viernes, 22 de septiembre de 2017

El ardor de la sospecha (tercera entrega)

Ahí estaba el hombre de la plaza, sentado en el mismo banco a la sombra del frondoso mamón, en el vértice donde se bifurca la avenida Independencia. Luis Eugenio, con un periódico local enrollado bajo el brazo izquierdo, dudó en acercársele; recordó la hosquedad del hombre y esa mirada de altivez distraída, pero que cuando la fijó en sus ojos se sintió atravesado por un efluvio desconcertante. Al menos tenía un pretexto para hablarle: lo acicateaba la necesidad de conversar con alguien, porque, aparte de Mercedes Concepción, aunque aquella mañana se mostró atenta, estuvo de pocas palabras, ¿con quién más podía hacerlo?
Se le acercó, más por ese prurito de esquivar la soledad que por osadía, y se sentó al otro extremo del banco:
-Buen día- dijo, cauteloso.
-Buen día- respondió el hombre, sin voltear a mirarlo.
Se le ocurrió que el hombre, sin mirarlo, sabía que era él, como si le conociera la voz. Eso lo animó a decirle:
-Señor, qué bueno que vuelvo a verlo porque quería o, mejor dicho, quiero darle las gracias…
-Gracias por qué- lo interrumpió el hombre, mirándolo de reojo.
-Hace unos días pasé por aquí y le pregunté… ¿no recuerda?... por una pensión o casa donde alquilaran habitaciones…
-Sí, lo recuerdo.
-En la casa que usted me dijo…
-Sí, la casa de Mercedes Concepción- ahora sí miró a Luis Eugenio a los ojos.
-Había una habitación recién desocupada y pude alquilarla. Gracias, señor, de verdad.
El hombre, sin dejar de mirarlo, asintió con la cabeza; Luis Eugenio lo sintió como un gesto de cordialidad y por eso se atrevió a decirle:
-¿Aceptaría que le brinde un café?
El hombre sonrió detrás de una bocanada de humo del cigarrillo que acababa de prender.
-Si es su gusto- pero advirtió: No acostumbro a aceptar invitaciones de gente que no conozco.
-Lo entiendo.
El hombre se puso de pie y con cierto ánimo de cortesía, le dijo:
-Vayamos al único negocio de por estos lados donde hacen un buen café.
Luis Eugenio lo siguió hasta una de las panaderías inmediatas a la plaza. En el corto trayecto que los separaba de ella, varias personas saludaron al hombre con verdaderas expresiones de aprecio y respeto:
-¿Cómo está, mi dóctor?, buen día… Doctor, ¿cómo amanece?... Doctor, gusto en verlo.
Y así, otras similares.
Ya sentados en una de las mesas de la panadería El Sol, en una especie de terraza techada, aproximadamente metro y medio sobre el nivel de la acera, Luis Eugenio le preguntó:
-¿Usted es médico?
-No, abogado. Bueno, fui abogado laboral porque ya no ejerzo ni quiero saber nada de derecho ni de tribunales. Y si me lo pregunta por lo del trato de doctor que, como se habrá dado cuenta, me dispensan, no soy doctor. Pero como usted debe de saberlo, en este país todos los abogados somos doctores, aunque la mayoría sean analfabetos con título universitario- respondió con burla y un dejo de amargura regustada.
-Así es, doctor. Me consta.
-Manuel Felipe Jordán- extendió la mano.
-Luis Eugenio Manzo- contento, estrechó la mano ofrecida-. Soy periodista o comunicador social, como pretensiosamente se dice ahora. En realidad, era periodista.
-¿Era?- enfatizó un rictus de desconfianza.
-Sí, era. Suena raro, pero es así, doctor Jordán.
-No tiene por qué llamarme doctor…
-Lo hago por respeto y para seguir la costumbre de sus amigos y conocidos, si no le molesta.
-Entonces… era periodista- estaba claro que el doctor Jordán quería detalles.
-Sí, era, pero se trata de una historia algo complicada y tal vez a usted no le interese.
