miércoles, 17 de abril de 2019

Los ríos contenidos

(Relato inspirado en Hojas de hierba, escrito hace una década, y que ahora publico en la celebración de los 200 años del nacimiento de Whitman)


A Mery Sananes


Un joven de veinte años, en conflicto con la realidad acordada y consigo mismo, y bajo el influjo de la breve y temprana rebeldía de Rimbaud, tomó un autobús en el terminal de autobuses para ser otro en algún lugar del oriente venezolano. Llevaba en su morral dos franelas, dos pantalones y, gracias a un arranque providencial, Hojas de Hierba en la reconocida traducción de Francisco Alexander.
Conjeturó que conseguiría empleo en un restaurante, que viviría en una pensión de mala muerte y que amaría a una muchacha discreta, ajena a las imposturas feministas de sus condiscípulas. Su falta de apego a los escasos vínculos de dos años de vida universitaria en Caracas, le ahorraba la añoranza de alguien; aunque años después confesaría que una decepción amorosa, “no muy honda”, apuró su huida.
Quizás su inapetencia lo hizo parecer un pasajero extraño; los otros se hartaron en los humildes comederos donde se detuvo el autobús. Sólo el atardecer sobre la laguna de Unare lo sacó de su letargo acosado por la incertidumbre de los días venideros. Olvidó, por un rato, su incipiente errancia y el asedio asfixiante de su desarraigo. Pero el mundo no dejaba de ser distinto para sus sentidos: no estaban acomodados a las certezas comunes; no estaban del todo limitados por las convenciones perceptivas de su crianza. Él, así me lo han hecho entender reflexiones consecuentes, no era un ser distinto; apenas se le asomaba el renegado privilegio, dada su renuencia a conformarse con un “punto de vista”, de arrastrar la vida sin explicaciones. Era como alguien que recibe azarosamente un tesoro sin siquiera conocer el valor del dinero. Algo, íntimo e indescifrable, le decía que necesitaba una especie de fuerza heroica que defendiera su escasa cordura.
La rareza de las cosas le provocaba pánico y un estremecimiento recorría su espalda, como si un animal viscoso le saltara nerviosamente de la nuca a la cintura. Su vida se le figuraba la nostalgia de un desterrado atravesando un vasto desierto. El tiempo, en aquellos momentos en que el mundo rebosaba sus sentidos, desolaba el espectáculo de las horas consagradas a la empresa indetenible del progreso, que mueve a las dóciles siluetas de las ciudades.
Muchas veces intentó verbalizar el estado de su alma. Acumuló una selección de “intentos” en los que expresaba burdamente su descontento, como si tallara la forma de seres desconocidos en materia quebradiza. Cansado de no poder constatar en una página lo que había sentido, decidió volverse un místico en estado salvaje, sin dar oportunidad al trabajo de los años en el espíritu. Por eso atravesó pueblos que nunca antes había visitado y que años después conocería lo suficiente como para dedicarse al comercio fugazmente en ellos, lo cual le dejó más sinsabores que las ganancias anheladas.
La noche, iniciándose a su paso por Guanta, le devolvió unos versos de Clemens Brentano:

Yo quisiera extinguirme
como el canto del cisne moribundo
si aquella estrella que he mirado
no es ya la mensajera de la calma.

