La
noche de las luciérnagas (concedo en llamarla así, aunque comparto con Defresne
la indiferencia entre día y noche en esta isla o, más bien, la falta de día),
hubo dos momentos que no reseñé antes por destacar el discurso de Defresne y mi
experiencia ante la aparición de las luciérnagas, si acaso eso eran.
Al
rato de sentarnos a la mesa la gorda Nubia y yo, pasaron hacia el fondo del
patio, a la última mesa de nuestra fila, míster Queen mal encarado y a paso
rápido, seguido, con pasos de lentitud calculada, por La Pepa, sobrada en
belleza y sensualidad: llevaba puesto un vestido púrpura muy escotado y corto
que permitía la tortura de dejar ver casi por completo sus senos ostentosos y
firmes, buena parte de sus muslos gruesos y sólidos, sus pantorrillas de curva
y proporción desquiciadora y esas rodillas morenas como dos soles de su
inquietante cosmogonía. Al pasar junto a nosotros la entreví, con la cabeza
gacha, y me regaló una amplia sonrisa de gruesos labios rojos y lengua
perturbadora, apenas asomada entre dientes parejos y blanquísimos; y también me
brindó una mirada de ojazos café deslumbrantes. La gorda Nubia se dio cuenta y
me pellizcó con rabia la barriga, no sé si por celos o por llamarme a la
discreción y me dijo al oído:
-Por
eso estás aquí.
Cuando
la Señora se puso de pie para ordenar la aparición de las luciérnagas, su
rostro era muy joven y de serena hermosura: ella, a mi parecer, cumplía con un
absurdo protocolo para revelarnos su belleza, el de su rostro enmarcado en su
cabello perfectamente recortado. Y esa honda impresión ha de haberse delatado
en mi rostro, porque cuando estábamos en la cama y supe otra vez de mí, la
gorda Nubia me refirió con pocas precisiones parte de la historia de la Señora,
a quien ahora juzgo de belleza melancólica. Es una historia similar a la de mi
mamá, pero en otro mundo. El Señor, pariente del padre de ella, la sedujo con
algún encanto mágico, según una versión, y, según otra, la trajo a su reino a
la fuerza y sin importarle las consecuencias, valiéndose de su poder y de su
riqueza. Y por ese poder y esa riqueza, el padre de la hija encantada o
raptada, terminó aceptando como yerno al esposo indeseado. Por eso creo que
ella no es una mujer severa, como todos dicen, sino resignada y entonces su
juventud y su belleza suelen opacarse con la amargura.
Y
vuelvo a pensar en esa afirmación de la gorda Nubia: por eso estás aquí; como
si fuese una condena, como si ella supiera la razón de mi permanencia aquí y yo
aún sin saber cómo ni por qué, tomado por ella, dejándome llevar por las
insinuaciones o meras maldades provocadoras de la Pepa y el cada vez más
apocado, menos persistente, recuerdo de Sonia, desvaneciéndose como la neblina
cuando el sol arrecia y el viento se la lleva.
Eduardo Bárcenas, Vitrina.
Me
acuciaba el empeño de conocer el centro de la isla. La gorda Nubia no quiso
acompañarme.
-Eres
terco. Allí no tienes nada que buscar. Allí será como estar en la ciudad de
donde vienes. Ni más ni menos. Ve tú, ya que no puedo impedírtelo, y ve con
cuidado y te deseo suerte.
(Por
cierto, no dejo de llamarla la gorda Nubia o sólo gorda en la intimidad, porque
a ella le agrada. Para ella, la gordura y sus dotes amatorias, de las cuales se
enorgullece, son una misma virtud: sin una no poseería las otras. Así lo cree.)
Pensé
en Defresne. Ir al centro de la isla con él podría resultar un paseo de
inusitadas perspectivas, tratándose de un hombre de opiniones propias y de
sinceridad incondicional. Llegar a la puerta de su habitación se me hizo
complicado: volví a verme en una sucesión de escaleras ciegas, terminadas en
paredes sin abertura alguna; pero al fin llegué, cuando casi me daba por
vencido, sin que de nada sirvieran las indicaciones de la gorda Nubia. Toqué
varias veces, con suavidad y sin apuro, sin recibir respuesta y cuando daba la
vuelta para marcharme, asomó la cabeza por la puerta entreabierta: la barba más
larga y desordenada, unas ojeras pronunciadas y la tez amarillenta le daban una
apariencia cadavérica; de la habitación provenía la mezcla de un intenso olor a
humo de cigarrillo y de algo rancio o comenzando a descomponerse. No me dejó
hablarle (su aliento era peor del que lleva días de borrachera continua y sin
enjuagarse la boca).
-Estoy
indispuesto. Cuando me sienta mejor te busco- y trancó la puerta.
Después
supe que Defresne rara vez sale de la habitación. Al parecer, se la pasa
encerrado: leyendo, escribiendo, fumando y tomando ese aguardiente desconocido
y dador de pronta embriaguez.
Salí
solo. Al cruzar el portón de La Herradura pude oír las risas burlonas de las
Morales y una de ellas, la mayor, dijo:
-Déjenlo
retorcerse en su orgullo. Ya está aquí, aunque no quiera, y lo que más le gusta
ya lo tiene.
