Máscaras de trapo, Eduardo Bárcenas
Estaba
tejiendo, sentada en una butaca junto a la ventana de mi cuarto. El tejido era
apenas un disco dorado del tamaño de un plato de postre. Me acerqué a ella y le
pedí la bendición; me la dio en un susurro. Me senté en una esquina de la cama
y conversamos. Me refirió, sin culparme,
que mi ausencia había agravado en mi papá su adicción al alcohol y a los
juegos de azar. Sin quejarse, sin soltar una lágrima, detalló los padecimientos
de la pobreza empeorada por la exclusiva dependencia de la pensión del seguro
social de mi papá. En eso, él entró al cuarto y salió como un ventarrón
rezongando lo que, para variar, aludía su rechazo a Sonia.
Él
nunca ha querido a Sonia y con o sin tragos encima me lo ha dicho en mi cara.
No acepta y me recrimina como una extrema carencia de carácter que yo ame a una
mujer con un hijo de una relación anterior y además lo trate como si fuese hijo
mío. Si por él fuera, yo debería comportarme como los leones, que matan a la
cría de otro macho para quedarse con la hembra y engendrar la suya. Además, no
se cansa de repetir que Sonia tiene una cara de puta que no se la quita nadie,
como si la cara de puta fuese un impedimento y no un aliciente para amar a una
mujer. Si no me equivoco y mi ignorancia no es tan grande, muchas guerras,
reinos y hazañas se han debido a hermosas mujeres con caras de puta.
Supongo
que su amargura se alimenta con los comentarios, calumnias y chismes de quienes, como él, pasan el día en la
taguara de Gilberto bebiendo, jugando dominó, especulando sobre los números por
salir en las loterías y pendientes de la vida ajena, porque, al contrario de lo
que suele pensarse, son esos viejos jubilados, no las mujeres, los peores
intrigantes, cizañeros y expertos en mancillar cualquier reputación.
Mi
mamá no contradice sus aguijonazos porque Sonia le parece un poco alocada, pero
buena y jovial. Mi mamá sí sabe de resignación: dio un paso en la vida o el
destino la forzó a darlo, y ella no supo o no quiso cambiarlo. A los dieciséis
años, mi papá de cuarenta y uno, la conoció, para decirlo como se estila en la
Biblia. En un caserío como Vigirima a qué podía aspirar una muchacha seducida
por un hombre mañoso que supo atraerla con regalos y un día, alebrestada con
ron, en el claro de un recodo del río supo de un hombre sobre ella, la hija del
herrero Tomás y la señora América, ama de casa rural. Como en viejos tiempos,
mi papá, un hombre de ciudad, la hizo suya más por fuerza y astucia que con
amor: un rapto, una violación convalidada por unos padres pobres que sufrían
para mantener a nueve hijos y vieron en mi papá un alivio para ellos y una mejor
vida para su hija, sobre todo porque para entonces mi papá, empleado en un
ministerio, podía darse ciertos gustos como el tener una casa en Vigirima para
pasar los fines de semana, en principio con sus compañeros de parranda y
después, ya poseída la ninfa del río, sólo con ella y para complacerlo en todos
sus antojos y necedades.
Aunque
contestaba todas mis preguntas y me daba noticias sobre el día a día de la
casa, la noté esquiva, tal vez resentida por haberme ido como lo hice, y
entonces preferí salir a la calle. Saliendo de casa me encontré con Sonia;
estaba desaliñada, sin nada del frugal maquillaje que suele destacar la finura
de sus rasgos y llevaba puesto un vestido ancho y disparejo. Me vio con
desencanto y tristeza, y siguió su camino por una calle que ya no era la de la
casa de mis padres.
-Vamos
al patio. Hoy es noche de luciérnagas.
-¿Y
eso qué tiene de especial? Aquí siempre es de noche- le dije, mientras seguía
sin saber cómo ni cuando llegamos a estar en mi cama.
-Vamos
a vestirnos y ya verás- y poniéndose de pie con una agilidad contradictoria con
su corpulencia, agregó con burla: Tú y tus preguntas todo el tiempo. Más
pareces policía que mesonero.
Me
dio risa su observación y no pude evitar responderle con la máxima de un
colega:
-Los
mesoneros de tanto oír conversaciones ajenas en las barras y en las mesas,
terminamos siendo curiosos y entrépitos.
Entre
carcajadas, se dio vuelta, se inclinó sobre mí y me regaló larga y
lujuriosamente su lengua en mi boca.
No
puedo pasar por alto que la gorda Nubia, con todo y sus kilos, es de un cuerpo
proporcionado, de carnes firmes; sus senos, como globos inflados, de pezones
muy pequeños, pueden prescindir de sostenes; y algo, curioso en demasía: en
cada nalga luce un hoyuelo, como los de algunas personas en las mejillas, que
le dan a su abultado culo la apariencia de una grandiosa sonrisa vertical.
