Menos mal en este arte callejero algo queda que no es a cuenta perdida.
  Hace unos años, en una pared de la biblioteca de la Facultad de Ingeniería de la Universidad Central de Venezuela, de lado afuera, alguien escribió:

Cuando tengo el spray en mi mano,
me siento un poeta. Tiemblo al pensar
que una regla de cálculo
lo pueda desplazar.

  Sólo así se justifica que se rayen las paredes del recinto universitario y del mundo entero. De ninguna manera se atenta contra el ornato público. Esa revelación da un golpe, aunque leve y desdeñado, a nuestra organización social, a la mercantilización de la vida y puede provocar la reflexión del distraído transeúnte. Su mérito es conducirnos al espacio que nos niegan los medios de comunicación y ocasionalmente nos ofrecen las artes.
  Las pintas van camino de convertirse en una de las pocas formas de expresión reacia a la censura. No será extraño, de seguir como vamos, que la verdad esté en las paredes y no en boca de artistas, políticos, periodistas o intelectuales. Con esto no me propongo hacer una apología de las pintas, pero sí reconocerles sus virtudes contestatarias, humorísticas y algunas veces poéticas.
  La pinta del poeta-ingeniero (o poeta-ingeniera) es, en Venezuela, que yo sepa, una de las pocas frases dedicadas a cuestionar la hegemonía del número, el delirio de la todopoderosa técnica, la indiferencia por el sentir. Sin embargo, la regla de cálculo, los propósitos de quien la usa sin tomar en cuenta su alma, se han impuesto, se han arrogado el derecho a decretar lo válido. ¿Llegará el mundo todo a ser una pesadilla planificada, apenas combatida con ataques terroristas? Por más que se opongan las fuerzas dominantes, siempre quedarán quienes no se dejen convencer por el bombardeo de la propaganda política; quienes vean una trampa cuando se habla de libertad de criterio, organización y precios; quienes, desoídos y segregados, crean en un vivir desprejuiciado, sin idolatrar el poder y prefieran palabras callejeras como éstas:

Si dejas que piensen por ti,
regala tus hijos.
 
  Ignoro las intenciones de quien las escribió en una pared inmediata a una estación del Metro de Caracas, pero me parece verdad indiscutible, sobre todo en estos tiempos de globalización unidimensional, supuesto libre mercado o nuevos intentos por realizar la fe de Marx. Si tomamos esas palabras en un sentido justo  y real (¿será posible?), sin  que priven prejuicios, tal vez encontremos en ellas, por ejemplo, una mayor amplitud democrática, muy distinta a la de aquellos que predican libertades y castigan la disidencia con bombas e invasiones. Si algo podemos confirmar ahora es que en punto a libertades hay una sola opción y quien no la escoge queda fuera.
  Alguien,  pese al escepticismo endémico, mantiene la fe en la redención definitiva. Probablemente no pertenece a ninguna de las sectas mesiánicas cuyos exaltados profetas nos sermonean en las plazas, en los bulevares, en los carros por puesto y suelen perturbar la múrida paz dominical. Su inspiración divina proclama la llegada del Señor, el advenimiento del Reino de los Cielos, pero él no será condescendiente ni moderado. No debemos esperar la ponderada tolerancia cristiana, no esperemos demasiada indulgencia porque

Cristo viene y viene arrecho.
¡Aprieten ese culito!

  Otro, en cambio, rechaza el mesianismo y publica su herejía frente a una iglesia de adinerados feligreses. Su exclamación recuerda la osadía del filósofo que quiso crear su propio dios y declaró la muerte del otro, el de la mayoría; para ello necesitó páginas y más páginas de lírica amargura. Nuestro hereje anónimo demuele con breve mordacidad:

Dios es el camino...¡písalo!
 
Para quienes no somos cazadores de respuestas, algunas pintas resultan las mejores expresiones para enfrentar la confusión general. Al aumentar nuestro desconcierto, lanzándonos una pregunta hermética, nos obligan a pensar repetidamente en ellas y darle cuerda a las interpretaciones.

