Ahí
estaba el hombre de la plaza, sentado en el mismo banco a la sombra del
frondoso mamón, en el vértice donde se bifurca la avenida Independencia. Luis
Eugenio, con un periódico local enrollado bajo el brazo izquierdo, dudó en
acercársele; recordó la hosquedad del hombre y esa mirada de altivez distraída,
pero que cuando la fijó en sus ojos se sintió atravesado por un efluvio
desconcertante. Al menos tenía un pretexto para hablarle: lo acicateaba la
necesidad de conversar con alguien, porque, aparte de Mercedes Concepción,
aunque aquella mañana se mostró atenta, estuvo de pocas palabras, ¿con quién
más podía hacerlo?
Se le acercó, más por ese prurito de esquivar la soledad
que por osadía, y se sentó al otro extremo del banco:
-Buen día- dijo, cauteloso.
-Buen día- respondió el hombre, sin voltear a mirarlo.
Se le ocurrió que el hombre, sin mirarlo, sabía que era
él, como si le conociera la voz. Eso lo animó a decirle:
-Señor, qué bueno que vuelvo a verlo porque quería o,
mejor dicho, quiero darle las gracias…
-Gracias por qué- lo interrumpió el hombre, mirándolo de
reojo.
-Hace unos días pasé por aquí y le pregunté… ¿no recuerda?...
por una pensión o casa donde alquilaran habitaciones…
-Sí, lo recuerdo.
-En la casa que usted me dijo…
-Sí, la casa de Mercedes Concepción- ahora sí miró a Luis
Eugenio a los ojos.
-Había una habitación recién desocupada y pude
alquilarla. Gracias, señor, de verdad.
El hombre, sin dejar de mirarlo, asintió con la cabeza;
Luis Eugenio lo sintió como un gesto de cordialidad y por eso se atrevió a
decirle:
-¿Aceptaría que le brinde un café?
El hombre sonrió detrás de una bocanada de humo del
cigarrillo que acababa de prender.
-Si es su gusto- pero advirtió: No acostumbro a aceptar
invitaciones de gente que no conozco.
-Lo entiendo.
El hombre se puso de pie y con cierto ánimo de cortesía,
le dijo:
-Vayamos al único negocio de por estos lados donde hacen
un buen café.
Luis Eugenio lo siguió hasta una de las panaderías
inmediatas a la plaza. En el corto trayecto que los separaba de ella, varias
personas saludaron al hombre con verdaderas expresiones de aprecio y respeto:
-¿Cómo está, mi dóctor?,
buen día… Doctor, ¿cómo amanece?... Doctor, gusto en verlo.
Y así, otras similares.
Ya sentados en una de las mesas de la panadería El Sol,
en una especie de terraza techada, aproximadamente metro y medio sobre el nivel
de la acera, Luis Eugenio le preguntó:
-¿Usted es médico?
-No, abogado. Bueno, fui abogado laboral porque ya no
ejerzo ni quiero saber nada de derecho ni de tribunales. Y si me lo pregunta
por lo del trato de doctor que, como se habrá dado cuenta, me dispensan, no soy
doctor. Pero como usted debe de saberlo, en este país todos los abogados somos
doctores, aunque la mayoría sean analfabetos con título universitario-
respondió con burla y un dejo de amargura regustada.
-Así es, doctor. Me consta.
-Manuel Felipe Jordán- extendió la mano.
-Luis Eugenio Manzo- contento, estrechó la mano
ofrecida-. Soy periodista o comunicador social, como pretensiosamente se dice
ahora. En realidad, era periodista.
-¿Era?- enfatizó un rictus de desconfianza.
-Sí, era. Suena raro, pero es así, doctor Jordán.
-No tiene por qué llamarme doctor…
-Lo hago por respeto y para seguir la costumbre de sus
amigos y conocidos, si no le molesta.
-Entonces… era periodista- estaba claro que el doctor
Jordán quería detalles.
-Sí, era, pero se trata de una historia algo complicada y
tal vez a usted no le interese.
El doctor Jordán se levantó y con un gesto de discreción
mal disimulado lo instó a seguirlo. Al salir de la panadería, le dijo a Luis
Eugenio:
-Volvamos al banco de la plaza.