El doctor Jordán se levantó y con un gesto de discreción mal disimulado lo instó a seguirlo. Al salir de la panadería, le dijo a Luis Eugenio:
-Volvamos al banco de la plaza.
Luis Eugenio iba entusiasmado: le agradaba que ese hombre que de primeras le había parecido hosco, intratable, lo tomara en cuenta de una manera casi paternal.
Se sentaron en el mismo banco, esta vez un poco más cerca el uno del otro. El doctor Jordán encendió un cigarrillo y después de unas afanosas bocanadas, sorprendió a Luis Eugenio con estas palabras:
-Está bien, joven, estoy dispuesto a escucharte. Sé que necesitas hablar con alguien, quitarte un peso de encima. Voy a confiar en ti, como tú debes confiar en mí, si es lo que quieres, como si fuese un pacto, siempre y cuando tus confidencias no me expongan a ningún riesgo. Y también debo aclararte que por aquí no hay mucha gente en la que se pueda confiar, por no decirte ninguna. Y aunque te parezca petulante, considérame una excepción.
Luis Eugenio sintió vulnerada su desconfianza provinciana, de muchacho criado en un barrio donde el resentimiento, las drogas y las balas imponían la prudencia a quienes, como él, querían sobrevivir alejados de las cárceles y las guerras entre bandas; sintió que aquel hombre entraba en su vida como un predestinado porque en algunos de los hilos de su historia personal (de la vivida, de la aún no vivida, de la incipiente), ese encuentro entre ellos estaba prefijado en una conjunción que esa mañana se confirmaba. Y aunque en absoluto dado a ver en la vida, en su vida, la influencia de fuerzas o energías exaltadas y aprovechadas por el esoterismo mercantilizado y la soledad inllevable de casi todo el mundo, tuvo la certeza sin argumentos de que ese encuentro con Manuel Felipe Jordán era inevitable, y de nada le valdrían el recelo o el cuestionarse a sí mismo por tanta sinceridad con un extraño.
-Sí, era periodista, aunque mi título siga siendo válido, pero ya no puedo ejercer la profesión en ninguna parte, sin que nada ni nadie me lo haya prohibido legalmente. Y si buscara empleo en cualquier medio de comunicación de este país, al saber quién soy y de dónde vengo me cerrarían las puertas.
El doctor Jordán arrugó la cara y se le quedó viendo a Luis Eugenio con un gesto interrogativo. Luis Eugenio miró hacia la calle, sin fijarse en algo en particular, y pensó que estaba hablando de más, entrando en contradicción con la corazonada y los fugaces razonamientos de hacía pocos minutos; pero lo calmó recordar que era él quien le había buscado conversación, por soledad, por desarraigo, porque ya no tenía nada que perder.
-Ya llevo un poco más de tres meses viviendo aquí, en San José de Tucupío, desde que salí… me obligaron a salir de Ciudad Zamora. No tuve otra alternativa y ya ni sé por qué escogí esta ciudad. Tal vez porque también es tierra caliente o porque está en el corazón o casi en el corazón del país o porque –se le salió en ese momento- me tocaba encontrarme con alguien como usted… no sé.
-¿Y qué o quién o quiénes te impiden ejercer tu profesión?- trataba de indagar con cautela; ya esa situación con un joven llegado de repente a su vida se le pintaba con trazas de mucha rareza.
-Alguien o más bien algunos, creo, me lo impiden. No conozco a ninguno, no sé quiénes son, aunque sospecho de quiénes puede tratarse, pero sin saber sus nombres. Me llegan mensajes de texto a mi celular, por eso pensé cambiar de operadora y, por supuesto, de número, antes de mudarme para acá, pero supe que era inútil. No los puedo evadir. Siempre saben dónde estoy.
-¿Y por qué no te quedas sin celular? Y si necesitas comunicarte con alguien, usas algún teléfono público o uno de esos celulares que alquilan en la calle- pensaba como abogado, con estricta lógica, sin descartar que Luis Eugenio estaba loco.
-Eso parecería lo más sensato, pero, aunque usted no lo crea, un teléfono personal y al menos una dirección de correo electrónico me mantienen con vida, si es que quiero seguir viviendo. La excusa es que los tenga para comunicarme con mis dos hijas, con los amigos, si acaso me queda alguno, y con mi ex esposa, sólo en casos de extrema necesidad.
