jueves, 5 de abril de 2018

Una isla para siempre (tercera entrega)

                                 Máscaras de trapo, Eduardo Bárcenas


Estaba tejiendo, sentada en una butaca junto a la ventana de mi cuarto. El tejido era apenas un disco dorado del tamaño de un plato de postre. Me acerqué a ella y le pedí la bendición; me la dio en un susurro. Me senté en una esquina de la cama y conversamos. Me refirió, sin culparme,  que mi ausencia había agravado en mi papá su adicción al alcohol y a los juegos de azar. Sin quejarse, sin soltar una lágrima, detalló los padecimientos de la pobreza empeorada por la exclusiva dependencia de la pensión del seguro social de mi papá. En eso, él entró al cuarto y salió como un ventarrón rezongando lo que, para variar, aludía su rechazo a Sonia.
Él nunca ha querido a Sonia y con o sin tragos encima me lo ha dicho en mi cara. No acepta y me recrimina como una extrema carencia de carácter que yo ame a una mujer con un hijo de una relación anterior y además lo trate como si fuese hijo mío. Si por él fuera, yo debería comportarme como los leones, que matan a la cría de otro macho para quedarse con la hembra y engendrar la suya. Además, no se cansa de repetir que Sonia tiene una cara de puta que no se la quita nadie, como si la cara de puta fuese un impedimento y no un aliciente para amar a una mujer. Si no me equivoco y mi ignorancia no es tan grande, muchas guerras, reinos y hazañas se han debido a hermosas mujeres con caras de puta.
Supongo que su amargura se alimenta con los comentarios, calumnias y chismes  de quienes, como él, pasan el día en la taguara de Gilberto bebiendo, jugando dominó, especulando sobre los números por salir en las loterías y pendientes de la vida ajena, porque, al contrario de lo que suele pensarse, son esos viejos jubilados, no las mujeres, los peores intrigantes, cizañeros y expertos en mancillar cualquier reputación.
Mi mamá no contradice sus aguijonazos porque Sonia le parece un poco alocada, pero buena y jovial. Mi mamá sí sabe de resignación: dio un paso en la vida o el destino la forzó a darlo, y ella no supo o no quiso cambiarlo. A los dieciséis años, mi papá de cuarenta y uno, la conoció, para decirlo como se estila en la Biblia. En un caserío como Vigirima a qué podía aspirar una muchacha seducida por un hombre mañoso que supo atraerla con regalos y un día, alebrestada con ron, en el claro de un recodo del río supo de un hombre sobre ella, la hija del herrero Tomás y la señora América, ama de casa rural. Como en viejos tiempos, mi papá, un hombre de ciudad, la hizo suya más por fuerza y astucia que con amor: un rapto, una violación convalidada por unos padres pobres que sufrían para mantener a nueve hijos y vieron en mi papá un alivio para ellos y una mejor vida para su hija, sobre todo porque para entonces mi papá, empleado en un ministerio, podía darse ciertos gustos como el tener una casa en Vigirima para pasar los fines de semana, en principio con sus compañeros de parranda y después, ya poseída la ninfa del río, sólo con ella y para complacerlo en todos sus antojos y necedades.
Aunque contestaba todas mis preguntas y me daba noticias sobre el día a día de la casa, la noté esquiva, tal vez resentida por haberme ido como lo hice, y entonces preferí salir a la calle. Saliendo de casa me encontré con Sonia; estaba desaliñada, sin nada del frugal maquillaje que suele destacar la finura de sus rasgos y llevaba puesto un vestido ancho y disparejo. Me vio con desencanto y tristeza, y siguió su camino por una calle que ya no era la de la casa de mis padres.