Luis Eugenio iba entusiasmado: le agradaba que ese hombre
que de primeras le había parecido hosco, intratable, lo tomara en cuenta de una
manera casi paternal.
Se sentaron en el mismo banco, esta vez un poco más cerca
el uno del otro. El doctor Jordán encendió un cigarrillo y después de unas
afanosas bocanadas, sorprendió a Luis Eugenio con estas palabras:
-Está bien, joven, estoy dispuesto a escucharte. Sé que
necesitas hablar con alguien, quitarte un peso de encima. Voy a confiar en ti,
como tú debes confiar en mí, si es lo que quieres, como si fuese un pacto,
siempre y cuando tus confidencias no me expongan a ningún riesgo. Y también
debo aclararte que por aquí no hay mucha gente en la que se pueda confiar, por
no decirte ninguna. Y aunque te parezca petulante, considérame una excepción.
Luis Eugenio sintió vulnerada su desconfianza
provinciana, de muchacho criado en un barrio donde el resentimiento, las drogas
y las balas imponían la prudencia a quienes, como él, querían sobrevivir
alejados de las cárceles y las guerras entre bandas; sintió que aquel hombre entraba
en su vida como un predestinado porque en algunos de los hilos de su historia
personal (de la vivida, de la aún no vivida, de la incipiente), ese encuentro
entre ellos estaba prefijado en una conjunción que esa mañana se confirmaba. Y
aunque en absoluto dado a ver en la vida, en su vida, la influencia de fuerzas
o energías exaltadas y aprovechadas por el esoterismo mercantilizado y la
soledad inllevable de casi todo el mundo, tuvo la certeza sin argumentos de que
ese encuentro con Manuel Felipe Jordán era inevitable, y de nada le valdrían el
recelo o el cuestionarse a sí mismo por tanta sinceridad con un extraño.
-Sí, era periodista, aunque mi título siga siendo válido,
pero ya no puedo ejercer la profesión en ninguna parte, sin que nada ni nadie
me lo haya prohibido legalmente. Y si buscara empleo en cualquier medio de
comunicación de este país, al saber quién soy y de dónde vengo me cerrarían las
puertas.
El doctor Jordán arrugó la cara y se le quedó viendo a
Luis Eugenio con un gesto interrogativo. Luis Eugenio miró hacia la calle, sin
fijarse en algo en particular, y pensó que estaba hablando de más, entrando en
contradicción con la corazonada y los fugaces razonamientos de hacía pocos
minutos; pero lo calmó recordar que era él quien le había buscado conversación,
por soledad, por desarraigo, porque ya no tenía nada que perder.
-Ya llevo un poco más de tres meses viviendo aquí, en San
José de Tucupío, desde que salí… me obligaron a salir de Ciudad Zamora. No tuve
otra alternativa y ya ni sé por qué escogí esta ciudad. Tal vez porque también
es tierra caliente o porque está en el corazón o casi en el corazón del país o
porque –se le salió en ese momento- me tocaba encontrarme con alguien como
usted… no sé.
-¿Y qué o quién o quiénes te impiden ejercer tu
profesión?- trataba de indagar con cautela; ya esa situación con un joven
llegado de repente a su vida se le pintaba con trazas de mucha rareza.
-Alguien o más bien algunos, creo, me lo impiden. No
conozco a ninguno, no sé quiénes son, aunque sospecho de quiénes puede
tratarse, pero sin saber sus nombres. Me llegan mensajes de texto a mi celular,
por eso pensé cambiar de operadora y, por supuesto, de número, antes de mudarme
para acá, pero supe que era inútil. No los puedo evadir. Siempre saben dónde estoy.
-¿Y por qué no te quedas sin celular? Y si necesitas
comunicarte con alguien, usas algún teléfono público o uno de esos celulares
que alquilan en la calle- pensaba como abogado, con estricta lógica, sin
descartar que Luis Eugenio estaba loco.
-Eso parecería lo más sensato, pero, aunque usted no lo
crea, un teléfono personal y al menos una dirección de correo electrónico me
mantienen con vida, si es que quiero seguir viviendo. La excusa es que los
tenga para comunicarme con mis dos hijas, con los amigos, si acaso me queda
alguno, y con mi ex esposa, sólo en casos de extrema necesidad.