El doctor Jordán se levantó, dio dos pasos al frente y encendió un cigarrillo; Luis Eugenio creyó que se marchaba, pero el doctor Jordán dio media vuelta y lo encaró:
-Mira, joven, yo creo que vas a tener que contarme toda tu historia desde el principio, porque hemos llegado a un punto en el que no sé sí creerte o pensar cualquier otra cosa.
-Lo entiendo- bajó la cabeza; se sintió avergonzado.
-Sí, pero no será en este momento. Ya es casi mediodía y mi esposa me espera para almorzar. Ya somos viejos y tenemos hábitos y costumbres puntuales. Si te parece, nos vemos aquí mismo mañana, temprano, como hoy. Yo sólo vengo a la plaza por las mañanas.
-Está bien, doctor Jordán. Nos veremos mañana.
Luis Eugenio lo siguió con la mirada hasta que salió de la plaza y entonces se sintió solo, arrasado, pero en calma. Se dio a ver con regocijo a su alrededor, algo que muy rara vez “le pasaba”: cerca de él, un niño, de doce años tal vez, le lanzaba a otro, con movimientos de un Félix Hernández, una pelota de goma, que éste intentaba batear imitando el estilo de Miguel Cabrera; al otro extremo de la plaza, en un claro entre los árboles, diez liceístas, entre muchachas y muchachos, sentados en el suelo formaban un círculo y cantaban animados por el anís con jugo de naranja pasteurizado; en uno y otro banco, señoras y señores, algunos con bolsas de víveres a un lado, conversaban animados; entraba y salía gente de los restaurantes, los bares, las panaderías, las agencias de loterías, y en una y otra dirección se cruzaban los transeúntes y algunos se saludaban, y él, Luis Eugenio Manzo, sólo mirando y soportando el intenso calor de ese mediodía apenas atenuado por una brisa suave e intermitente que algo de curiosidad y de ver sosegado ha de haberle removido porque se acercó al Monumento a los Caídos como si lo viera por primera vez: lucía los estigmas de la arraigada negligencia nacional, mayor que el azote de los elementos,  en el óxido abundante y rayones en las figuras de hierro y en roturas adrede en la base y la columna de concreto en las que podían leerse variedad de obscenidades, mensajes de amor y ofensas anónimas escritas con marcadores de tinta indeleble; el irrespeto vandálico la había convertido en urinario para los malvivientes que invadían la plaza por las noches, y a pesar de eso Luis Eugenio asimiló el sentido trágico y conmemorativo que Antonio Ríos quiso darle a la juventud de un período de la historia del país, que muchos ya no recordarían y más lo ignoraban, y se le igualaba con el presente de otra generación que en nombre de otras ideas y otros reclamos, o más bien los mismos renovados y urdidos con otro discurso, también contaba con sus mártires estudiantes, vidas también segadas en plena juventud, carne de cañón de la demencia y las arbitrariedades de las luchas por el poder. Pero esas reflexiones, inusuales en él y sobrevenidas por una apreciación inesperada, no le ensombrecieron el ánimo.
Después de todo, comenzaba a no sentirse un extraño en San José de Tucupío y el comercio con el mundo le deparaba ocasionales ráfagas de contentura.


 Tres cuerpos, uno tras otro, en medio de la calle: dos niños y entre ellos un hombre de poca estatura: el primer niño y el hombre parecen estar muertos, el otro niño comienza a retorcerse y luego ya no es un niño y adopta una forma irreconocible mientras se retuerce y después es sólo una representación impresa del sistema circulatorio humano, despedazándose, y unos indigentes comienzan a recoger los pedazos y meterlos en un saco y le oye decir a uno de ellos que valen mucho. Él, o quien sea si no es él, logra tomar un pedazo; ve que allí está representada la mano derecha, lo dobla en dos partes, lo guarda apurado en el bolsillo de la camisa y huye. Ya no sabe dónde está, pero necesita encontrar al doctor Jordán: lo ve a lo lejos, en la isla de una avenida muy transitada; está hablando con un hombre alto y grueso que tiene a un niño tomado de la mano. Se acerca a ellos y le entrega la “mano derecha doblada”, después de sacarla con dificultad del bolsillo de la camisa, le dice al doctor Jordán que la guarde, que con él está más segura. El hombre alto y grueso dice algunas cosas sobre el niño, que debe protegerlo, y al oírle decir esto él corre sin despedirse.