En el poco cielo que le permitía la ventanilla buscó las constelaciones fáciles de reconocer, aun para su ignorancia de la astronomía elemental, y se preguntó si de verdad el orden de las estrellas y los planetas había influido a la hora de su nacimiento. De ser cierto, ¿por qué le había tocado el destino de no comprender lo que asaltaba a su corazón?
En la oscuridad que el autobús transitaba velozmente, el tiempo dejó de ser sucesión, dejó de ser el río de Heráclito y la noche fue otro tiempo, sin relojes y sin urgencias, fue sueño ilógico y su cuerpo tembló de miedo, allí, entre tanta gente deseosa de llegar a alguna parte; el tiempo no era tiempo, aunque un velocímetro y un reloj pudiesen dar cálculos exactos, el tiempo era la noche rebasando el entendimiento de un joven solitario que no sabía qué hacer.
Sin pensarlo, se apeó en la entrada de Cumaná. Las calles brumosas estaban solas. Enrumbó sus pasos hacia donde creía que se hallaba el centro. De vez en cuando pasaban carros por puestos con uno o dos pasajeros, pero no quiso montarse en ninguno. Dos borrachos acostados en la acera discutían sin coherencia, “parecen políticos venezolanos”, pensó, y apenas pudo reírse de esa fácil comparación. Crecía en él la inquietud por no saber adónde iba, aunque seguía caminando como si estuviese familiarizando con esas calles que reflejaban su estado de ánimo.
Llegó a la orilla del río Manzanares: “exaltado por una pegajosa canción… de esas que se esmeran en hermosear ciudades intolerables”.
Mirando el agua oscura, bordeada por un paseo inmundo, lo sorprendió un muchacho, como de su misma edad, preguntándole: “¿qué buscas?”. Sin demora, soltó la retahíla de su insignificante aventura. El muchacho, a todas luces conmovido, le consiguió una habitación en un hotel barato, que parecía a punto de desplomarse, no sin antes citarlo para la mañana siguiente con el propósito de conseguirle trabajo en el almacén de su mejor amigo.
Apenas pudo dormir en el camastro chirriante y polvoriento; el ventilador pendiente del techo resultó una amenaza mortal mientras estuviese encendido. Sólo a ratos se adormitaba, pero un sueño se le presentó, breve y turbador: nadie lo veía ni lo sentía, sus palabras no se escuchaban aunque casi las gritaba a gente conocida que lo rodeaba, sus manos penetraban toda materia: era una sombra, era un muerto. Y despertó ahogado y le fue imposible volver a dormir. Esperó el amanecer anunciado por gallos distantes y los pájaros; esperó que el trópico ardiese afuera, en la calle de la necesidad y el ajetreo. Salió furtivamente, después de cumplir con su cuerpo en el baño destartalado y mohoso, jurando no regresar más nunca a “ese hotel de mierda”.
En una plaza cuyo nombre no se ocupó en averiguar, inútilmente estuvo esperando hasta el mediodía a su reciente amigo, creyendo verlo en cada peatón parecido. Le dolió no volver a verlo, pero se consoló pensando que en la vida hay tanta gente que vemos una sola vez.
Buscó el mar. Preguntando en cada esquina dio con el balneario orillado de taguaras llenas de moscas y bebedores escandalosos. Se acostó a la sombra de una uva de playa y contempló el mar y el cielo de azules diversos, a ratos interrumpido por los excitantes atributos de algunas bañistas.
La noche lo sorprendió adormitado, inmóvil como un tronco arrojado a la playa por el oleaje. Estaba solo, oyó ladridos de perros a lo lejos. La melancolía comenzaba a sitiarlo. Tuvo ganas de extraviarse en una multitud, de ser ceniza en el viento tibio de una gran ciudad. Pero el cansancio aplacó la desazón y cayó rendido de sueño hasta la madrugada.
Despertó asustado, estaba rodeado de cangrejos ariscos que al menor movimiento suyo se escondían en la arena. Las luces de un barco avanzaban hacia el este por el negro horizonte marino. Imágenes de sus muchos fracasos en su poca vida le impedían pensar sin angustia; los cangrejos reiniciaban su acoso cuando lo percibían inmóvil; el cansancio de su cuerpo luchaba contra las arremetidas de su desconcierto y de sus dudas. Al fin el sueño volvió a dominarlo, aunque la desazón insistía.
La mañana le deparó el goce de una soledad luminosa frente al mar sereno. Los alcatraces reanudaban su elegante pesca  y sus poses altaneras sobre las olas tenues. La fiesta de los colores del amanecer disipó su azoramiento nocturno y sintió un entusiasmo afín al del amante correspondido.
Al mediodía, otra vez el balneario colmado de bañistas, mientras tomaba una cerveza expuesto al sol con los pantalones arremangados hasta las rodillas, le provocó bañarse. Al principio no le agradaron el agua ni las algas que se enredaban en sus pies; luego se sintió a gusto y cantó un viejo bolero aprendido en la infancia y sintió que era magnífico, realmente extraordinario estar bajo el sol y nadar en el mar.
“¿Por qué nadie se da cuenta?, ¿por qué esta repentina sensación como de inmortalidad que me realza y vuelve más potentes mis sentidos?
¿Es esto a lo que se ha cantado y jamás puede expresarse?”.
Cuando regresó a la arena en busca de su morral y un lugar para cambiarse, la gente lo miró como si fuese un demonio que alteraba su tranquilidad y sus buenas conciencias. Era fácil advertir su descamino para esos turistas que convierten el ocio en un deber y una competencia ruidosa y un concurso de exhibición. Él, a su vez, reafirmó su indiferencia por la uniformidad de juicios y costumbres que torna escandalosa cualquier ligera falta a las apariencias.
Al sacar del morral el viejo jeans desteñido, éste trajo consigo sus despegadas Hojas de Hierba. Se vistió rápido detrás de una camioneta abandonada en el estacionamiento del balneario. Después ocupó una mesa en la taguara más cercana, sin reparar en el gentío y la música estridente, acompañado de una cerveza bien fría. Le contentó la suerte de releer a su viejo amigo. “¿Por qué te había olvidado en un viejo anaquel y ahora te recupero sin proponérmelo?”
Ahora encontraba el retrato de sí mismo, su propia voz cantando los largos versos del multiforme yo de Long Island.
 Hay algo en mí –no sé qué sea– pero sé que está en mí.
Crispado y sudoroso –sereno y frío se hace luego mi cuerpo,
duermo –duermo.
No lo conozco –no tiene nombre– lo expresa
una palabra que aún no ha sido pronunciada,
que no está en ningún diccionario, en ningún idioma,
en ningún símbolo.