El doctor Jordán se levantó, dio dos pasos al frente y
encendió un cigarrillo; Luis Eugenio creyó que se marchaba, pero el doctor
Jordán dio media vuelta y lo encaró:
-Mira, joven, yo creo que vas a tener que contarme toda
tu historia desde el principio, porque hemos llegado a un punto en el que no sé
sí creerte o pensar cualquier otra cosa.
-Lo entiendo- bajó la cabeza; se sintió avergonzado.
-Sí, pero no será en este momento. Ya es casi mediodía y
mi esposa me espera para almorzar. Ya somos viejos y tenemos hábitos y
costumbres puntuales. Si te parece, nos vemos aquí mismo mañana, temprano, como
hoy. Yo sólo vengo a la plaza por las mañanas.
-Está bien, doctor Jordán. Nos veremos mañana.
Luis Eugenio lo siguió con la mirada hasta que salió de
la plaza y entonces se sintió solo, arrasado, pero en calma. Se dio a ver con
regocijo a su alrededor, algo que muy rara vez “le pasaba”: cerca de él, un
niño, de doce años tal vez, le lanzaba a otro, con movimientos de un Félix
Hernández, una pelota de goma, que éste intentaba batear imitando el estilo de
Miguel Cabrera; al otro extremo de la plaza, en un claro entre los árboles,
diez liceístas, entre muchachas y muchachos, sentados en el suelo formaban un
círculo y cantaban animados por el anís con jugo de naranja pasteurizado; en
uno y otro banco, señoras y señores, algunos con bolsas de víveres a un lado,
conversaban animados; entraba y salía gente de los restaurantes, los bares, las
panaderías, las agencias de loterías, y en una y otra dirección se cruzaban los
transeúntes y algunos se saludaban, y él, Luis Eugenio Manzo, sólo mirando y
soportando el intenso calor de ese mediodía apenas atenuado por una brisa suave
e intermitente que algo de curiosidad y de ver sosegado ha de haberle removido
porque se acercó al Monumento a los Caídos como si lo viera por primera vez:
lucía los estigmas de la arraigada negligencia nacional, mayor que el azote de
los elementos, en el óxido abundante y
rayones en las figuras de hierro y en roturas adrede en la base y la columna de
concreto en las que podían leerse variedad de obscenidades, mensajes de amor y
ofensas anónimas escritas con marcadores de tinta indeleble; el irrespeto
vandálico la había convertido en urinario para los malvivientes que invadían la
plaza por las noches, y a pesar de eso Luis Eugenio asimiló el sentido trágico
y conmemorativo que Antonio Ríos quiso darle a la juventud de un período de la
historia del país, que muchos ya no recordarían y más lo ignoraban, y se le
igualaba con el presente de otra generación que en nombre de otras ideas y
otros reclamos, o más bien los mismos renovados y urdidos con otro discurso,
también contaba con sus mártires estudiantes, vidas también segadas en plena
juventud, carne de cañón de la demencia y las arbitrariedades de las luchas por
el poder. Pero esas reflexiones, inusuales en él y sobrevenidas por una
apreciación inesperada, no le ensombrecieron el ánimo.
Después de todo, comenzaba a no sentirse un extraño en
San José de Tucupío y el comercio con el mundo le deparaba ocasionales ráfagas
de contentura.
Tres cuerpos, uno tras otro,
en medio de la calle: dos niños y entre ellos un hombre de poca estatura: el
primer niño y el hombre parecen estar muertos, el otro niño comienza a
retorcerse y luego ya no es un niño y adopta una forma irreconocible mientras
se retuerce y después es sólo una representación impresa del sistema
circulatorio humano, despedazándose, y unos indigentes comienzan a recoger los pedazos
y meterlos en un saco y le oye decir a uno de ellos que valen mucho. Él, o
quien sea si no es él, logra tomar un pedazo; ve que allí está representada la
mano derecha, lo dobla en dos partes, lo guarda apurado en el bolsillo de la
camisa y huye. Ya no sabe dónde está, pero necesita encontrar al doctor Jordán:
lo ve a lo lejos, en la isla de una avenida muy transitada; está hablando con
un hombre alto y grueso que tiene a un niño tomado de la mano. Se acerca a
ellos y le entrega la “mano derecha doblada”, después de sacarla con dificultad
del bolsillo de la camisa, le dice al doctor Jordán que la guarde, que con él
está más segura. El hombre alto y grueso dice algunas cosas sobre el niño, que
debe protegerlo, y al oírle decir esto él corre sin despedirse.