 De momento no sabía si la gorda Nubia, desnuda, con medio cuerpo suyo sobre mí, me estaba insuflando aliento o besándome. Me incitó a levantarme, aunque algo de mí ya lo estaba.
-Vamos al patio. Hoy es noche de luciérnagas.
-¿Y eso qué tiene de especial? Aquí siempre es de noche- le dije, mientras seguía sin saber cómo ni cuando llegamos a estar en mi cama.
-Vamos a vestirnos y ya verás- y poniéndose de pie con una agilidad contradictoria con su corpulencia, agregó con burla: Tú y tus preguntas todo el tiempo. Más pareces policía que mesonero.
Me dio risa su observación y no pude evitar responderle con la máxima de un colega:
-Los mesoneros de tanto oír conversaciones ajenas en las barras y en las mesas, terminamos siendo curiosos y entrépitos.
Entre carcajadas, se dio vuelta, se inclinó sobre mí y me regaló larga y lujuriosamente su lengua en mi boca.
No puedo pasar por alto que la gorda Nubia, con todo y sus kilos, es de un cuerpo proporcionado, de carnes firmes; sus senos, como globos inflados, de pezones muy pequeños, pueden prescindir de sostenes; y algo, curioso en demasía: en cada nalga luce un hoyuelo, como los de algunas personas en las mejillas, que le dan a su abultado culo la apariencia de una grandiosa sonrisa vertical.
Como un celaje bajamos al patio, tomados de la mano: la gorda Nubia cubrió su desnudez sólo con un vestido muy suelto de muchos colores, con preponderancia del carmesí; yo me vi con una franela y un pantalón grises, ambos de algodón, y descalzo. Nos sentamos en una mesa de cuatro puestos (uno ya lo ocupaba un tipo de poblada barba entrecana, cabellera igual y despeinada, lentes muy gruesos, un traje azul marino y camisa blanca), junto a un árbol de tronco y ramas de negror intenso, hojas amarillentas y frutos dorados del tamaño de mamones o jobos, no comestibles según me advirtió la gorda Nubia. Llegué a contar catorce mesas colocadas entre dos hileras de lámparas de querosén sobre estacas de bambú de más de dos metros de alto; en el centro, en un sillón de madera muy labrada con escenas de guerra, estaba la Señora. Los pocos que hablaban, se atrevían en voz muy baja; supuse que esperábamos a alguien, quizás al Señor.
-Él es Roberto Defresne, escritor y poeta- dijo la gorda Nubia, refiriéndose al tipo de nuestra mesa.
Defresne, como le gusta que lo llamen, sólo por el apellido, sonrió con una mueca entre displicente y melancólica. De una botella de vidrio ambarina, cilíndrica y de pico corto, la gorda Nubia sirvió en tres copas pequeñas una bebida cristalina, ardiente y para mí desconocida. Recordando el reciente reproche de la gorda Nubia y acostumbrado a no hacer preguntas, me limité a saborear ese aguardiente y a disfrutar sus efectos inmediatos. Lo mismo ha de haberle pasado a Defresne: se acomodó en la silla en una postura relajada y se soltó a hablar. Aunque yo sólo quería ver las luciérnagas, le presté atención a todo cuanto dijo: sus impresiones, sospechas, dudas y opiniones respecto a la isla y a La Herradura eran idénticas a las mías, pero mejor expresadas y con reiteradas acotaciones de petulancia cultivada.
Desde entonces lo escucho con respeto y paciencia. No se abstiene de decir lo que piensa y posee una manera muy suya de expresarlo; supongo que por eso es un escritor exitoso, según me han dicho, y de lo cual parece ufanarse. De esa primera vez, mientras esperábamos a las luciérnagas y la gorda Nubia sonreía toda nerviosa, alternando su mirada de súbdita asustada y arrumacos conmigo, me asedian estas palabras suyas:
-¿Noche de luciérnagas? ¿Acaso no estamos aquí, casi, en una noche perenne? La mayor claridad en esta isla es, cuando mucho, como la primera hora del amanecer o del anochecer. ¿Y no serán  esas luciérnagas, si aparecen, el espectáculo de un ingenioso artilugio lumínico para distraernos, para mantenernos alelados? Aquí todo me parece falso o, por lo menos, concebido para un propósito inconfesable para nosotros, los residentes de La Herradura. Desde que llegué oigo historias sobre el asedio de los ruines y nos advierten casi a diario que no nos acerquemos al voladero de los ruines. Ciertamente hay un voladero, un acantilado, del cual nos separa una altísima reja de barrotes de hierro muy altos y que terminan en puntas muy afiladas, pero ese voladero es el extremo sur de la isla y por lo poco que he podido indagar, ahí resulta imposible que viva alguien, a menos que sean hombres pájaros como aves marinas o murciélagos. A mi entender, los ruines no son otra cosa que un montón de gente hambrienta y sin techo, como en cualquier parte del mundo, y viven en una isla muy pequeña no muy lejos de esta donde estamos. Y para completar la escenografía de la intimidación, en buena parte imaginaria, corre el cuento de los tres leones, dos hembras y un macho, temibles custodios y protectores que, hasta donde yo sé, nadie ha visto, pero dicen que pueden entrar a este patio cuando se les antoje…
Aunque no alzó la voz más allá de nuestra mesa y esa parecía ser su intención, todos los presentes lo escucharon: se notaba en las caras el temor provocado por sus imprudentes preguntas y afirmaciones. La gorda Nubia se mantenía deshecha en sonrisas y gestos nerviosos, con aires de estupidez congénita. La Señora se puso de pie (todos dimos por seguro una reprensión a Defresne) y alzando la mano izquierda a la altura del pecho dio inicio a la aparición de las luciérnagas. De oeste a este avanzaban sobre el voladero de los ruines como bandadas de pájaros fugitivos y luminosos. Yo sentí que no estaba sentado contemplándolas, sino que me había elevado decenas de metros sobre el patio y tenía ante mí una constelación rauda, cientos de pequeños soles muy juntos: me sentía a una distancia exacta para que su luz no me encandilara ni su calor me abrasara.

No sé si alguien más tuvo una percepción igual o similar. No lo he preguntado ni lo preguntaré. Sólo sé que volví a mi habitación con la gorda Nubia (al parecer me desmayé y ella me llevó a rastras): otra vez estábamos desnudos en la cama, abrazados, como si ya estuviese establecida, sin previo acuerdo, nuestra convivencia.

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