Esas palabras, ahora suyas, le recordaron la pérdida en cada uno de nosotros de ese raro entusiasmo y de la sosegada atención en cada cosa de este mundo por más vil e insignificante que sea. Sólo el verbo gratuito podía devolverle la cordial relación con la realidad, con lo que creía el humilde propósito de la poesía y no ese afanoso universo de artificios verbales que consagran la ilusión de un arte concebido para el regodeo de personas engreídas.
 Quien toca este libro, toca un hombre
(¿Es de noche?, ¿estamos aquí juntos los dos solos?)
¿Soy yo a quien tienes y quien te tiene?
De estas páginas salto a tus brazos –me llama la muerte.

Comprendió (aparte de que la lectura de un libro depende también de los años del lector) muchos de sus juveniles actos inconformistas, comprendió su renuencia a encerrarse en aulas y, de algún modo, la causa de sus pésimas calificaciones en materias disecadas para rellenar de papel y frágiles certezas la inteligencia humana.

Cuando escuché al sabio astrónomo,
Cuando las demostraciones y números fueron puestos
en columnas ante mis ojos,
Cuando me fueron mostrados las cartas celestes y diagramas,
para que los sumara, dividiera y midiera,
Cuando escuchaba al sabio astrónomo dar su aplaudida
lección en el aula,
Qué pronto –inexplicablemente– me sentí fatigado
y enfermo,
Hasta que levantándome y deslizándome afuera, salí
a vagar solo,
En la  mística atmósfera nocturna y, de cuando en cuando,
Alzaba mi vista a las estrellas en perfecto silencio.

El prefería escaparse del liceo para vagar por los suburbios con sus compañeros. Otras veces se iba solo a un parque y se acostaba en la hierba a mirar el movimiento de las nubes, jugando con espesas bocanadas de humo; no le provocaba estar con nadie, pero no se sentía ni triste ni solitario. Fue en esa época cuando comenzó a darse cuenta de algunas absurdidades: la rutina; su educación prescrita en la mancillada Constitución. La realidad convenida se le hizo una farsa, cuyos actores se toman tan en serio su papel que cada uno de sus actos les parecen salvadores de un mundo siempre al garete.