¿Qué pasará después de este escándalo?

  Podemos pensar que se refiere a uno de los tantos líos que, por cierto, terminan con el silencio encubridor de cómplices y culpables o alude a algún conflicto entre una pareja belicosa. Podríamos agotar la agudeza interpretativa, pero nos será difícil hallar esclarecimiento convincente. De esa incertidumbre nos salva, en otros casos, la confirmación de una verdad general:

Pienso, luego me joden.

  Ciertos “panas”, en vista del rechazo y persecución que padecen, pregonan las virtudes de su vicio predilecto:

¡Qué bueno es tener monte!

  Quizás los inspire su afinidad con Aldous Huxley, Henri Michaux, Allen Ginsberg  o William Burroughs y no el mero hecho de entregarse a lo prohibido, ni creerse los propios tipos. Véase el lado benigno del asunto y se comprenderá mejor su conversión en negocio sucio. No abogo por lo proscrito, sencillamente: un cuchillo es un instrumento inocente hasta que alguien, con saña, se lo clava a otra persona.
  No soy partidario de venganzas y humillaciones: hay formas más delicadas de combatir valores humanos cuestionables, pero no todo el mundo las comparte. Vaya usted a saber las razones de quien escribió, mucho antes de que el autor de Las lanzas coloradas falleciera:

Uslar Pietri al Panteón...¡ya!

  También la más famosa institución gastronómica venezolana y su respectiva predilección edípica ha recibido sus descargas.

Las hallacas de mi mamá son una mierda.

  Muchos años de desaciertos, trampas, latrocinio, impunidad e inútiles discusiones han provocado en el pueblo venezolano tal desaliento que cualquier análisis queda superado por esta confesión callejera:

Este país me fastidia.

  Podría alegarse que sólo refleja el más puro pesimismo latinoamericano, sin espacio para reformas y cambios; pero tanto luchar contra el viento queda demostrado con el inobjetable testimonio de los hechos. El país no fastidia por aburrido, pues bastante movido ha estado en los últimos años, fastidia como una espina en la planta del pie o una costilla fracturada. Lo han hecho fastidioso los protagonistas de una reiterada historia de demencia e insaciables ganas de poder. Y por eso alguien se rebela contra el más severo principio de toda política:
                                                El fin no justifica los muertos
  El malestar no es sólo político y el matrimonio tampoco podía quedar fuera del desencanto; nada se salva cuando las estructuras del mundo se oxidan y sufren los rigores del abuso y la inflexibilidad. Y, así, en una pared de San Cristóbal, ciudad de gente muy conservadora y católica, leí una de las afirmaciones más ácidas que yo pueda recordar:
Si quieres olvidar una mujer,
cásate con ella.

  Al poeta-ingeniero (o la poeta-ingeniera), cuyas palabras preservó una fotografía, el spray lo acercaba (o lo acerca) a la poesía; hay quienes la alcanzan por la música o los colores o la arcilla o el silencio. Es esa gente que espera y presiente un comercio distinto con el mundo y sus congéneres. A lo mejor nunca conseguirán la fama porque desesperan por su propia vida y no les preocupa ningún tipo de notoriedad. Están aquí y reniegan de las imposturas y modas avasallantes; saben de lo poco que significan los méritos cuando la vida está supeditada a la economía y a la política. Saben, también, que si el poder, sea cual fuere, es el máximo propósito de la existencia, entonces estamos representando un drama mal escrito. Su única alternativa: la vida apartada.
  Ignoro si las artes terminarán convirtiéndose en insulsas damas, sacrificadas por el bozal de pan, por amor al mármol y el coqueteo con el cientificismo. Cuando menos espero que las paredes sigan hablando (las necedades son inevitables) y alguien siga preguntándose:
¿Vamos o nos llevan?
   

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