Se sienta al borde de una acera alta, los pies apenas rozan el asfalto de esa calle estrecha y sombría; frente a él están dos mujeres y un hombre. No los conoce. El hombre tiene, arrollada bajo el brazo derecho, una estera de bambú, y apenas comienza a desenrollarla  cae una botella de güisqui o ron al piso y se va rodando hasta el otro lado de la calle y queda ahí en la pequeña zanja de un desagüe. Las mujeres ríen a carcajadas y el hombre lanza la estera a un lado y se queda inmóvil; él se levanta y va a buscar la botella, que no se ha roto, pero está agrietada y vacía, la recoge y cuando voltea para mostrársela a las dos mujeres y al hombre, ya no están. Pero debía buscar una biblioteca sin nombre, que podía reconocer porque sus columnas en obra limpia mostraban muchas manos marcadas en bajo relieve.
Las calles solitarias se alargaron demasiado y ya se oían los ruidos familiares en la cocina de Mercedes Concepción.


Dos mañanas seguidas (la de un viernes y la de un sábado) estuvo Luis Eugenio esperando al doctor Jordán en la plaza, y no apareció allí ni en ninguna de las panaderías cercanas. Supuso que su historia entrecortada, con sus omisiones deliberadas, lo había ahuyentado; quizás se mostró interesado por mera cortesía, pero temiendo que al conocer la historia completa podía verse involucrado, por más que nada lo relacionara con alguno de sus episodios.
Para no darse a más conjeturas ni sumar otro desencanto, buscó el carro que llevaba días estacionado frente a la casa de Mercedes Concepción: y ese sábado claro, caluroso, de sol recio, manejó por calles estrechas y muy transitadas hacia Los Galpones, zona industrial casi abandonada en algunas partes y en otras invadidas por los “sin techo”. Décadas atrás esa zona industrial había sido construida, por el gobierno de entonces, junto a una urbanización de edificios de cuatro pisos a los que, con los años, fueron agregándose en sus alrededores, como inevitable parásita o excrecencia urbana, ranchos de hojalata y madera, y entre ellos fueron prosperando algunas ventas de comida y de cervezas y misérrimas “casas de citas”. Una ancha avenida de dos canales en ambas direcciones sirve de límite entre la zona de Los Galpones y los confines del barrio 27 de Febrero: allí, en edificios fabricados en su mayoría por inmigrantes portugueses, abundan abastos, licorerías, bares, areperas, ventas de repuestos y de cambio de aceite de automóviles. Frente a uno de esos negocios, bar-restaurant La Pradera, fue donde Luis Eugenio encontró puesto para el carro: adentro, dos mugrientos ventiladores de techo procuraban ayudar a un acondicionador de aire, enorme y ruidoso, a refrescar el ambiente; la barra, larga, a la izquierda, de diez pasos de la entrada hasta el fondo del local, y a la derecha cinco mesas sin manteles y con incontables quemaduras de cigarrillos. A la mitad de la barra dos tipos alternaban bostezos ante los tercios de cerveza a medias y parecían alelados por una de las primeras telenovelas de la tarde en el televisor sobre una repisa de madera que desafiaba toda lógica de resistencia de materiales, en el rincón donde terminaba la escueta muestra de licores en otra repisa, pero ésta de un vidrio apaisado sobre tres pies de amigo de metal.