Como
un celaje bajamos al patio, tomados de la mano: la gorda Nubia cubrió su
desnudez sólo con un vestido muy suelto de muchos colores, con preponderancia
del carmesí; yo me vi con una franela y un pantalón grises, ambos de algodón, y
descalzo. Nos sentamos en una mesa de cuatro puestos (uno ya lo ocupaba un tipo
de poblada barba entrecana, cabellera igual y despeinada, lentes muy gruesos,
un traje azul marino y camisa blanca), junto a un árbol de tronco y ramas de negror
intenso, hojas amarillentas y frutos dorados del tamaño de mamones o jobos, no
comestibles según me advirtió la gorda Nubia. Llegué a contar catorce mesas
colocadas entre dos hileras de lámparas de querosén sobre estacas de bambú de
más de dos metros de alto; en el centro, en un sillón de madera muy labrada con
escenas de guerra, estaba la Señora. Los pocos que hablaban, se atrevían en voz
muy baja; supuse que esperábamos a alguien, quizás al Señor.
-Él
es Roberto Defresne, escritor y poeta- dijo la gorda Nubia, refiriéndose al
tipo de nuestra mesa.
Defresne,
como le gusta que lo llamen, sólo por el apellido, sonrió con una mueca entre
displicente y melancólica. De una botella de vidrio ambarina, cilíndrica y de
pico corto, la gorda Nubia sirvió en tres copas pequeñas una bebida cristalina,
ardiente y para mí desconocida. Recordando el reciente reproche de la gorda
Nubia y acostumbrado a no hacer preguntas, me limité a saborear ese aguardiente
y a disfrutar sus efectos inmediatos. Lo mismo ha de haberle pasado a Defresne:
se acomodó en la silla en una postura relajada y se soltó a hablar. Aunque yo
sólo quería ver las luciérnagas, le presté atención a todo cuanto dijo: sus
impresiones, sospechas, dudas y opiniones respecto a la isla y a La Herradura
eran idénticas a las mías, pero mejor expresadas y con reiteradas acotaciones
de petulancia cultivada.
Desde
entonces lo escucho con respeto y paciencia. No se abstiene de decir lo que
piensa y posee una manera muy suya de expresarlo; supongo que por eso es un escritor
exitoso, según me han dicho, y de lo cual parece ufanarse. De esa primera vez,
mientras esperábamos a las luciérnagas y la gorda Nubia sonreía toda nerviosa,
alternando su mirada de súbdita asustada y arrumacos conmigo, me asedian estas
palabras suyas:
-¿Noche
de luciérnagas? ¿Acaso no estamos aquí, casi, en una noche perenne? La mayor
claridad en esta isla es, cuando mucho, como la primera hora del amanecer o del
anochecer. ¿Y no serán esas luciérnagas,
si aparecen, el espectáculo de un ingenioso artilugio lumínico para
distraernos, para mantenernos alelados? Aquí todo me parece falso o, por lo
menos, concebido para un propósito inconfesable para nosotros, los residentes
de La Herradura. Desde que llegué oigo historias sobre el asedio de los ruines
y nos advierten casi a diario que no nos acerquemos al voladero de los ruines.
Ciertamente hay un voladero, un acantilado, del cual nos separa una altísima
reja de barrotes de hierro muy altos y que terminan en puntas muy afiladas,
pero ese voladero es el extremo sur de la isla y por lo poco que he podido
indagar, ahí resulta imposible que viva alguien, a menos que sean hombres
pájaros como aves marinas o murciélagos. A mi entender, los ruines no son otra
cosa que un montón de gente hambrienta y sin techo, como en cualquier parte del
mundo, y viven en una isla muy pequeña no muy lejos de esta donde estamos. Y
para completar la escenografía de la intimidación, en buena parte imaginaria,
corre el cuento de los tres leones, dos hembras y un macho, temibles custodios
y protectores que, hasta donde yo sé, nadie ha visto, pero dicen que pueden
entrar a este patio cuando se les antoje…
Aunque
no alzó la voz más allá de nuestra mesa y esa parecía ser su intención, todos
los presentes lo escucharon: se notaba en las caras el temor provocado por sus
imprudentes preguntas y afirmaciones. La gorda Nubia se mantenía deshecha en
sonrisas y gestos nerviosos, con aires de estupidez congénita. La Señora se
puso de pie (todos dimos por seguro una reprensión a Defresne) y alzando la
mano izquierda a la altura del pecho dio inicio a la aparición de las
luciérnagas. De oeste a este avanzaban sobre el voladero de los ruines como
bandadas de pájaros fugitivos y luminosos. Yo sentí que no estaba sentado
contemplándolas, sino que me había elevado decenas de metros sobre el patio y
tenía ante mí una constelación rauda, cientos de pequeños soles muy juntos: me
sentía a una distancia exacta para que su luz no me encandilara ni su calor me
abrasara.
No
sé si alguien más tuvo una percepción igual o similar. No lo he preguntado ni
lo preguntaré. Sólo sé que volví a mi habitación con la gorda Nubia (al parecer
me desmayé y ella me llevó a rastras): otra vez estábamos desnudos en la cama,
abrazados, como si ya estuviese establecida, sin previo acuerdo, nuestra
convivencia.
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