jueves, 18 de enero de 2018

Notas desde el barranco (II)

3
No, no era sólo verbo encendido, era también verbo encendedor. Al principio funcionó muy bien ante la dejadez, la indiferencia, el antiparabolismo (valga esta expresión muy venezolana) y el ánimo de apoltronamiento de una minoría consagrada en la urnas, en las electorales y en las otras. Fue encendido y encendedor porque era necesario: el país estaba aletargado, indiferente por demás, y sólo quería (como aún lo quiere) resolver lo inmediato con o sin instituciones; simplemente sobrevivir de la mejor manera posible. Pero de discurso necesario se volvió costumbre, táctica y provecho político y personalista: se volvió receta con resultados muy buenos, electorales y de toda índole. Y por allí empezó la caída, aunque parecía ascenso: por el lenguaje.
Dejó de ser encendido y se volvió sólo encendedor: dejó de ser verbo para convertirse en adjetivos descalificadores de los otros, de los discordantes, y exaltador de los partidarios. Ya no fue más verbo: se hizo palabra mágica para producir efectos y cambiar el curso de los hechos, incluso los del pasado: ya se podía bajar la luna del cielo, aunque nunca fuese posible. Lo que viene después es el mito político, a lo que contribuyó la muerte del “comandante y presidente eterno”. Pero los mitos, como el amor, no duran con hambre (al menos eso espero) y, sobre todo, si el demiurgo no tiene sucesor que lo iguale.
En este punto estamos: el mito arrinconado en una montaña, los sucesores desatados en su verdadera textura (in)moral y atados a un guión prestado, foráneo, que no les deja ver (ni quieren ver) lo que salta a la vista.
Todo empezó con las palabras y con ellas, con otras nada mágicas, debería cambiarse el rumbo.

4
Cuando una mayoría (en principio) usó el término escuálido para referirse despectiva y sarcásticamente a una minoría (en principio), se hizo coro y cómplice de un agravio; y cuando una minoría (en principio) se refería con rabia y repulsa a una mayoría (en principio) se hizo dueña y promotora de una discriminación: y justo ahí se cayó, o caímos, en la trampa. Ya no se trataba del adversario político o ideológico (si tal hubiese sido el caso); se trataba de negar, y de haber sido posible borrar, a quien no estaba de nuestro lado, según fuese el caso.
Eso han querido y quieren los beneficiarios, los verdaderos beneficiarios, de esta gran farsa de dos décadas. Porque, ¿a quién le conviene el odio, la discriminación, la segregación? Sólo veamos en nosotros y a nuestro alrededor con cierta calma y sin apasionamiento para saber quiénes gozan de esas disyuntivas y de esos enconos. No es difícil saberlo: los que están arriba, en ese arriba que se consigue con trampas, arribismo, demencia mesiánica y, sobre todo, con mucha ambición y afán de mandonería.

5
Por las palabras comenzó la debacle. Lo demás es consecuencia.
Cuando aceptamos todos los calificativos infamantes, hemos debido pedir una “taima”, un receso; pero estábamos embriagados o de triunfo o de resentimiento o de sorpresa o de desconsuelo: estábamos desprevenidos ante la locura por venir.
Lo que viene después es sólo consecuencia: politiqueros, narcotraficantes, militares, contrabandistas, policías, sicarios, herederos reales como en las monarquías, nepotismo, jueces, cómplices, fiscales, chantajistas; todo es un mismo juego que comenzó con campañas electorales, dádivas, drogas, militancia, espectáculo, elecciones; todo es un mismo juego, pero, insisto, empezó por las palabras: las palabras que ofenden y descalifican.
Las armas y las cadenas de radio y televisión comportan el mismo objetivo: adocenamiento, vulgaridad exaltada, señalamiento de culpables ajenos a la causa: endiosamiento de un vivo y de un muerto, después, para encubrir las trapacerías de un orden sin concierto, pero con mucho acierto para medrar y dominar.


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