Se sienta al borde de una acera alta, los pies apenas
rozan el asfalto de esa calle estrecha y sombría; frente a él están dos mujeres
y un hombre. No los conoce. El hombre tiene, arrollada bajo el brazo derecho,
una estera de bambú, y apenas comienza a desenrollarla cae una botella de güisqui o ron al piso y se
va rodando hasta el otro lado de la calle y queda ahí en la pequeña zanja de un
desagüe. Las mujeres ríen a carcajadas y el hombre lanza la estera a un lado y
se queda inmóvil; él se levanta y va a buscar la botella, que no se ha roto,
pero está agrietada y vacía, la recoge y cuando voltea para mostrársela a las
dos mujeres y al hombre, ya no están. Pero debía buscar una biblioteca sin
nombre, que podía reconocer porque sus columnas en obra limpia mostraban muchas
manos marcadas en bajo relieve.
Las calles solitarias se alargaron demasiado y ya se oían
los ruidos familiares en la cocina de Mercedes Concepción.
Dos mañanas seguidas (la de
un viernes y la de un sábado) estuvo Luis Eugenio esperando al doctor Jordán en
la plaza, y no apareció allí ni en ninguna de las panaderías cercanas. Supuso
que su historia entrecortada, con sus omisiones deliberadas, lo había
ahuyentado; quizás se mostró interesado por mera cortesía, pero temiendo que al
conocer la historia completa podía verse involucrado, por más que nada lo
relacionara con alguno de sus episodios.
Para no darse a más conjeturas ni sumar otro desencanto,
buscó el carro que llevaba días estacionado frente a la casa de Mercedes Concepción:
y ese sábado claro, caluroso, de sol recio, manejó por calles estrechas y muy
transitadas hacia Los Galpones, zona industrial casi abandonada en algunas
partes y en otras invadidas por los “sin techo”. Décadas atrás esa zona
industrial había sido construida, por el gobierno de entonces, junto a una
urbanización de edificios de cuatro pisos a los que, con los años, fueron
agregándose en sus alrededores, como inevitable parásita o excrecencia urbana,
ranchos de hojalata y madera, y entre ellos fueron prosperando algunas ventas
de comida y de cervezas y misérrimas “casas de citas”. Una ancha avenida de dos
canales en ambas direcciones sirve de límite entre la zona de Los Galpones y
los confines del barrio 27 de Febrero: allí, en edificios fabricados en su
mayoría por inmigrantes portugueses, abundan abastos, licorerías, bares,
areperas, ventas de repuestos y de cambio de aceite de automóviles. Frente a
uno de esos negocios, bar-restaurant La Pradera, fue donde Luis Eugenio
encontró puesto para el carro: adentro, dos mugrientos ventiladores de techo
procuraban ayudar a un acondicionador de aire, enorme y ruidoso, a refrescar el
ambiente; la barra, larga, a la izquierda, de diez pasos de la entrada hasta el
fondo del local, y a la derecha cinco mesas sin manteles y con incontables
quemaduras de cigarrillos. A la mitad de la barra dos tipos alternaban bostezos
ante los tercios de cerveza a medias y parecían alelados por una de las
primeras telenovelas de la tarde en el televisor sobre una repisa de madera que
desafiaba toda lógica de resistencia de materiales, en el rincón donde
terminaba la escueta muestra de licores en otra repisa, pero ésta de un vidrio
apaisado sobre tres pies de amigo de metal.
