lunes, 8 de enero de 2018

Tres poemas de La voz recuperada, de Mario Amengual


Barrio La Democracia

En este barrio nacimos y nos criamos,
aquí una y otra vez peleamos y nos contentamos,
aquí escuchamos por primera vez a las chicharras pidiendo la lluvia,
aquí conocimos el tiempo del mango y el de la iguana,
aquí cortejamos la obsesión del gol,
por aquí pasaban los anunciadores del fin del mundo,
por aquí pasaba el vendedor de perolones que cantaba rancheras y boleros
y también pasaba el vagabundo que conocía a la bruja de púrpura.

En este barrio se nos dio la amistad,
el sabor del guarapo y del sancocho,
la breve alegría del año nuevo y la mesa modesta y generosa de Navidad.
Aquí descubrimos la gracia del amor correspondido
y lo que parece el dolor definitivo del despecho.
Por este barrio sabemos del sereno encanto
de la conversación sencilla y el cuento aliñado.
En una esquina de este barrio soñamos aventuras en cerros azules
y en ríos que cruzan soledosos sembradíos.

En este barrio de casa verdes, amarillas, rosadas y azules con techos de cinc,
recibimos el don de no sentirnos más de lo que somos.
Como un amor perdurable,
como la primera mujer que tocamos y sentimos,
este barrio siempre está en nosotros
y algo de nosotros siempre está en este barrio.
Aquí supimos sin palabras de por medio
que también nuestra poca vida puede ser el milagro y la eternidad.





Días de adolescencia

Llevado a los extremos de una sensualidad ansiosa,
por hastío de la agonía cotidiana,
me iba a una calle donde unos senos pujantes,
apenas contenidos por un viejo sostén rosado,
hacían temblar mis manos y daban elocuencia a mi desvarío.
Casi siempre debía dar varias vueltas a la manzana,
hasta que se desocupara.
A cada paso otras, que no me importaban,
insistían ponderando sus dones.
Y si aparecía,
si otro no se la llevaba toda la noche,
yo me desesperaba en sus brazos
como si fuese la primera vez,
como si se hubiese hecho posible
mi favorita de una revista pornográfica
para regalarme el necesitado olvido de mí mismo.





Desde las noches...

Desde las noches de pánico de mi infancia has estado siguiéndome.
Te asomas a la ventana de mi cuarto, tocas suavemente mi hombro.
Te he visto danzar en las calles de la ciudad,
he visto cómo sosegabas el rostro de un mendigo atropellado
y cómo evitaste a un recién nacido los seguros rigores de su porvenir
en una casa donde las mujeres esperaban el dinero de hombres deseosos.
Si miro por mucho tiempo mis manos, preveo tu ritual convirtiéndolas en las tuyas.
Y salí a buscarte una noche por un potrero, creyéndote ajena a mí
y creyendo que podía retarte y supe, agotado y de cara al cielo, de tu serena dignidad,
y supe que te anunciabas con señales muy íntimas a la hora por ti fijada.

Has cerrado en mi cara puertas de habitaciones donde otros te esperaban,
entraste a mis sueños para anunciarme el adiós agradecido y gentil de mi padre.
Después viniste con las lluvias de agosto y eras tú el rostro envejecido de mi madre,
ahondando su decepción, gritando con su voz, secando su cuerpo que te clamaba.
Te sentía llegar cada noche como el aleteo de un pájaro inmenso
y en el trastornado dormitar hundías tu boca en mi estómago.
Tu precisa reciedumbre me obligó a llamarte,
a pedirte que te hicieras visible.
Imaginé un diálogo contigo que terminaba al amanecer, cuando tú,
respondiendo a mis súplicas cerrabas los ojos de ella.

Muchas veces te he visto y te he soñado,
y me has hecho contar muchas horas de espera.
Ya te veo caminar hacia mí por un callejón que aún no conozco.



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