¿Nunca has tenido una hora,
Un súbito destello divino, que ha precipitado y hecho
estallar todas estas burbujas, modas, riqueza?
¿Estos ansiosos proyectos comerciales –estos libros,
política, arte, amores?
Una hora de total aniquilamiento?

Supo, pasando de una página a otra sin ningún orden, que estaba leyendo en sí mismo; aceptó el abrazo intemporal del viejo poeta que se despedía anunciando al gran individuo, fluido como la Naturaleza, casto, afectuoso, compasivo, armado de todas las armas: iniciaba el reencuentro con ese otro que a veces se le insinuaba en sueños. Él también lanzó su graznido salvaje sobre los tejados del mundo, porque el don, el regalo inexplicable de estar aquí es demasiado breve para concedérselo al impostor que pugna por dominarnos. Recordó que una vez en un carro por puesto lo visitó el asombro al ver a una mujer amamantando a su hijo. Whitman, en uno de esos poemas que suelen juzgarse menores en su obra, le confirmó ese esplendor de lo trivial.

Veo al niño que duerme en el regazo de su madre,
La madre y el niño duermen –los observo largo tiempo
en silencio.

Aquel cuya vida es andar hacia sí mismo puede expresar (o no expresarlo, si no lo seduce el arte o lo ignora) la multiplicidad, la variedad del orbe. Él ha reído en un bar con los marineros de países remotos, él ama a una mujer única que es todas las mujeres, él es el delator y el delatado en un deshonroso proceso, él fue el nómada que erraba por inmensas llanuras inhóspitas, él es el hombre que riega las matas de su jardín… Su contemplación es la misma que la del joven enredado en sus incertidumbres y a quien el azar o una gracia del destino lo llevó a leer una página decisiva en su vida.

Me siento a contemplar todos los dolores del mundo,
y toda la opresión y toda la vergüenza,
Oigo los sollozos convulsivos, secretos, de los jóvenes
en conflicto consigo mismos, arrepentidos de sus actos,
Veo en el arroyo a la madre ultrajada por sus hijos,
que muere abandonada, extenuada, desesperada,
Veo a la mujer ultrajada por su marido, veo al seductor
infame de las jóvenes,
Observo el encono de los celos y del amor desdeñado
que intenta ocultarse, veo estos espectáculos sobre
la tierra,
Veo los efectos de las batallas, de la peste, de la tiranía,
veo a los mártires y prisioneros,
Observo el hambre en el mar y a los marineros echando
suertes para ver cuál habrá de morir para
salvar la vida a los otros,
Observo las humillaciones y degradaciones impuestas
por los orgullosos a los pobres, a los negros;
Todas estas cosas, todas las vilezas y agonías sin fin
me siento a contemplar,
A ver, a oír, y permanezco mudo. 

Y regresó a la ciudad de la que había huido. Supo, desde aquella tarde diálogo con el poeta que declaró su vanidad y su trascendencia, que para los ojos del amante de este milagro que somos y que nos empeñamos en destruir no hay símbolos privilegiados ni paraísos perdidos; sólo el ser humano que endiosa el cálculo y olvida el corazón del mundo convierte el vivir en una sucesión de días mustios. Quizás este joven llegue a decir su gran rechazo y su íntima devoción. Si no lo hace, el Universo no se alterará por ello; quizás contribuya con un verso o viva en silencio su desarmonía. Su vida será un desatino perenne y una pasión sin valor en el negocio de las ideas. Por ahora está aquí, en esta Caracas de ríos ultrajados y derechos perdidos, caminando con sus devociones, sus temores y sus demonios, sabiéndose mortal y eterno a manos llenas.


No hay comentarios:

Publicar un comentario

Horror por el tiempo: Juan Gabriel y María Zambrano

  Mario Amengual De inmediato, lo sé, el título que encabeza esta página apresurará juicios negativos o un rápido e indiscutible rechazo: ...