Crucé
la avenida asfaltada y con rayas blancas recién pintadas, descendí por una
escalera flanqueada de arbustos acechantes y luego bordeé un pequeño lago de
forma irregular, pero que a mí se me hizo de forma de una cabeza de toro, sobre
el cual inclinaban sus profusas ramas esos árboles de troncos y ramas de
intenso negror, hojas amarillentas y frutos dorados. Después descendí por otras
escaleras oblicuas que tal vez pretendían desorientarme y zigzagueando o en
recta dirección avancé temeroso de mis dudas y de cuanto pudiera encontrarme, a
sabiendas del miedo que procuraban inspirarme la oscuridad azulada, la
diversidad de senderos, el aire de ráfagas de frígida humedad y la vegetación
abundante, rara y por momentos antropomórfica como la de los temores nocturnos
infantiles.
Me
vino a la cabeza la deseosa seguridad de que si no vacilaba en mi andar, si no
dejaba distraer mi propósito, llegaría a la cálida y lisa piel de Sonia, y ya
no sería necesaria ninguna excusa para fijarle a mi vida un destino junto a
ella. Bajo el influjo de ese engaño, urdido en aires de esperanza y
probabilidad, llegué al centro de la isla, un centro sin claridad y
correspondiente a lo que me había advertido la gorda Nubia.
Una
larga descripción de cuanto vi sería innecesaria, porque ya no se trataba de
las repugnantes o deplorables apariencias, sino de cómo comencé a verlas de otra
manera. Podría resumirlo así: ese mundo abyecto siempre me había rodeado, vivía
en él, pero lo distinto era mi percepción y su incidencia en mi mundo interior.
Siete
niños mugrientos, descalzos, los pies heridos y llagados, apenas vestidos con
inmundos pantalones cortos, me rodearon con las manos extendidas; reían
embobados y balbuceando monosílabos incomprensibles; sin brillo infantil en sus
ojos, sin trazas de inocencia, quizás ya indiferentes ante el dolor y la
violencia y la sangre derramada en peleas insensatas, adictos a la piedra
maldita, la piedra de la locura, la piedra de la degradación. Me libré de
ellos, aunque me siguieron un buen trecho: ni siquiera tenían fuerza para
someterme; ya sus cuerpos eran unas débiles piltrafas. Y son los únicos niños
que he visto en esta isla y esa única vez.
Seguía
confiado (o engañado) en encontrar a Sonia y caminé muchas cuadras, siempre
hacia el norte (así lo creía). Sospeché que alguien me seguía, como tantas
otras veces cuando ando solo, pero ahora era una mirada penetrante,
omnipresente, ineludible, y la sentí con
mayor agudeza en los momentos en que la idea de abandonar la isla me
poseía. Tropecé una y otra vez con hombres y mujeres de rostros borrosos, de
miradas hundidas y extraviadas. Quise entrar al único negocio que lucía menos
desagradable, donde un grupo de hombres callados en torno a una mesa oblonga
tomaban algo, quizás el extraño aguardiente cristalino. No me dejó entrar un
portero descomunal, rechazándome como si yo fuese un pedigüeño. No dijo nada:
con un gesto de la mano me imponía seguir mi camino y, luego, cuando insistí en
entrar, me empujó y trastabillé de espaldas varios metros. Quedé desorientado y
ya no sabía si avanzaba hacia el norte, hacia el muelle donde desembarqué traído por Tarenco, o si sólo
caminaba hacia cualquier parte como un extranjero borracho y perdido en una
gran ciudad.
Vi
mucha gente, apretujada, cruzando un angosto puente de piedra sobre un río
apenas visible al fondo de un abismo, pero se escuchaba el ruido trepidante de
sus aguas turbulentas. Eran tantos cruzando el puente hacia el Valle de las Culebras,
que algunos eran empujados al abismo y helaba la sangre el oír sus alargados
gritos de dolor y espanto. Y al estar más cerca de ese perturbador tumulto pude
notar que a todos les faltaba una extremidad: eran más los mancos que los de
una sola pierna y éstos con palos o tubos como bastones, resultaban la mayoría
de los empujados al abismo. Me aparté de allí, decidido a volver a La
Herradura, a la melosa compañía de la gorda Nubia y atizado por conversar con
Defresne: me urgían algunas explicaciones y hasta ese momento suponía que en
toda la isla más nadie estaba dispuesto a dármelas.
Faltando
poco para llegar a La Herradura, pues ya la divisaba entre el ramaje de
frondosos árboles oscuros de un parque, se me acercó, saliendo de una casa baja
y sin ventanas, un muchacho de mi barrio a quien no veía desde hacía muchos
años y, aparte de que lo llamaban Morocho, más nada sabía de él.
-¿Dónde
puedo encontrar a Rider Zavale?- me preguntó.
No esperó mi respuesta, mi no desconcertado. Salió
corriendo tras cinco caballos que pasaron galopando por la avenida hacia un
promontorio de tierra pelada con una cruz azulenca de madera en lo más alto.
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