Luis Eugenio se sentó al final de la barra, cerca del televisor, dio las buenas tardes en voz alta, pero sólo le respondió la dependienta de la barra. Pidió una cerveza y aunque aparentaba ver la televisión, procuraba detallar el sitio y, sobre todo, a la mujer: cuando mucho, un metro sesenta, el cabello amarillo tostado y notorias raíces negras y lo llevaba recogido atrás con unas pinzas sobresalientes en forma de mariposa; era delgada, pero de brazos robustos y una barriga que, sin ser exagerada, estiraba la franelilla rosada que llevaba puesta, tanto como los senos; y completaban su indumentaria unos pantalones cortos al estilo pescador y unas sandalias plásticas de tiras muy delgadas, a punto de reventarse por los pies regordetes. Evitó fijarse en los tipos de la barra para no despertar malentendidos. Nada de inconvenientes; ya le bastaba con los que tenía encima.
Cuando la mujer le sirvió la segunda cerveza, le buscó conversación:
-Hoy está bravo el calor y ni una nube se le atraviesa a esa pepa e sol- sonrió con desgano.
-Así es y aquí ni ese aire acondicionado ni esos ventiladores ayudan mucho- dijo Luis Eugenio, señalándolos,
La mujer sonrió y dijo en tono burlón:
-Sabrá Dios y el portugués dueño de este negocio que esos aparatos están de adorno.
-Falta de mantenimiento- fue lo único que se ocurrió a Luis Eugenio.
-Pichirrería pura…
 Parecía querer explayarse en despotricar del dueño de La Pradera, de no ser porque dos hombres de morral terciado al hombro y recién bañados, como suele verse a los albañiles de grandes construcciones después de la jornada, entraron saludando con alegría de sábado por la tarde. Se sentaron en la barra, a la izquierda de Luis Eugenio, no sin antes mirarlo con descarada curiosidad. Le pareció a Luis Eugenio que uno de ellos le preguntó a la mujer de la barra por él, lo que Luis Eugenio atribuyó al común celo de lugareño o de cliente habitual, que en sitios como ese los extraños o gente de pasada despiertan desconfianza  y, en casos extremos, mezquina y agresiva territorialidad.
Luis Eugenio, como siempre hacía en situaciones similares, optó por dejarse llevar por su río interior de pensamientos y recuerdos, cada uno procurando ganar su atención plena, chocando unos contra otros en un imaginario estrecho o istmo de la conciencia, o como el caudal de un río que en su decurso encuentra repentinos estrechos en su cauce. Estaba en ese bar de suburbio, ahora con un pasado breve que iba del doctor Jordán y la Plaza de los Caídos a la casa de Mercedes Concepción; ya pasadas las cuatro de la tarde, estaba La Pradera lleno de hombres que en voz alta o gritando hablaban de loterías, de carreras de caballos, de mujeres o contaban chistes o bromeaban a costa de uno y otro de los presentes. Y aunque Luis Eugenio trataba de mantenerse en su río interior, conjeturando razones trilladas o rebuscadas respecto a la inasistencia del doctor Jordán a la plaza, pudo escuchar una variedad de apodos que allí se voceaban: Pelo e Muñeca, Jinete e Gato, Cristo e Yuca, Cabeza e Cachama, Mono Triste, Flor de Jamaica, Río Crecido, Pata e Gorila… Y un toque en el hombro lo devolvió por completo a la barra de La Pradera: un hombre de unos sesenta años (aunque para el cálculo de edades nunca había sido muy acertado Luis Eugenio) con mucho respeto le estaba pidiendo espacio para acodarse en la barra; Luis Eugenio arrimó la silla contra la pared del fondo y como pudo se acomodó sin quedar muy apretado y el hombre se lo agradeció con una leve inclinación de cabeza y una sonrisa ladeada. El hombre llamó a la mujer de la barra por su nombre, Chela, y ésta se acercó; el hombre le estrechó la mano y le habló con arrumacos y le sopló un beso.

Luis Eugenio se concentró en el televisor, en otro canal pero sin volumen: se abstrajo en las voluminosas mujeres en bikini bailando sobre la cubierta de un yate, cuyo centro era un cantante con sobrada pinta de malandro. Así estuvo viendo videos en MTV, sin oír la música, durante dos rones secos que tomó pausadamente, pasándolos con cerveza. Cuando pagó para marcharse se despidió de Chela como si la conociera desde hacía años.

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