3
No,
no era sólo verbo encendido, era también verbo encendedor. Al principio
funcionó muy bien ante la dejadez, la indiferencia, el antiparabolismo (valga
esta expresión muy venezolana) y el ánimo de apoltronamiento de una minoría
consagrada en la urnas, en las electorales y en las otras. Fue encendido y
encendedor porque era necesario: el país estaba aletargado, indiferente por
demás, y sólo quería (como aún lo quiere) resolver lo inmediato con o sin
instituciones; simplemente sobrevivir de la mejor manera posible. Pero de
discurso necesario se volvió costumbre, táctica y provecho político y
personalista: se volvió receta con resultados muy buenos, electorales y de toda
índole. Y por allí empezó la caída, aunque parecía ascenso: por el lenguaje.
Dejó
de ser encendido y se volvió sólo encendedor: dejó de ser verbo para
convertirse en adjetivos descalificadores de los otros, de los discordantes, y
exaltador de los partidarios. Ya no fue más verbo: se hizo palabra mágica para
producir efectos y cambiar el curso de los hechos, incluso los del pasado: ya
se podía bajar la luna del cielo, aunque nunca fuese posible. Lo que viene
después es el mito político, a lo que contribuyó la muerte del “comandante y
presidente eterno”. Pero los mitos, como el amor, no duran con hambre (al menos
eso espero) y, sobre todo, si el demiurgo no tiene sucesor que lo iguale.
En
este punto estamos: el mito arrinconado en una montaña, los sucesores desatados
en su verdadera textura (in)moral y atados a un guión prestado, foráneo, que no
les deja ver (ni quieren ver) lo que salta a la vista.
Todo
empezó con las palabras y con ellas, con otras nada mágicas, debería cambiarse
el rumbo.
4
Cuando
una mayoría (en principio) usó el término escuálido para referirse despectiva y
sarcásticamente a una minoría (en principio), se hizo coro y cómplice de un
agravio; y cuando una minoría (en principio) se refería con rabia y repulsa a
una mayoría (en principio) se hizo dueña y promotora de una discriminación: y
justo ahí se cayó, o caímos, en la trampa. Ya no se trataba del adversario
político o ideológico (si tal hubiese sido el caso); se trataba de negar, y de
haber sido posible borrar, a quien no estaba de nuestro lado, según fuese el
caso.
Eso
han querido y quieren los beneficiarios, los verdaderos beneficiarios, de esta
gran farsa de dos décadas. Porque, ¿a quién le conviene el odio, la
discriminación, la segregación? Sólo veamos en nosotros y a nuestro alrededor
con cierta calma y sin apasionamiento para saber quiénes gozan de esas
disyuntivas y de esos enconos. No es difícil saberlo: los que están arriba, en
ese arriba que se consigue con trampas, arribismo, demencia mesiánica y, sobre
todo, con mucha ambición y afán de mandonería.
5
Por
las palabras comenzó la debacle. Lo demás es consecuencia.
Cuando
aceptamos todos los calificativos infamantes, hemos debido pedir una “taima”,
un receso; pero estábamos embriagados o de triunfo o de resentimiento o de
sorpresa o de desconsuelo: estábamos desprevenidos ante la locura por venir.
Lo
que viene después es sólo consecuencia: politiqueros, narcotraficantes,
militares, contrabandistas, policías, sicarios, herederos reales como en las
monarquías, nepotismo, jueces, cómplices, fiscales, chantajistas; todo es un
mismo juego que comenzó con campañas electorales, dádivas, drogas, militancia,
espectáculo, elecciones; todo es un mismo juego, pero, insisto, empezó por las
palabras: las palabras que ofenden y descalifican.
Las
armas y las cadenas de radio y televisión comportan el mismo objetivo:
adocenamiento, vulgaridad exaltada, señalamiento de culpables ajenos a la
causa: endiosamiento de un vivo y de un muerto, después, para encubrir las
trapacerías de un orden sin concierto, pero con mucho acierto para medrar y
dominar.
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