Luis Eugenio se sentó al final de la barra, cerca del
televisor, dio las buenas tardes en voz alta, pero sólo le respondió la
dependienta de la barra. Pidió una cerveza y aunque aparentaba ver la
televisión, procuraba detallar el sitio y, sobre todo, a la mujer: cuando
mucho, un metro sesenta, el cabello amarillo tostado y notorias raíces negras y
lo llevaba recogido atrás con unas pinzas sobresalientes en forma de mariposa;
era delgada, pero de brazos robustos y una barriga que, sin ser exagerada,
estiraba la franelilla rosada que llevaba puesta, tanto como los senos; y
completaban su indumentaria unos pantalones cortos al estilo pescador y unas
sandalias plásticas de tiras muy delgadas, a punto de reventarse por los pies
regordetes. Evitó fijarse en los tipos de la barra para no despertar
malentendidos. Nada de inconvenientes; ya le bastaba con los que tenía encima.
Cuando la mujer le sirvió la segunda cerveza, le buscó
conversación:
-Hoy está bravo el calor y ni una nube se le atraviesa a
esa pepa e sol- sonrió con desgano.
-Así es y aquí ni ese aire acondicionado ni esos
ventiladores ayudan mucho- dijo Luis Eugenio, señalándolos,
La mujer sonrió y dijo en tono burlón:
-Sabrá Dios y el portugués dueño de este negocio que esos
aparatos están de adorno.
-Falta de mantenimiento- fue lo único que se ocurrió a
Luis Eugenio.
-Pichirrería pura…
Parecía querer explayarse en
despotricar del dueño de La Pradera, de no ser porque dos hombres de morral
terciado al hombro y recién bañados, como suele verse a los albañiles de
grandes construcciones después de la jornada, entraron saludando con alegría de
sábado por la tarde. Se sentaron en la barra, a la izquierda de Luis Eugenio,
no sin antes mirarlo con descarada curiosidad. Le pareció a Luis Eugenio que
uno de ellos le preguntó a la mujer de la barra por él, lo que Luis Eugenio
atribuyó al común celo de lugareño o de cliente habitual, que en sitios como
ese los extraños o gente de pasada despiertan desconfianza y, en casos extremos, mezquina y agresiva
territorialidad.
Luis Eugenio, como siempre hacía en situaciones
similares, optó por dejarse llevar por su río interior de pensamientos y
recuerdos, cada uno procurando ganar su atención plena, chocando unos contra
otros en un imaginario estrecho o istmo de la conciencia, o como el caudal de
un río que en su decurso encuentra repentinos estrechos en su cauce. Estaba en
ese bar de suburbio, ahora con un pasado breve que iba del doctor Jordán y la
Plaza de los Caídos a la casa de Mercedes Concepción; ya pasadas las cuatro de
la tarde, estaba La Pradera lleno de hombres que en voz alta o gritando
hablaban de loterías, de carreras de caballos, de mujeres o contaban chistes o
bromeaban a costa de uno y otro de los presentes. Y aunque Luis Eugenio trataba
de mantenerse en su río interior, conjeturando razones trilladas o rebuscadas
respecto a la inasistencia del doctor Jordán a la plaza, pudo escuchar una
variedad de apodos que allí se voceaban: Pelo e Muñeca, Jinete e Gato, Cristo e
Yuca, Cabeza e Cachama, Mono Triste, Flor de Jamaica, Río Crecido, Pata e
Gorila… Y un toque en el hombro lo devolvió por completo a la barra de La
Pradera: un hombre de unos sesenta años (aunque para el cálculo de edades nunca
había sido muy acertado Luis Eugenio) con mucho respeto le estaba pidiendo
espacio para acodarse en la barra; Luis Eugenio arrimó la silla contra la pared
del fondo y como pudo se acomodó sin quedar muy apretado y el hombre se lo
agradeció con una leve inclinación de cabeza y una sonrisa ladeada. El hombre
llamó a la mujer de la barra por su nombre, Chela, y ésta se acercó; el hombre
le estrechó la mano y le habló con arrumacos y le sopló un beso.
Luis Eugenio se concentró en el televisor, en otro canal
pero sin volumen: se abstrajo en las voluminosas mujeres en bikini bailando
sobre la cubierta de un yate, cuyo centro era un cantante con sobrada pinta de
malandro. Así estuvo viendo videos en MTV, sin oír la música, durante dos rones
secos que tomó pausadamente, pasándolos con cerveza. Cuando pagó para marcharse
se despidió de Chela como si la conociera desde hacía años.
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